Cuando el señor Hamil se enteró de que la señora Rosa estaba enferma, quiso subir a verla, pero con sus ochenta y cinco años y sin ascensor, ni pensarlo. Treinta años atrás, cuando el señor Hamil vendía alfombras y la señora Rosa lo suyo, habían sido muy amigos y era injusto que ahora tuvieran que estar separados por un ascensor. También quiso escribirle un poema de Victor Hugo, pero como ya no veía tuve que aprendérmelo yo de memoria, de parte suya. Empezaba así: Subhân ad daîm lâ iazul, que quiere decir que sólo el Eterno nunca se acaba. Subí corriendo al sexto piso para recitárselo a la señora Rosa antes de que se me olvidara, pero me atasqué dos veces y tuve que bajar los seis pisos otras tantas para pedirle al señor Hamil los pedazos de Victor Hugo que me faltaban.

Yo me decía que sería bueno que el señor Hamil se casara con la señora Rosa, pues a su edad podían deteriorarse juntos, que siempre es mejor. Así se lo dije al señor Hamil. Podríamos subirle hasta el sexto en una camilla para la petición de mano y luego transportarlos a los dos al campo y dejarlos allí hasta que se muriesen. No se lo dije con estas palabras, porque no eran las más adecuadas para animarlo a decidirse; sólo le insinué que es mejor ser dos y así poder cambiar impresiones. También le dije que él podía vivir perfectamente hasta los ciento siete años, porque a lo mejor la vida se ha olvidado de él y como en otro tiempo se interesó un par de veces por la señora Rosa, ahora era el momento de aprovechar la ocasión. Los dos necesitaban amor y como a su edad eso ya no era posible, tenían que unir sus fuerzas. Hasta le enseñé la foto de la señora Rosa a los quince años y él la admiró con esas gafas especiales que tiene para ver más que la otra gente. Primero se la puso lejos y después muy cerca, y algo debió de ver a pesar de todo porque sonrió y luego se le saltaron las lágrimas, no por nada en particular, sino sólo porque es un viejo. Y es que los viejos siempre gotean.

—Ya ve lo guapa que era antes de los acontecimientos. Deberían ustedes casarse. Bueno, ya sé, pero cuando menos siempre podrá mirar la foto para acordarse de ella.

—Quizá me hubiera casado con ella hace cincuenta años, de haberla conocido, Mohamed.

—En cincuenta años hubieran quedado hartos el uno del otro. Ahora, en cambio, ni siquiera pueden verse bien y para hartarse ya no les queda tiempo.

Estaba sentado delante de su taza de café con la mano encima del libro de Victor Hugo y parecía contento porque era una persona que no pedía mucho.

—Mohamed, yo no podría casarme con una judía, aunque fuera capaz de hacer una cosa semejante.

—Ya no es judía ni nada, señor Hamil, sólo es una mujer enferma. Y usted está ya tan viejo que ahora es Alá el que tiene que pensar en usted y no al contrario. Usted ya fue a verle a La Meca. Ahora le toca a Él molestarse. ¿Por qué no casarse a los ochenta y cinco años, cuando ya no arriesga nada?

—¿Y qué haríamos cuando estuviéramos casados?

—Compadecerse el uno al otro, mierda. Para eso se casa la gente.

—Ya soy demasiado viejo para casarme —repitió el señor Hamil, como si no fuera demasiado viejo para todo.

Yo ya ni me atrevía a mirar a la señora Rosa de tanto como se deterioraba. Los otros críos se habían largado y cuando venía alguna madre puta para hablar de la pensión, al ver que la judía estaba hecha una ruina se iba con el crío a otra parte. Lo peor es que la señora Rosa se maquillaba cada vez y hacía caída de ojos y fruncía los labios como si estuviera todavía en su acera. Esto era ya demasiado, yo no podía verlo. Bajaba a la calle y me pasaba el día fuera, dejándola sola con sus labios pintados y sus posturas. A veces me sentaba en la acera y me ponía a hacer retroceder a la gente, como en la sala de doblaje, pero aún más lejos. A los que salían de las puertas les hacía volver a entrar andando hacia atrás y me ponía en la calzada y alejaba a los coches y nadie podía acercarse a mí. Desde luego, no me encontraba en plena forma.