Los primeros días contuvimos la respiración, apenas salíamos de casa y teníamos que obligarnos unos a otros para hacer una vida normal, bajar a la playa, ir a comprar al pueblo, comportarnos como si aquello no hubiera ocurrido. El alijo estaba en el garaje cubierto con unas lonas, cuatrocientos kilos.
No hizo falta que lo pesáramos, cada uno de los veinte fardos contenía veinte tabletas envueltas en plástico, todas iguales. Julián llamó a los vascos al día siguiente de aquella noche aciaga. Seguíamos viviendo aquello con la emoción de una película, el hachís era verdaderamente bueno y relajaba nuestras defensas ante el peligro evidente de aquella locura. Los vascos llegarían en una semana, se quedarían con todo salvo dos kilos que reservaríamos para nuestro consumo, pero a ese respecto teníamos que actuar con discreción, sin dar el cante. Cuando Julián nos dijo el precio al que había llegado nos temblaron las piernas y tuvimos que sentarnos y fumarnos un buen canuto. Ochenta millones de pesetas, veinte para cada uno. Era una pasta considerable, no se nos había pasado por la cabeza que fuera tanto. La cifra era formidable y, además, como nos repetíamos, no le habíamos hecho daño a nadie, nadie saldría perjudicado.
Como no Pasaba nada anormal, nos fuimos relajando, estábamos a salvo, a nadie se le ocurriría pensar en nosotros. Cada uno fantaseaba ya con lo que haría con aquel dinero que a todos nos venía como el agua de mayo. Aquello iba a solucionarnos la vida.
Por entonces yo tenía la costumbre de comprar el periódico cada mañana.
Una mala costumbre porque te enteras de cosas que ni deseas ni te conviene saber. Nada más levantarme lo primero que hacía era bajar al pueblo, esperar a que abrieran un establecimiento entre librería y bazar, que era el único que disponía de prensa, y sentarme a desayunar con noticias frescas que me entretenían mucho porque me afectaban muy poco. Aquel día de resaca pasaba las páginas mientras daba cuenta de una buena tostada con jamón cuando me impactó un titular:
JOVEN DE ZAHARA SECUESTRADO POR NARCOTRAFICANTES.
Se trataba de una crónica corta, el espacio que se le da a las noticias que no tienen mucha importancia pero pueden llegar a tenerla.
Francisco Parra, de diecinueve años, hijo de una viuda que malvivía con una paga miserable, había sido secuestrado por la banda de narcos para los que trabajaba porque había desaparecido un alijo de hachís a su cargo. Reclamaban a la familia, su madre y una hermana, la droga o el dinero que valía y, en tanto no lo obtuvieran, retendrían al muchacho. La madre, como no podía pagar, había acabado acudiendo a la policía.
La crónica la firmaba Diego Arce, un periodista que me había entrevistado en más de una ocasión y con el que congeniaba bastante. Leí aquello varias veces y apagué un cigarro que no recordaba haber encendido sobre la tostada de jamón que había dejado sin darme cuenta en el plato. Fueron tres gestos mecánicos, sin intervención de mi voluntad. La brasa chisporroteó y me quedé mirando aquella incongruencia horrible, la colilla humeando sobre la loncha, como un símbolo de horror y de ruina.
Cuando volví a casa sólo se encontraba en ella Federico. Teresa y Julián habían bajado a la playa a darse un chapuzón mañanero. Se alarmó al verme el rostro desencajado y temió lo peor. Le enseñé el periódico y lo primero que sintió fue alivio al ver que no se hacía a nuestro robo la más mínima alusión. Le reproché su egoísmo y me miró como si estuviera loco.
—A ese muchacho lo han secuestrado por nuestra culpa, ¿no te das cuenta? —insistí.
—Eso no lo sabes con seguridad —respondió—. Puede ser por otro asunto, por otro alijo.
Casi me eché a reír: Federico quería negar la realidad. No quería afrontarla.
Teresa y Julián llegaron en ese momento, sonrientes, felices, pero se les cambió la cara al ver las nuestras.
—¿Qué pasa? —preguntó Julián.
