Me quedé un rato sentado en la escalera, solo, para estar tranquilo. Me alegraba saber que no era un enano, pues eso ya era algo. Una vez vi la foto de un señor que no tenía ni brazos ni piernas. Pienso en él muchas veces para sentirme mejor, y me gusta tener brazos y piernas. Luego me acordé de los ejercicios que teníamos que hacerle a la señora Rosa para que se moviera un poco y fui a buscar al señor Waloumba para pedirle que me ayudara, pero él estaba en su trabajo de las basuras. Me quedé todo el día con la señora Rosa que se echó las cartas para leerse el futuro. Cuando el señor Waloumba volvió de la faena, subió con sus amigos y entre todos cogieron a la señora Rosa y le hicieron hacer un poco de ejercicio. Primero la pasearon por la habitación, pues todavía le servían las piernas, y después la tumbaron en una manta y la sacudieron un poco para removerla por dentro. Y al final hasta les divertía aquello porque la señora Rosa les parecía una muñeca enorme y creían estar jugando a algo. El meneo le hizo mucho bien y tuvo palabras amables para todos. Después la acostamos, le dimos de cenar y entonces pidió el espejo. Cuando se miró, sonrió y se arregló los treinta y cinco pelos que le quedaban. Todos la felicitamos por su buen aspecto. Se maquilló, porque se puede estar pocha y conservar todavía la feminidad, tratando de arreglarse lo mejor posible. Es una lástima que la señora Rosa no fuera guapa, pues estaba dotada para eso y hubiera resultado estupenda. Sonreía y todos nos alegramos de que no se diera asco.
Después, los hermanos del señor Waloumba le hicieron un arroz con pimientos porque decían que había que pimentarla para que la sangre le corriera más aprisa. Entonces llegó la señora Lola. Cuando venía aquel senegalés, parecía que entraba el sol en la casa. Lo único que me da pena de la señora Lola es cuando dice que va a hacérselo cortar todo para ser una mujer de cuerpo entero como dice ella. A mí me parece que esto es llevar las cosas demasiado lejos y me da miedo que le hagan daño.
La señora Lola le regaló uno de sus vestidos a la judía, pues sabía lo importante que es la moral para las mujeres. También traía champaña y no hay nada mejor que eso. Después le echó perfume a la señora Rosa que cada vez lo necesitaba más, pues le costaba trabajo controlar sus aberturas.
La señora Lola tiene un natural alegre porque ha sido bendecida por el sol de África y daba gusto verla sentada en la cama con una pierna encima de la otra y vestida a la última moda. La señora Lola es muy guapa para ser hombre, menos por la voz, que data de sus tiempos de campeón de boxeo de los pesos pesados, pero esto no hay manera de arreglarlo porque las voces están en relación con los cojones, y ésta era la gran pena de su vida. Yo tenía en brazos a Arthur, el paraguas, pues no quería separarme bruscamente de él, a pesar de los cuatro años que me habían caído encima de repente. Tenía derecho a ir acostumbrándome poco a poco, pues la gente tarda mucho tiempo en cumplir varios años y no había que meterme prisas.
La señora Rosa se reponía tan rápidamente que al poco rato pudo levantarse y andar un poco ella sola. Era la recesión y la esperanza. Cuando la señora Lola se fue a trabajar, con su bolso y todo, nosotros comimos un poco y la señora Rosa probó el pollo que le había mandado el señor Djamaili, el de la tienda de comestibles. El señor Djamaili propiamente dicho había fallecido, pero siempre se llevó bien con los suyos y su familia había continuado con el negocio. Después, bebió un poco de té con mermelada y puso cara de ensueño. Yo creí que iba a darle otro ataque de imbecilidad y tuve miedo. Pero aquel día la habían sacudido tanto que la sangre había reanudado el servicio y le llegaba a la cabeza como estaba previsto.
—Momo, dime toda la verdad.
—Toda la verdad no la sé, ni sé si hay alguien que la sepa.
—¿Qué te ha dicho el doctor Katz?
—Que hay que llevarla al hospital y que allí la cuidarán para impedir que se muera. Todavía puede vivir mucho.
Me daba mucha pena decirle estas cosas y traté de sonreír como si aquello fuera una buena noticia.
—¿Cómo llaman ellos a esto que yo tengo?
Tragué saliva.
—No es cáncer, señora Rosa. Se lo juro.
