Desde la escalera oí llorar a Moisés y subí corriendo por si le había ocurrido algo a la señora Rosa. Cuando entré, me pareció que aquello no podía ser verdad y hasta cerré los ojos para abrirlos mejor después.

El paseo en coche de la señora Rosa por todos los sitios en los que se había buscado la vida le hizo un efecto fenomenal y en su cabeza se reanimó todo su pasado. Estaba en cueros en medio de la habitación, intentando vestirse para ir al trabajo, como cuando aún se buscaba la vida. Bueno, yo no he visto nada en mi vida y no estoy muy autorizado a decir lo que es espantoso y lo que no lo es tanto, pero les juro que la señora Rosa en cueros, con botas y unas bragas de blonda negras al cuello porque se había equivocado de sitio y unas tetas como no se pueden imaginar acostadas sobre el vientre, les juro que es algo que no se ve en ninguna parte, aunque exista. Y además, intentaba menear su culo como si estuviera en un sex-shop, pero como su culo excedía de todas las posibilidades humanas… siyyid! Creo que aquélla fue la primera vez que recé una oración, la de los mahboul, pero ella seguía retorciéndose con una sonrisa pícara y un coño como no se lo deseo a nadie.

Yo comprendía que se debía al choque de recuerdos que había recibido al ver los lugares en los que había sido feliz, pero hay veces en las que comprender no arregla nada, sino todo lo contrario. Estaba tan maquillada que lo demás parecía más desnudo y con los labios hacía unos mohínes en forma de culo de gallina francamente asquerosos. Moisés estaba berreando en un rincón, pero yo sólo pude decir: «Señora Rosa, señora Rosa», y salí corriendo. No para huir, eso no es posible, sino sólo para no estar allí.

Corrí un buen trecho y cuando estuve más tranquilo me senté en un portal oscuro, detrás de unos cubos de basura que esperaban turno. No lloré, porque ya no valía la pena. Cerré los ojos, escondí la cara en las rodillas, de vergüenza, esperé un rato y luego hice venir a un poli. Era el poli más fuerte que puedan imaginar. Era millones de veces más importante que todos los demás y con más fuerzas armadas que nadie para la seguridad. Tenía a su disposición hasta carros blindados y a su lado no tenía nada que temer, porque él aseguraría mi autodefensa. Me sentía tranquilo, porque él tomaba toda la responsabilidad. Me puso paternalmente su brazo todopoderoso en los hombros y me preguntó si estaba herido a consecuencia de los golpes que había recibido. Le dije que sí, pero que no serviría de nada ir al hospital. Permaneció un buen rato con su mano en mi hombro y yo sentía que él se ocuparía de todo y que sería como un padre para mí. Ya estaba más tranquilo y empezaba a comprender que lo mejor para mí sería irme a vivir al lugar donde nada es verdad. El señor Hamil, cuando todavía estaba con nosotros, decía siempre que eran los poetas los que aseguraban el otro mundo y, de repente, sonreía al recordar que me había llamado Victor. Quizá con eso me prometía a Dios. Vi después unos pájaros blancos y rosas, que podían hincharse y con un cordel en la punta para que pudiera ir con ellos muy lejos y me quedé dormido.

Estuve durmiendo un buen rato y después me fui al café de la esquina de la calle Bisson, donde hay mucho negro, por los tres hogares africanos de al lado. En África es muy distinto. Ellos tienen sus tribus y cuando eres de una tribu es como si estuvieras en una gran familia. Allí estaba el señor Aboua, del que aún no les he hablado porque no puedo decirlo todo y por esto lo nombro ahora. Ni siquiera habla francés y alguien tiene que hacerlo por él. Me quedé allí un buen rato con el señor Aboua que es de Marfil. Nos cogimos de la mano y lo pasamos muy bien, yo con mis diez años y él con sus veinte que es una diferencia que a él le gustaba y a mí también. El señor Soko, el dueño, me dijo que no me quedara mucho rato porque no quería líos con la protección de menores y un chiquillo de diez años podía producirle complicaciones por eso de las drogas, que es lo primero que piensa la gente al ver a un chico. En Francia los menores están muy protegidos y los meten en la cárcel cuando nadie se ocupa de ellos.

