A los pocos días tuve un golpe de suerte. Tenía que hacer un recado en unos grandes almacenes de la Ópera que tenían un circo en el escaparate para que los padres llevaran a sus críos sin ninguna obligación de su parte. Había estado allí por lo menos diez veces, pero aquel día llegué demasiado pronto. Todavía estaba echada la cortina y me puse a pegar la hebra con un barrendero al que no conocía, pero que era negro. Era de Aubervilliers, porque allí también los hay. Fumamos un cigarrillo y a falta de algo mejor que hacer estuve mirando cómo barría la acera. Después volví a los almacenes y disfruté de verdad. El escaparate estaba rodeado de unas estrellas más grandes de lo natural que se encendían y se apagaban como parpadeando. En el centro estaba el circo, con los payasos y los cosmonautas que iban a la luna y volvían saludando a los que pasaban y los acróbatas que volaban por el aire con la facilidad que les da el oficio y unas bailarinas blancas encima de unos caballos y unos forzudos llenos de músculos que levantaban unos pesos increíbles sin el menor esfuerzo, porque no eran humanos y tenían sus mecanismos. Hasta había un camello bailarín y un mago con un sombrero del que salían conejos en fila india que daban la vuelta a la pista y volvían a meterse en el sombrero, y luego volvían a empezar porque era espectáculo continuo, no podía parar, era más fuerte que él. Los payasos eran de todos los colores y estaban vestidos como es de rigor en ellos. Los había blancos, azules y arco iris y tenían una bombilla roja en la nariz que se encendía. Detrás, estaban los espectadores que no eran de verdad, sino de broma, y aplaudían sin parar porque estaban hechos para eso. El cosmonauta saludaba al llegar a la luna y su máquina se paraba para darle tiempo. Cuando creías haberlo visto todo, salían de su garaje unos elefantes que eran la monda, que daban la vuelta a la pista cogidos de la cola. El último era todavía un crío, todo rosa, como si acabara de nacer. Pero para mí lo mejor eran los payasos. No se parecían a nada ni a nadie. Todos tenían una cara imposible, con interrogantes por ojos y tan idiotas que nunca perdían el buen humor. Al mirarlos pensé que la señora Rosa sería muy graciosa si fuera payaso, pero no lo era y ahí estaba lo malo. Tenían unos pantalones que subían y bajaban porque eran de risa y unos instrumentos musicales que echaban chispas y chorritos de agua en lugar de lo que suelen echar los instrumentos en la vida corriente. Los payasos eran cuatro y el rey era uno blanco con un gorro puntiagudo, un pantalón bombacho y una cara más blanca que los demás. Los otros hacían piruetas y saludos militares delante de él y él les daba puntapiés en el trasero. No había hecho más que eso en su vida y aunque quisiera no podía parar porque para eso le habían preparado. No lo hacía por maldad, era mecánico. Había un payaso amarillo con lunares verdes y una cara siempre muy alegre, hasta cuando se rompía la crisma. Hacía un número en el alambre que siempre le salía mal, pero a él le daba risa, porque era un filósofo. Tenía una peluca roja que se le erizaba de miedo cuando ponía el primer pie en el alambre y luego otro y así sucesivamente hasta que tenía los dos en el alambre y no podía ir hacia delante ni hacia atrás y se ponía a temblar de miedo para hacer reír, porque no hay nada que dé más risa que un payaso con miedo. Su compañero era todo azul y amable, con una miniguitarra, y le cantaba a la luna, y se veía que tenía muy buen corazón, pero tampoco podía hacer nada para remediarlo. El último en realidad eran dos, porque tenía un doble y todo lo que hacía uno tenía que hacerlo también el otro y por más que trataran de cortarlo, no había manera, pues estaban atados el uno al otro. Lo mejor es que todo aquello era mecánico y amable y uno sabía por adelantado que no sufrían ni envejecían ni había desgracias. Era distinto de todo y sin ninguna relación con nada. Hasta el camello tenía buenas intenciones, contrariamente a lo que pueda parecer. Tenía una sonrisa muy ancha y se contoneaba como una rumbera. Todo el mundo era feliz en aquel circo que no tenía nada de natural. El payaso del alambre gozaba de una seguridad total y en diez días no le vi caer ni una sola vez y aunque se cayera no se haría daño. Aquello era otra cosa, caramba. Era tan feliz que hubiera querido morirme, porque a la felicidad hay que agarrarla cuando pasa.
Estaba mirando el cielo tan contento cuando sentí una mano en el hombro. Me giré a mirar en seguida, porque lo primero que se me ocurrió fue que era un poli, pero era una muchacha bastante joven, de veinticinco años todo lo más. Estaba de miedo, rubia, con el pelo largo y olía bien, a fresco.
