El segundo día corrí en busca de la señora Lola y ella nos trajo unos discos pop que chillaban tanto que, según ella, despertaban a los muertos, pero no sirvieron de nada. Era ya la hortaliza que el doctor Katz nos había anunciado desde el principio y la señora Lola se quedó tan descompuesta al ver a su amiga en aquel estado que aquella noche no fue al Bois de Boulogne, a pesar del perjuicio que ello le ocasionaba. Aquel senegalés era toda una persona humana y cualquier día voy a ir a verla.

Tuvimos que dejar a la judía en su butaca. Ni siquiera la señora Lola, a pesar de sus años de ring, podía levantarla.

Lo más triste de esas personas que se van de la cabeza es que no se sabe lo que van a durar. El doctor Katz me había dicho que la marca mundial la tenía un americano con diecisiete años y pico, pero para esto hacen falta instalaciones especiales con gota a gota. Era terrible pensar que la señora Rosa pudiera llegar a campeón del mundo, pues ya había pasado lo suyo y lo que menos le importaba a ella era batir marcas.

La señora Lola era afectuosa como pocas. Le hubiera gustado tener hijos, pero ya les expliqué que no estaba equipada para eso, como la mayoría de travestis, que por ese lado no cuadran con las leyes naturales. Me prometió que ella se ocuparía de mí, me sentó sobre sus rodillas y me cantó canciones de cuna del Senegal. En Francia también las hay, pero nunca las oí porque no he sido bebé; siempre he tenido otros quebraderos de cabeza. Le dije que me perdonara, pero que ya tenía catorce años y no servía para jugar a las muñecas, que resultaba raro. Luego, se fue a prepararse para su trabajo y el señor Waloumba hizo que su tribu montara guardia alrededor de la señora Rosa y hasta asaron un cordero entero que nos comimos sentados en el suelo. Resultó agradable. Se tenía la impresión de estar en el campo.

Intentamos alimentar a la señora Rosa dándole carne previamente masticada, pero se quedaba con medio pedazo fuera de la boca y medio dentro, mirando con sus bellos ojos judíos todo lo que no veía. No es que importara mucho, pues tenía grasa suficiente para alimentarse a sí misma y a toda la tribu del señor Waloumba, por más que ahora ya no se comen a la gente. Finalmente, como reinaba el buen humor y habían bebido licor de palma, se pusieron a tocar sus instrumentos y a bailar alrededor de la señora Rosa. Los vecinos no se quejan del ruido porque no son de esa gente que se queja y no había ni uno solo que tuviera los papeles en regla. El señor Waloumba hizo beber a la señora Rosa un poco de licor de palma del que venden en la calle Bisson, en la tienda del señor Somgo, con nueces de cola, que también son indispensables, sobre todo en las bodas. Parece ser que el licor de palma tenía que ser muy bueno para la señora Rosa porque se sube a la cabeza y abre las vías de circulación, pero no dio resultado y sólo se puso un poco colorada. El señor Waloumba decía que lo principal era hacer mucho ruido para alejar a la muerte que ya debía de estar allí y que le tenía un miedo atroz a los tam-tams, ella sabría por qué. Los tam-tams son unos tamborcitos que se tocan con la mano, y así estuvieron toda la noche.

El día siguiente, yo estaba seguro de que la señora Rosa había tomado la salida para batir el récord del mundo y que no íbamos a poder librarnos del hospital donde harían por ella todo lo posible. Salí a la calle y me puse a andar, pensando en Dios y en cosas así porque quería ir más lejos.

Me fui a la calle Ponthieu, donde está esa sala que tiene máquinas que hacen andar para atrás. Tenía ganas de volver a ver a la chica rubia y guapa que olía a fresco y de la que me parece que ya les he hablado, aquella que se llamaba Nadine o algo así. Tal vez no fuera muy delicado con la señora Rosa, pero ¿qué quieren? Estaba en un estado de fallo tal, que ni siquiera sentía los cuatro años que había ganado. Era como si siguiera teniendo diez, me faltaba la fuerza de la costumbre.