El señor Soko también tiene hijos, pero los dejó en Marfil porque allí tiene más mujeres que aquí. Yo sabía perfectamente que no tenía ningún derecho a estar en un local público de bebidas sin mis padres, pero, francamente, no tenía ganas de volver a casa. Sólo de pensar en el estado en que había dejado a la señora Rosa se me ponía la carne de gallina. Bastante terrible era ya verla morir poco a poco sin conocimiento de causa, pero en cueros, con una sonrisa gorrina, sus noventa y cinco kilos en espera de un cliente y un culo que ya no tenía nada de humano, era algo que pedía a gritos una ley para poner fin a sus sufrimientos. Todo el mundo habla de defender las leyes de la Naturaleza, pero yo me inclino más por las piezas de recambio. De todos modos, no puede uno vivir siempre en una tasca y volví a casa. Mientras subía la escalera, iba diciéndome que tal vez la señora Rosa se había muerto y que ya no quedaba nadie para sufrir.

Abrí la puerta despacito para no darme miedo y lo primero que vi fue a la señora Rosa completamente vestida en medio del cuarto y con un maletín al lado. Parecía estar en un andén, esperando el metro. La miré en seguida a la cara y vi que no estaba en sus cabales. Si estaría ausente que parecía completamente feliz. Sus ojos iban lejos, muy lejos y tenía puesto un sombrero que no le caía nada bien, porque esto era imposible, pero que por lo menos la tapaba un poco por arriba. Hasta sonreía, como si acabaran de darle una buena noticia. Llevaba un vestido azul con margaritas y había sacado su bolso de puta del fondo del armario donde lo guardaba por motivos sentimentales y que yo le conocía bien, dentro había todavía varios preservativos ingleses, y miraba a través de la pared, como si estuviera a punto de tomar el tren para siempre.

—¿Qué hace usted, señora Rosa?

—Van a venir a buscarme. Ellos se ocuparán de todo. Han dicho que esperásemos aquí, van a venir los camiones para llevarnos al velódromo con lo estrictamente indispensable.

—¿Quiénes van a venir?

—La policía francesa.

Yo no entendía nada. Moisés me hacía señas desde la otra habitación, tocándose la cabeza con el dedo. Ella tenía su bolso de puta en la mano y la maleta al lado y esperaba como si temiera llegar tarde.

—Nos han dado una hora y nos han dicho que cogiéramos sólo una maleta. Nos meterán en un tren y nos llevarán a Alemania. Ya no tendré más problemas, ellos se ocuparán de todo. Nos han dicho que no nos harán ningún daño y tendremos casa, comida y ropa.

Yo no sabía qué decir. Era posible que volvieran a llevar a los judíos a Alemania, puesto que los árabes no los querían. Cuando estaba en sus cabales, la señora Rosa me contaba que el señor Hitler había hecho un Israel judío en Alemania para darles a todos un hogar y allí los acogían pero sin los dientes, los huesos, la ropa y el calzado en buen uso, que les quitaban para aprovecharlos. Pero yo no comprendía por qué iban a ser siempre los alemanes los únicos que se ocuparan de los judíos ni por qué iban a darles más hornos, cuando lo natural sería que ahora les tocase hacerlo a otros, ya que todos los pueblos debían sacrificarse por igual. A la señora Rosa le gustaba recordarme que ella también había sido joven. Bueno, yo sabía todas estas cosas porque vivía con una judía y con los judíos estas cosas acaban siempre por saberse, pero no comprendía por qué iba la policía francesa a ocuparse de la señora Rosa que era vieja y fea y no ofrecía el menor interés en ningún aspecto. Yo sabía también que la señora Rosa había vuelto a la infancia a causa de la enfermedad, la senilidad débil, pues me lo había dicho el doctor Katz. Debía de creer que era joven, como antes cuando se había vestido de puta, y allí estaba tan contenta con su maletín porque volvía a tener veinte años, esperando que sonara la campanilla para volver al velódromo y al horno judío de Alemania. Ahora volvía a ser joven.

