Cuando entramos vimos en seguida que la señora Rosa estaba otra vez imbécil, con ojos de merluza frita y la baba que le caía como ya he tenido el honor y no quisiera repetir. Entonces me acordé de lo que había dicho el doctor Katz sobre el ejercicio que ella tenía que hacer para que la sangre le llegara allí donde se la necesitaba. Entonces la pusimos sobre una manta y los hermanos del señor Waloumba la levantaron con su fuerza proverbial y se pusieron a sacudirla, pero en aquel momento llegó el doctor Katz montado a hombros del señor Zaoum, el mayor, con sus instrumentos de medicina en un maletín. Antes ya de bajar de la espalda del señor Zaoum, se puso hecho una fiera, porque lo que él había querido decir no era aquello. Yo nunca había visto al doctor Katz tan furioso, y hasta tuvo que sentarse con una mano en el corazón, pues todos los judíos de por aquí están enfermos. Vinieron a Belleville de Europa hace mucho tiempo, son viejos y están cansados y por eso se detuvieron aquí, porque no pudieron ir más lejos. Me gritó cosas terribles y nos llamó salvajes a todos, lo cual cabreó al señor Waloumba que le dijo que aquélla no era una manera de hablar. El doctor Katz se disculpó diciendo que no había querido ser peyorativo, pero que no había ordenado que se volteara por los aires a la señora Rosa como si fuera una crêpe, sino que había que pasearla despacito, a pasitos pequeños, con mil precauciones. El señor Waloumba y sus compatriotas la dejaron rápidamente en la butaca porque había que cambiar las sábanas por eso de las necesidades fisiológicas.
—Voy a telefonear al hospital —dijo el doctor Katz, decidido—. Pediré una ambulancia inmediatamente. Su estado lo exige. Necesita cuidados constantes.
Me eché a llorar, pero en seguida vi que no serviría de nada. Y entonces tuve una idea genial, pues en aquel momento hubiera sido capaz de cualquier cosa.
—Doctor Katz, hoy no se la puede llevar al hospital. Hoy no. Va a venir su familia.
Él pareció asombrado.
—¿Qué familia si no tiene a nadie en el mundo?
—Tiene familia en Israel y llegan hoy —repuse, tragando saliva.
El doctor Katz guardó un minuto de silencio a la memoria de Israel. No salía de su asombro.
—Eso no lo sabía yo —dijo con un tono de respeto en su voz porque para los judíos Israel significa mucho—. Ella no me dijo nunca…
Yo empezaba a tener esperanza. Estaba sentado en un rincón, con el abrigo puesto y el paraguas Arthur en brazos. Cogí su sombrero hongo y me lo puse, para que me diera suerte.
—Hoy vienen a buscarla. Se la llevarán a Israel. Todo está arreglado. Los rusos ya han dado el visado.
El doctor Katz estaba estupefacto.
—¿Cómo, los rusos? ¿Qué estás diciendo?
Mierda, entonces vi que había metido la pata. Pero la señora Rosa me había dicho muchas veces que para ir a Israel se necesitaba un visado ruso.
—Bueno, ya sabe a lo que me refiero.
—Te has confundido, Momo. Pero ya veo… ¿De manera que van a venir a buscarla?
—Sí… Se han enterado de que a veces se le va la cabeza y se la llevan a vivir a Israel. Mañana toman el avión.
El doctor Katz estaba maravillado y se acariciaba la barba. Era la mejor idea que había tenido en mi vida. Aquélla era la primera vez que yo tenía de verdad cuatro años más.
—Son riquísimos. Tienen tiendas y están motorizados. Ellos…
Entonces me dije: «Mierda, no hay que exagerar».
—Tienen todo lo necesario, vaya.
—Bueno —repuso el doctor Katz bajando la cabeza—. Es una buena noticia. La pobre ha sufrido tanto en su vida… Pero ¿por qué no le habían dicho nada hasta ahora?
—Ya le escribían que fuera con ellos, pero ella no quería abandonarme. La señora Rosa y yo no podemos pasar el uno sin el otro. Somos todo lo que tenemos en el mundo. No quería dejarme. Ni ahora tampoco. Ayer mismo tuve que suplicarle. Señora Rosa, le dije, váyase con su familia a Israel. Allí podrá morir tranquila, ellos la cuidarán. Aquí, usted no es nada. Allí será mucho más.
El doctor Katz me miraba con la boca abierta de asombro. Hasta tenía emoción en los ojos que se le habían puesto húmedos.
—Es la primera vez que un árabe envía a un judío a Israel. —Casi no podía hablar por el shock.
—Ella no quería irse sin mí.
El doctor Katz se quedó pensativo.
—¿Y no podríais iros los dos?
Esto me impresionó. Yo hubiera dado cualquier cosa con tal de ir a algún sitio.
—La señora Rosa me ha dicho que ya lo preguntará cuando llegue.
Estaba ya casi sin voz, por no saber qué decir.
—Por fin la convencí. Hoy vienen a buscarla y mañana toman el avión.
—¿Y tú, Mohamed? ¿Qué va a ser de ti?
—He encontrado a alguien que va a ayudarme.
—¿Ayudarte… a qué?
Me callé. Me había metido en un buen lío y no sabía cómo salir.
El señor Waloumba y los suyos se pusieron muy contentos al saber que yo lo había arreglado todo. Yo seguía sentado en el suelo, con mi paraguas Arthur, sin saber ni dónde estaba. No lo sabía ni quería saberlo.
El doctor Katz se levantó.
—Es una buena noticia. La señora Rosa puede vivir todavía bastante tiempo, aunque ella no se entere. Está evolucionando muy deprisa. Pero tendrá momentos de lucidez y se alegrará al ver que está en su tierra. Di a su familia que pasen a verme. Yo no salgo de casa.
Me puso la mano en la cabeza. Hay que ver la de gente que me pone la mano en la cabeza. Esto les hace bien.
—Si la señora Rosa recobra el conocimiento antes de marchar, dile que la felicito.
—Sí, doctor. Le diré mazltov.
El doctor Katz me miró con orgullo.
—Tú debes de ser el único árabe del mundo que habla yiddish, Momo.
—Sí, mittornischt zorgen.
Por si no saben judío, esto quiere decir: No hay de qué quejarse.
—No te olvides de decirle a la señora Rosa que me alegro mucho —repitió el doctor Katz.
Es la última vez que les hablo de él, porque así es la vida.
El señor Zaoum, el mayor, lo esperaba en la puerta muy cortésmente para bajarlo a cuestas. El señor Waloumba y sus tribunos acostaron a la señora Rosa en su cama bien limpia y se fueron. Yo me quedé con mi paraguas Arthur y mi abrigo, mirando a la señora Rosa tendida boca arriba, como una enorme tortuga que no hubiera sido hecha para aquello.
—Momo…
Yo ni siquiera levanté la cabeza.
—Sí, señora.
—Lo he oído todo.
—Ya lo sé. Lo noté cuando vi que miraba.
—Entonces, ¿me voy a Israel?
No dije nada. Tenía la cabeza baja para no verla. Cada vez que nos mirábamos nos hacíamos daño.
—Has hecho muy bien, Momo. Tú me ayudarás.
—Claro que voy a ayudarla. Pero todavía no.
Hasta lloré un poco.