En seguida vi que mientras yo no estaba se había puesto peor, sobre todo de arriba de la cabeza, que era lo más grave. Muchas veces me había dicho, en son de broma, que la vida no se le daba muy bien, y ahora se veía. Le dolía todo. Llevaba ya un mes sin poder salir a la compra por culpa de la escalera y decía que, de no ser por los quebraderos de cabeza que yo le daba, no tendría ningún interés en seguir viviendo.
Le conté lo que había visto en aquella sala donde todo iba hacia atrás, pero ella sólo suspiró y nos pusimos a cenar. Ella se daba cuenta de que estaba cada vez peor, pero todavía guisaba muy bien. Lo único que no hubiera querido por nada del mundo era un cáncer y en esto había tenido suerte porque era lo único que no tenía. De todo lo demás estaba tan averiada que hasta había dejado de caérsele el pelo porque también se le había averiado el mecanismo que lo hacía caer. Fui a buscar al doctor Katz. Vino, a pesar de que, sin ser tan viejo, no podía permitirse las escaleras, por el corazón. En casa había dos o tres críos provisionales, dos se iban al día siguiente y al otro se lo llevaba su madre a Abidján, donde pensaba retirarse y poner un sex-shop. Dos días antes había celebrado su última cita, después de veinte años en Les Halles, y había dicho a la señora Rosa que luego se había emocionado y que le parecía haber envejecido de repente. Entre todos ayudamos a subir al doctor Katz, sosteniéndole por todas partes, y él nos mandó salir mientras examinaba a la señora Rosa. Cuando volvimos a entrar, ella estaba muy contenta porque no era cáncer y nos dijo que el doctor Katz era un buen médico que la llevaba muy bien. Él nos miraba a todos y cuando digo todos me refiero a los restos, porque yo sabía que pronto me quedaría solo. Corría un cuento de la China de que la judía nos mataba de hambre. No me acuerdo ni del nombre de los otros, menos el de una tal Edith, que sabe Dios por qué se llamaría así, ya que no tenía más de cuatro años.
—¿Quién es el mayor?
Le dije que era Momo, como siempre, pues nunca fui lo bastante joven para evitarme los líos.
—Está bien, Momo. Voy a hacer una receta y tú la llevarás a la farmacia.
Salimos al descansillo y él se me quedó mirando con esa cara que pone siempre para dar pena.
—Mira, hijo, la señora Rosa está muy mal.
—Pero dice usted que no tiene cáncer.
—No, no lo tiene, pero, en verdad, lo suyo es malo, muy malo.
Me explicó que la señora Rosa tenía suficientes enfermedades para varias personas y que habría que llevarla al hospital, donde la pondrían en una gran sala. Me acuerdo bien que dijo una gran sala, como si hiciera falta mucho espacio para todas aquellas enfermedades, pero imagino que con eso quería pintarme el hospital de un modo atractivo. Yo no entendía ninguno de los nombres que el doctor Katz enumeraba con satisfacción, pues saltaba a la vista que le había encontrado varias cosas. Lo que menos comprendí fue aquello de que la señora Rosa estaba muy tensa y que podía ser atacada de un momento a otro.
—Pero lo peor es la senilidad, la chochez, si lo prefieres.
Yo no prefería nada, pero no iba a discutírselo. Me explicó que se le habían encogido las arterias, que se le cerraban las canalizaciones y que la cosa no circulaba por donde tenía que circular.
—La sangre y el oxígeno no le alimentan bien el cerebro. Dejará de pensar y vivirá como un vegetal, como una hortaliza. Puede durar mucho tiempo y durante años tendrá momentos de lucidez, pero eso no perdona, hijo, no perdona.
Me daba risa su modo de decir «eso no perdona, eso no perdona», como si hubiera algo que perdonara.
—Pero no es cáncer, ¿verdad?
—Ni pensarlo. Puedes estar tranquilo.
De todos modos, era una buena noticia y me eché a llorar. Era una suerte que pudiéramos evitar lo peor. Me senté en la escalera y lloré a moco tendido, valga la expresión.
El doctor Katz se sentó a mi lado y me puso una mano en el hombro. Se parecía al señor Hamil, por la barba.
—No hay que llorar, hijo. Es natural que los viejos mueran. Tú tienes toda la vida por delante.
¿Quería meterme miedo, el muy cerdo, o qué? Siempre he observado que los viejos dicen: «Eres joven, tienes toda la vida por delante» con una sonrisa, como regodeándose.
Me levanté. Bueno, ya sé que tengo toda la vida por delante, pero no iba a darme mala sangre por eso.