Bueno, no van a creerme si les digo que ella estaba esperándome en la sala, pues yo no soy de la clase de tíos a los que se espera. Pero estaba allí y casi sentí el sabor del helado de vainilla que me había pagado.

No me vio entrar, estaba diciendo palabras de amor al micrófono y éstas son cosas que absorben. En la pantalla había una mujer que movía los labios, pero era la otra, la mía, la que hablaba por ella. Le daba su voz. Esto se llama técnica.

Me fui a un rincón y esperé. En aquel estado de fallo, de buena gana me hubiera echado a llorar si no hubiese tenido cuatro años más. Y aun así tenía que hacer un esfuerzo. En la sala no había mucha luz, pero ella vio en seguida que yo estaba allí y quién era y entonces me salió todo de golpe y no puede seguir conteniéndome.

—¡Mohamed!

Vino corriendo como si yo fuese alguien y me puso el brazo en los hombros. Los otros me miraban porque es un nombre árabe.

—Mohamed, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¡Mohamed!

A mí no me hacía mucha gracia que me llamara Mohamed porque queda más frío que Momo, pero ¿qué se le va a hacer?

—Mohamed, dime, ¿qué tienes?

Figúrense lo fácil que iba a ser decírselo. No había ni por dónde empezar. Tragué saliva.

—Nada, nada…

—Oye, yo he terminado el trabajo. Ahora nos vamos a mi casa y me lo cuentas todo.

Se fue corriendo a buscar su impermeable y subimos a su coche. De vez en cuando, se volvía a mirarme y sonreía. Olía tan bien que parecía imposible. Se había dado cuenta de que yo no estaba en plena forma olímpica porque hasta tenía hipo, pero no decía nada. ¿Para qué? Únicamente de vez en cuando, en algún semáforo, me ponía la mano en la mejilla, que es algo que siempre va bien en estos casos. Llegamos a su casa de la calle Saint-Honoré y metió el coche en el patio.

En el piso había un tío al que yo no conocía, alto, con el pelo largo y gafas, que me dio la mano sin decir nada, como si fuera lo más natural. Era más bien joven, no tendría más de dos o tres veces mi edad. Miré alrededor, por si salían los dos chiquillos rubios que ya tenían para decirme que allí no estaba haciendo ninguna falta, pero sólo había un perro que tampoco era malo.

Se pusieron a hablar en inglés, una lengua que yo no conocía, y me trajeron té y unos bocadillos soberbios. Me dejaron comer como si no hubiera nada más que hacer y después el hombre me preguntó si me encontraba mejor. Yo hice un esfuerzo para decir algo, pero tenía dentro tantas y tantas cosas, que no podía respirar y hasta tenía hipo y asma como la señora Rosa, porque el asma se contagia.

Me quedé mudo como una carpa a la judía durante media hora, con el hipo, y oí decir al tío que yo estaba en estado de shock, y esto me gustó porque pareció interesarles. Después me levanté y les dije que tenía que volver a casa porque había una anciana en estado de fallo que necesitaba de mí, pero Nadine se fue a la cocina y volvió con un helado de vainilla que era lo mejor que he comido en mi puta vida, lo digo como lo pienso.