Yo no sabía qué hacer porque no quería contrariarla, pero estaba seguro de que la policía francesa no vendría a casa para devolver a la señora Rosa sus veinte años. Me senté en un rincón agachando la cabeza para no verla. Es todo lo que podía hacer por ella. Menos mal que se le pasó y ella fue la más sorprendida al verse allí de pie, con la maleta, el sombrero, el vestido azul de margaritas y su bolso lleno de recuerdos. Pero pensé que valdría más no decirle nada de lo ocurrido, pues se veía que se le había olvidado. Era la amnistía y el doctor Katz ya me había avisado que cada vez tendría más, hasta el día en que ya no se acordara de nada y era posible que aún viviera muchos años en estado de embotamiento.

—¿Qué ha pasado, Momo? ¿Qué estoy haciendo aquí con la maleta como si fuera de viaje?

—Ha estado soñando, señora Rosa. Pero soñar un poco nunca hace daño a nadie.

Ella me miraba con desconfianza.

—Momo, tienes que decirme la verdad.

—Le juro que es la verdad. No tiene cáncer, el doctor Katz está bien seguro. Puede estar tranquila.

Ella pareció calmarse. Era bueno no tenerlo.

—¿Cómo es posible que me encuentre aquí sin saber cómo ni por qué? ¿Qué es lo que tengo, Momo?

Se sentó en la cama y se echó a llorar. Yo me levanté, me senté a su lado y le cogí una mano. A ella le gustaba. En seguida me sonrió y me arregló un poco el pelo para que estuviera guapo.

—Es sólo la vida, señora Rosa, y con ella se puede vivir muchos años. Dice el doctor Katz que usted es una persona de su edad y hasta le dio un número para esto.

—¿La tercera edad?

—Eso.

Reflexionó un momento.

—No lo entiendo. Acabé la menopausia hace mucho tiempo. Incluso trabajaba. ¿No tendré un tumor cerebral, Momo? Porque si es maligno, eso tampoco perdona.

—No me dijo que no perdonara. No me habló de cosas que perdonan ni de las que no perdonan. Ni siquiera dijo nada de perdón. Sólo que usted tenía esa edad. Tampoco dijo nada de amnistía.

—Querrás decir de amnesia.

Moisés, que maldita la falta que estaba haciendo allí, se echó a llorar. Era lo único que faltaba.

—¿Qué pasa, Moisés? ¿No me dicen la verdad? ¿Se callan alguna cosa? ¿Por qué llora ese chico?

Mierda, mierda y mierda, los judíos siempre están llorando entre ellos. Debería usted saberlo, señora Rosa. Hasta les han hecho una pared para eso. Mierda.

—¿No será arteriosclerosis cerebral?

Yo estaba ya hasta las narices, lo juro. Tan harto estaba que me daban ganas de ir a ver al Mahoute y ponerme una inyección casera, aunque no fuera más que para mandar a todo el mundo al cuerno.

—¡Momo! ¿No será arteriosclerosis cerebral? Eso no perdona.

—¿Sabe usted de muchas cosas que perdonen, señora Rosa? ¡Me cago en…! ¡Me cago en la tumba de mi madre!

—No digas eso. Tu pobre madre… Quizás esté viva.

—No se lo deseo. Porque aunque esté viva sigue siendo mi madre.

Me miró de un modo extraño y luego sonrió.

—Has madurado mucho, Momo. Ya no eres un niño. Un día…

Iba a decir algo pero se contuvo.

—Un día, ¿qué?

Parecía sentirse culpable.

—Un día cumplirás catorce años. Y luego quince. Y no querrás saber nada de mí.

—No diga burradas, señora Rosa. Yo no voy a dejarla. Eso no va conmigo.