—¿Cómo llaman los médicos a esto, Momo?
—Se puede vivir así mucho tiempo.
—¿Cómo?
Yo me callé.
—Momo, tú no irás a mentirme, ¿verdad? Soy una vieja judía y me han hecho todo lo que se le puede hacer a un hombre.
Ella decía mensch que en judío vale lo mismo para hombre que para mujer.
—Quiero saberlo. Hay cosas que nadie tiene derecho a hacérselas a un mensch. Yo sé que a veces se me va la cabeza.
—No es nada, señora Rosa. Así se puede vivir también perfectamente.
—¿Cómo? ¿Cómo es así?
No pude contenerme. Las lágrimas me ahogaban por dentro. Me eché sobre ella, me abrazó y yo le grité:
—¡Como una hortaliza, señora Rosa, como una hortaliza! Quieren hacerla vivir como una hortaliza.
No dijo nada, pero empezó a sudar un poco.
—¿Cuándo van a venir a buscarme?
—No lo sé, dentro de uno o dos días. El doctor Katz la quiere mucho y me ha dicho que no va a separarnos más que si le ponen un puñal en el pecho.
—No pienso ir —dijo ella.
—Yo no sé qué hacer. Son un hatajo de marranos. No quieren abortarla.
Parecía muy tranquila. Sólo pidió para lavarse porque se había meado.
Ahora que lo pienso me parece que era muy hermosa. Esto depende de cómo se piense en alguien.
—Es la Gestapo —murmuró.
No dijo más.
Por la noche, tuve frío y me levanté para echarle a ella otra manta.
El día siguiente, me desperté contento. Cuando me despierto no pienso en nada y así lo paso bien durante un rato. La señora Rosa estaba viva y hasta me sonrió para demostrarme que todo iba bien, que sólo le dolía el hígado, porque lo tenía hepático, y el riñón izquierdo, que el doctor Katz veía con muy malos ojos. Tenía otras cosas que no funcionaban, pero no soy quién para explicarlo, pues no las entiendo. Fuera hacía sol y yo aproveché para descorrer las cortinas, pero ella dijo que no, porque así se veía demasiado y no se gustaba. Cogió el espejo y dijo solamente:
—¡Qué fea me he vuelto, Momo!
Yo me puse furioso porque no hay derecho a hablar mal de una mujer vieja y enferma. A mí me parece que no se puede juzgar todo por un igual, porque tampoco los hipopótamos y las tortugas son como todo el mundo.
Cerró los ojos y por la cara le corrían lágrimas, pero no sé si era porque estaba llorando o porque se le relajaban los músculos.
—Soy monstruosa, lo sé muy bien.
—Señora Rosa, sólo es que usted no se parece a los demás.
Me miró.
—¿Cuándo van a venir a buscarme?
—El doctor Katz…
—No quiero oír hablar del doctor Katz. Es una buena persona, pero no conoce a las mujeres. Yo era guapa, Momo. Tenía una clientela de lo mejor en la calle Provence. ¿Cuánto dinero nos queda?
—La señora Lola me dejó cien francos. Nos dará más. Se busca la vida muy bien.
—Yo no hubiera trabajado nunca en el Bois de Boulogne. No hay dónde lavarse. En Les Halles había hoteles de categoría, con higiene. Y en el Bois de Boulogne puede ser peligroso por los maníacos.
—A los maníacos la señora Lola les parte la cara. Ya sabe que fue campeón de boxeo.
—Es una santa. No sé qué hubiera sido de nosotros sin ella.
Después quiso decir una oración judía que le había enseñado su madre. A mí me entró mucho miedo, me pareció que volvía a la niñez, pero no quise llevarle la contraria. No se acordaba de las palabras por el lío que tenía en la cabeza. Aquella oración se la había enseñado ella a Moisés y yo también la había aprendido porque me daba coraje cada vez que ellos dos hacían cosas aparte. Y recité:
—Shma israel adenoi eloheinu adenoi ejot buruj shein kweit malhussé loeilem boet…
Fue repitiéndolo conmigo y después me fui al lavabo a escupir fu, fu, fu, como hacen los judíos porque aquello no era de mi religión. Después me pidió que la vistiera, pero yo solo no podía y bajé al piso de los negros. Allí estaban el señor Waloumba, el señor Sokoro, el señor Tané y otros, cuyos nombres no podría decirles ya que allí todos son gentiles.