Después de aquello, hablamos un poco porque yo estaba mejor. Cuando les expliqué que la persona humana era una anciana judía en estado de fallo que iba a batir la marca del mundo de todas las categorías y lo que me había dicho el doctor Katz acerca de las hortalizas, ellos dijeron palabras que yo había oído ya, como senilidad y arteriosclerosis cerebral, pero estaba contento porque podía hablar de la señora Rosa y eso siempre me gustaba. Les expliqué que la señora Rosa era una antigua puta que había vuelto deportada de los hornos judíos de Alemania y que había abierto un «clandé» para hijos de putas a las que se puede hacer cantar con lo de la inhabilitación paterna por prostitución ilícita y tienen que esconder a sus críos porque siempre hay vecinos guarros que pueden denunciarlas a la Asistencia Pública. No sé por qué me hacía bien hablarles. Estaba sentado en una butaca muy a gusto y el tío hasta me dio un cigarrillo y me lo encendió con su mechero y me escuchaba como si yo tuviera importancia. No es por decir, pero veía que les había impresionado. Me embalé y no podía parar, quería sacarlo todo, pero no era posible, naturalmente, porque yo no soy el señor Victor Hugo y todavía no estoy equipado para eso. Salía embarullado porque siempre empezaba por el final, con la señora Rosa en estado de fallo y mi padre que había matado a mi madre porque era psiquiátrico, pero tengo que decir que nunca he sabido dónde empezaba ni dónde acababa la cosa, porque a mi parecer no hace más que continuar. Mi madre se llamaba Aixa y se buscaba la vida con el culo y hacía hasta veinte pases al día antes de que la matara en un arrebato de locura, pero no era seguro que yo fuera hereditario y el señor Kadir Yussef no podía jurar que fuera mi padre. El amigo de la señora Nadine se llamaba Ramón y me dijo que era un poco médico y que no creía mucho en lo de la herencia, que no tenía que pensar en ello. Volvió a darme fuego con su encendedor y me dijo que a veces vale más ser hijo de puta porque así puede uno elegir al padre que más le guste y no está obligado. Me dijo que muchos tipos nacidos por accidente resultaban después muy bien y se hacían tíos de provecho. Yo le dije que estaba de acuerdo, que si estás aquí tienes que aguantarte, que no es como en la sala de proyección de la señora Nadine, donde todo tiene marcha atrás y se puede volver al interior de la madre, pero que no hay derecho de que no se pueda abortar a las personas viejas como la señora Rosa que ya están hasta la coronilla. Me hacía mucho bien hablar con ellos, pues me parecía que por haberlo dicho había pasado menos. El tipo, que se llamaba Ramón y que no tenía mala pinta, se ocupaba mucho de su pipa mientras yo hablaba, pero se veía que el que le interesaba era yo. Únicamente me daba miedo que la chica, Nadine, nos dejara solos, porque sin ella aquello no hubiera sido lo mismo, en cuanto a la simpatía. Ella tenía una sonrisa que era toda para mí. Cuando les dije que había cumplido catorce años de repente porque la víspera no tenía más que diez, marqué otro tanto. Les impresionó mucho. No podía parar al verles tan interesados. Hice todo lo que pude por interesarles todavía más y para que vieran que conmigo hacían un buen negocio.

—El otro día fue a buscarme mi padre. Me había dejado en casa de la señora Rosa antes de matar a mi madre, cuando lo declararon psiquiátrico. Tenía otras putas trabajando para él, pero mató a mi madre porque era su preferida. Cuando le dejaron salir, vino a reclamarme, pero la señora Rosa no quiso saber nada porque para mí no sería bueno tener un padre psiquiátrico, ya que puede ser hereditario. Entonces le dijo que su hijo era Moisés, que es judío. También hay Moisés entre los árabes. Pero figúrense, el señor Kadir Yussef era árabe y musulmán y cuando le dieron a un hijo judío tuvo un ataque y se murió…

El doctor Ramón también me escuchaba, pero la que más me gustaba que me oyera era la señora Nadine.

