Menos mal que teníamos unos vecinos que nos ayudaban. Ya les he hablado de la señora Lola, que vivía en el cuarto piso y se defendía en el Bois de Boulogne como travesti. Antes de irse en su coche, porque tenía coche, subía siempre a echarnos una mano. No tenía más que treinta y cinco años y aún le esperaban muchos éxitos. Nos llevaba chocolate, salmón ahumado y champán, que son cosas caras. Por eso las personas que se buscan la vida con el culo nunca pueden ahorrar. Entonces corría un cuento que decía que los trabajadores norteafricanos tenían el cólera que habían traído de La Meca, y lo primero que hacía la señora Lola al llegar a casa era lavarse las manos. Le tenía horror al cólera, que es antihigiénico y busca la suciedad. Yo no conozco al cólera, pero imagino que no será tan puerco como decía la señora Lola; además, es una enfermedad y no es responsable. A veces me daban ganas de defender al cólera, porque él, por lo menos, no tiene la culpa de ser como es; él nunca decidió ser cólera, le tocó por las buenas.
La señora Lola circulaba en su coche por el Bois de Boulogne toda la noche y decía que era el único senegalés del ramo y que gustaba mucho porque tenía a la vez picha y buenas tetas. Las tetas las había alimentado artificialmente, como el que cría polluelos. Era tan fuerte, por haber sido boxeador, que podía levantar una mesa cogiéndola por una pata, pero no la pagaban para eso. Me gustaba mucho porque no se parecía a nada, era única. Pronto comprendí que se interesaba por mí porque ella no podía tener hijos, pues le faltaba lo necesario. Llevaba una peluca rubia y pechos de esos tan buscados entre las mujeres y que ella alimentaba con hormonas todos los días, y se contoneaba sobre sus zapatos de tacón alto, haciendo gestos provocativos para excitar a los clientes, pero era realmente una persona distinta de todas que inspiraba confianza. Yo no comprendía por qué se clasifica siempre a la gente por el culo y se le da tanta importancia, si es algo que no puede hacer daño. Le hacía un poco la corte, y es que la necesitábamos desesperadamente. Nos daba dinero y nos hacía la comida probando la salsa con posturitas y gestos de satisfacción, agitando los pendientes y contoneándose con sus zapatos de tacón alto. Nos decía que cuando era joven, en el Senegal, había derrotado a Kid Govella en tres asaltos, pero que de hombre fue siempre muy desgraciada. «Señora Lola, usted no se parece a nada ni a nadie», le decía yo. Esto le gustaba. «Sí, Momo —me contestaba—, soy una criatura de ensueño». Y era verdad. Se parecía al payaso azul o a mi paraguas Arthur, que también eran diferentes. «Cuando seas mayor, Momo, te darás cuenta de que hay marcas externas de respeto que no quieren decir nada, como los cojones, que son un accidente de la Naturaleza». La señora Rosa, desde su butaca, le decía que tuviera cuidado, que yo era todavía un niño. Desde luego, era simpática porque era completamente al revés y no era mala persona. Por la noche cuando se arreglaba para salir con su peluca rubia, zapatos de tacón alto, pendientes, su hermosa cara negra con las cicatrices del boxeo, el jersey blanco, bueno para marcar el busto, una bufanda rosa para disimular la nuez que está muy mal vista entre los travestis, la falda abierta por el costado y sus ligas, realmente parecía una mujer. A veces desaparecía uno o dos días por Saint-Lazare y volvía agotada y despintada. Entonces se acostaba y tomaba un somnífero, porque no es verdad que acabe uno por acostumbrarse a todo. Un día la policía estuvo en su casa buscando drogas, pero era una injusticia; unas compañeras, envidiosas, que la habían calumniado. Les hablo ahora de cuando la señora Rosa podía hablar y conservaba toda la cabeza casi siempre, menos cuando se interrumpía a la mitad y se quedaba con la boca abierta y la mirada perdida, como si no supiera quién era ni dónde estaba y qué estaba haciendo allí. A esto lo llamaba el doctor Katz estado de embotamiento. Le daba muy fuerte y cada vez más a menudo, pero todavía preparaba muy bien su carpa a la judía. La señora Lola subía todos los días a preguntar y cuando el Bois de Boulogne marchaba bien nos daba dinero. Era muy respetada en el barrio y al que se permitía alguna impertinencia, le sacudía.
No sé qué hubiera sido de los moradores del sexto piso si no hubiera sido por los de los otros cinco, que no trataban de chincharse unos a otros. Nunca habían denunciado a la señora Rosa a la policía, ni siquiera cuando tenía en casa a diez hijos de putas que armaban jaleo en la escalera.
Hasta había en el segundo un francés que se portaba como si no estuviera en su casa y en su país. Era alto, flaco y con bastón y vivía tranquilamente, sin hacerse notar. Cuando se enteró de que la señora Rosa estaba enferma, subió los cuatro pisos que había entre él y nosotros y llamó a la puerta. Entró, saludó a la señora Rosa, le presentó sus respetos, se sentó con el sombrero en las rodillas, muy erguido, con la frente alta y sacó del bolsillo un sobre con un sello y su nombre escrito con todas las letras.
—Me llamo Louis Charmette, como este nombre indica. Puede leerlo usted misma. Es una carta de mi hija. Me escribe una vez al mes.