Le alargué el periódico. Lo leyó atentamente. Su reacción fue parecida a la de Fede.
—Esto no nos compromete —eso fue lo que dijo, lo único en que pensó.
—¡Cómo que no! —le contesté—. Acabarán por dar con nosotros. Esto es un marrón de los gordos, ¿es que no lo veis?
—Que es un marrón está claro, pero ¿por qué van a dar con nosotros? Esto lo que demuestra es que nadie sabe quién se llevó el alijo.
—¿Y si ocurre una desgracia, y si lo matan, eh? ¿Qué pasará entonces?
Seremos responsables de su muerte.
Habíamos empezado a gritar sin darnos cuenta, pero esas palabras crearon un súbito silencio. Los miraba y notaba cómo se endurecían sus semblantes, podía adivinar lo que estaban pensando.
—Díselo tú, Teresa, a ver si a ti te hacen caso.
Esperaba que ella, la campeona de los oprimidos, se pusiera de mi parte, pero me lanzó una mirada inquietante, fría.
—¿Y qué propones que hagamos?
La pregunta me pilló por sorpresa. La verdad es que no lo había pensado, respondí con lo único que se me ocurría.
—Pues devolverlo. Devolver el alijo, ¿qué si no?
—¿Devolverlo? ¿Cómo? ¿A quién?
Antes de que pudiera responder intervino Julián.
—Nos estamos poniendo demasiado nerviosos. ¿Por qué iban a matarlo? Eso no les reporta ningún beneficio. Ahí pone que lo retendrán. Lo están asustando nada más. Lo más probable es que lo suelten después de darle una paliza o que lo libere la policía.
—¿Eso crees? ¿Eso crees de verdad o es lo que te conviene creer?
Teresa se interpuso entre nosotros.
—Escucha, Andrés, lo devolvemos, de acuerdo, ¿a quién, a la Guardia Civil?
Entonces lo incautarán y nos detendrán a los cuatro. Acabaremos en la cárcel.
Aquel chaval le importaba un carajo, sólo pensaba en ella misma, como los demás.
—O algo aún peor… —terció Fede—. ¿O es que crees que los que han secuestrado a ese no irán a por nosotros?
—Lo peor que nos puede pasar es que perdamos la cabeza. Debemos seguir con lo planeado, no hay otra opción —insistió Julián—. Pronto llegarán los vascos y se lo llevarán, no es gente con la que se pueda andar con bromas. Lo de ese muchacho se arreglará, ya lo verás, Andrés. Acabaremos riéndonos de todo esto.
Riéndonos, eso dijo.
—¿No pensáis hacer nada, nada? ¿Vamos a dejarlo correr y ya está?
—¿Qué piensas hacer tú? —contestó Fede en un tono amenazante impropio de él. Me miraba como a un enemigo.
No le respondí y me fui dando un portazo. No podía soportar seguir mirándolos a la cara. Teresa salió detrás de mí. Estuvimos hablando mucho rato. Estaba claro que no debíamos haberlo hecho, nunca debimos habernos llevado el alijo, pero, ahora, ¿cómo podíamos remediarlo? Si lo dejábamos correr lo más probable era que a aquel chico no le pasara nada, nada grave; en cambio, si confesábamos, todos nosotros, incluido el chico, terminaríamos en la cárcel. Aquello acabaría con la carrera política de ella, también con la de arquitecto de Fede y mandaría al traste a la productora de Julián. Estábamos empezando y tiraríamos nuestras vidas por la borda, habíamos sido unos inconscientes, de acuerdo, pero no nos merecíamos algo así. Ya encontraríamos el modo de compensar al chico y a su familia más adelante. Resultó muy convincente, pero fue el miedo lo que hizo que me callara la boca y que a pesar de mis protestas hiciera lo mismo que ellos. Yo tampoco quería ir a la cárcel, mi indignación se frenaba al llegar ahí, a las celdas hacinadas por aquel mundo marginal cuyas costumbres habíamos adoptado tan alegremente. Me dejé convencer sin querer admitirlo. Teresa me echó al cuello un lazo de excusas, aunque yo negara moviendo la cabeza, y tiró de él para hacerme volver al redil.
