Al volver por la calle Ponthieu me pasó algo raro de verdad. No creo en las cosas raras, pues no veo qué pueden tener de diferente.

Tenía miedo de volver a casa. La señora Rosa estaba que daba pena verla y yo sabía que de un momento a otro iba a faltarme. Siempre estaba pensando en eso y a veces no me atrevía a volver. Me daban ganas de ir a robar algo grande en un almacén y hacer que me pescaran para hacerme notar. O dejarme acorralar en una sucursal y defenderme hasta el último momento a tiros, con una metralleta. Pero sabía que, de todos modos, nadie iba a fijarse en mí. Así pues, me quedé en la calle Ponthieu y maté un par de horas viendo a unos chavales jugar al futbolín en un café. Después quise irme a otro sitio, pero no sabía adónde y seguí allí. Sabía que la señora Rosa estaría desesperada. Siempre temía que me pasara algo. Ya casi no salía de casa, pues no había manera de subirla. Al principio, la esperábamos abajo cuatro o cinco chiquillos y cuando volvía a casa, todos nos poníamos a empujar para ayudarla. Pero ahora ya no tenía piernas ni corazón para eso y el resuello que le quedaba no llegaba ni para una persona con la cuarta parte de su peso. Ella no quería oír ni hablar del hospital, donde hacen morir hasta el final en vez de poner una inyección. Decía que en Francia todos estaban en contra de la muerte dulce y obligaban a vivir mientras fueras capaz de seguir rabiando. La señora Rosa le tenía un miedo atroz a la tortura y siempre decía que cuando no pudiera más se haría abortar. Nos tenía dicho que si se la llevaban al hospital, nosotros iríamos a parar legalmente a la Asistencia Pública, y se echaba a llorar cuando pensaba que tal vez tuviera que morir en regla con la ley. La ley está para proteger a las personas que tienen algo que proteger de los demás. Dice el señor Hamil que la humanidad no es más que una coma en el gran libro de la vida y si un viejo dice semejante estupidez no sé qué podría yo añadir. La humanidad no es una coma, porque cuando la señora Rosa me mira con sus ojos de judía no es una coma, sino todo el gran libro de la vida entero, y yo no tengo ningunas ganas de verlo. He ido dos veces a la mezquita a rezar por la señora Rosa, pero no ha servido de nada, porque para los judíos no vale. Por eso no quería volver a Belleville ni clavar los ojos en la señora Rosa. «¡Ojo! ¡Ojo!» decía ella siempre. Es lo que dicen los judíos cuando les duele algo. Nosotros los árabes, decimos «Jai! Jai!» y los franceses «¡Oh! ¡Oh!». Porque, no vayan a creer, ellos tampoco son felices a veces. Yo cumplía diez años porque la señora Rosa había decidido que tenía que acostumbrarme a tener cumpleaños y hoy era el día. Decía que eso era lo principal para que pudiera desarrollarme con normalidad y que lo demás, como el nombre del padre y de la madre, era un esnobismo.

Me había sentado en un portal para esperar que todo pasara, pero el tiempo es lo más viejo que hay y va muy despacio. Cuando la gente está enferma, se le agrandan los ojos y tiene más expresión que nunca. La señora Rosa tenía los ojos cada vez más grandes y más parecidos a los de un perro, que cuando se les da un puntapié miran sin saber por qué. Los estaba viendo desde allí, a pesar de estar en la calle Ponthieu, cerca de los Campos Elíseos, donde hay tiendas elegantes. Sus cabellos de antes de la guerra se le caían a más y mejor, y cuando se encontraba con fuerza para seguir peleando me pedía que le buscara una peluca de pelo de verdad para parecer una mujer. La vieja se le había puesto también hecha un asco. Porque hay que decir que se estaba quedando calva como un hombre y esto hacía daño a la vista, porque las mujeres no han sido preparadas para eso. Quería una peluca roja que era el color que mejor sentaba a su tipo de belleza. Yo no sabía dónde mangarla. En Belleville no hay tiendas de ésas para mujeres feas, que se llaman institutos de belleza. En los Campos Elíseos no me atrevo a entrar. Hay que preguntar, dar la medida, una mierda.

Yo me sentía fatal. Ni siquiera tenía ganas de tomar una Coca. Me decía que no tenía por qué haber nacido tal día como aquél, que el cuento del cumpleaños no es más que un convencionalismo colectivo. Me puse a pensar en mis amigos, el Mahoute y el Sha, que trabajaba en una gasolinera. Cuando se es un crío, para ser alguien hay que ser muchos.

