Llamaron a la puerta, fui a abrir y era un tipejo más triste de lo normal, con una nariz larga y caída y unos ojos de esos que se ven por todas partes, pero aún más asustados. Estaba muy pálido, sudaba y respiraba deprisa, con la mano en el corazón, no por sentimiento, sino porque el corazón es lo peor que hay para las escaleras. Llevaba el cuello del abrigo subido y no tenía pelo como muchos calvos. Sostenía el sombrero en la mano como para demostrar que lo tenía. Yo no sabía de dónde habría salido, pero en mi vida había visto un tipo tan inquieto. Me miró con cara de miedo y yo hice otro tanto porque les aseguro que no había más que verle para pensar que el mundo se caía encima y sentir pánico.

—¿La señora Rosa, es aquí?

En estos casos hay que ser prudente porque los desconocidos no suben seis pisos para dar una alegría.

Me hice el tonto porque la edad me lo permite.

—¿Quién?

—La señora Rosa.

Lo pensé un poco. En estos casos, siempre hay que ganar tiempo.

—No soy yo.

Suspiró, sacó un pañuelo, y se secó la frente primero hacia un lado y después hacia el otro.

—Soy un enfermo. Acabo de salir del hospital donde he estado once años. He subido estos seis pisos sin permiso del médico. He venido para ver a mi hijo antes de morir. Tengo derecho a ello. Para eso hay leyes hasta entre los salvajes. Quisiera sentarme un momento, descansar y ver a mi hijo. Nada más. ¿Es aquí? Confié mi hijo a la señora Rosa hace once años. Tengo un recibo.

Hurgó en un bolsillo del abrigo y sacó una hoja de papel arrugada a más no poder. Leí lo que pude gracias al señor Hamil a quien todo se lo debo. Sin él, no sería nada. He recibido del señor Kadir Yussef quinientos francos de anticipo por el pequeño Mohamed, de estado musulmán, 7 de octubre de 1956. Sí, tuve un sobresalto, pero estábamos en el 70, saqué la cuenta y daba catorce años. No podía ser yo. La señora Rosa podía haber tenido montones de Mohamed, pues en Belleville abundan.

—Espere, voy a ver.

Fui a decir a la señora Rosa que había un tío con mala pinta que iba a buscar a su hijo y a ella le entró en seguida un miedo atroz.

—¡Dios mío, Momo! Sólo estáis tú y Moisés.

—Entonces debe de ser Moisés —le dije en legítima defensa, pues tenía que ser él o yo.

Moisés se había quedado dormido en la habitación de al lado. Era el más dormilón de todos los dormilones que he visto en mi vida.

—Quizá quiera hacer cantar a la madre —dijo la señora Rosa—. Bueno, ahora lo veremos. A mí no me asustan los chulos. No puede probar nada. Tengo documentos falsos en regla. Que pase. Si se pone duro, te vas a buscar al señor N’Da.

Hice pasar al tipo. La señora Rosa llevaba bigudíes en los tres pelos que le quedaban, estaba maquillada y tenía puesto su quimono japonés rojo. Cuando él la vio, se sentó inmediatamente en el borde de una silla. Le temblaban las rodillas. La señora Rosa también temblaba, pero a ella se le notaba menos, pues los temblores no tenían fuerza para mover tanto peso. Pero tiene unos ojos castaños de un color muy bonito, si no se mira lo demás. El señor se había sentado en el borde de la silla, con el sombrero sobre las rodillas y frente a la señora Rosa que estaba en su butaca como en un trono. Yo permanecí de espaldas a la ventana, para que se me viera menos, pues uno nunca sabe lo que puede ocurrir. No me parecía en nada a aquel tipo, pero en mi vida me atengo siempre a una regla de oro, la de que vale más no correr riesgos. Además, él me miraba atentamente, como buscando una nariz que se le hubiera extraviado. Estábamos todos callados, porque nadie quería ser el primero en hablar, del miedo que teníamos. Yo fui a buscar a Moisés, pues aquel sujeto tenía un recibo en debida forma y había que darle alguna satisfacción.

