La rubia que me había plantado estaba de pie junto a un micrófono, en medio de la sala, delante de unas butacas, y al encenderse las luces me vio. Había tres o cuatro tíos en los rincones, pero no estaban armados. Yo debía de tener cara de idiota, con la boca abierta, porque así me miraban ellos. La chica me reconoció y me dirigió una sonrisa inmensa, lo que me subió un poco la moral. Le había causado impresión.

—¡Pero si es mi amigo!

No éramos amigos, pero no era el momento de discutir. Se me acercó y se quedó mirando a Arthur, pero yo sabía que quien le interesaba era yo. A veces las mujeres me dan risa.

—¿Qué es eso?

—Un paraguas viejo que yo he disfrazado.

—Es gracioso, con ese traje. Parece un fetiche. ¿Es tu amigo?

—¿Me toma por un retrasado o qué? No es un amigo, es un paraguas.

Cogió a Arthur e hizo como que lo miraba. Los otros también. Lo primero que mira la gente al adoptar a un crío es que no sea un retrasado, es decir, uno que ha preferido quedarse por el camino porque no hay nada que le entusiasme. Y entonces los padres se ven metidos en un atolladero porque no saben qué hacer con él. Por ejemplo, un chico de quince años que hace cosas como si tuviera diez. Y eso no es nada bueno. Cuando un chico tiene diez años, como yo, y hace cosas de chico de quince, lo echan de la escuela por perturbado.

—Está guapo con esa cara verde. ¿Por qué le has hecho la cara verde?

Olía tan bien que me hizo pensar en la señora Rosa, por la diferencia.

—Eso no es una cara, es un trapo. Las caras nos están prohibidas.

—¿Prohibidas? ¿Por qué?

Tenía los ojos azules, muy alegres y simpáticos. Estaba agachada delante de Arthur, pero era por mí.

—Yo soy árabe. En nuestra religión están prohibidas las caras.

—¿Quieres decir representar una cara?

—Es ofender a Dios.

Ella me miró rápidamente, como si nada, pero yo comprendí que la había impresionado.

—¿Cuántos años tienes?

—Ya se lo dije la primera vez. Diez. Hoy los he cumplido. Pero la edad no importa. Tengo un amigo de noventa y cinco y ahí está.

—¿Cómo te llamas?

—Ya me lo preguntó antes. Momo.

Después, ella tuvo que trabajar. Me explicó que aquello era lo que ellos llaman una sala de doblaje. Los de la pantalla abrían la boca como para hablar, pero eran los de la sala los que ponían la voz. Hacían lo que los pájaros, les metían directamente la voz en el buche. Y cuando la voz no entraba en el momento justo había que volver a empezar. Y entonces venía lo bueno: todo iba hacia atrás. Los muertos volvían a la vida y ocupaban otra vez su puesto en la sociedad andando hacia atrás. Apretaban un botón y todo se alejaba. Los coches circulaban al revés, los perros retrocedían y las casas que se habían hecho cisco volvían a levantarse de repente. Las balas salían del cuerpo y se metían otra vez en las metralletas y los asesinos se retiraban y salían de espaldas por la ventana. El agua vertida subía otra vez al vaso. La sangre volvía a entrar en el cuerpo sin dejar rastro y la herida se cerraba. Uno que había escupido se tragaba el salivazo. Los caballos galopaban hacia atrás y un tío que se caía de un séptimo piso volvía a entrar por la ventana. Era el mundo al revés, lo mejor que he visto en mi puta vida. Hubo un momento en que incluso vi a la señora Rosa joven y fresca con sus piernas. La hice retroceder un poco más y se puso aún más guapa. Se me saltaban las lágrimas. Me quedé un buen rato porque no me esperaban en ningún sitio, y lo que me divertí. Lo mejor era cuando mataban a la mujer, que se quedaba muerta un momento para dar lástima y luego se levantaba del suelo, como si una mano invisible tirase de ella, retrocedía y volvía a la vida. El tío a quien ella llamaba «amor mío, pobre amor mío» tenía cara de cerdo, pero allá ellos. Los presentes vieron que aquel cine me gustaba y me explicaron que se podía ir para atrás desde el fin hasta el principio y uno con barba me dijo, guaseándose: «Hasta el Paraíso Terrenal». Luego añadió: «Lo malo es que cuando vuelves a empezar siempre es lo mismo». La rubia me dijo que se llamaba Nadine y que su oficio era hacer hablar con voz humana a los de las películas. Yo estaba tan a gusto que no tenía ganas de nada. Figúrense, una casa que se incendia y se hunde y que luego se levanta y se apaga. Hay que verlo con los propios ojos para creerlo, porque si lo ve otro no es lo mismo.

