Fue el día siguiente de aquél en que el mayor de los Zaoum nos había traído un kilo de harina, aceite y carne para hacer albóndigas, pues desde que la señora Rosa se había deteriorado eran muchas las personas que nos mostraban su lado bueno. Yo marqué aquel día con una piedra blanca, que es una bonita expresión.

La señora Rosa iba mejor dentro de sus altibajos. Unas veces se cerraba del todo y otras permanecía abierta. Un día daré las gracias a todos los vecinos que nos ayudaron, como el señor Waloumba que tragaba fuego en el bulevar Saint-Michel para interesar a los transeúntes por su caso y que subió a hacer un número muy bonito delante de la señora Rosa con la esperanza de suscitar su atención.

El señor Waloumba es un negro del Camerún que vino a Francia para barrerla, dejando a todas sus esposas e hijos en su país por motivos económicos. Tenía un talento olímpico para tragar fuego y a esto dedicaba todas sus horas libres. La policía no lo veía con buenos ojos porque provocaba aglomeraciones, pero él tenía un permiso para tragar fuego que era irreprochable. Cuando yo veía que la señora Rosa ponía ojos extraviados y empezaba a babear en el otro mundo, corría en busca del señor Waloumba que compartía un domicilio legal con otras ocho personas de su tribu en una habitación que les habían alquilado en el quinto piso. Si estaba en casa, subía inmediatamente con su antorcha encendida y se ponía a vomitar fuego delante de la señora Rosa. No era sólo para divertir a una enferma agravada por la tristeza, sino también para hacerle un tratamiento de choque, porque el doctor Katz decía que muchas personas que estaban en el hospital habían mejorado con este tratamiento, a base de encenderles bruscamente la electricidad. El señor Waloumba era de la misma opinión y decía que muchas veces los viejos recobraban la memoria cuando se les mete miedo y que él en África había curado así a un sordomudo. Los viejos caen muchas veces en una tristeza todavía mayor cuando se les lleva al hospital para siempre. El doctor Katz dice que esta edad no tiene compasión y que a partir de los sesenta y cinco y setenta años uno ya no interesa a nadie.

Pasábamos horas y horas tratando de meterle miedo a la señora Rosa para que la sangre le hiciera reacción. El señor Waloumba está terrible cuando se pone a tragar fuego y a echar llamas que llegan hasta el techo, pero la señora Rosa tenía uno de esos baches llamados letargos en los que todo le importaba un pimiento y no había manera de impresionarla. El señor Waloumba estuvo escupiendo llamas durante media hora, pero ella seguía con aquellos ojos redondos y pasmados llenos de estupor como si fuera una estatua de esas que no sienten porque para eso las hacen de piedra o de madera. Él probó otra vez y entonces la señora Rosa salió de su estado bruscamente y al ver un negro con el torso desnudo escupiendo fuego delante de ella, dio un alarido que no se pueden imaginar. Tuvimos que sujetarla para que no saliera corriendo. Después dijo que no quería que en casa se escupiera fuego nunca más y que no quería volver a hablar del asunto. La pobre no sabía que estaba lela, creía que había echado un sueñecito y que nosotros la habíamos despertado. Y cualquiera le decía la verdad.

Otro día, el señor Waloumba vino con cinco amigos tribunos suyos y estuvieron bailando todos alrededor de la señora Rosa para echar a los malos espíritus que cuando tienen un rato libre atacan a ciertas personas. Los hermanos del señor Waloumba eran muy conocidos en Belleville y la gente iba a buscarlos para esta ceremonia cuando tenían algún enfermo que pudiera ser tratado a domicilio. El señor Driss del café se reía de estas cosas, que él llamaba «prácticas», y decía que el señor Waloumba y sus hermanos de tribu hacían medicina negra.

El señor Waloumba y los suyos subieron a casa una noche en que la señora Rosa tenía una de sus ausencias y estaba sentada en la butaca con ojos de no ver nada. Venían medio desnudos y pintados de colores, con unas caras terribles para dar miedo a los demonios que los trabajadores negros traen con ellos a Francia. Dos se sentaron en el suelo con sus tambores y los otros tres se pusieron a bailar alrededor de la butaca de la señora Rosa. El señor Waloumba tocaba un instrumento de música especial y lo de aquella noche fue realmente de lo mejor que puede verse en Belleville. Pero la cosa no dio resultado porque, por lo visto, a los judíos no les hace efecto y el señor Waloumba nos explicó que era cuestión de religión. Él pensaba que la señora Rosa contraatacaba e impedía la curación. Esto me extrañó mucho, pues la señora Rosa estaba en un estado tal que no se veía dónde podía meterse la religión.

