Cuando salí a la calle era mediodía. Me quedé en la acera y cada vez que alguien me preguntaba por la señora, yo decía que se había ido a su casa judía de Israel, que su familia había venido a buscarla y que allí tenía todo el confort moderno y se moriría más aprisa que aquí, que esto no era vida para ella. Quizá viviera algún tiempo y me mandara llamar, pues yo también tenía derecho a vivir allí. Los árabes también tienen derecho. Todo el mundo se alegraba de que la judía hubiera encontrado la paz. Entré en el café del señor Driss que me hizo comer de gorra y me senté delante del señor Hamil que estaba cerca de la ventana, con su albornoz gris y blanco. Ya no veía nada, como he tenido el honor, pero en cuanto le dije mi nombre tres veces en seguida se acordó de mí.
—Ah, el pequeño Mohamed, sí, sí, lo recuerdo… Lo conozco muy bien… ¿Qué ha sido de él?
—Señor Hamil, soy yo.
—Ah, bueno, bueno, perdona. Como ya no veo…
—¿Cómo está, señor Hamil?
—Ayer comí un buen cuscús y hoy me darán arroz con caldo. Todavía no sé lo que me darán para cenar, tengo ganas de saberlo.
Seguía con la mano encima del libro del señor Victor Hugo y miraba a lo lejos, como buscando lo que iban a darle de cena.
—Señor Hamil, ¿se puede vivir sin alguien a quien querer?
—Yo quiero cuscús, Victor, pero todos los días, no.
—No me ha entendido, señor Hamil. Cuando yo era pequeño, me dijo que no se puede vivir sin amor.
Su cara se había iluminado desde dentro.
—Sí, sí, es verdad. Yo también quise a alguien cuando era joven. Sí, tienes razón, mi pequeño.
—Mohamed. No soy Victor.
—Sí, mi pequeño Mohamed. Cuando era joven quise a alguien, a una mujer. Se llamaba… —Pareció asombrarse—. No me acuerdo.
Me levanté y volví al sótano.
La señora Rosa seguía en su estado de embotamiento. Yo no me sentía bien, me dolía todo el cuerpo. Volví a ponerle el retrato del señor Hitler delante de los ojos, pero no le hizo nada. Yo pensaba que podía seguir viviendo así años y años y no quería hacerle eso, pero no tenía valor para abortarla con mis propias manos. No tenía buen semblante, ni siquiera en la oscuridad y encendí todas las velas que pude, por la compañía. Cogí su maquillaje y le pinté los labios, las mejillas y las cejas, como a ella le gustaba. Le pinté los párpados de azul y blanco y le pegué unas estrellitas, como hacía ella. Probé de ponerle unas pestañas postizas, pero no se pegaban. Ya veía que no respiraba, pero lo mismo me daba. Seguía queriéndola aunque no respirara. Me tumbé a su lado en el colchón con mi paraguas Arthur y traté de encontrarme todavía peor para ver si me moría del todo. Cuando aquellas velas se apagaron, encendí otras y otras. Se apagaron varias veces. Luego vino a verme el payaso azul, a pesar de mis cuatro años más, y me rodeó los hombros con el brazo. Todo me dolía. También vino el payaso amarillo y yo me olvidé de aquellos cuatro años, me importaban un rábano. De vez en cuando, me levantaba y ponía el retrato del señor Hitler delante de los ojos de la señora Rosa, pero se quedaba igual que antes, ya no estaba con nosotros. También le daba algún beso, pero eso tampoco sirve de nada. Tenía la cara fría. Estaba muy guapa, con su quimono artístico, su peluca roja y todo el maquillaje que yo le había puesto en la cara. Le pinté otro poco aquí y allá porque empezaba a ponerse gris y morada cada vez que me despertaba. Yo dormía a su lado, en el colchón, y me daba miedo salir a la calle porque no había nadie. De todos modos, subí a casa de la señora Lola, porque ella era diferente. No estaba, no era hora buena. No quería dejar sola a la señora Rosa por si se despertaba y, al encontrarse a oscuras, creía que estaba muerta. Volví a bajar y encendí otra vela, sólo una, porque a ella no le hubiera gustado que la vieran en aquel estado. Tuve que volver a maquillarla, con mucho rojo y colores bonitos para que se notara menos. Dormí otro rato a su lado y volví a subir a casa de la señora Lola, que no se parecía a nada ni a nadie. Estaba afeitándose, había puesto música y unos huevos al plato que olían muy bien. Estaba medio desnuda y se frotaba vigorosamente por todas partes para borrar las huellas de su trabajo. En cueros, con la cuchilla de afeitar en la mano y la cara enjabonada, no se parecía a nada conocido. Cuando me abrió la puerta, se quedó muda, por lo mucho que yo debía haber cambiado en cuatro años.
—¡Dios mío, Momo! ¿Qué ha pasado? ¿Estás enfermo?