Y entonces me ocurrió algo fantástico. No puedo decir que me echara hacia atrás y viera a mi madre, pero me vi sentado en el suelo y delante de mí había unas piernas con botas hasta el muslo y una minifalda de cuero. Tuve que hacer un esfuerzo terrible para mirar hacia arriba y verle la cara. Sabía que era mi madre, pero ya era tarde, los recuerdos no pueden mirar hacia arriba. Y todavía pude retroceder más. Siento unos brazos calientes que me mecen, me duele el vientre, la persona que me sostiene pasea canturreando, pero a mí sigue doliéndome el vientre y suelto una cagada que va a parar al suelo. Ya no me duele nada, estoy a gusto y la persona que me lleva en sus brazos me da un beso y se ríe con una risa alegre que todavía me parece oír, oír, oír…

—¿Te gusta?

Estaba sentado en una butaca y en la pantalla ya no había nada. La rubia se había acercado a mí. Encendieron las luces.

—No está mal.

Después aún pude volver a ver al tipo que se llevaba una descarga de metralleta en la barriga, porque era el cajero del Banco o un miembro de la banda rival y gritaba: «¡No me matéis! ¡No me matéis!» como un idiota, porque eso no sirve de nada y cada cual tiene que ir a lo suyo. A mí me gustan las películas en las que, antes de morir, el muerto dice: «Adelante, caballeros, hagan su trabajo». Esto denota comprensión, porque de nada sirve buscarle las vueltas a la gente por lo sentimental. Pero el tío no encontraba el tono justo y tuvieron que hacerlo retroceder otra vez. Primero extendía los brazos para detener las balas y entonces gritaba: «¡No! ¡No! ¡No me matéis! ¡No me matéis!», con la voz del de la sala, que estaba allí tan tranquilo. Luego, caía al suelo retorciéndose, que es algo que en el cine gusta siempre, y se quedaba quieto. Los gángsters le soltaban todavía otro tiro para asegurarse de que no pudiera hacerles daño. Y cuando todo estaba liquidado, la cosa se ponía otra vez en marcha, pero al revés, y el tipo se levantaba en el aire como si la mano de Dios lo cogiera para poder seguir utilizándolo.

Vimos después otros trozos y hubo algunos que tuvieron que hacerlos retroceder por lo menos diez veces para que quedaran bien. Las palabras hacían también marcha atrás, con sonidos misteriosos como de una lengua desconocida de todos que quizá quiera decir algo.

Cuando no había nada en la pantalla, me divertía imaginando a la señora Rosa feliz, con toda su melena de antes de la guerra y sin tener siquiera que buscarse la vida porque aquello era el mundo al revés.

La rubia me acarició la mejilla y hay que decir que era simpática. ¡Lástima! Al acordarme de aquellos dos chicos que había visto en su casa, pensé que era una lástima, caramba.

—Parece que esto te gusta mucho.

—Me he divertido de lo lindo.

—Puedes volver cuando quieras.

—No sé si tendré tiempo, no le prometo nada.

Me invitó a un helado y no dije que no. Yo también le gustaba y cuando le cogí la mano para andar más aprisa sonrió. Pedí un helado de chocolate, fresa y caramelo, pero después lo sentí. Me hubiera gustado más de vainilla.

—Me gusta eso de volver atrás. Yo vivo con una señora que va a morir muy pronto.

Ella me miraba sin tocar su helado. Tenía el pelo tan rubio que no pude contenerme y levanté la mano para tocarlo. Luego me reí porque la cosa tenía gracia.

—¿No están tus padres en París?

No supe qué contestar y me puse a zampar el helado, que es quizá lo que más me gusta en el mundo.

No insistió. A mí me pone malo que me pregunten qué hace mi papá y dónde está mi mamá. Como tema de conversación, me asquea.

Sacó un pedazo de papel y una estilográfica y escribió algo subrayándolo tres veces para que no lo perdiera.

—Toma, es mi nombre y mi dirección. Puedes ir a casa cuando quieras. Tengo un amigo que se ocupa de los niños.

—Un psiquiatra —dije.

Esto la dejó pasmada.

—¿Por qué dices eso? Los que se ocupan de los niños son los pediatras.

—Sólo cuando son muy pequeños. Después son los psiquiatras.

Me miraba sin decir nada, como si le diera miedo.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Tengo un amigo, el Mahoute, que está enterado porque va a Marmottan a hacerse desintoxicar.

Puso su mano encima de la mía y se inclinó.