Fede y Julián habían estado hablando entre ellos, comprendían mi postura, en realidad pensaban como yo, no eran unos desalmados. Aquel muchacho las estaría pasando canutas, pero ¿qué podíamos hacer? Fuera lo que fuese, tendría que ser juntos, no podíamos ir en esto cada uno por su lado. La decisión que tomáramos tendríamos que asumirla todos y debíamos tener en cuenta que sería irrevocable. De una manera o de otra nunca podríamos echarnos atrás.
Estuvimos hablando toda la noche, exploramos todas las posibilidades, llamar a un abogado, dejar el alijo en la puerta de aquella familia, abandonarlo de modo que lo encontrara la Guardia Civil. Y para todas y cada una de esas cosas y para las demás que mencionamos había algún imponderable, algún obstáculo. Insensiblemente fuimos descartando todas aquellas que podían darnos a conocer, después aquellas que pudieran suponer un riesgo y así, poco a poco, nos convencimos de que retener al muchacho (ya evitábamos la palabra secuestro, tan desagradable) era sólo un medio de presión que acabaría sin más consecuencias. Aquella noche bebimos y fumamos sin tasa, porque los hábitos son tan poderosos con el miedo como con la alegría, discutimos con odio incipiente y nos juramos entre lágrimas amistad eterna. Y finalmente nos fuimos a dormir sin haber resuelto nada.
En realidad aquello fue un teatro, una farsa por parte de los cuatro, todos estábamos aterrados y ninguno dispuesto a asumir aquella responsabilidad: ellos lo tenían claro, instintivamente, desde el primer momento, y yo necesitaba que me convencieran, descargar mi culpa en el grupo para seguir creyéndome inocente, para sentirme mejor que ellos. A ellos no se les escapó ese burdo mecanismo psicológico y desde entonces se sembró la semilla del rencor entre nosotros.
Teresa, la activista social, la que luchaba siempre al lado de los más débiles, la que durante años se había arrogado el derecho a dictaminar el bien y el mal según la estrecha moral del compromiso, ahora no quería comprometerse. Ella, tan solidaria, que siempre nos recordaba que había que ponerse en el lugar del otro, fue la menos dispuesta a ponerse en el lugar de aquel desdichado al que habían secuestrado por nuestra culpa. Le aterraban las consecuencias de lo que habíamos hecho, se inventó que había participado a regañadientes, arrastrada por nosotros, en realidad no quería, de pronto era «la chica del grupo», una víctima de nuestra testosterona. Así se daba ella misma la absolución, aquel fue su modo de quitarse aquel peso de encima y arrojarlo sobre los demás.
Federico, Fede, tan cerebral, tan lento que siempre teníamos que avivarle el discurso, comprendió con instantánea rapidez las consecuencias de cualquier paso en falso y con la misma celeridad optó por esconder la cabeza debajo del ala. Su actitud displicente ante la vida, una sucia corriente que pasaba por debajo de su altiva nariz, no necesitaba subterfugio alguno para afirmar su egoísmo. No se creía el centro del mundo sino su cúspide, todo giraba no a su alrededor sino a sus pies, todo lo miraba desde arriba, como si no fuera con él, pero estaba más que dispuesto a aprovecharse de aquello que tanto despreciaba. Su pose de diletante de izquierdas en absoluto le impedía alargar la mano codiciosa permitiéndole en cambio situarse por encima de la melé.
Podía lamentar lo que le sucedía a aquel muchacho encuadrándolo desde luego en la general injusticia de la vida, pero no estaba ni de lejos dispuesto a salvarlo condenándose él mismo. En el fondo, él, un contemplativo, un exquisito, había hecho aquello arrastrado por los demás, sobre todo por Julián, por mí, a él jamás se le habría ocurrido mancharse las manos de esa manera. Esa era también su disculpa.