—¿Quería usted…?

—Hace once años le confié a mi hijo —dijo él haciendo esfuerzos para hablar, pues le costaba trabajo recobrar el aliento—. No he podido dar señales de vida hasta ahora porque estaba encerrado en el hospital. Ni siquiera tenía sus señas. Cuando me encerraron me lo quitaron todo. Su recibo estaba en casa del hermano de mi pobre mujer, que murió trágicamente, como usted no ignora. Me han soltado esta mañana, he ido a buscar el recibo y he venido. Me llamo Kadir Yussef y quiero ver a mi hijo Mohamed. Quiero decirle hola.

Aquel día la señora Rosa tenía la cabeza en su sitio y esto nos salvó.

Noté que se había puesto pálida, pero había que conocerla, porque con tanto maquillaje no se veía más que rojo y azul. Se colocó las gafas, lo cual le iba siempre mejor que nada y miró el recibo.

—¿Cómo dice?

El tipo por poco se echa a llorar.

—Señora, soy un enfermo.

—¿Y quién no, y quién no? —dijo la señora Rosa piadosamente y hasta levantó los ojos al cielo como para darle gracias.

—Señora, me llamo Kadir Yussef, Yuyú para los enfermeros. He estado once años psiquiátrico, después de aquella tragedia que salió en los periódicos de la que soy totalmente irresponsable.

Entonces me acordé de pronto de que la señora Rosa siempre estaba preguntándole al doctor Katz si yo no sería también psiquiátrico. O hereditario. Bueno, de todos modos me importaba un rábano. No se trataba de mí. Yo tenía diez años, no catorce. Mierda.

—¿Y cómo dice que se llamaba su hijo?

—Mohamed.

La señora Rosa lo miró fijamente de un modo que me dio más miedo todavía.

—¿Y del nombre de la madre, se acuerda usted?

Entonces creí que el tipo se moría. Se puso verde, abrió la boca y empezaron a temblarle las rodillas y a saltársele las lágrimas.

—Señora, usted sabe bien que yo era irresponsable. Fui reconocido y certificado como tal. Si mi mano lo hizo, yo no tengo la culpa. No me encontraron sífilis, por más que digan los enfermeros que todos los árabes somos sifilíticos. Lo hice en un momento de locura. Que Dios la haya perdonado. Ahora soy muy piadoso. A cada hora rezo por su alma. Y falta le hará, con el oficio que tenía. Obré en un arrebato de celos. Imagine que hacía hasta veinte pases al día. Al fin me puse celoso y la maté, ya lo sé. Pero no soy responsable. Me reconocieron los mejores médicos de Francia. Después ni siquiera me acordaba de nada. La quería con locura. No podía vivir sin ella.

La señora Rosa se rio burlonamente. Yo nunca la había visto reír así y era algo… No, no puedo explicárselo. Me heló el culo.

—Claro que no podía vivir sin ella, señor Kadir. Aixa le reportaba cien mil machacantes al día desde hacía años. Y la mató para que le reportara más.

El tipo lanzó un grito y se echó a llorar. Era la primera vez que veía llorar a un árabe, aparte de mí. Si me tendría sin cuidado que hasta me dio lástima.

La señora Rosa aflojó en seguida. Le daba gusto haberle cortado los cojones a aquel tío. Debía de sentirse todavía toda una mujer.

—Y por lo demás, ¿está usted bien, señor Kadir?

El tipo se secó los ojos con el puño. No tenía fuerzas ni para sacar el pañuelo. Quedaba demasiado lejos.

—Bien, señora Rosa. Moriré pronto. El corazón…

Mazltov —dijo la señora Rosa bondadosamente, que en judío quiere decir felicidades.

—Gracias. Quisiera ver a mi hijo, si me hace el favor.

—Me debe usted tres años de pensión, señor Kadir. Hace once años que no ha dado señales de vida.