Si quieren saber mi opinión, a partir de cierto momento los judíos dejan de ser judíos, hasta tal punto no son nada. No sé si me hago entender, pero tampoco importa porque si me entendieran seguramente iba a ser todavía peor.

Al cabo de un rato, los hermanos del señor Waloumba empezaron a desanimarse, pues la señora Rosa seguía como si tal cosa y el señor Waloumba me explicó que en aquel estado los malos espíritus hacían fracasar todos sus intentos y sus esfuerzos no llegaban hasta ella. Nos sentamos todos en el suelo alrededor de la judía para descansar. Y es que en África son mucho más numerosos que en Belleville y para combatir a los malos espíritus pueden hacer turnos, como en la fábrica Renault. El señor Waloumba trajo aguardiente y huevos de gallina y todos merendamos, alrededor de la señora Rosa que tenía la mirada extraviada y parecía estar buscándola.

Mientras comíamos, el señor Waloumba nos explicó que respetar y cuidar a los ancianos era más fácil en su país que en una ciudad tan grande como París, donde hay miles de calles, pisos, rincones y escondites en los que se quedan olvidados, y que no se puede utilizar al ejército para buscarlos porque el ejército está para ocuparse de los jóvenes. Si el ejército se pasara el tiempo ocupándose de los viejos, dejaría de ser el ejército francés. Me dijo que había decenas de millares de nidos de viejos en las ciudades y en el campo, pero que no hay quien sepa dar razón de ellos para encontrarlos y se vive en la ignorancia. En un país grande y hermoso como Francia, un viejo o una vieja son algo que da pena ver y bastantes preocupaciones tiene ya la gente. Los viejos y las viejas no sirven para nada ni son de utilidad pública, por lo que lo mejor es dejarlos en paz. En África la gente vive reunida en tribus en las que los viejos están muy solicitados, por lo mucho que pueden hacer por uno cuando se mueren. En Francia no hay tribus por culpa del egoísmo. El señor Waloumba dice que Francia está completamente destribalizada y que por esto hay bandas armadas que cierran filas para intentar hacer algo. El señor Waloumba dice que los jóvenes necesitan tener tribus porque sin tribus son como gotas de agua en el mar y se vuelven majaretas. El señor Waloumba dice que todo se hace tan a lo grande que por menos de mil no vale la pena ponerse a contar. Y por eso los viejecitos y las viejecitas que no pueden formar grupos armados para existir, desaparecen sin dejar señas y viven en sus nidos llenos de polvo. Nadie sabe que están allí, sobre todo en las buhardillas sin ascensor, ya que no pueden señalar su presencia dando gritos porque están demasiado débiles. El señor Waloumba dice que habría que traer de África mucha mano de obra extranjera para que se pusiera a buscar viejos a las seis de la mañana y se llevara a los que empiezan a oler mal porque nadie va a comprobar si el viejo o la vieja están vivos todavía y hasta que alguien le dice a la portera que en la escalera huele mal no se explican ciertas cosas.

El señor Waloumba habla muy bien y siempre como si fuera el jefe. Tiene la cara llena de cicatrices que son marcas de importancia que le hacen ser muy respetado en su tribu y saber de qué está hablando. Sigue viviendo en Belleville y un día iré a verle.

Me enseñó un truco aplicable a la señora Rosa, muy útil para distinguir a una persona viva de una persona completamente muerta. Se levantó, cogió un espejo de la cómoda y lo puso delante de los labios de la señora Rosa. En el lugar sobre el que ella respiró, el espejo quedó empañado. No había otro modo de saber si respiraba, ya que sus pulmones no podían levantar tanto peso. Esto sirve para distinguir a los vivos de los otros. El señor Waloumba dice que es lo primero que hay que hacer cada mañana con las personas de cierta edad que están en las buhardillas sin ascensor, para ver si sólo tienen senilidad o ya están cien por cien muertas. Si el espejo se empaña es que todavía respiran y no hay que tirarlas.