Julián, en cambio, era un hombre de acción. Pensaba poco y hacía mucho. Se remitía siempre a los hechos, a los que consideraba una consecuencia de la voluntad, buena o mala. Que la vida es una lucha era un axioma al que su espíritu enérgico respondía con jubilosa afirmación. Él podía prever mejor que ninguno las consecuencias a las que podía dar lugar el paso que dimos aquella noche: donde el resto vimos aventura y transgresión, él vio dinero. Aquel secuestro era, desde luego, algo no deseado, lamentable, pero imprevisible y ya no podíamos echarnos atrás, habíamos ido demasiado lejos. Julián estaba dispuesto a seguir el camino de su ambición asumiendo los daños colaterales que pudieran producirse. Al fin y al cabo, esa no había sido su intención.
Es cierto que ni él, más calculador, ni los demás pensaban que aquello pudiera acabar en tragedia y que yo, tan aprensivo al principio, me dejé persuadir de que así sería, que el secuestro era sólo un farol que acabaría en cuanto se convencieran de que no obtendrían nada a cambio de cumplir sus amenazas. Todos teníamos un poderoso motivo para callar y una excusa para seguir adelante. Y eso fue lo que hicimos.
Al día siguiente, bajé al pueblo y Teresa me acompañó. Yo no quería estar presente cuando llegaran los vascos, estaba lleno de malos presentimientos, todo me olía a chamusquina, y ella no quería dejarme solo, no fuera a hacer una locura como presentarme en el cuartelillo. Si venía conmigo era para vigilarme.
Fuimos a desayunar, era temprano y apenas había gente en las calles, se había colgado de mi brazo y a veces apoyaba su cabeza en mi hombro, sus gestos daban a entender que quería que la protegiera, apoyarse en mí, pero en realidad me aferraba para que no me escapara. De hecho, si no me hubiese acompañado aquel día, tal vez… No quiso que comprara el periódico, en realidad yo tampoco lo deseaba, tenía miedo de lo que pudiese encontrar, pero dio lo mismo, porque desayunando en una terraza encontramos al periodista, el mismo Diego Arce que había redactado la noticia del secuestro. Me saludó muy efusivo y le presenté a Teresa sin saber cómo disimular mi turbación. Debí de ponerme blanco porque me preguntó si me pasaba algo. Teresa salió al quite, habíamos tenido una noche tremenda. «Claro, vosotros, los jóvenes», contestó Arce palmeándome la espalda. Alto, desgarbado, tendría unos diez o doce años más que nosotros pero hacía tiempo que cultivaba modales de generación perdida.
Había sido revolucionario en su tiempo y conocía al padre de Teresa de aquellas batallas. Nos invitó a sentarnos con él, yo dije que no y Teresa dijo que sí. Sabía quién era, habíamos hablado de él durante la noche, quería sonsacarle.
Ella no temía que le apareciera la culpabilidad en la cara. Me senté entre ellos a regañadientes, aparentando una tremenda resaca.
—¿También de veraneo? —le preguntó Teresa.
—No, he venido por un asunto del periódico y voy a aprovechar para quedarme uno o dos días, a ver qué pasa.
—¿Qué pasa con qué?
—Con el secuestro.
—¿Un secuestro?
—Sí. Hacéis bien en no leer el periódico estando de vacaciones, pero es lo último que ha ocurrido en este paradisíaco lugar, un secuestro.
—Pero ¿a quién…?
Hablaban ellos dos y yo los oía con creciente sentimiento de pánico. Arce estaba encantado con Teresa y nos puso al corriente de todo. El asunto había saltado a la prensa porque la policía no tenía la más mínima pista de quién había secuestrado al chaval, había más de veinte grupos distintos operando en la zona, algunos nuevos y completamente desconocidos, así que pensaban que haciéndolo público presionarían para lograr su liberación.
—Pero ¿eso no es peligroso? ¿Y si se mosquean y le hacen algo?, no sé…
Teresa interpretaba bien su papel y Arce no parecía encontrar en su curiosidad otro interés que el de una aficionada a los sucesos.
—Siempre hay un riesgo, claro. Puede pasar cualquier cosa, la policía está a ciegas, pero no es normal que estos asuntos acaben en muerte, lo usual es que se alarguen semanas, a veces meses, extorsionando incluso con pequeñas cantidades a los familiares, hasta resarcirse en algo la deuda para terminar soltándolo hecho un guiñapo. Hacerlo público puede acelerar ese proceso porque la familia no va a poder pagar nada. Son pobres de solemnidad.