El tipo dio un brinco de su silla.

—¡Señales de vida, señales de vida, señales de vida! —repitió con lo ojos puestos en el cielo donde a todos nos esperan—. ¡Señales de vida!

No se puede decir que hablara como indica la palabra y a cada exclamación saltaba como si le patearan las nalgas sin ninguna consideración.

—¡Señales de vida! Quiere usted reírse…

—Eso es lo último que quiero —le aseguró la señora Rosa—. Dejó a su hijo tirado como una mierda, en toda la expresión de esta palabra.

—¡Pero yo ni siquiera tenía sus señas! El tío de Aixa se llevó el recibo al Brasil… ¡Yo estaba encerrado! ¡He salido esta mañana! He ido a casa de su nuera en Kremlin-Bicêtre. Allí han muerto todos, menos la madre que ha heredado y que recordaba algo vagamente. ¡El recibo estaba sujeto con un alfiler a la foto de Aixa como madre e hijo! ¡Señales de vida! ¿Qué quiere decir señales de vida?

—Dinero —dijo la señora Rosa con sentido común.

—¿Y de dónde voy a sacarlo?

—Ésas son cosas en las que no quiero meterme —dijo la señora Rosa, ventilándose la cara con su abanico japonés.

El señor Kadir Yussef estaba tragando tanto aire que la nuez le subía y le bajaba como un ascensor rápido.

—Cuando le confiamos al niño, yo estaba en plena posesión de todos mis medios. Tenía tres mujeres trabajando en Les Halles, y a una de ellas la quería tiernamente. Podía permitirme dar a mi hijo una buena educación. Hasta tenía un nombre en la sociedad. Kadir Yussef, bien conocido de la policía. Sí, señora, bien conocido de la policía, así lo ponía el periódico con todas sus letras. Kadir Yussef, bien conocido de la policía… Bien conocido, señora, no mal conocido. Después me cogió la irresponsabilidad y labré mi desgracia…

El tipo lloraba como una judía vieja.

—No hay derecho a dejar a un hijo tirado como una mierda, sin pagar —dijo la señora Rosa severamente, ventilándose con su abanico japonés.

A mí lo único que me interesaba era saber si aquel Mohamed era yo. Si era yo, entonces no tenía diez años sino catorce y esto era más importante, pues significaba que era mucho menos crío y esto es lo mejor que puede ocurrirle a cualquiera. Moisés, que estaba de pie en la puerta escuchando, tampoco se hacía mala sangre, pues si el fulano se llamaba Kadir y Yussef no podía ser judío ni por chiripa. Observarán que no he querido decir que ser judío sea una chiripa porque también ellos tienen sus problemas.

—Señora, no sé si me habla de verdad en ese tono o si me equivoco porque me imagino cosas a causa de mi estado psiquiátrico, pero he estado once años aislado del mundo exterior por lo que me encontraba en una imposibilidad material. Aquí tengo un certificado médico que lo atestigua…

Empezó a buscar nerviosamente en sus bolsillos. Era una de esas personas que no están seguras de nada y podía ser que no tuviera el papel psiquiátrico que creía tener, ya que era precisamente por imaginar cosas por lo que lo habían encerrado. Los psiquiátricos son tipos a los que siempre se les está diciendo que no tienen lo que tienen y que no ven lo que ven y esto acaba por ponerles majaretas. Pero él encontró el papel y quiso dárselo a la señora Rosa.

—Yo no quiero saber nada de papeles que atestiguan cosas —dijo la señora Rosa haciendo como que escupía a la mala suerte, como exigen las reglas.

—Ahora ya estoy completamente bien —dijo el señor Kadir Yussef mirándonos a todos para asegurarse de que era verdad.

—Siga, siga usted —dijo la señora Rosa porque era lo único que se podía decir.

Pero él no parecía estar bien, con aquellos ojos que pedían socorro porque siempre son los ojos los que más lo necesitan.