—Dices que tienes diez años, ¿no?

—Sí.

—Sabes muchas cosas para tu edad… Entonces, ¿me prometes que irás a vernos?

Seguí lamiendo el helado. Estaba bajo de moral y las cosas buenas son todavía mejores cuando uno está bajo de moral. Lo he notado muchas veces. Cuando se tienen ganas de reventar, el chocolate sabe mejor que nunca.

—Usted ya tiene a alguien.

Por su modo de mirarme, se veía que no me entendía.

Lamí el helado mirándola fijamente a los ojos, con rencor.

—Antes la vi entrar en casa. Tiene dos niños. Son rubios como usted.

—¿Me has seguido?

—Pues… sí. Me caía bien.

No sé qué le pasó de repente, pero les juro que había un mundo en su forma de mirarme. Era como si tuviera en los ojos cuatro veces más que antes.

—Mira, Mohamed…

—Todos me llaman Momo porque Mohamed es muy largo.

—Mira, cariño, tienes mi nombre y mi dirección, no los pierdas y ve a verme cuando quieras… ¿Dónde vives?

Ni hablar. Una chica así, si aparecía por casa y se enteraba de que aquello era un «clandé» para hijos de putas, menuda vergüenza. No es que contara con ella, pues sabía que ya tenía a alguien, pero para la gente bien los hijos de putas son todos proxenetas, chulos, criminalidad y delincuencia infantil. Tenemos muy mala fama entre la gente bien, lo digo por experiencia. Nunca te llevan con ellos porque está eso que el doctor Katz llama la influencia del medio familiar y para ellos las putas son lo peor del mundo. Además, tienen miedo de las enfermedades venéreas en los niños, porque ya se sabe que todos somos hereditarios. No quise negarme y le di unas señas de pega. Cogí su papel y me lo guardé en el bolsillo, porque nunca se sabe, pero los milagros no existen. Empezó a preguntarme y yo no decía ni sí ni no. Luego me tomé un helado de vainilla y se acabó. La vainilla es lo mejor del mundo.

—Quiero que conozcas a los niños. Iremos al campo. Tenemos una casa en Fontainebleau…

—Bueno, adiós.

Me levanté de golpe. Yo no le había pedido nada. Salí de allí corriendo con Arthur.

Luego me divertí asustando a los coches. Cruzaba por delante de ellos en el último momento. A la gente le da miedo atropellar a un niño y a mí me gustaba sentir que eso les impresionaba. Dan unos frenazos terribles para no hacer daño y vale más eso que nada. Me hubiera gustado darles todavía más miedo, pero no estaba a mi alcance. Aún no sabía si entraría en la policía o en los terroristas, ya lo veré cuando llegue el momento. De todos modos, tiene que ser una banda organizada, porque solo no se puede, es uno muy poca cosa. Pero no es que me guste matar, sino todo lo contrario. No, lo que a mí me gustaría es ser un tío como Victor Hugo. Dice el señor Hamil que con las palabras se puede hacer cualquier cosa, sin tener que matar a nadie. Cuando tenga tiempo ya veremos. El señor Hamil dice que es lo más fuerte que hay. Si quieren saber mi opinión, me parece que si los tíos a mano armada son como son es porque nadie les hacía caso cuando eran unos críos y pasaban inadvertidos. Hay demasiados chiquillos en el mundo para que puedan verse todos, hasta los hay que para hacerse notar tienen que morirse de hambre, o formar bandas. Dice la señora Rosa que en el mundo hay millones de críos que revientan, y a algunos hasta los retratan. Y que la picha es el peor enemigo del género humano, y entre los médicos el único tipo decente es Jesús, porque no salió de una picha. Dice que fue un caso excepcional. La señora Rosa dice que la vida puede ser hermosa, pero que nadie ha dado con ella todavía y que, entretanto, hay que vivir. El señor Hamil también me ha hablado muy bien de la vida y sobre todo de las alfombras persas.

Mientras corría entre los coches para meterles miedo porque a nadie le gusta atropellar a un niño, de eso pueden estar seguros, me sentía importante al pensar que podía darles un buen disgusto. No es que fuera a dejarme atropellar sólo para chincharles, pero les impresionaba. Tengo un amigo, el Claudo, que haciendo el idiota así fue a parar debajo de las ruedas y tuvo derecho a tres meses de cuidados en el hospital, mientras que, estando en casa, si hubiera perdido una pierna su padre lo habría enviado a buscarla.

Ya era de noche y tal vez la señora Rosa empezaba a tener miedo al ver que no llegaba. Corría pensando que lo había pasado bien sin ella y tenía remordimientos.