—La señora Rosa es la mujer más fea y sola que he visto en su desgracia. Suerte que me tiene a mí porque nadie querría saber nada de ella. No comprendo cómo puede haber personas que lo tienen todo, que son feas, viejas, pobres y enfermas y otras que no tienen nada de nada. No es justo. Yo tengo un amigo que es jefe de toda la policía y que tiene a sus órdenes a las fuerzas de seguridad más fuertes que hay. En todo es el más fuerte. Es el poli más fuerte y más grande que puedan imaginar. Es tan fuerte que podría hacer cualquier cosa. Es el rey. Cuando vamos juntos por la calle, me pone el brazo sobre los hombros, para que la gente sepa que es como mi padre. Cuando era pequeño, algunas veces por la noche venía una leona a lamerme la cara. Entonces todavía tenía diez años y en la escuela dijeron que estaba perturbado porque no sabían que tenía cuatro años más. Todavía no estaba fechado, era mucho antes de que el señor Kadir Yussef se presentara con un recibo en la mano diciendo que era mi padre. El señor Hamil, el vendedor de alfombras, me ha enseñado todo lo que sé, pero ahora está ciego. El señor Hamil, lleva siempre un libro del señor Victor Hugo y cuando yo sea mayor también voy a escribir los miserables, que es lo que siempre se escribe cuando tiene uno algo que decir. La señora Rosa tenía miedo de que me diera un ataque de violencia y le cortara el cuello, pues temía que fuera hereditario. Pero no hay un solo hijo de puta que pueda decir quién es su padre y lo que es yo no pienso matar nunca a nadie, no me da por ahí. Cuando sea mayor tendré todas las fuerzas de seguridad a mi disposición y nada me dará miedo. Es una lástima que no pueda dar marcha atrás como en su sala de proyección para retroceder a todo el mundo y para que la señora Rosa sea joven y guapa y dé gusto verla. A veces me dan ganas de marcharme con un circo en el que tengo amigos payasos, pero no puedo hacerlo y decir mierda y ahí queda eso mientras esté la judía, porque tengo que cuidarla…

Me embalaba cada vez más y no podía dejar de hablar porque tenía miedo de que si paraba dejaran de escucharme. El doctor Ramón tenía una cara con gafas y unos ojos que miraban fijamente y hubo un momento en que se levantó y puso el magnetófono para escucharme mejor y yo me sentí más importante todavía, casi no podía creerlo. Tenía un montón de pelo en la cabeza. Era la primera vez que era digno de interés y hasta me ponían en un magnetófono. Yo nunca supe lo que hay que hacer para ser digno de interés, matar a alguien, coger unos rehenes o qué sé yo. Lo juro. Hay en el mundo tal falta de atención que a veces tiene uno que elegir como en las vacaciones, cuando no puedes ir al mar y a la montaña al mismo tiempo. Estamos obligados a elegir la falta de atención que más nos guste, y la gente siempre escoge lo mejor, lo que más se cotiza, como los nazis, que costaron millones, o el Vietnam. Por eso una judía vieja en un sexto piso sin ascensor y que ha sufrido lo suyo no interesa, con eso no se va a ninguna parte. La gente necesita millones y millones para sentirse interesada y no se le puede echar en cara, porque cuanto más poca cosa es uno menos cuenta…

Yo estaba hablando como un rey, sentado en mi butaca, y lo más gracioso es que me escuchaban como si nunca hubieran oído nada igual. Pero el que me hacía hablar era el doctor Ramón, porque ella daba la impresión de no querer oír y a veces hasta hacía como si quisiera taparse los oídos. Esto me cabreaba un poco porque uno está obligado a vivir, caramba.

El doctor Ramón me preguntó qué quería decir con lo del estado de fallo y yo le dije que es cuando todo ha fallado y no se tiene nada ni a nadie. Después quiso saber qué hacíamos para vivir desde que las putas ya no nos dejaban a sus críos. Le tranquilicé en seguida y le dije que el culo es lo más sagrado que tiene el hombre, que la señora Rosa me lo había explicado ya antes de que yo supiera para qué servía. Yo no me buscaba la vida con el culo, podía estar tranquilo. Teníamos una amiga, la señora Lola, que se buscaba la vida en el Bois de Boulogne haciendo de travesti, que nos ayudaba mucho. Si todo el mundo fuera como ella, el mundo sería completamente distinto y habría menos desgracias. Había sido campeón de boxeo del Senegal, antes de hacerse travesti, y ganaba lo suficiente y hubiera podido mantener a una familia, de no haber tenido a la Naturaleza en contra.

