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Tal vez los recuerdos más fieles, los menos engañosos, son precisamente aquellos que no quieres recordar, esos teñidos de intensa vergüenza, de miedo, que has ocultado sepultándolos bajo una espesa capa de olvido, en una mezcla de indiferencia y absolución. Sin embargo, siguen ahí, intocables e intocados, más vívidos que ningún otro y, cuando alguna evidencia o algún conjuro o sólo un roce los sacan de su sepulcro en la memoria, no llegan descarnados, fantasmales, como algo lejano, sino reales, intensos, como si acabaran de suceder. Un súbito relámpago que te fulmina, un aguijón que se te clava hasta que puedes reaccionar y arrojas de nuevo esa hiriente luz a las sombras de las que sabes que volverá a salir tarde o temprano. Qué distinto es el recuerdo de la felicidad, mucho más vago.

Durante muchos años logré enterrar lo sucedido aquellos días, pero cuando afloró lo hizo como algo presente, de ayer mismo, y ahora lo revivo como si acabara de ocurrir.

Acordamos que apuraríamos los tres días que nos quedaban de vacaciones fingiendo una completa normalidad, sin ningún movimiento precipitado. Al día siguiente, fui por el periódico, solo en esa ocasión, sin Teresa, temiendo encontrarme a Arce como el día anterior, pero afortunadamente no lo vi, tal vez habría vuelto a Sevilla. Repasé el periódico desayunando, como otro ocioso más, pero no había nada, ni la más mínima mención. A pesar de haber dormido bien, aún guardaba un mal presentimiento y temía lo peor. Respiré hondo y pude comer algo, por primera vez en las últimas cuarenta y ocho horas. Pasé un día tranquilo, melancólico, como si estuviera convaleciente. Todos estábamos más o menos igual, como si todo hubiera pasado. De algún modo creí que así era, tampoco al día siguiente ocurrió nada. Fue al tercero, el día en que volvíamos a la ciudad, cuando la imagen de aquel muchacho ensangrentado me golpeó desde la portada del periódico. Sabía desde el primer momento que acabaría así, lo sabía y no hice nada por impedirlo. No pude leerlo hasta pasado un buen rato. Si entonces se hubiera presentado Arce, se lo habría contado todo.

No sé cuánto tiempo estuve con el periódico entre las manos, sin atreverme a volver a mirarlo.

ACABA EN TRAGEDIA EL SECUESTRO DE LA JANDA

Ese era el titular. Un guardia forestal había encontrado el cadáver en un barranco cerca de San Ambrosio, en la linde del pinar. Aún no se había efectuado la autopsia, pero todo indicaba que el joven había muerto al despeñarse mientras trataba de huir de sus captores con las manos esposadas a la espalda. La Guardia Civil había localizado en las cercanías el lugar en que estuvo secuestrado, un caserío en el corazón de la sierra, con trazas de haber sido abandonado precipitadamente por sus ocupantes.

En el interior del reportaje, que ahora gozaba del dramatismo de la muerte, Arce ampliaba detalles y recreaba la entrevista con la madre y la hermana aportando fotografías de ambas y de un muchacho agraciado y sonriente, irreconocible en aquel cuerpo destrozado entre las piedras. El titular era un dedo acusador, una flecha que ignoraba que había dado en el blanco. Aún conservo aquel artículo, lo he guardado durante todos estos años.

¿QUIÉN MATÓ A FRANCISCO PARRA?

Ayer, a mediodía, los movimientos de una bandada de buitres llamaron la atención de un guarda forestal del Parque de La Breña. Los siguió hasta un lugar conocido como el Barranco del Lobo y encontró allí el cuerpo sin vida de un joven con las manos esposadas a la espalda. Se trataba de Francisco Parra, natural de Zahara de los Atunes, de diecinueve años de edad. Llevaba muerto algo más de veinticuatro horas después de permanecer ocho días secuestrado.