Pregunté al señor Waloumba si no podríamos enviar a la señora Rosa a su tribu de África para que pudiera disfrutar de las ventajas que tienen los viejos de allá. Él se echó a reír, con sus dientes tan blancos, y sus hermanos de la tribu de basureros también se rieron y se pusieron a hablar en su lengua. Luego me explicaron que la vida no es tan fácil, que hacen falta pasajes de avión, dinero y permisos y que de la señora Rosa tendría que ocuparme yo hasta que la muerte nos separe. En aquel momento, vimos en la cara de la señora Rosa una pizca de inteligencia y los hermanos de raza del señor Waloumba se levantaron en seguida y se pusieron a bailar a su alrededor, tocando los tambores y cantando con unas voces como para despertar a un muerto, cosa que está prohibida después de las diez de la noche por causa del orden público y del sueño de los justos, pero en la casa hay muy pocos franceses y aquí, además, son menos furiosos que en otros lugares. El señor Waloumba cogió también su instrumento de música que no puedo describirles porque es especial y hasta Moisés y yo entramos en el baile para exorcizar a la judía, pues empezaba a dar señales y había que animarla. Pusimos en fuga a los demonios y la señora Rosa recobró el sentido; pero al verse rodeada de negros medio desnudos, con la cara verde, blanca, azul y amarilla, bailando y ululando como pieles rojas, mientras el señor Waloumba tocaba su magnífico instrumento, se llevó tal susto que empezó a gritar pidiendo socorro y trató de huir y no se calmó hasta que nos reconoció a Moisés y a mí y entonces nos llamó hijos de putas y maricones, lo que demostraba que ya volvía a ser ella. Todos nos felicitaron y el señor Waloumba el primero. Ellos se quedaron un ratito haciendo tertulia y la señora Rosa pudo ver que no llevaban malas intenciones ni habían venido a zurrarla o a robarle el bolso. De todos modos, todavía no estaba muy fina y dio las gracias al señor Waloumba en judío, que en esta lengua se llama yiddish, pero no tenía importancia, porque el señor Waloumba era un buen sujeto.

Cuando se fueron, entre Moisés y yo desnudamos a la señora Rosa de pies a cabeza y la lavamos con lejía, pues durante su ausencia se había ensuciado. Después le empolvamos el culo con talco de bebés y la pusimos otra vez en la butaca que tanto le gustaba a ella. Nos pidió un espejo y se pintó. Sabía muy bien que tenía aquellos baches, pero trataba de tomárselo con buen humor judío y decía que mientras estaba en Babia no tenía preocupaciones y que todo eso que salía ganando. Moisés bajó a hacer la compra con nuestros últimos ahorros y ella nos preparó un guiso sin equivocarse en nada y nadie hubiera dicho que dos horas antes estaba en la luna. Es lo que el doctor Katz llama en medicina remisión de la pena. Después se sentó, pues en seguida se cansaba. Envió a Moisés a fregar los cacharros y se dio aire con su abanico japonés, mientras reflexionaba envuelta en su quimono.

—Momo, ven aquí.

—¿Qué pasa? ¿Va a largarse otra vez?

—No, espero que no. Pero si esto continúa me llevarán al hospital. Yo no quiero ir. Tengo sesenta y siete años…

—Sesenta y nueve.

—Bueno, sesenta y ocho. No soy tan vieja como parezco. Mira, Momo, yo no quiero ir al hospital. Allí van a torturarme.

—No diga estupideces, señora Rosa. En Francia no se ha torturado nunca a nadie. Aquí no estamos en Argelia.

—Me harán vivir a la fuerza, Momo. Es lo que hacen siempre en el hospital, tienen sus leyes para eso. Yo no quiero vivir más de lo necesario y ya no es necesario. Hay un límite hasta para los judíos. Me harán pasarlas moradas para impedir que me muera. Tienen una cosa que se llama el Colegio de Médicos que está sólo para eso. Te hacen rabiar hasta el fin y no quieren concederte el derecho a morir porque sería un privilegio. Yo tenía un amigo que ni siquiera era judío, pero no tenía brazos ni piernas a causa de un accidente. Le tuvieron diez años en el hospital, haciéndole sufrir para estudiar su circulación. Momo, yo no quiero vivir sólo porque la medicina lo exija. Sé que se me va la cabeza y no estoy dispuesta a vivir años en coma para darle gusto a la medicina. De manera que si te enteras de que van a llevarme al hospital les pides a tus amigos que me pongan una inyección adecuada y que tiren mis restos en el campo. Que sea entre unos matorrales, no en cualquier sitio. Estuve diez días en el campo después de la guerra y nunca había respirado tanto. Para mi asma es mejor el campo que la ciudad. Les he dado el culo a los clientes durante treinta y cinco años, y ahora no quiero dárselo a los médicos. ¿Me lo prometes?

—Prometido.

¿Jairem?

Jairem.

Entre ellos significa «lo juro», como ya he tenido el honor.

Yo a la señora Rosa le hubiera prometido cualquier cosa con tal de hacerla feliz, porque la felicidad puede servir incluso cuando se es muy viejo, pero en aquel momento llamaron a la puerta y entonces fue cuando se produjo aquella catástrofe nacional que todavía no me ha cabido aquí y que me dio una gran alegría, ya que me permitió envejecer varios años de golpe, aparte de todo lo demás.