Esto la tranquilizó y fue a cambiarse. Se puso su quimono japonés y se perfumó detrás de las orejas. No sé por qué se perfumaba siempre detrás de las orejas. A lo mejor para que no se viera. Después la ayudé a sentarse en su butaca, porque le costaba trabajo doblarse. Estaba bastante bien para todo lo que tenía. Parecía triste e intranquila y yo estaba contento de verla en su estado normal. Hasta lloró un poco, prueba de que iba mejor.

—Ya eres un chico mayor, Momo. Eso demuestra que comprendes las cosas.

Era mentira, yo no comprendía nada, pero no era el momento de discutir.

—Ya eres mayor. Conque escúchame…

Aquí se le fue el hilo y se quedó unos segundos parada como un coche averiado por dentro. Esperé que volviera a ponerse en marcha cogiéndole la mano, porque, de todos modos, no era un coche averiado. Una de las tres veces que fui a verle después, el doctor Katz me dijo que un americano se pasó diecisiete años en el hospital sin enterarse de nada, como una hortaliza, mientras le conservaban la vida por medios médicos y que aquello era una marca mundial. Todos los campeones del mundo están en América. El doctor Katz me dijo que no se podía hacer nada por ella, pero que en el hospital, con buenos cuidados, podía durar aún unos años.

Lo malo es que la señora Rosa no tenía Seguridad Social porque era clandestina. Desde la redada de la policía francesa, cuando la señora Rosa era todavía joven y útil, como he tenido el honor, no quiso figurar en ningún sitio. Sin embargo, yo conozco en Belleville a muchos judíos que tienen tarjetas de identidad y toda clase de papeles que los traicionan, pero la señora Rosa no quería correr el riesgo de figurar en debida forma en unos papeles porque en cuanto la gente sabe quién eres te lo echa en cara. La señora Rosa no era nada patriota y lo mismo le daba que fuera uno norteafricano, árabe, maliano o judío, pues no tenía principios. Muchas veces me decía que todos los pueblos tienen su lado bueno y que por esto existen esas personas llamadas historiadores que hacen estudios e investigaciones especiales. Como les decía, la señora Rosa no figuraba en ninguna parte y tenía papeles falsos para demostrar que no tenía nada que ver consigo misma. De manera que no cobraba de la Seguridad.

De todos modos, el doctor Katz me dijo para tranquilizarme que si se llevaba al hospital un cuerpo todavía vivo pero incapaz de defenderse no lo echaban a la calle, porque ¿adónde podría ir?

Esto pensaba yo mirando a la señora Rosa mientras su cabeza se había ido de picos pardos. Es lo que se llama senilidad débil acelerada, primero con idas y venidas y después a título definitivo, chocho, para abreviar, que viene de chochear y chochera, hablando en términos médicos. Le acariciaba la mano para animarla a volver y nunca la había querido tanto como ahora que estaba pocha y vieja y pronto no sería un ser humano.

Yo no sabía qué hacer. No teníamos dinero ni era lo bastante mayor para escapar de las leyes contra los menores. Parecía tener más de diez años y sabía que gustaba a las putas que no tienen a nadie, pero la policía la tiene tomada con los proxenetas y yo tenía miedo de los yugoslavos que son terribles con la competencia.

Moisés trató de animarme diciéndome que la familia judía que se había hecho cargo de él le trataba muy bien y que también yo podía espabilarme para encontrar a alguien. Al marcharse me prometió que volvería todos los días para echarme una mano. Había que limpiar a la señora Rosa que ya no sabía valerse sola. Aun estando en sus cabales tenía dificultades para esto. Y es que con aquellas nalgas no había manera de que la mano llegara al sitio preciso. Le daba mucho apuro que la limpiaran los demás, a causa de su feminidad, pero ¡qué se le va a hacer! Moisés volvió al día siguiente tal como había prometido y entonces se produjo la catástrofe nacional de la que he tenido el honor y que me hizo envejecer de golpe.