El pasado 21 de agosto, Francisco no volvió a su casa a dormir. Aunque no era algo demasiado raro, su madre, Josefa, tuvo un mal presentimiento. Sabía que su hijo andaba con malas compañías y la desgracia había castigado demasiado cruelmente el hogar de los Parra como para no temer por una ausencia. Hace cinco años falleció su marido en un accidente en la mar. Era pescador. Ella quedó al cargo de dos hijos sin más medio de subsistencia que una pensión mínima. Ana María, la más pequeña, que tiene ahora dieciséis años, una joven seria, buena estudiante, muy distinta de su hermano, que creció falto de la autoridad paterna, rebelde, sin afición a los estudios ni otro horizonte que la principal industria de la zona: el tráfico de hachís procedente de Marruecos. Aunque Josefa trató de apartarlo de ese mundo, todos sus esfuerzos fueron en vano. El dinero fácil unido a la necesidad es una combinación irresistible para muchos jóvenes de una comarca con un índice elevado de desempleo. El «trabajo» de Francisco consistía al parecer en recoger y ocultar alijos que las planeadoras arrojaban de noche a la playa a favor de la marea.

Pero algo salió mal en el último cargamento, porque desapareció a pesar de que sólo Francisco sabía dónde estaba oculto. Una llamada de teléfono informó a Josefa de la situación de su hijo. Un hombre con voz amenazante le anunció que Francisco los había traicionado y que tendrían que darles dinero, todo lo que tenían si querían volver a verlo. Exigió, cuando ella le dijo que no tenían nada, que vendieran la casa en que vivían y le aseguró que lo retendrían todo el tiempo que fuera necesario. No dejó de advertirle que la vida de su hijo correría peligro si avisaban a la policía.

La casa de la familia Parra es una modesta vivienda de dos plantas que no tendrá más de ochenta metros cuadrados y difícilmente alcanzaría el coste del cargamento desaparecido. Sin ella, madre e hija se quedarían sin lo único que tienen, un techo bajo el que vivir. Lo habría hecho todo por su hijo menos eso, así que no encontrando otro medio de satisfacer el rescate, acudió a la Guardia Civil.

Los secuestros de este tipo son relativamente frecuentes y, por lo común, acaban de manera incruenta. Una buena paliza sí, torturas incluso, hasta que los mafiosos se convencen de que su víctima no puede decirles lo que quieren saber y después sólo quedan semanas o meses de espera, en tanto tratan de paliar sus pérdidas buscando quién pague un rescate por su cautivo. Como en este caso nadie podía pagar y el secuestro podía eternizarse, la Guardia Civil decidió hacerlo público para persuadirles de que no obtendrían nada y presionarlos con los problemas que las pesquisas traerían a su organización. Por eso este periódico lo publicó en primicia hace varios días. ¿Fue una medida acertada?

El teniente del puesto de Zahara mueve la cabeza, estamos en el Barranco del Lobo mientras que la jueza levanta acta para que se pueda proceder a retirar el cadáver. A pesar del funesto desenlace, defiende su actuación. La muerte no ha sido deliberada por lo que parece. Hasta puede que el joven tuviera la desdichada idea de huir cuando lo trasladaban para liberarlo. ¿Quién sabe? Tal vez las circunstancias exactas de este crimen no se conozcan nunca. La Guardia Civil no tiene pistas de sus autores ni del alijo desaparecido. Son muchas las incógnitas en este caso plagado de elementos equívocos. Los secuestradores que lo golpearon salvajemente y le ocasionaron la muerte no lo asesinaron, tampoco lo hicieron los que robaron el alijo que él guardaba, pero son tan responsables como los primeros de su trágico final. Quedan, en esa casa humilde señalada por la desdicha, una mujer destrozada para lo que le reste de vida y una adolescente que carga ese peso sobre sus espaldas empezando a vivir. ¿Quién mató a Francisco Parra?

Yo tenía la respuesta para aquella pregunta. Nosotros, nosotros lo hicimos, debería haberlo gritado en plena calle, yo en mayor medida que los demás, por haber sido más consciente del crimen que estábamos cometiendo. En la fotografía la madre alzaba la cara y las manos crispadas al cielo, como preguntándole a Dios si aquello era justo, la viva imagen del dolor, pero aún me impresionó más la adolescente que miraba directamente a la cámara. Serena, hermosa a pesar de las ojeras y la desolación que afloraba en su rostro. En su mirada no había odio, tampoco dolor, sino tristeza, una tristeza más allá de cualquier llanto, de todo consuelo, tan honda que parecía que aquellos ojos no volverían jamás a reír. Era la mirada resignada de un viejo en el rostro de una niña. Algo en ella, su lastimada inocencia, la expectativa de su joven vida, se había despeñado con su hermano en el barranco y ya nunca volvería.

