Mis giros llevaban meses sin llegar y de Banania la señora Rosa no había vuelto a ver el color de su dinero desde que se lo trajeron a casa y ella pidió dos meses por adelantado. Banania iba ya a cumplir cuatro años gratis, pero él estaba tan campante, igual que si pagara. La señora Rosa pudo encontrarle una familia, porque aquel chiquillo siempre tuvo suerte. Moisés seguía en observación, y dormía en casa de la familia que llevaba seis meses observándolo porque querían asegurarse de que era de buena calidad y no tenía ataques de violencia ni de epilepsia. Lo que más miedo les da a las familias que adoptan a un crío son los ataques de violencia. Es lo primero que tiene que evitar el que quiera que alguien lo adopte. Con los chiquillos a media pensión y para alimentar a la señora Rosa necesitábamos mil doscientos francos al mes, sin contar las medicinas y que no le fiaban. A ella no podíamos alimentarla por menos de quince francos al día sin cometer una atrocidad, ni aun haciéndola adelgazar. Recuerdo que se lo dije sin tapujos: «Hay que comer menos para adelgazar, pero eso es muy duro para una vieja que está sola en el mundo. Necesita más cantidad para sí misma que los demás. Cuando uno no tiene al lado a nadie que le quiera, empieza a criar grasa». Volví a ir a Pigalle, donde estaba Maryse, la señora que se había enamorado de mí porque era todavía un niño. Pero yo tenía un miedo atroz, porque a los proxenetas los llevan a la cárcel y teníamos que vernos a escondidas. La esperaba en un portal y ella venía, me daba un beso, se agachaba, decía cuánto le gustaría tener un hijo como yo, y me soltaba el precio de la pasada. También me aprovechaba de Banania para mangar en las tiendas. Yo lo dejaba solo con aquella sonrisa que desarmaba y todos le hacían coro por los sentimientos emocionados y tiernos que inspiraba. Cuando tienen cuatro o cinco años, los negros son muy bien tolerados. A veces lo pellizcaba para que llorase y, mientras la gente, emocionada, se ocupaba de él, yo arramblaba con cosas para comer. Tenía un abrigo que me llegaba hasta los talones, con unos bolsillos como una casa que me había cosido la señora Rosa, y era visto y no visto. Y es que el hambre no perdona. Para salir, cogía en brazos a Banania y me colocaba detrás de alguna mujer que estuviera pagando y todos creían que íbamos con ella, mientras Banania hacía el puta. Los niños están muy bien vistos cuando todavía no son peligrosos. Hasta yo recibía palabras cariñosas y sonrisas, porque la gente siempre se siente tranquila al ver un crío que aún no tiene edad de ser un granuja. Tengo el pelo castaño, los ojos azules y no tengo la nariz judía como los árabes. Podría ser cualquier cosa sin necesidad de cambiar de cara.

La señora Rosa comía menos. Esto era bueno para ella y para nosotros. Además, teníamos más críos que nunca. Era la temporada buena y la gente se iba de vacaciones. Nunca me gustó más limpiar culos, pues aquello hacía hervir el puchero, y cuando me llenaba los dedos de mierda ni siquiera sentía la injusticia.

Desgraciadamente la señora Rosa estaba sufriendo modificaciones a causa de las leyes naturales que se le echaban encima por todas partes: las piernas, los ojos, los órganos conocidos como corazón, hígado, arterias y todo lo que puede encontrarse en las personas muy gastadas. Y, como no había ascensor, a veces se quedaba atascada entre dos pisos y todos teníamos que bajar a empujar, hasta Banania, que empezaba a despertar a la vida y a comprender que le interesaba defender su bistec.

En la persona, las piezas más importantes son el corazón y la cabeza, y son también las que más caras se pagan. Si el corazón se para, no se puede seguir como si tal cosa y si la cabeza se va y deja de funcionar, se pierden todas las atribuciones y se deja de disfrutar de la vida. A mí me parece que se tiene que empezar a vivir muy joven, pues luego uno se desvaloriza y nadie le da nada.

A veces, yo llevaba a la señora Rosa cosas inútiles que no sirven de nada, pero que dan gusto porque nadie las quiere y las han tirado. Por ejemplo, hay personas que llevan flores a casa porque hay un cumpleaños o incluso sin ninguna razón especial, para alegrar la vista, y cuando se marchitan las tiran a la basura. Entonces, si se madruga pueden recuperarse, y ésta era mi especialidad, lo que se llama los detritos. A veces, las flores conservan un poco de color y todavía viven. Hacía ramos, sin preocuparme de su edad, y se los llevaba a la señora Rosa, que los ponía en jarrones sin agua porque ya daba igual. O mangaba brazadas de mimosas en los carros del mercado de Les Halles y las llevaba a casa para que oliera un poco a felicidad. Por el camino, soñaba con las batallas de flores de Niza y con los bosques de mimosas que rodean aquella ciudad blanca que el señor Hamil había conocido cuando era joven y de la que me hablaba de vez en cuando, aunque ya no era el mismo últimamente.