Me tumbé en el suelo, cerré los ojos y empecé a hacer ejercicios para morir, pero el cemento estaba frío y tuve miedo de pillar una enfermedad. Conozco a tipos que en mi caso se endilgan un buen lote de mierda, pero yo no voy a lamerle el culo a la vida para ser feliz. Yo a la vida no la maquillo, me cago en ella. No nos llevamos bien. Cuando tenga mayoría de edad legal, es posible que me haga terrorista para el secuestro de aviones con rehenes como en la tele, para pedir algo a cambio, aún no sé qué, pero no importa. No será fácil, desde luego. Algo bueno de verdad, vaya. De momento no sabría qué exigir porque no he recibido formación profesional.

Estaba sentado en el suelo, con el culo en el cemento, secuestrando aviones y haciendo rehenes que salían con las manos en alto y me preguntaba qué haría con el dinero porque todo no se puede comprar. Compraría una casa para la señora Rosa, que así podría morir tranquila, con los pies bien firmes y una peluca nueva. Enviaría a los hijos de putas y a sus madres a los hoteles de lujo de Niza, donde estarían a salvo de la vida y podrían convertirse después en jefes de Estado de visita en París, en miembros de la mayoría que expresaran su apoyo o, incluso, en factores importantes del éxito. Y podría comprarme una tele nueva que había visto en un escaparate.

Esto era lo que pensaba, pero en realidad no tenía muchas ganas de hacer negocios. Hice venir al payaso azul y los dos nos reímos un rato. Luego hice venir al blanco, que se sentó a mi lado y me tocó un poco de silencio en su violín minúsculo. Me daban ganas de pasarme al otro lado y quedarme con ellos para siempre, pero no podía dejar a la señora Rosa sola en el fregado. Teníamos un vietnamita café con leche en sustitución del antiguo, que una negra de las Antillas que era francesa había querido tener de un tipo de madre judía y que ella quería criar por sí misma porque había hecho del caso una historia de amor y era algo personal. Nos pagaba a tocateja porque el señor N’Da Amédée le dejaba bastante dinero para vivir decentemente. Él se quedaba con el cuarenta por ciento de los ingresos porque aquella acera estaba muy trabajada y aquello era no parar y encima tenía que pagar a los yugoslavos, que son la peste con sus extorsiones. Y, además, estaban los corsos, que ya empezaban a tener una nueva generación.

A mi lado había un cajón lleno de trastos inútiles al que hubiera podido prender fuego y hubiera ardido toda la casa. Pero tampoco sabrían que había sido yo. De todos modos, no era prudente. Me acuerdo muy bien de aquel momento de mi vida porque fue exactamente igual a todos los demás. Para mí la vida siempre es igual, pero hay momentos en los que me siento todavía peor. No me dolía nada, no tenía por qué, pero me parecía no tener brazos ni piernas, aunque tenía todo lo necesario. Ni siquiera el señor Hamil podría explicarlo.

Hay que decir, sin ganas de ofender a nadie, que el señor Hamil estaba cada día más idiota, como suele pasarles a los viejos que están llegando al final y que ya no tienen excusas. Saben muy bien lo que les espera y en los ojos se les ve que miran hacia atrás para esconderse en el pasado como avestruces que hicieran política. Siempre tenía en la mano su libro de Victor Hugo, pero a veces se confundía y creía que era el Corán, porque tenía los dos. Se sabía trozos de memoria y los soltaba como si nada, pero mezclándolos. Cuando iba con él a la mezquita, donde causábamos muy buena impresión porque yo lo llevaba como un ciego y entre nosotros los ciegos están muy bien vistos, siempre se equivocaba, y en vez de rezar, recitaba aquello de «Waterloo, Waterloo triste llanura», lo cual extrañaba mucho a los árabes allí presentes porque estaba fuera de lugar. Y hasta se le saltaban las lágrimas, de fervor religioso. Estaba muy bien con su chilaba gris y su galmona blanca en la cabeza, rezando para ser bien recibido. Pero todavía no se ha muerto y es posible que llegue a campeón del mundo de todas las categorías porque a sus años no hay quien pueda decir más. Entre los hombres son los perros los que mueren antes. A los doce años ya no se puede contar con ellos y hay que renovarlos. La próxima vez que tenga un perro, lo cogeré recién nacido y así tendré más tiempo para perderlo. Los únicos que no tienen problemas de vida ni de muerte son los payasos, porque no vienen al mundo por vía familiar. Fueron inventados sin leyes naturales y nunca se mueren porque eso no tendría gracia. Puedo verlos a mi lado cuando quiero, puedo ver a cualquiera, a King Kong, a Frankenstein, a una bandada de pájaros heridos color de rosa, menos a mi madre, porque para eso me falta imaginación.