Por el modo en que me escuchaban, se veía que no estaban acostumbrados a la vida y les expliqué que para sacarme algún dinero suelto hacía de proxeneta en la calle Blanche. Ahora ya sé que se dice proxeneta y no proxineta como decía cuando era niño, pero todavía no me he acostumbrado. A veces, el doctor Ramón le decía a su amiga algo de política, pero yo no lo entendía muy bien porque la política no es cosa de jóvenes.

No sé lo que llegué a decirles y de buena gana hubiera seguido hablando de las cosas que tenía dentro todavía. Pero estaba reventado y ya empezaba a ver el payaso azul que me hacía señas, como cuando me entra el sueño y me dio miedo que ellos pudieran verlo también y creyeran que estaba majareta o algo así. Ya no podía más y se dieron cuenta de que estaba hecho polvo y me dijeron que podía quedarme a dormir en su casa. Pero yo les dije que tenía que ir a cuidar a la señora Rosa que se moriría pronto y que después ya veríamos. Me dieron un papel con su nombre y dirección y Nadine dijo que me acompañaría en coche y que el doctor iría con nosotros para echar un vistazo a la señora Rosa por si había algo que pudiera hacer. Yo no veía qué podía hacer nadie por la señora Rosa después de todo lo que le habían hecho ya, pero no me parecía mal que me acompañaran en coche. Sólo que entonces la cosa se torció.

Íbamos a salir cuando llamaron a la puerta cinco veces seguidas y cuando la señora Nadine abrió vi que eran los dos chiquillos que vivían allí, por lo que no había nada que decir. Eran sus hijos que volvían de la escuela o de algún sitio así. Eran rubios y estaban vestidos con ropa de lujo, la clase de pingos que no hay quien robe porque no están expuestos sino dentro de la tienda y para llegar hasta ellos hay que pasar por al lado de las dependientas. Se me quedaron mirando como si fuera pura mierda. Yo iba hecho una facha, enseguida me di cuenta. Llevaba una boina que se me levantaba por delante porque tengo demasiado pelo y un abrigo que me llegaba a los talones. Y es que cuando se manga un pingo no se tiene tiempo de ver si es grande o pequeño. Bueno, no dijeron nada, pero no éramos del mismo barrio.

Nunca había visto unos chiquillos tan rubios como aquéllos. Y les juro que no habían tenido mucho uso, estaban nuevecitos. No tenía punto de contacto alguno.

—Venid, voy a presentaros a nuestro amigo Mohamed —dijo su madre.

No debió decir Mohamed, sino Momo. En Francia, Mohamed suena a árabe de la mierda y cuando me llaman así me enfado. No es que me dé vergüenza ser árabe, todo lo contrario, pero en Francia Mohamed hace de barrendero o peón de albañil. No quiere decir lo mismo que argelino. Además, Mohamed suena raro. Es como si en Francia alguien se llamara Jesucristo. Todo el mundo se partiría de risa.

Los dos chavales me miraban de arriba abajo. El más pequeño, que tendría seis o siete años mientras que su hermano debía de andar por los diez, dijo:

—¿Por qué va vestido así?

Yo no iba a dejarme insultar. Sabía muy bien que allí no pegaba. Entonces el otro, sin dejar de mirar, me preguntó:

—¿Eres árabe?

Mierda, yo no iba a consentir que nadie me llamase árabe. Además, no valía la pena insistir. No tenía celos ni nada, pero la plaza no era para mí, ya estaba ocupada, no tenía nada que decir. Sentí un bulto en la garganta, me lo tragué y salí corriendo.

No éramos del mismo barrio, vaya.