La señora Rosa tenía unas ausencias cada vez más prolongadas y se pasaba a veces horas enteras sin sentir nada. Yo me acordaba del cartel que ponía el señor Reza, el zapatero, para decir que en caso de ausencia dejara el recado en otro sitio, pero yo no supe nunca adónde dirigirme, porque hasta los hay que pillan el cólera en La Meca. Yo me sentaba al lado de ella en el taburete, le cogía una mano y esperaba que volviera. La señora Lola hacía lo que podía para ayudarnos. Volvía del Bois de Boulogne hecha papilla, después de los esfuerzos que había estado haciendo en su especialidad y a veces dormía hasta las cinco de la tarde. Por la noche subía a echarnos una mano. Todavía teníamos algún que otro pensionista, pero no daba para vivir y la señora Lola decía que el oficio de puta se estaba perdiendo por culpa de la competencia gratuita. Las putas que lo son de balde no están perseguidas por la policía que sólo la tiene tomada con las que valen algo. Tuvimos un caso de chantaje cuando un proxeneta que era un chulo de lo más tirado amenazó con denunciar a un hijo de puta a la Asistencia, con inhabilitación paterna por prostitución si ella no se iba a Dakar, y tuvimos al crío en casa diez días —Jules se llamaba, nada menos— hasta que la cosa se arregló gracias al señor N’Da Amédée. La señora Lola cuidaba de la casa y ayudaba a la señora Rosa a limpiarse. No es que quiera echarle flores, pero nunca vi a un senegalés que pudiera ser mejor madre de familia que la señora Lola y es verdaderamente una lástima que la Naturaleza no lo permitiera. Se le ha hecho una injusticia, porque hubiera podido hacer felices a unos chiquillos. Ni siquiera tenía derecho a adoptarlos, pues los travestis son demasiado diferentes y eso no hay quien lo perdone. Y eso a veces a la señora Lola le daba mucho coraje.

Puedo decirles que todo el inmueble reaccionó bien ante la noticia de la muerte de la señora Rosa que iba a producirse en el momento oportuno, cuando todos sus órganos conjugaron sus esfuerzos en tal sentido. Estaban los cuatro hermanos Zaoum, que trabajaban en las mudanzas y eran los más fuertes del barrio para los pianos y los armarios, y yo los miraba siempre con admiración porque a mí también me hubiera gustado ser cuatro. Subieron a decirnos que podíamos contar con ellos para bajar y subir a la señora Rosa cada vez que tuviera ganas de salir. El domingo, que es un día en el que no se muda nadie, cogieron a la señora Rosa, la bajaron como si fuera un piano, la pusieron en el coche y nos fuimos todos al Marne para hacerla respirar aire puro. Aquel día ella estaba en sus cabales y hasta se puso a hacer planes para el futuro porque no quería que la enterraran religiosamente. Al principio, creí que aquella judía tenía miedo a Dios y esperaba que si la enterraban sin religión iba a pasar inadvertida. Pero no era eso. Ella no tenía miedo de Dios, pero decía que ya era tarde, que lo hecho hecho está y que Él no tenía por qué ir ahora a pedirle perdón. A mí me parece que cuando tenía la cabeza en su sitio, la señora Rosa quería morirse del todo y no como si todavía quedara camino para andar después.

Al regreso, los hermanos Zaoum se la llevaron por Les Halles, calle Saint-Denis, calle de Fourcy, calle Blondel, calle de la Truanderie y ella se emocionó, sobre todo en la calle de Provence, al ver el hotelito en el que de joven subía las escaleras hasta cuarenta veces al día. Nos dijo que se alegraba de ver las aceras y los rincones en los que ella se había buscado la vida y le parecía haber cumplido bien su contrato. Sonreía y vi que aquello la había remontado la moral. Se puso a hablar de los viejos tiempos y dijo que había sido la época más feliz de su vida. Cuando se retiró, con más de cincuenta años, todavía tenía sus clientes habituales, pero le parecía que a su edad ya no resultaba estético y tomó la decisión de reconvertirse. Nos paramos a tomar una copa en la calle Frochot y la señora Rosa se comió un pastel. Después volvimos a casa y los hermanos Zaoum la subieron hasta el sexto como si fuera una flor. El paseo la había puesto tan contenta que parecía haberse rejuvenecido unos meses.

Sentado a la puerta nos esperaba Moisés, que había ido a vernos. Le saludé y lo dejé con la señora Rosa, que estaba en forma. Bajé al café para ver a un amigo que había prometido llevarme una cazadora de cuero negro que iba a sacar de un stock americano verdadero, nada de falsificaciones, pero no estaba. Me quedé un rato con el señor Hamil, que se encontraba bien de salud. Estaba sentado encima de su taza de café vacía y sonreía tranquilamente a la pared de enfrente.

—¿Qué tal, señor Hamil?

—Hola, Victor, me alegro de oírte.

—Pronto habrá lentes para todo, señor Hamil, y usted podrá volver a ver.

—Hay que tener fe en Dios.

—Un día saldrán unos lentes formidables como nunca los hubo, y entonces sí que podrá ver.

—Bueno, Victor, alabado sea Dios, porque es Él quien me ha permitido vivir tantos años.

—Señor Hamil, yo no me llamo Victor. Me llamo Mohamed. Victor es otro amigo suyo.

Pareció extrañarse.

—Pues claro, Mohamed… Tawa kkaltu’ala al Hayy elladri la iamût… Yo he puesto mi confianza en lo que vive y no muere… ¿Cómo te había llamado, Victor?