—No podía mandarle dinero porque me declararon irresponsable del crimen que cometí y me encerraron. Creo que era el tío de mi pobre mujer el que le mandaba el dinero hasta que murió. Soy una víctima del destino. Como puede imaginar, yo no habría cometido un crimen de haberme hallado en un estado sin peligro para mis allegados. No puedo devolverle la vida a Aixa, pero antes de morir quiero dar un beso a mi hijo y pedirle que me perdone y rece por mí.

Aquel tipo empezaba a hartarme con tanto sentimiento paternal y tanta exigencia. En primer lugar, no tenía la cara que había de tener para ser mi padre, que tenía que ser un tipo de una pieza y no un gusano. Y, además, si mi madre se buscaba la vida en Les Halles y lo hacía fenomenalmente bien, como él mismo decía, nadie podía reclamarme como padre. Yo era de padre desconocido, garantizado por factura, a causa de la ley de los grandes números. Me alegraba saber que mi madre se llamaba Aixa. Es el nombre más bonito que ustedes puedan imaginar.

—Me han curado muy bien —dijo el señor Kadir Yussef—. Ya no tengo crisis de violencia. Por este lado estoy sano. Pero no me queda mucho tiempo. Tengo un corazón que no resiste las emociones. Los médicos me han dejado salir por compasión. Quiero ver a mi hijo, darle un beso, pedirle que me perdone y…

Mierda. Aquello era un disco.

—… que rece por mí.

Se volvió a mirarme, morado de miedo por la emoción que aquello iba a causarle.

—¿Es él?

Pero aquel día la señora Rosa tenía bien la cabeza y hasta un poco más. Se abanicó mirando al señor Kadir Yussef como si saborease la escena de antemano.

Siguió abanicándose en silencio y se volvió hacia Moisés.

—Moisés, saluda a papá.

—Hola, papá —dijo Moisés que sabía perfectamente que no era árabe y que no tenía nada que reprocharse.

El señor Yussef Kadir se puso aún más blanco.

—¿Cómo? ¿He oído bien? ¿Ha dicho Moisés?

—Sí, Moisés. ¿Qué ocurre?

El tipo se levantó como empujado por algo muy fuerte.

—Moisés es nombre judío —dijo—. De eso estoy seguro. Moisés no es un buen nombre musulmán, señora. Los hay también, sí, pero no en mi familia. Yo le traje a un Mohamed, no a un Moisés. Yo no puedo tener un hijo judío, señora. Mi salud no me lo permitiría.

Moisés y yo nos miramos y conseguimos no reírnos.

La señora Rosa pareció asombrarse. Y después pareció asombrarse todavía más. Se abanicó. Hubo un silencio enorme en el que pasaron toda clase de cosas. El tipo seguía de pie, pero temblando de pies a cabeza.

—¡Bah! —dijo la señora Rosa moviendo la cabeza—. ¿Está usted seguro?

—¿Seguro de qué? No estoy seguro de nada. Señora, no nos han traído al mundo para estar seguros. Tengo el corazón débil. Yo sólo sé una cosa, es poco, pero lo sé muy bien. Hace once años le traje a un niño musulmán de tres años llamado Mohamed. Usted me dio un recibo por un hijo musulmán, Mohamed Kadir. Yo soy musulmán y mi hijo era musulmán. Su madre era musulmana. Diré más que eso. Yo le confié un hijo árabe en debida forma y quiero que me devuelva a un hijo árabe. Yo no quiero un hijo judío. No lo quiero y basta. Mi salud no me lo permite. Había un Mohamed Kadir, no un Moisés Kadir. No quiero volverme loco. No tengo nada contra los judíos, que Dios les perdone. Pero yo soy árabe, soy un buen musulmán y tuve un hijo en el mismo estado. Mohamed, árabe, musulmán. Yo se lo confié en buen estado y quiero que me lo devuelva igual. Sepa usted que no puedo soportar estas emociones. Toda mi vida he sido objeto de persecuciones, tengo documentos que lo atestiguan y que reconocen a todos los efectos útiles que soy un perseguido.

