El mejor amigo que tenía entonces era un paraguas llamado Arthur al que había vestido de pies a cabeza. Le hice una cabeza con un trapo verde enrollado en el mango, y con la barra de labios de la señora Rosa le pinté una cara simpática, con una boca que se reía y unos ojos redondos. No era tanto para tener alguien a quien querer como para hacer el payaso, pues como no tenía dinero para mis gastos, a veces me iba a buscarlo a los barrios franceses donde lo hay. Yo, con un abrigo enorme que me llegaba a los talones, un sombrero hongo y la cara pintarrajeada, y Arthur con aquella pinta, hacíamos una pareja fenómeno. Me sacaba hasta veinte francos al día haciendo el indio por las aceras, pero había que tener cuidado, pues la policía anda siempre al acecho de los menores en libertad. Arthur tenía, como es de suponer, una sola pierna, con una zapatilla de baloncesto azul y blanca, y llevaba un pantalón, una americana de cuadros en una percha sujeta con cordeles y un sombrero cosido en la cabeza. Pedí al señor N’Da Amédée que me prestara algo de ropa para mi paraguas y ¿saben ustedes lo que hizo? Me llevó al Pull d’Or del bulevar de Belleville, que es de lo más elegante, y me dejó escoger. No sé si en África serán todos como él, pero si es así no debe de faltarles de nada.
Cuando hacía mi número en la acera, me contoneaba, bailaba con Arthur y recogía pasta. Había personas que se ponían furiosas y decían que no había derecho a tratar a una criatura de aquel modo. No tengo ni idea de quién me trataba. Otras se ponían tristes. Es curioso, porque yo lo hacía para que rieran.
De vez en cuando, Arthur se rompía y tuve que clavarle la percha con un clavo para que tuviera hombros, pero se quedó con una pernera del pantalón vacía, que es lo normal en un paraguas. El señor Hamil no lo veía bien, decía que Arthur parecía un fetiche y que eso va contra nuestra religión. Yo no soy creyente, pero es verdad que cuando uno tiene un chisme raro que no se parece a nada empieza a esperar que tenga algún poder. Yo dormía abrazado a Arthur y por la mañana iba a ver si la señora Rosa aún respiraba.
Nunca estuve en una iglesia, porque eso va contra la verdadera religión y lo que menos quería yo era liarme con estas cosas, pero sé que a los cristianos les costó un ojo de la cara tener un Cristo y a nosotros nos está prohibido representar la figura humana para no ofender a Dios, lo que se comprende perfectamente, ya que no hay de qué alabarse. De manera que le borré la cara a Arthur, dejándole sólo una bola verde, como de miedo, y quedé en regla con mi religión. Un día que llevaba a la policía en los talones por haber provocado una aglomeración haciendo el payaso, Arthur se me cayó al suelo y se dispersó en todas las direcciones, sombrero, zapato, percha, americana y demás. Conseguí recogerlo, pero desnudo como vino al mundo. Pues bien, la señora Rosa, que no decía nada cuando yo dormía con Arthur vestido, puso el grito en el cielo cuando quise llevármelo a la cama sin sus ropas, diciendo que a quién se le ocurre dormir con un paraguas. Cualquiera lo entiende.
Tenía algo de dinero ahorrado y volví a equipar a Arthur en el Marché aux Puces, donde tienen cosas que no están mal.
Pero entonces empezó a abandonarnos la suerte.
Mis giros, que últimamente habían estado llegando con irregularidad, saltándose algunos meses, pero llegando, se acabaron de golpe. Dos meses, tres y nada. Cuatro. Entonces le dije a la señora Rosa, sintiéndolo tanto que hasta me temblaba la voz:
—No tenga miedo, señora Rosa. Puede estar segura de que no voy a dejarla plantada sólo porque ya no reciba dinero.
Y cogí a Arthur y fui a sentarme en la acera, para no llorar delante de todo el mundo.