Ayudé al doctor Katz a bajar la escalera y luego subí corriendo para dar la buena noticia a la señora Rosa.
—Ahora podemos estar seguros, señora Rosa, no es cáncer. El doctor lo ha dicho de forma terminante.
Ella abrió la boca en una sonrisa inmensa, porque casi no le quedan dientes. Cuando sonríe, está menos vieja y menos fea porque conserva una sonrisa joven que es como un tratamiento de belleza. Tiene una foto, de quince años, antes de las exterminaciones de los alemanes, que al verla nadie diría que aquello iba a convertirse un día en la señora Rosa. Y lo mismo ocurría al revés. Era difícil imaginar a la señora Rosa a los quince años. No tenían nada que ver. A los quince años la señora Rosa tenía una gran melena roja y una sonrisa que parecía esperar sólo cosas buenas allí donde fuera. Me daba dolor de vientre verla a los quince años y ahora, en aquel estado. La vida la había tratado, vaya. A veces, me miro al espejo y me pongo a imaginar cómo seré yo cuando haya sido tratado por la vida, y me tiro de los labios y hago muecas.
Aquel día di a la señora Rosa la mejor noticia de su vida, que no tenía cáncer.
Por la noche, descorchamos la botella de champán que trajo el señor N’Da Amédée, para celebrar que la señora Rosa no tenía el peor enemigo del pueblo, como decía él, porque el señor N’Da Amédée quería dedicarse a la política. Ella se arregló para el champán y hasta el señor N’Da Amédée se asombró al verla. Cuando él se fue, aún quedaba algo en la botella. Volví a llenarle la copa, brindamos y di marcha atrás a la judía hasta dejarla en los quince años, como en la foto, e incluso pude darle un beso como estaba entonces. Acabamos el champán y me quedé sentado a su lado, en un taburete, tratando de poner buena cara para animarla.
—Pronto podrá irse a Normandía. El señor N’Da Amédée le dará el dinero.
La señora Rosa solía decir que las personas más felices del mundo eran las vacas, y soñaba con irse a vivir a Normandía, donde el aire es muy bueno. Creo que nunca deseé tanto ser poli como en aquel momento, allí sentado, en mi taburete y cogiéndole la mano. Si me sentiría poca cosa. Después me pidió la bata rosa, pero no pudimos meterla dentro, porque era su bata de puta. Había engordado demasiado en aquellos quince años. Yo creo que no se respeta lo suficiente a las putas viejas, después de perseguirlas cuando son jóvenes. Si pudiera, yo me ocuparía sólo de las putas viejas, porque las jóvenes tienen a los proxenetas, pero las viejas no tienen a nadie. Yo cogería sólo a las viejas y pochas que ya no sirven para nada y sería su proxeneta, me ocuparía de ellas y haría justicia. Sería el poli y el proxeneta más grande del mundo y nadie vería a ninguna puta vieja abandonada llorando en un sexto piso sin ascensor.
—¿Y aparte de eso qué más te ha dicho el doctor? ¿Me voy a morir?
—No especialmente, no, señora Rosa. No ha dicho especialmente que fuera usted a morirse más que otro.
—¿Qué es lo que tengo?
—No ha dado detalles, ha dicho que tal vez un poco de todo, vaya.
—¿Y las piernas?
—No me ha dicho nada en particular de las piernas. Además, ya se sabe que nadie se muere por las piernas.
—¿Y qué tengo en el corazón?
—No lo ha aclarado.
—¿Qué ha dicho de las verduras?
Yo me hice el inocente.
—¿Qué verduras?
—Le oí decir algo de verduras.
—Que hay que comer verduras porque son buenas para la salud. Usted siempre nos hacía comer verduras. Y a veces, nada más que eso.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y fui a buscar papel higiénico para secárselos.
—¿Qué va a ser de mí, Momo?
—No lo sé ni hay por qué pensar en eso ahora.
—Eres un chico guapo, Momo, y eso es un peligro. Hay que desconfiar. Prométeme que nunca te buscarás la vida con el culo.
—Se lo prometo.
—Júramelo.
—Se lo juro, señora Rosa. Puede estar tranquila.
—Momo, recuerda siempre que el culo es lo más sagrado del hombre. Ahí está su honor. No dejes que nadie te busque el culo aunque te lo page bien. Aunque yo me muera y no te quede más que el culo en el mundo, tú no lo consientas.
—Ya lo sé, señora Rosa, ése es oficio de buena mujer. El hombre tiene que hacerse respetar.
Así permanecimos una hora, cogidos de la mano, y ella ya no tenía miedo.