Nos enseñaba el sobre con su nombre, como si quisiera demostrar que todavía tenía uno.
—Soy jubilado de los Ferrocarriles, oficial administrativo. Me he enterado de que estaba usted enferma y después de veinte años de vivir en la misma casa he querido aprovechar la ocasión.
Ya les he dicho que la señora Rosa, aparte de su enfermedad, había vivido mucho y esto a veces le daba sudores fríos. Y cuando no entendía algo, se ponía peor, que es lo que ocurre cuando uno envejece y esas cosas se acumulan. Pues bien, aquel francés que se había molestado en subir cuatro pisos para saludarla le hizo un efecto definitivo, como si hubiera ido a anunciarle su muerte, en calidad de representante oficial. Además, aquel individuo iba correctamente vestido, con traje negro, camisa y corbata. Yo no creo que la señora Rosa tuviera muchas ganas de vivir, pero de morir tampoco, me parece que ni lo uno ni lo otro, se había acostumbrado, vaya. Yo estoy seguro de que se puede hacer algo mejor que eso.
Aquel señor Charmette parecía muy serio y muy importante por su manera de sentarse, tan tieso y tan quieto y la señora Rosa tenía miedo. Sostuvieron entre los dos un largo silencio y después no supieron qué decirse. Si quieren saber mi opinión, a mí me parece que el señor Charmette subió porque estaba solo y quería hablar con la señora Rosa para relacionarse. Cuando uno tiene cierta edad, se ve cada vez menos frecuentado, salvo si tiene hijos que se sientan obligados por la ley natural. Yo diría que se daban miedo el uno al otro y se miraban como diciendo: «Usted primero». «No, primero usted, por favor». El señor Charmette era más viejo que la señora Rosa, pero estaba seco, mientras que ella desbordaba por todas partes y la enfermedad tenía mucho más campo. Siempre es más duro para una vieja que encima ha tenido que ser judía que para un empleado de Ferrocarriles.
Ella estaba sentada en su butaca, con un abanico que conservaba de su pasado, de cuando le hacían regalos de mujer, y sin saber qué decir del susto que tenía. El señor Charmette la miraba sin pestañear, con el sombrero sobre las rodillas, como si hubiera ido a buscarla, y la judía temblaba y sudaba de miedo. De todos modos, resulta gracioso imaginar que la muerte pueda entrar en casa, sentarse con el sombrero sobre las rodillas y mirarte a los ojos para decir que ya es hora. Aunque yo veía que no era más que un francés falto de compatriotas que había querido aprovechar la ocasión de señalar su presencia cuando la noticia de que la señora Rosa no iba a bajar nunca más se extendió por la opinión pública, hasta el colmado tunecino del señor Keibali, donde se reúnen siempre todas las noticias.
El señor Charmette tenía ya la cara medio en sombras, sobre todo la parte de los ojos que son los que primero se hunden y se van a vivir solos a su barrio, con una expresión de por qué, con qué derecho y qué es lo que está pasando. Me parece que aún lo estoy viendo, sentado delante de la señora Rosa, con la espalda recta, porque ya no podía doblarla debido a las leyes del reumatismo, que aumenta con la edad, sobre todo cuando refresca por las noches, cosa que suele suceder fuera de estación. Había oído decir en la tienda que la señora Rosa no tenía ya para mucho tiempo y que estaba afectada en sus órganos principales, que ya no eran de utilidad pública, y debió de imaginar que una persona en estas condiciones podría comprenderle mejor que las que todavía están enteras, y por eso subió. La judía estaba muerta de miedo. Era la primera vez que recibía en su casa a un francés católico, tan tieso y callado. Siguieron callando por unos momentos y luego el señor Charmette se destapó un poco y se puso a hablar muy serio de todo lo que había hecho él por los ferrocarriles franceses. Aquello ya iba siendo demasiado para una judía vieja en estado muy avanzado, que iba de sorpresa en sorpresa. Los dos tenían miedo porque no es verdad que la Naturaleza haga bien las cosas. La Naturaleza puede hacerle cualquier cosa a cualquiera y ni siquiera sabe lo que hace, unas veces son flores y pájaros y otras una vieja judía que vive en un sexto piso y que ya no puede ni bajar a la calle. Aquel señor Charmette me daba lástima porque se veía que tampoco tenía nada ni a nadie a pesar de su Seguridad Social. A mí me parece que lo que más falta hace son los artículos de primera necesidad.
Los viejos, sin culpa alguna, al final siempre son atacados; a mí las leyes naturales no me caen muy bien que digamos.
Había que oír al señor Charmette hablando de trenes, estaciones y horas de salida y llegada, como si aún esperase poder librarse tomando el tren a tiempo con un buen enlace, cuando sabía bien que ya había llegado y no le quedaba más que apearse.
Así permanecieron un buen rato y yo ya empezaba a preocuparme por la señora Rosa, pues la veía loca de miedo por una visita de tal importancia, como si hubieran ido a rendirle los últimos honores.
Abrí para el señor Charmette la caja de bombones que nos había dejado la señora Lola, pero él no tomó ninguno porque tenía no sé qué órganos a los que no les iba el azúcar. Por fin se bajó otra vez al segundo piso sin que su visita hubiera arreglado nada, pues la señora Rosa veía que la gente era cada vez más amable con ella y eso nunca es buena señal.