Pero la señora Rosa estaba cada día más achuchada y no sabría decirles lo injusto que me parecía que una persona viviera sólo para sufrir. Su organismo ya no valía nada y cuando no tenía una cosa tenía otra. Siempre se ataca al viejo que no puede defenderse porque es lo más fácil y la señora Rosa era víctima de esta criminalidad. Todas las piezas eran malas, el corazón, el hígado, los riñones, los bronquios, no había ni una sola que fuera de buena calidad. En casa estábamos ella y yo solos y fuera, aparte de la señora Lola, no teníamos a nadie. Todas las mañanas, la obligaba a hacer un poco de marcha, para desentumecerla y ella iba de la puerta a la ventana y volvía, apoyada en mi hombro, para no oxidarse del todo. Para la marcha, le ponía un disco judío que le gustaba mucho y que era menos triste de lo corriente. No sé por qué los judíos ponen siempre discos tristes. Es por su folklore. La señora Rosa solía decir que todas sus desgracias le venían de los judíos y que de no ser judía no hubiera tenido ni la décima parte de los malos tragos que había pasado.

El señor Charmette nos mandó una corona mortuoria porque no sabía que el muerto era el señor Bouaffa y creía que era la señora Rosa, como deseaba todo el mundo por su bien, y ella se puso muy contenta porque esto le dio esperanzas y porque era la primera vez que alguien le mandaba flores. Los hermanos de la tribu del señor Waloumba trajeron plátanos, pollos, mangos y arroz, como es costumbre en su tierra cuando se prepara un feliz acontecimiento familiar. Entre todos hacíamos creer a la señora Rosa que pronto habría terminado y entonces tenía menos miedo. También fue a hacerle una visita el padre André, el cura católico de los hogares africanos de los alrededores de la calle Bisson, pero no para hacer de cura, sino sólo para hacer una visita. Estuvo muy correcto y no le hizo ninguna insinuación. Nosotros tampoco le dijimos nada, porque ya saben ustedes lo que pasa con Dios. Hace lo que quiere porque Él tiene la fuerza de su parte.

El padre André murió poco después de un ataque de corazón, pero me parece que no fue nada personal, que eso se lo hicieron los otros. No les había hablado de él porque la señora Rosa y yo no éramos de su ramo. Lo habían mandado a Belleville para que se ocupara de los trabajadores católicos africanos y nosotros no éramos ni lo uno ni lo otro. Era muy cariñoso y tenía siempre un aspecto un poco culpable, como si supiera que podía uno quejarse con razón. Les hablo de él porque era una buena persona y cuando se murió me dejó un buen recuerdo.

Parecía que el padre André iba a quedarse un rato y yo bajé a la calle en busca de noticias de un caso muy estúpido que había ocurrido. Los chavales a la heroína la llaman «mierda» y un crío de ocho años, que había oído que los tíos se ponían inyecciones de mierda y que aquello era fenómeno, había cagado encima de un periódico y se había largado una inyección de mierda de verdad creyendo que era de la buena y había muerto. Se habían llevado al Mahoute y a otros dos fulanos por haberle informado mal, pero a mí me parece que ellos no tenían ninguna obligación de enseñar a un crío de ocho años a pincharse.

Cuando volví a subir, encontré con el padre André al rabino de la calle de Chaumes que vive al lado del colmado kasher del señor Rubin, que seguramente se había enterado de que había un cura rondando a la señora Rosa y tuvo miedo de que muriera cristianamente. El rabino nunca había puesto los pies en casa porque conocía a la señora Rosa de sus tiempos de puta. Ni el padre André ni el rabino, que tenía otro nombre que no recuerdo, querían dar la señal de salida y allí estaban, cada uno en su silla, al lado de la cama de la señora Rosa. Hasta hablaron de la guerra del Vietnam, que era un terreno neutral.

La señora Rosa pasó buena noche, pero yo no pude dormir y permanecí con los ojos abiertos en la oscuridad pensando en algo distinto que no sabía lo que podía ser.

La mañana siguiente el doctor Katz fue a hacer a la señora Rosa un examen periódico y esta vez cuando salimos a la escalera supe que la desgracia iba a llamar a nuestra puerta.