—Quería despedirme de parte de la señora Rosa.
—¿La han llevado al hospital?
Me senté, porque ya no tenía fuerzas. No había comido desde no sé cuándo, para hacer huelga de hambre. A mí las leyes de la Naturaleza me importan un rábano. Ni siquiera quiero saber cuáles son.
—No, no está en el hospital. Está en su escondite judío.
No debí decirlo, pero en seguida vi que la señora Lola no sabía lo que era aquello.
—¿Qué dices?
—Se ha ido a Israel.
La señora Lola se sorprendió tanto que se quedó con la boca abierta en medio del jabón de afeitar.
—¡Pero ella no me había dicho que pensara marcharse!
—Vinieron a buscarla en avión.
—¿Quién?
—Su familia. Allá tenía un montón de familia. Vinieron a buscarla en avión, con un coche a su disposición. Un Jaguar.
—¿Y te ha dejado solo?
—Yo también me iré. Ella me mandará llamar.
La señora Lola seguía mirándome y me tocó la frente.
—¡Momo, tú tienes fiebre!
—No, estoy bien.
—Ven a comer algo. Te sentará bien.
—No, gracias. Ya no como.
—¿Qué es eso de que ya no comes? ¿Qué dices?
—A mí las leyes de la Naturaleza me importan un rábano.
Ella se echó a reír.
—Y a mí también.
—Yo me cago en las leyes de la Naturaleza, señora Lola. Les escupo. Son un asco y hasta deberían prohibirlas.
Me levanté. Tenía un pecho más grande que el otro, porque no era natural. Yo quería mucho a la señora Lola.
Me sonrió de un modo muy bonito.
—¿Te gustaría venir a vivir conmigo mientras esperas?
—No, señora Lola. Muchas gracias.
Se agachó delante de mí y me cogió la barbilla. Tenía los brazos tatuados.
—Puedes quedarte. Yo te cuidaré.
—No, muchas gracias, señora Lola. Ya tengo a alguien.
Ella suspiró, se levantó y fue a buscar el bolso.
—Toma, para ti.
Me largó treinta pavos.
Fui al grifo a beber agua, pues tenía una sed de padre y señor mío.
Bajé al sótano y me encerré con la señora Rosa en su escondite judío. Pero no se podía aguantar. Le eché por encima todo el perfume que quedaba, pero ni así. Salí otra vez y me fui a la calle Coulé, donde compré pinturas y unas botellas de perfume en la conocida perfumería del señor Jacques que es heterosexual y siempre está haciéndome insinuaciones. No quería comer para castigar a todo el mundo, pero ya ni merecía la pena dirigirles la palabra y me zampé unas salchichas en una cafetería. Cuando volví, la señora Rosa olía todavía más a causa de las leyes de la Naturaleza y le eché toda una botella de Samba que era su perfume preferido. Luego le pinté la cara con todas las pinturas que había traído para que se viera menos. Seguía con los ojos abiertos, pero con tanto rojo, verde, amarillo y azul alrededor no estaba tan terrible, porque ya no tenía nada de natural. Después encendí siete velas, como hacen siempre los judíos y me tumbé a su lado, en el colchón. No es verdad que haya pasado tres semanas junto al cadáver de mi madre adoptiva, porque la señora Rosa no era mi madre adoptiva. No es verdad, y tampoco hubiera podido resistirlo porque se había terminado el perfume. Salí cuatro veces a comprar más frascos con el dinero que me había dado la señora Lola y robé otros tantos. Se los eché todos por encima y le pinté y repinté la cara con todas las pinturas que tenía para tapar las leyes de la Naturaleza, pero ella se estropeaba horriblemente por todas partes, porque no hay compasión. Cuando tiraron la puerta para ver de dónde venía aquello y me vieron tendido a su lado todos se pusieron a pedir socorro y a gritar: «¡Qué horror!». No se les había ocurrido gritar antes porque la vida no huele. Me llevaron en una ambulancia al sitio donde decía el papel que me encontraron en el bolsillo con un nombre y una dirección. Les llamaron porque ustedes tienen teléfono y ellos pensaron que eran algo mío. Y ustedes llegaron y me llevaron a su casa de campo sin ninguna obligación por mi parte. Creo que tenía razón el señor Hamil cuando todavía tenía toda su cabeza y decía que no se puede vivir sin alguien a quien querer, pero no les prometo nada. Ya veremos. Yo quería a la señora Rosa y voy a seguir viéndola. Pero no me importa quedarme una temporada con ustedes, ya que sus chicos me lo han pedido. La señora Nadine me enseñó cómo se puede hacer que las cosas vuelvan atrás. Eso me interesa mucho y lo deseo de todo corazón. Y el doctor Ramón hasta fue a buscar mi paraguas Arthur. Yo me hacía mala sangre porque nadie iba a quererlo por su valor sentimental, y hay que querer.