—¿Los has visto? —aquella pregunta era lo primero que decía desde el entrecortado saludo del principio. Me pareció que Arce me miraba algo intrigado antes de responder, quizá fuera imaginación mía, pero la patada que me dio Teresa por debajo de la mesa no tenía nada de imaginaria.
—Sí. Un desastre. El padre, pescador, murió hace cinco años y a la madre le quedó una paga de mierda y desde entonces limpia por horas, pero sólo tiene trabajo en verano y poco más. Además del chaval tiene una hija de dieciséis años, una chica seria, con pinta de buena estudiante. Hablé con ella casi más que con la madre, una mujer destrozada que no hacía más que llorar. Ellas sabían que su hermano trapicheaba pero no sabían con quién. Lo que sí era seguro es que él no se había quedado con aquella droga, la habría escondido en algún sitio y otros se la habían llevado y ahora era él quien estaba pagando el pato.
Yo lo escuchaba con ojos bajos, procurando no delatarme, reprimiendo las ganas de vomitar. Teresa estaba inmutable. En ese momento trajeron nuestros cafés y tuvimos unos minutos de respiro. Arce aprovechó para encender un cigarro.
—Esta conversación con la hermana, la historia de esta familia, no he querido publicarla todavía. Me la guardo para un reportaje. Estoy esperando a ver cómo se resuelve el caso, Pero, si se alarga, lo saco igual. Es una historia fuerte, emotiva, ¿no os parece? Además, a partir de ahí surge otra pregunta, ¿quién se ha llevado el hachís?
Por un momento creí que lo sabía todo y se estaba burlando de nosotros, temí que nuestras caras se resquebrajaran allí mismo. A Teresa se la había ido la sangre del rostro en un instante, pero Arce no dio muestras de percatarse de nada. Se recostó en su silla muy satisfecho de su perspicacia.
—Pues alguien que sabía dónde estaba, ¿no?
Teresa tenía presencia de ánimo, le había vuelto el arrojo con la misma celeridad con la que se le había ido.
—Es lo más probable, pero la chica dice que ha hablado con todos los amigos de su hermano y está segura de que ha sido alguien de fuera. De todos modos, quienes hayan sido no lo van a decir, eso seguro.
—Vaya historia. ¿Y tú crees que soltarán al muchacho al final?
A Teresa le salía muy bien hacerse la tonta, pero yo no me atrevía a decir palabra.
—Sí, yo creo que sí. Eso espero. Aunque el desenlace de la historia es lo que puede convertirla en un drama o en una anécdota. Ya veremos. Y no quiero decir más, que hay aquí un escritor. ¿Y vosotros qué, estáis pasando el mes?
—Sí, hemos alquilado una casa —Teresa hablaba con naturalidad, pero yo sí advertí un ligero temblor en su voz, apenas perceptible por quien no la conociera—. Pero ya no nos quedan más que dos o tres días y volvemos a Sevilla. ¿Verdad, Andrés?
La pregunta fue inoportuna. Desvió hacia mí la atención cuando trataba de levantar la taza de café, pero me temblaba tanto la mano que tuve que dejarla en el plato.
—No me encuentro bien —acerté a decir, rezando para que a Arce no le pareciera raro.
—Es que ayer te pasaste un taco —Teresa me echó un capote—. Bueno, tenemos que irnos.
Remató la frase con un gesto de conmiseración hacia mi persona. Arce nos miraba entre asombrado y divertido, al menos no parecía receloso.
—Bueno, Andrés, ya veo que te sienta peor tomar drogas que escribir sobre ellas. No creas que no me alegro.
—Sí, sí —contesté, al tiempo que nos levantábamos. Arce quería que quedáramos por la noche, naturalmente le dijimos que no podíamos, que no pensábamos salir.
Cuando nos dimos la vuelta, sentí su mirada clavada en mi espalda. Pasamos todo el día en la playa, inquietos, casi sin hablarnos, dando largos paseos por separado. Cuando regresábamos a la casa, nos cruzamos con una furgoneta en la entrada. Ya todo estaba hecho.