—Hay que llevarla al hospital. No puede quedarse aquí. Pediré una ambulancia.

—¿Y qué le harán en el hospital?

—Le harán los cuidados apropiados. Todavía puede vivir bastante tiempo. He conocido personas en su estado que han durado años.

Mierda, pensé, pero delante del doctor no dije nada. Dudé un momento y después pregunté:

—Oiga, doctor, ¿y no podría usted abortarla, entre judíos?

Pareció asombrarse de verdad.

—¿Cómo, abortar? ¿Qué estás diciendo?

—Pues nada, abortarla para que no sufra.

El doctor Katz se impresionó tanto que tuvo que sentarse. Se cogió la cabeza con las manos y suspiró varias veces mirando al cielo como es costumbre.

—No, Momo, aquí no se puede hacer eso. La eutanasia está prohibida por la ley. Estamos en un país civilizado. No sabes lo que dices.

—Sí lo sé. Soy argelino y sé de lo que hablo. Allá tienen el sagrado derecho de los pueblos a disponer de sí mismos.

El doctor Katz se me quedó mirando como si le diera miedo. Estaba con la boca abierta, sin decir nada. A mí me cabrea esa gente que no quiere entender las cosas.

—El sagrado derecho de los pueblos existe, ¿no? ¡Qué mierda!

—Pues claro que existe —dijo el doctor Katz levantándose del escalón en el que se había sentado en señal de respeto—. Existe, es algo grande y hermoso, pero no veo la relación.

—La relación es que si existe, la señora Rosa tiene el sagrado derecho de los pueblos de disponer de sí misma como todo el mundo. Y si quiere hacerse abortar es cosa suya. Y tendría que hacérselo usted, porque para eso haría falta un médico judío, para que no hubiera antisemitismo. Entre judíos no deberían hacerse sufrir. Es repugnante.

El doctor Katz respiraba cada vez más y hasta tenía gotas de sudor en la frente. Si hablaría yo bien… Era la primera vez que de verdad yo tenía cuatro años más.

—No sabes lo que dices, hijo… No sabes lo que dices, criatura.

—Yo no soy su hijo y tampoco soy una criatura. Soy un hijo de puta y mi padre mató a mi madre y cuando se sabe eso ya se sabe todo y uno deja de ser un niño.

El doctor Katz temblaba y me miraba con estupor.

—¿Quién te ha dicho eso, Momo? ¿Quién te ha dicho estas cosas?

—No importa quién me lo haya dicho, doctor Katz, porque hay veces que vale más tener el menos padre posible, crea en mi vieja experiencia y tengo el honor de, por hablar como el señor Hamil, el amigo del señor Victor Hugo, al que usted conoce, sin duda. Y no me mire así, doctor, porque tampoco voy a tener una crisis de violencia, no soy psiquiátrico ni hereditario ni voy a matar a la puta de mi madre, Dios tenga su culo, porque eso ya está hecho; me cago en todos ustedes, menos en la señora Rosa, que es lo único que quiero, y no voy a dejarla que se convierta en campeón de las hortalizas para darle gusto a la medicina, y cuando escriba sobre los miserables diré todo lo que quiera sin matar a nadie porque lo mismo da y si no fuera usted un viejo judío sin corazón, sino un judío de verdad con un corazón de verdad en el sitio donde ha de estar ese órgano, haría usted una buena acción y abortaría a la señora Rosa en seguida para salvarla de la vida que le ha endilgado en el culo un padre al que nadie conoce siquiera y que no tiene cara porque se esconde y que no está permitido representarlo porque tiene a toda una mafia para impedir que lo pesquen y esto es criminal y la condenación de los médicos de mierda por negación de asistencia…

El doctor Katz estaba muy pálido y eso le iba bien con su hermosa barba blanca y sus ojos cardíacos y yo me callé porque si se moría no iba a poder oír todo lo que un día les diría. Pero las rodillas empezaban a doblársele y le ayudé a sentarse otra vez en el escalón, pero sin perdonarle nada ni a nadie. Se llevó la mano al corazón y me miró como si fuera el cajero de un banco y me pidiera que no le matara. Pero yo me crucé de brazos, sintiéndome como un pueblo que tiene el sagrado derecho de disponer de sí mismo.