Mierda.

—Me ha llamado Victor.

—¿Cómo he podido? Perdona.

—No tiene importancia. Lo mismo da un nombre que otro. ¿Qué tal desde ayer?

Puso cara de preocupado. Se veía que hacía un gran esfuerzo para recordar, pero desde que no se pasaba la vida vendiendo alfombras todos sus días eran iguales y eso daba blanco sobre blanco en su cabeza. Tenía la mano derecha encima de un libro muy gastado, el libro que había escrito Victor Hugo y que debía estar muy acostumbrado a sentir aquella mano que se apoyaba en él, como hacen los ciegos cuando alguien les ayuda a cruzar la calle.

—¿Desde ayer, me preguntas?

—Ayer u hoy, señor Hamil, no importa, todo es solamente tiempo que pasa.

—Pues hoy he estado todo el día aquí, Victor.

Miré el libro sin saber qué decir. Hacía años que estaban juntos.

—Un día yo también escribiré un libro, señor Hamil. Y en él voy a ponerlo todo. ¿Qué es lo mejor que hizo el señor Victor Hugo?

El señor Hamil me miraba a lo lejos y sonreía moviendo la mano como para acariciar el libro. Le temblaban los dedos.

—No me hagas tantas preguntas, mi pequeño…

—Mohamed.

—… no me hagas tantas preguntas. Hoy estoy un poco cansado.

Cogí el libro y el señor Hamil se puso nervioso. Miré el título y se lo dejé otra vez debajo de la mano.

—Aquí lo tiene, señor Hamil, ya puede tocarlo.

Miré cómo lo reseguía con los dedos.

—Tú no eres un chico como los demás, Victor. Siempre lo supe.

—Algún día yo también escribiré Los Miserables, señor Hamil. ¿Tiene a alguien que le lleve después a casa?

Inch’Allah. No faltará alguien, yo confío en Dios, Victor.

Yo ya empezaba a estar harto, pues siempre me salía con el otro.

—Cuénteme algo, señor Hamil. Hábleme del gran viaje que hizo a Niza cuando tenía quince años.

No contestaba.

—¿Yo? ¿Un gran viaje a Niza?

—Cuando era joven.

—No me acuerdo. No me acuerdo de nada.

—Pues yo se lo contaré. Niza es un oasis a la orilla del mar, con bosques de mimosas y palmeras y príncipes rusos e ingleses que hacen batallas de flores. Hay payasos que bailan por la calle y confeti que cae del cielo sin olvidarse de nadie. Un día yo también iré a Niza cuando sea joven.

—¿Cómo, cuando seas joven? ¿Es que eres viejo? ¿Cuántos años tienes? Eres el pequeño Mohamed, ¿no?

—Ah, eso no lo sabe nadie, ni mi edad tampoco. No tengo una fecha. La señora Rosa dice que yo nunca tendré una edad porque soy diferente y nunca haré más que eso, ser diferente. ¿Se acuerda de la señora Rosa? Va a morir pronto.

Pero el señor Hamil se había perdido en su interior, porque la vida hace vivir a las personas sin darse cuenta de lo que les pasa. En la casa de enfrente vivía una tal señora Halaoui que antes de la hora del cierre iba a buscarlo y lo metía en la cama porque ella tampoco tenía a nadie. Ni siquiera sé si se conocían o era para no estar solos. Ella tenía un puesto de cacahuetes en Barbès y su padre también, cuando aún vivía. Dije:

—¡Señor Hamil, señor Hamil!

Así, para recordarle que aún había alguien que le quería, que sabía su nombre y que sabía que tenía uno. Me quedé un buen rato con él dejando pasar el tiempo, ese que va despacio y que no es francés. El señor Hamil siempre me decía que el tiempo viene lentamente del desierto, con sus caravanas de camellos y que no tiene prisa porque transporta la eternidad. Pero siempre es más bonito cuando se habla de él que cuando se le mira en la cara de un viejo que se deja robar un poco cada día. Si quieren conocer mi opinión, al tiempo hay que buscarlo entre los ladrones.

El dueño del café, al que ustedes seguramente conocen, porque es el señor Driss, se acercó a echarnos un vistazo. A veces el señor Hamil tenía necesidad de mear y había que llevarlo al lavabo antes de que las cosas se precipitaran. Pero no vayan a creer que el señor Hamil no fuera responsable ni valiera ya nada. Los viejos valen lo mismo que cualquiera, aunque vayan de baja. Sienten igual que ustedes y que yo y a veces eso les hace sufrir más aún que a nosotros, porque ellos ya no pueden valerse. Pero la Naturaleza, que suele ponerse muy guarra, los ataca y los hace reventar poquito a poco. Entre nosotros, es peor que en la Naturaleza, porque está prohibido abortar a los viejos cuando la Naturaleza va ahogándolos lentamente y a ellos se les salen los ojos de las órbitas. No era éste el caso del señor Hamil, que todavía podía envejecer mucho y morir a los ciento diez años y quién sabe si hasta llegar a campeón del mundo. Todavía tenía su plena responsabilidad y decía «pipí» cuando hacía falta, antes de que pasara a mayores y entonces el señor Driss lo cogía por el codo y lo llevaba personalmente al lavabo. Entre los árabes, cuando una persona es muy vieja y parece que va a ser despachada pronto, se la respeta y así se gana en las cuentas de Dios, donde no hay beneficio pequeño. De todos modos, era triste para el señor Hamil que alguien tuviera que llevarle a mear y los dejé porque a mí me parece que la tristeza no hay que buscarla.