—Entonces, ¿está seguro de que no es usted judío? —preguntó la señora Rosa, esperanzada.

El señor Kadir Yussef tuvo varios espasmos en la cara, como si fueran olas.

—Señora, soy un perseguido a pesar de no ser judío. Ustedes no tienen el monopolio. El monopolio judío se acabó, señora. Hay otros que también tienen derecho a ser perseguidos. Quiero a mi hijo Mohamed Kadir en el estado árabe en que se lo confié contra recibo. No quiero a un hijo judío bajo ningún pretexto. Bastantes preocupaciones tengo ya.

—Bueno, no se sofoque. Tal vez hubiera un error —dijo la señora Rosa al ver que el tipo parecía conmovido de verdad.

Daba lástima al pensar en todo lo que árabes y judíos han pasado juntos.

—¡Pues claro que ha habido un error! ¡Oh, Dios mío! —exclamó el señor Kadir Yussef, sentándose pues sus piernas se lo exigían.

—Momo, tráeme los papeles —dijo la señora Rosa.

Saqué la gran maleta familiar que estaba debajo de la cama. Como la había registrado muchas veces buscando a mi madre, nadie conocía mejor que yo el lío de papeles que había allí dentro. La señora Rosa inscribía a los hijos de putas que tomaba a pensión en pedazos de papel en los que no había quien se aclarara porque en casa lo primero era la discreción y las interesadas podían dormir tranquilas. Nadie podía denunciarlas como madres por causas de prostitución con inhabilitación paterna. Si algún chulo quería hacerlas cantar para mandarlas a Abidjan, allí no habría encontrado un solo chiquillo aunque hubiera seguido cursos especiales.

Di el montón de papeles a la señora Rosa y ella se mojó un dedo y se puso a buscar a través de sus gafas.

—Aquí está —dijo con voz de triunfo poniendo el dedo encima—. El siete de octubre de 1956 y pico.

—¿Qué quiere decir y pico? —preguntó quejumbroso el señor Kadir Yussef.

—Es para redondear. Aquel día me trajeron dos chicos, uno musulmán y otro judío.

Se quedó pensativa y su rostro se iluminó con la comprensión.

—¡Ah, ahora me lo explico todo! —dijo la señora Rosa muy satisfecha—. Debí equivocarme de religión.

—¿Cómo dice? —dijo el señor Kadir Yussef, vivamente interesado—. ¿Cómo dice?

—He debido educar a Mohamed como Moisés y a Moisés como Mohamed. Los recibí el mismo día y los confundí. El pequeño Moisés, el auténtico, está ahora con una buena familia musulmana de Marsella donde está muy bien considerado. Y a su pequeño Mohamed aquí presente lo eduqué como judío. Con barmitzwah y todo. Siempre ha comido kasher. Puede usted estar tranquilo.

—¿Cómo que siempre ha comido kasher? —chilló el señor Kadir Yussef que no tenía fuerzas ni para levantarse de la silla y se había hundido en toda la línea—. ¿Dice que mi hijo Mohamed siempre ha comido kasher? ¿Y que tuvo su barmitzwah? ¿Entonces lo han hecho judío?

—Cometí un error de identidad —dijo la señora Rosa—. Porque ya sabrá usted que con la identidad también puede uno equivocarse. Y un crío de tres años no tiene mucha identidad, aunque esté circundado. Me equivoqué de circunciso y eduqué a su pequeño Mohamed como judío, pero un buen judío, puede estar tranquilo. Además, cuando está uno once años sin ver a su hijo, no debe extrañarse si lo encuentra convertido en judío.

—¡Pero yo estaba en una imposibilidad clínica! —gimió el señor Kadir Yussef.

—Bueno. Era árabe y ahora es un poco judío. Pero sigue siendo su hijo —dijo la señora Rosa con una sonrisita de confianza.