—¿Por qué lloras?
—No lloro.
Me tocó las mejillas.
—¿Y esto qué es? ¿No son lágrimas?
—No. No sé de dónde han salido.
—Bueno, veo que me he equivocado. ¡Qué bonito es el circo!
—De lo mejor que he visto.
—¿Vives por aquí cerca?
—No, yo no soy francés. Probablemente soy argelino. Vivo en Belleville.
—¿Cómo te llamas?
—Momo.
No comprendía por qué me preguntaba. Con diez años no servía para nada, ni siquiera siendo árabe. Ella seguía con la mano en mi mejilla y me eché un poco hacia atrás. Hay que desconfiar. Quizás ustedes no lo sepan, pero hay asistentas sociales que lo disimulan muy bien y a la que te descuidas te ponen una multa con expediente administrativo. No hay nada peor que un expediente administrativo. La señora Rosa no podía vivir sólo de pensarlo. Retrocedí un poco más. No mucho, lo justo para poder echar a correr si quería agarrarme. Pero estaba de miedo, y hubiera podido hacer una fortuna de haber querido con un tipo serio que se ocupara de ella. Se echó a reír.
—No tengas miedo.
Ya, ya, «no tengas miedo», es un truco muy flojo. El señor Hamil dice siempre que el miedo es nuestro mejor aliado y que sin él sabe Dios lo que sería de nosotros, se lo digo por experiencia. El señor Hamil estuvo incluso en La Meca. Hasta tal punto tenía miedo.
—A tu edad no deberías andar solo por la calle.
Aquí me eché a reír. Me reí con ganas. Pero no le dije nada, no era quién para explicárselo.
—Eres el chico más guapo que he visto nunca.
—Usted tampoco está mal.
Se rio.
—Gracias.
No sé qué me dio, pero tuve una esperanza. No es que intentara colocarme, no iba a plantar a la señora Rosa mientras ella fuese tirando. Pero había que pensar en el futuro, que tarde o temprano se echa encima, y a veces soñaba por la noche con mi porvenir. Alguien que me llevara a la playa de vacaciones y que no me diera qué sentir. Bueno, engañaba un poco a la señora Rosa, pero era sólo con el pensamiento, cuando me daban ganas de reventar. La miré con esperanza y sentí que el corazón me latía. La esperanza es una cosa que siempre es más fuerte, incluso en los viejos como la señora Rosa o el señor Hamil. Una chifladura.
Pero ella no dijo más. Todo quedó en eso. La gente es como es. Me habló, me hizo un cumplido, me sonrió cariñosamente, suspiró y se fue. Una puta.
Llevaba un impermeable y un pantalón. Hasta por detrás se veía su melena rubia. Era delgada y por su forma de andar se adivinaba que hubiera podido subir los seis pisos corriendo varias veces al día y con paquetes.
Me fui tras ella porque no tenía nada mejor que hacer. Una vez se paró, me vio y nos sonreímos. Luego me escondí en un portal, pero ella no se volvió a mirar ni retrocedió. Por poco la pierdo. Andaba deprisa y supongo que se había olvidado de mí porque tenía otras cosas en que pensar. Entró en una puerta cochera y la vi pararse en la planta baja y llamar. No falló. La puerta se abrió y salieron dos críos que se le echaron al cuello. Siete u ocho años. ¡Oh, les juro que…!
Me senté en el portal. Me daba igual estar allí que en cualquier sitio. Había varias cosas que podía hacer. Ir a mirar las tiras dibujadas del «drug» de la Étoile. Puede uno reírse de todo con las tiras dibujadas. O acercarme a Pigalle a ver a las chicas que me querían y hacer algún dinero. Pero de pronto me sentí completamente harto, todo me daba igual. De buena gana me hubiera esfumado del todo. Cerré los ojos, pero hace falta algo más que eso, seguía allí. Y es que cuando uno vive es automático. No entendía por qué se me había insinuado aquella puta. Hay que decir que cuando se trata de comprender algo soy un poco tonto y no paro de darle vueltas. Tiene razón el señor Hamil cuando dice que hace la mar de tiempo que nadie comprende nada y que lo único que uno puede hacer es asombrarse. Volví a mirar el circo y pasé así un par de horas, pero en un día eso no es nada. Entré en un salón de té para señoras y me zampé dos pasteles de chocolate, que son los que más me gustan. Pregunté dónde podía mear y al subir me fui derecho a la puerta y adiós. Después birlé unos guantes en el Printemps y fui a echarlos en un cubo de basura. Esto me hizo bien.