El dinero estaba aún en la cocina, donde habían estado contándolo en presencia de los compradores mientras se tomaban unos vinos. Los ochenta millones de pesetas, en billetes de cinco mil, formaban una masa imponente que casi desbordaba la amplia mesa. Hoy sería menos, mucho menos, pero entonces… eran ochenta tacos de doscientos billetes cada uno. Una imagen que abrumaba. El vino y la emoción habían subido la sangre a las caras de Fede y Julián, quienes a duras penas trataban de disimular una sonrisa. Teresa y yo nos quedamos pasmados. Creo que, en aquel silencio, todos pensamos lo mismo, que nos pertenecían veinte de aquellos tacos. Al menos eso fue lo que pensé yo.
Sabía que aquello iba a pasar, pero verlo no era lo mismo. La codicia amortiguó mis escrúpulos, les proporcionó nuevas excusas (ni siquiera la policía pensaba que aquello pudiera acabar en muerte, soltarían al chico en unos días, tal vez fuera un bien para él, al apartarlo de ese mundo, etcétera). Con mi actitud había manifestado que no quería saber nada de aquello, así había puesto mi conciencia a salvo, pero ya que estaba hecho y corría el mismo riesgo, ¿por qué no beneficiarme como los demás?
—¿Qué, ahora te muestras más dispuesto, no?
El tono de Federico no era amable. Parecía que me hubiera leído el pensamiento, supongo que se notaba en mi cara la misma excitación que veía en la de ellos.
—Lo hecho, hecho está —le respondí.
—Eso es lo que venimos diciendo desde el principio, precisamente —el tono de Julián también era duro, se quejaban de que los hubiera dejado solos con los vascos y se hubiese andado con tantos melindres mientras ellos se preocupaban por salir bien de todo aquello—. Pero vamos a dejarlo. ¿Alguna novedad?
Me quedé callado como un mierda, no supe qué contestarle. Teresa les contó la conversación con Arce. No se extendió en detalles como el dolor de aquella madre que no dejaba de llorar, sólo refirió lo importante: que la policía creía que todo acabaría en una buena paliza y un gran susto, como había sucedido en otras ocasiones, y que la hermana y el periodista se preguntaban quién se habría llevado el alijo, pero eso a la policía no parecía importarle ni mucho ni poco y ellos no sabían nada, no tenían ni idea.
—Y nunca lo sabrán, a no ser que alguno de nosotros lo diga —concluyó Julián dirigiéndome una mirada inequívoca. Iba a contestarle, pero se me anticipó Fede.
—Oye, ¿por qué no nos sentamos en el salón? Tener a la vista estos billetes me está mareando.
Era un tono conciliador, debíamos abordar aquello tomando una copa, como amigos, sin acritud. Teresa asintió de inmediato, yo también, sintiéndome estúpidamente un traidor por haber tenido un poquito de conciencia pero no la suficiente, y eso era lo que les molestaba, con mi actitud afeaba su conducta pero hacía lo mismo que ellos y también yo estaba dispuesto a beneficiarme.
Además, temían, al verme tan afectado, que me fuera de la lengua. Pero ahora, allí, con aquella fortuna en nuestras manos era el momento de comprometerse por completo, sin dejar dudas. Eso era, en sustancia, lo que querían decirme.
Primero habló Federico, me reprochó en buenos términos que pensara que ellos no estaban tan preocupados como yo porque no era cierto, sólo que no lo manifestaban del mismo modo. Desgraciadamente la única posibilidad de salir bien de aquel asunto era seguir hacia delante, todo lo demás nos arruinaría la vida.
—Si ese día no hubieras comprado el periódico, no nos habríamos enterado de nada y estaríamos ahora tan felices —intervino Julián—. Sé que piensas que soy un insensible, pero no es verdad. Sé que ese chaval las está pasando canutas, pero no podemos remediarlo con un mal aún mayor. Además, ese es el mundo en que se mueve, no somos sólo nosotros.