Entre nosotros casi siempre hablábamos en árabe, en judío o, delante de los extraños o cuando no queríamos que nos entendieran, en francés, pero actualmente la señora Rosa mezclaba todas las lenguas de su vida y a veces hasta me hablaba en polaco, que era su lengua más antigua, porque ya se sabe que a los viejos lo que más les queda es su juventud. Bueno, ella, aparte de la escalera, todavía se defendía. Pero no todos los días estaba medianamente bien y hasta había que ponerle inyecciones en la nalga. Era difícil encontrar una enfermera lo bastante joven para subir seis pisos y ninguna resultaba barata. Hice un trato con mi amigo Mahoute, que se inyectaba legalmente porque era diabético y su estado de salud se lo permitía. Era un buen tipo que se había hecho a sí mismo, pero muy negro y muy argelino. Vendía transistores y demás productos de sus robos y en sus ratos libres intentaba hacerse desintoxicar en Marmottan, donde entraba gratis. Fue a casa a ponerle la inyección a la señora Rosa, pero por poco acaba mal porque se equivocó de ampolla y le largó a ella en el culo la ración de heroína que él se guardaba para el día en que acabara su desintoxicación.

Yo vi en seguida que allí pasaba algo contra natura, pues la judía nunca había estado tan encantada. Primero tuvo un inmenso asombro y después se sintió muy feliz. A mí hasta me dio miedo porque me parecía que no iba a volver, pues cualquiera hubiera dicho que estaba en el cielo. Yo me cago en la heroína. Los chavales que se inyectan se convierten en adictos a la felicidad y eso no perdona, ya que a la felicidad se la conoce por sus estados de carencia. Para inyectarse hace falta tener ganas de ser feliz y esto sólo puede ocurrírsele a un gilipollas como una casa. A mí nunca me ha dado por lo dulce y si algunas veces he fumado maría con los amigos ha sido por educación, a pesar de que es a los diez años cuando los mayores le enseñan a uno esas cosas. Y es que a mí la felicidad no me tira. Yo sigo prefiriendo la vida. La felicidad es una inmundicia y una mamarrachada y habría que darle un buen escarmiento. La felicidad no va conmigo. Yo por ahora nunca me he metido en política, porque eso siempre beneficia a alguien, pero me parece que tendría que haber leyes que impidieran que la felicidad hiciera de las suyas. Sólo digo lo que pienso. Puede que me equivoque, pero yo nunca iría a inyectarme para ser feliz. Mierda. No voy a hablarles de la felicidad porque no quiero tener una crisis de violencia, pero el señor Hamil dice que tengo aptitudes para lo inefable. Dice que en lo inefable es donde hay que buscar, que ahí es donde está.

El mejor medio de procurarse mierda, y eso es lo que hacía el Mahoute, es decir que no te has inyectado nunca, y entonces te dan una inyección gratis, porque nadie quiere estar solo en la desgracia. Parece mentira la de tíos que han querido ponerme la primera inyección, pero no estoy para ayudar a vivir a nadie, pues ya tengo bastante con la señora Rosa. No seré yo quien se arriesgue a entrar en la felicidad antes de haberlo intentado todo para salirme de ella.

Como les decía, fue el Mahoute —que es un nombre que no quiere decir nada y por eso le llamábamos así— quien puso a la señora Rosa su dosis de HLM, que es como llamamos nosotros a la heroína, por ser éste el nombre de la región de Francia donde se cultiva. La señora Rosa se quedó prodigiosamente pasmada y entró después en un estado de satisfacción que daba pena. Figúrense, una judía de sesenta y cinco años. Lo que faltaba. Salí corriendo en busca del doctor Katz, porque con la mierda te expones al peligro de lo que se llama una sobredosis y entonces te vas al paraíso artificial. El doctor Katz no pudo venir porque ya no estaba para subir seis pisos, a no ser en caso de muerte. Llamó por teléfono a un médico joven y éste se presentó al cabo de una hora. La señora Rosa estaba babeando en su butaca. El médico se me quedó mirando, como si no hubiera visto en su vida a un chiquillo de diez años.

—¿Qué es esto? ¿Una especie de parvulario?

Me dio pena con aquella cara amoscada, como si no pudiera creer lo que veía. El Mahoute se revolcaba por el suelo berreando porque era su felicidad lo que le había largado en el culo a Madame Rosa.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Quién le ha procurado la heroína a esta señora?

Yo lo miraba sonriendo con las manos en los bolsillos, pero no le dije nada. ¿Para qué? Él era un chiquillo de treinta años que todavía tenía que aprenderlo todo de la vida.