Me levanté. Ya estaba harto del portal y miré a la calle. A la derecha un coche de la policía, lleno de polis preparados. Cuando sea mayor, me gustaría ser policía para no tener miedo de nada ni de nadie y saber lo que hay que hacer. A los polis los manda la autoridad. La señora Rosa decía que en la Asistencia Pública hay muchos hijos de putas que se hacen polis, CRS o republicanos y que no hay quien los toque.

Con las manos en los bolsillos, me acerqué al coche patrulla, como se le llama. Tenía un poco de canguelo. No estaban todos dentro del coche, algunos se habían desperdigado. Me puse a silbar Al pasar por la Lorena, porque en la cara no se me nota lo que soy y había uno que ya me sonreía.

Los polis son los más fuertes del mundo. El que tiene un padre poli es como si tuviera el doble de padre que los demás. Admiten a los árabes y a los negros siempre que tengan algo de francés. Todos son hijos de putas que han pasado por la Asistencia y se las saben todas. No hay nada mejor como fuerza de seguridad, lo digo tal como lo siento. Ni los militares les llegan al tobillo, menos tal vez el general. La señora Rosa les tiene un miedo atroz a los polis, pero es por el horno en el que fue exterminada y sus razones no cuentan porque ella fue a caer del lado malo. O quizá me haga de la policía de Argelia porque allí te necesitan más. Y es que en Francia hay menos argelinos que en Argelia y tienen menos que hacer. Di uno o dos pasos más hacia el coche donde estaban ellos esperando tumultos y asaltos a mano armada, mientras a mí me daba brincos el corazón. Yo siempre me siento fuera de la ley. Comprendía que no debía estar allí, pero ellos seguían como si tal cosa. Es posible que estuvieran cansados. Hasta había uno dormido, dormía apoyado en la ventanilla, y otro se comía un plátano al lado de un transistor. Estaban de relajación. Fuera, había uno rubio con una radio de antena en la mano que parecía tan tranquilo. Yo tenía canguelo, pero da gusto tener miedo cuando sabes por qué, ya que casi siempre el miedo me viene sin más ni más, como la respiración. El poli de la antena me vio, pero no tomó ninguna medida y pasé por su lado silbando como si nada.

Hay polis casados y con críos, sé que los hay. Una vez hablé de eso con el Mahoute, porque me hubiera gustado saber lo que es tener un padre poli, pero el Mahoute en seguida se cansó, me dijo que soñar no sirve de nada y se largó. No vale la pena hablar con drogados. No tienen curiosidad.

Estuve paseando un rato más para no volver a casa, contando los pasos de cada acera, y había una enormidad. Me faltaban números. Aún quedaba sol. Un día iré al campo para ver cómo es. El mar es posible que también me interese. El señor Hamil habla de él con mucha estima. No sé lo que habría sido de mí de no ser por el señor Hamil, que me ha enseñado todo lo que sé. Llegó a Francia de niño con su tío y se quedó solo muy pronto, al morir el tío, y aun así consiguió cualificarse. Ahora está cada día más chocho, pero es que no está previsto que podamos llegar a ser tan viejos. El sol parecía un payaso amarillo sentado en un tejado. Un día iré a La Meca. Dice el señor Hamil que allí hace más sol que en cualquier otro sitio y que eso es por la geografía. Pero imagino que por lo demás La Meca tampoco será tan distinta de otros sitios. Me gustaría ir muy lejos, a un lugar lleno de otra cosa que ni siquiera trato de imaginar para no echarlo a perder. Podríamos conservar el sol, los payasos y los perros, que son lo mejor que hay en su género. Lo demás tendría que ser distinto de todo y dispuesto especialmente para ello. Pero luego pienso que al final todo acabaría por ser igual. A veces resulta hasta gracioso lo que se esfuerzan las cosas por ser lo que son.