Claro, el chaval tenía su parte de culpa por juntarse con narcotraficantes. Eso fue lo que pensé, pero no lo dije. Me serví un chupito de ron y me lo tomé de un trago.
—Si hubiera sido por mí, seguramente no tendríamos ahí ese dinero —les dije— y es verdad que lo quiero tanto como vosotros. Ya da igual lo que piense.
Ahora sí que no podemos volvernos atrás, pero no puedo dejar de sentirme fatal al pensar en…
—Pues no lo pienses —saltó Teresa—, no lo pienses, Andrés, porque te volverás loco.
—No puedo dejar de pensarlo. ¿De verdad puedes sentirte bien haciendo esto, de verdad puedes no pensarlo, Teresa?
—¿Y qué diferencia hay? No, Andrés, yo no me siento bien, pero aprieto los dientes porque es lo único que puedo hacer para no tirar mi vida por la borda.
Tú te sientes mal, bueno, ¿y qué?
—Es mejor que nos calmemos —de nuevo medió Julián, en su papel de hombre razonable—. Teresa tiene razón, Andrés, ¿acaso piensas renunciar a tu parte?
Esa era la pregunta. Y yo sólo tenía una respuesta.
—No.
—Pues entonces dejémonos de tonterías. Esto es serio, nos jugamos muchos años de cárcel si nos pillan.
—¿Cómo puedes pensar que me da igual? —Teresa, ya más tranquila, seguía rumiando mis palabras—. Pero ¿qué podíamos hacer? Por lo menos ahora, con ese dinero, podemos, no sé…
Era evidente que se resentía del aguijón, que mis palabras, el primer reproche directo que le dirigía, habían hecho aflorar una culpa que había pretendido esconder en lo más hondo.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Bueno, podríamos compensarles por todo esto que están pasando. Dejar que transcurra un poco el tiempo y enviarles algún dinero de forma anónima.
Era una manera «política» de enfocar el asunto, muy propia de ella.
Pagábamos una multa y ya podíamos disfrutar de aquel dinero sin escrúpulos.
Nos estaba ofreciendo una coartada moral para acallar nuestras conciencias.
Una solución de compromiso que todos aceptamos, yo el primero. Pero antes de hablar de eso, Julián insistió en que todos debíamos jurar por lo más sagrado que jamás revelaríamos a nadie nuestro secreto, ni a amantes, futuras esposas o esposo, amigos, socios, padres, a nadie. A Fede le parecía que el juramento era innecesario, lo que hacía falta saber era si todos lo teníamos igual de claro. Yo manifesté solemnemente que estaba de acuerdo y que ya no había por mi parte ninguna duda, quedarnos con el dinero y ayudar a la familia era lo mejor que podíamos hacer y nunca, en ninguna circunstancia, contaría a nadie lo que habíamos hecho. Lo juré. Fue suficiente, cada uno con sus palabras vino a decir lo mismo y nos abrazamos y unimos nuestras manos para sellar aquel pacto.
Después descendimos a los detalles, cada uno pondría dos millones en compensación para el chaval, pero no lo haríamos hasta transcurrido un año, cuando se hubieran aquietado las cosas. Durante ese periodo debíamos ser cuidadosos y no dar muestras de gasto excesivo. Había que ingresar en los bancos pequeñas cantidades para no llamar la atención de Hacienda. Y por fin volvimos aliviados a la cocina y pudimos mirar aquella masa de billetes sin ningún tapujo. Cada uno cogió su parte y, aunque no hubo gritos de júbilo, la satisfacción era patente en todos los rostros. Yo llevé la mía a mi cuarto, veinte tacos de un millón cada uno, en aquellos billetes de color morado con la cara del rey. Lo estuve contemplando un buen rato, acariciando la expectativa de aquella riqueza, todo lo que podría hacer: viajar, mudarme, comprar libros, discos, vivir. Después lo guardé en una de mis maletas y eché ropa por encima.
Al precio de aquella «multa» que no era sino el de una promesa que nunca se cumplió, había encontrado una indigna paz conmigo mismo y por primera vez desde que leyera aquella noticia pude dormir de un tirón, sin pesadillas.