—¡Yo quiero a mi hijo árabe! —bramó él—. ¡Yo no quiero un hijo judío!

—¡Pero si es lo mismo! —dijo la señora Rosa para animarle.

—¡No es lo mismo! ¡Me lo han bautizado!

—No, no —escupió la señora Rosa, que a pesar de todo tenía sus límites—. Bautizado, no. ¡Dios nos libre! Moisés es un buen judío. ¿No eres un buen judío, Moisés?

—Sí, señora Rosa —dijo Moisés con alegría, pues le tenían sin cuidado su padre y su madre.

El señor Kadir Yussef se levantó mirándonos con unos ojos en los que había horrores y se puso a golpear el suelo con el pie como si bailara el zapateado de la desesperación sin moverse del sitio.

—¡Quiero que me devuelvan a mi hijo tal como estaba! Quiero a mi hijo en buen estado árabe y no en mal estado judío.

—Aquí no miramos eso de los estados árabes y los estados judíos. Si quiere a su hijo, puede llevárselo tal como está. Primero mata a la madre, luego se hace declarar psiquiátrico y por fin arma un escándalo porque le hemos educado a su hijo como judío, cosa que hemos hecho debidamente y con todos los honores. Moisés, da un beso a tu padre, aunque eso lo mate. ¡Al fin y al cabo, es tu padre!

—No hay por qué hacerle ascos —dije yo, que estaba muy contento al pensar que tenía cuatro años más.

Moisés dio un paso hacia el señor Kadir Yussef y éste dijo algo terrible tratándose de un hombre que no sabía que tenía razón.

—¡Ese no es mi hijo! —gritó, haciendo un drama.

Se levantó, dio unos pasos hacia la puerta y allí se encontró con la causa ajena a su voluntad. En vez de salir, que era lo que él quería hacer, dijo ¡Ah!, después ¡Oh!, se llevó una mano al lado izquierdo, donde se sitúa el corazón y cayó al suelo como si no tuviera más que decir.

—¿Qué le pasa? —preguntó la señora Rosa, abanicándose con su abanico del Japón, que era lo único que podía hacer—. ¿Qué le pasa? Vamos a ver.

No sabíamos si estaba muerto o era sólo algo momentáneo, ya que no daba ninguna señal. Esperamos, pero él seguía sin moverse. La señora Rosa empezó a ponerse nerviosa, pues lo único que nos faltaba allí era la policía, que cuando empezaba no acababa. Me dijo que fuese corriendo a buscar a alguien para que hiciese algo, pero yo había visto ya que el señor Kadir Yussef estaba completamente muerto por esa calma que se apodera de la cara de las personas que ya no tienen por qué hacerse mala sangre. Pellizqué al señor Kadir Yussef aquí y allá y le puse el espejo delante de la boca, estaba completamente muerto. Moisés, naturalmente se largó en seguida, pues a él le daba siempre por la huida y yo corrí a buscar a los hermanos Zaoum para decirles que teníamos un muerto y que había que dejarlo en la escalera para que no se nos hubiera muerto en casa. Ellos subieron y lo pusieron en el descansillo del cuarto, delante de la puerta del señor Charmette, que era francés con garantía de origen y podía permitírselo.

De todos modos, yo volví a bajar, me senté al lado del señor Kadir Yussef muerto y me quedé un rato con él, aunque ya no pudiéramos hacer nada el uno por el otro.

Tenía una nariz mucho más larga que la mía, pero ya se sabe que las narices crecen según se va viviendo.

Busqué en sus bolsillos para ver si encontraba algún recuerdo, pero no había más que un paquete de Gauloises azules. Quedaba uno y me lo fumé sentado a su lado, ya que si él se había fumado los demás me daba un poco de emoción fumarme yo el último.

Hasta lloré un poco. Me daba gusto. Era como haber perdido a alguien mío. Luego oí la sirena de la policía y subí corriendo para no tener líos.