—Momo… mi pequeño Momo.

—Ni pequeño Momo ni nada. ¿Es que sí, o mierda?

—No tengo derecho a hacer eso…

—¿No quiere abortarla?

—No es posible. La eutanasia está severamente castigada.

Me daba risa. Me hubiera gustado saber qué es lo que no está severamente castigado, sobre todo cuando no hay nada que castigar.

—Hay que llevarla al hospital, por humanidad…

—¿Me admitirán también a mí en el hospital?

Esto le tranquilizó un poco y hasta sonrió.

—Tú eres un buen chico, Momo. No, pero podrás ir a visitarla. Aunque muy pronto ya no te reconocerá.

Trató de hablar de otra cosa.

—A propósito, Momo, ¿qué piensas hacer? No puedes vivir solo.

—No se preocupe por mí. Conozco muchas putas en Pigalle. Y ya he recibido un montón de proposiciones.

El doctor Katz abrió la boca, me miró, tragó saliva y suspiró como hacen todos. Yo estaba pensando. Había que ganar tiempo, siempre es lo mejor.

—Oiga, doctor Katz, no llame al hospital. Deme unos días. Puede que se muera ella sola. Además, tengo que arreglar mis asuntos. De lo contrario, me llevarían a la Asistencia.

Volvió a suspirar. El tío, cada vez que respiraba era para suspirar. Yo ya estaba harto de la gente que suspira.

Me miró, pero de otro modo.

—Tú nunca fuiste un niño como los demás, Momo. Y no serás tampoco un hombre como los demás, siempre lo he sabido.

—Muchas gracias doctor. Es muy amable.

—Así lo creo realmente. Siempre serás muy diferente.

Reflexioné un momento.

—Debe de ser porque he tenido un padre psiquiátrico.

El doctor Katz tenía muy mala cara, parecía estar enfermo.

—No, Momo, no es eso lo que quiero decir. Aún eres demasiado joven para comprenderlo, pero…

—Nunca se es demasiado joven para nada, doctor, crea en mi vieja experiencia.

—¿Dónde has aprendido esa expresión?

Pareció asombrado.

—¡Ah, ya! Tú eres un chico muy inteligente, muy sensible, hasta quizá demasiado sensible. Yo le he dicho muchas veces a la señora Rosa que nunca serás como todo el mundo. Unas veces, eso da grandes poetas, escritores, otras veces… Otras veces, revolucionarios. Pero tranquilízate. Esto no quiere decir que no vayas a ser normal.

—Espero no ser nunca normal, doctor Katz. Sólo los granujas son normales. Haré todo lo que pueda para no ser normal, doctor…

Se levantó otra vez y creí que era el momento de preguntarle algo que empezaba a tenerme intranquilo.

—Dígame, doctor, ¿está seguro de que tengo catorce años? ¿No tendré veinte, treinta o más? Primero me dicen que diez, después catorce… ¿No tendré muchos más? ¿No seré un enano, maldita sea? No quiero ser un enano, doctor, aunque sean normales y diferentes.

El doctor Katz sonrió por entre la harba, contento de poder darme al fin una buena noticia.

—No, no eres un enano, palabra de médico. Tienes catorce años, pero la señora Rosa tenía miedo de que la dejaras y por eso te hizo creer que no tenías más que diez. Quizá debí decírtelo antes, pero…

Sonrió y esto le hizo parecer más triste todavía.

—Pero como era una hermosa historia de amor, no dije nada. Respecto a la señora Rosa, esperaré unos días más, pero creo que es indispensable llevarla al hospital. No tenemos derecho a poner fin a sus sufrimientos, como ya te he explicado. Mientras tanto, haz que haga ejercicio, ponla de pie, que se mueva, que pasee por la habitación, pues de lo contrario le saldrán llagas y abscesos por todas partes. Hay que moverla… Dos o tres días, no más.

Llamé a uno de los hermanos Zaoum para que lo bajara en hombros.

El doctor Katz todavía vive y pienso ir a verle cualquier día.