No podía conducir y volví andando a casa, ajeno a cuanto me rodeaba. Estaba vacío como si el golpe me hubiera entumecido el alma, anestesiándola para no aullar de remordimiento. No les hice reproches, no dije nada. Estaban sentados almorzando en la cocina, habían estado preocupados por mí, me dijeron antes de que dejara el periódico sobre la mesa. A sus rostros asomó el pánico al ver la fotografía de aquel cuerpo destrozado y Teresa no pudo reprimir un grito.

Después hubo unos momentos de silencio absoluto, como el de un animal que teme estar cogido en una trampa y contiene la respiración. Por fin Julián alargó la mano y comenzó a leer para sí el relato de nuestra infamia, el precio de aquel dinero que teníamos en el bolsillo. Teresa tenía la mirada perdida, Fede escrutaba el rostro de Julián esperando que dijera algo, una palabra de alivio, ya que no de absolución. Ninguno había alzado la mirada para enfrentarse a la mía. En ese momento no sentía animosidad hacia ellos, estaba demasiado aturdido, pero no podía mirarlos a la cara, me di la vuelta y oí la voz de Julián a mis espaldas: «Ha sido un accidente». Yo salí a la terraza, oía el murmullo de sus voces buscando excusas, acababa el verano y el viento era frío, de poniente, la mar plácida destellaba bajo el sol como en la más convencional postal de vacaciones. Estábamos en la cima del mundo, pero no habíamos podido hundirnos más profundamente en la mierda. Me senté falto de fuerzas, la frivolidad de todo aquello me abrumaba, la piscina, las tumbonas orientadas al sol, los atardeceres con gin tonic y porros, las conversaciones sobre arte y política de las sobremesas, la sofisticación provinciana con la que nos sentíamos superiores a los demás y solidarios con los pobres, el lenguaje de pasotas que seguía empleando para escribir infructuosamente una nueva novela. Todo era insustancial, todo mentira, todo yo era una mentira y ellos también. Jamás volveríamos a ser amigos. Fueron llegando de uno en uno, sentándose alrededor en silencio. Teresa habló al rato de Irene, una amiga que conduciendo borracha se había estrellado contra un coche que venía en dirección contraria.

Los dos ocupantes del otro vehículo, una pareja de novios, perdieron la vida, ella se rompió una pierna. Irene sabía que era la causante de aquella desgracia, pero tras pasar el bache, siguió adelante. Lo nuestro no era distinto, así lo veía ella, como si no hubiéramos hecho otra cosa que conducir bebidos, como si esa fuera nuestra única responsabilidad.

—Un accidente —repitió Julián—, un espantoso accidente.

—Tendremos que vivir con esto, como Irene con lo suyo, como todos.

—Tendremos que acostumbrarnos a vivir con esto —añadió Fede.

Todos esperaban que yo hablara.

—¿No vas a decirnos que tenías razón? —me preguntó Julián.

Negué con la cabeza.

—Ya no importa, ahora sí que no importa. Ahora sí que no podemos hacer nada. No debéis temer que nunca salga de mis labios una palabra de esto, es demasiado horrible, yo lo he hecho, como lo habéis hecho vosotros, que cada uno lo lleve como pueda.

Teresa me tomó una mano, pero yo se la solté.

—Lo haremos como convinimos —dijo—. Dentro de un año. Seguro que les vendrá bien.

No me molesté en responderle. Me levanté y lo mismo hicieron ellos. Nada más teníamos que decirnos y nada que hacer allí. En menos de una hora todos salimos huyendo, cada uno por su lado, hacia Sevilla.

Hace rato que se hizo de noche en esta casa solitaria batida por un viento que no ha dejado de soplar. Me rinde el sueño sobre estos folios que escribo a mano, de mi puño y letra, como debe ser en una confesión. El faro asoma vigilante en mi ventana, con dos barridos de luz, corta y larga, a intervalos regulares como una espada rasgando la oscuridad. Salgo fatigado a mi pequeño jardín, el levante inclina las ramas del acebuche y del laurel que me dan sombra durante el día, no deja que se oiga el rumor del mar. Acodado en la verja que me separa de esta landa marina, llena de arbustos de brezo y matojos de espinos, levanto los ojos al cielo borracho de estrellas, pienso en lo poco que es nuestro tiempo medido en luz y no en arena. Y a pesar de eso, qué larga puede hacerse la vida.

Cómo sabe traernos de vuelta en la marea de los años, a pesar de la aceleración con que el pasado nos huye, precisamente aquello que creíamos enterrado para siempre.