Porque hay que decir que estábamos en un buen aprieto. A la señora Rosa iba a llegarle pronto el límite de edad y ella lo sabía. La escalera con sus seis pisos se había convertido en su enemigo público número uno. Un día la mataría, estaba segura. Yo sabía que no valía la pena matarla, no había más que verla. Tenía unos pechos, un vientre y unas caderas que ya ni se distinguían, como un tonel. Cada vez teníamos menos críos a pensión, pues las chicas ya no se fiaban de la señora Rosa por su estado. Comprendían que no estaba para cuidar a nadie y preferían pagar más en casa de la señora Sophie o de mamá Aisha, en la calle d’Alger. Ganaban mucho y tenían la vida fácil. Las putas que la señora Rosa conocía personalmente habían desaparecido ya por el cambio de generación. Como en las aceras ya nadie la recomendaba, su reputación se iba perdiendo. Cuando todavía podía con sus piernas, se iba por los cafés de Pigalle y al mercado de Les Halles, donde las chicas se buscaban la vida, y se hacía un poco de publicidad, elogiando la calidad del alojamiento, la cocina culinaria y demás. Ahora ya no podía. Sus amigas habían desaparecido y ya no tenía referencias. Además, estaba la píldora legal para la protección de la infancia. Ahora había que quererlo verdaderamente. Cuando una tenía un crío, no había excusa, sabía lo que se hacía.
Tenía ya unos diez años y me tocaba a mí ayudar a la señora Rosa. También tenía que pensar en mi futuro, pues si me quedaba solo tendría que ir a parar a la Asistencia Pública sin remedio. No podía dormir pensando en ello y me pasaba las noches vigilando a la señora Rosa para ver si acaso se moría.
Traté de buscarme la vida. Me peinaba bien, me ponía perfume de la señora Rosa detrás de las orejas como hacía ella, y por las tardes me iba con Arthur a la calle Pigalle o a la calle Blanche, que también está bien. Allí siempre hay mujeres que se buscan la vida durante todo el día y algunas se me acercaban y decían:
—¡Qué hombrecito más guapo! ¿Trabaja por aquí tu mamá?
—No, todavía no tengo a nadie.
Me invitaban a una menta en el café de la calle Macé. Pero tenía que andarme con ojo, pues la policía va siempre detrás de los proxenetas, y ellas también, ya que no tienen derecho a echar el anzuelo. Siempre me hacían las mismas preguntas.
—¿Cuántos años tienes, guapo?
—Diez.
—¿Tienes mamá?
Les decía que no y lo sentía por la señora Rosa, pero ¡qué se le va a hacer! Había una sobre todo que estaba siempre muy cariñosa y de vez en cuando me metía un billete en el bolsillo al pasar. Llevaba minifalda y botas altas y era más joven que la señora Rosa. Tenía unos ojos muy dulces y una vez, después de mirarme bien, me cogió de la mano y nos fuimos a un café que ya no existe porque le echaron una bomba, el Panier.
—No estés ahí en la acera. No es lugar para un niño.
Me acariciaba el pelo para arreglármelo, pero yo sabía que era para acariciarme.
—¿Cómo te llamas?
—Momo.
—¿Dónde están tus padres, Momo?
—No tengo a nadie. ¿Qué se había figurado? Soy libre.
—Pero alguien te cuidará.
Yo seguía chupando mi naranjada, pues hay que andar con ojo.
—Podría hablar con ellos. Me gustaría ocuparme de ti. Te pondría en un estudio, estarías como un rey, no te faltaría de nada.
—Ya veremos.
Terminé la naranjada y bajé del taburete.
—Toma, tesoro, para caramelos.
Me puso un billete en el bolsillo. Cien francos. Tal como tengo el honor.
Volví dos o tres veces y ella siempre me sonreía, pero desde lejos, tristemente, porque no era para ella.
Por mala pata, la cajera del Panier era amiga de la señora Rosa de cuando las dos se buscaban la vida juntas y se lo contó a la vieja. ¡La escena de celos que armó! Nunca había visto a la judía de aquella manera. «¡Yo no te he criado para eso!», decía llorando. Lo repitió diez veces, llorando. Tuve que jurarle que no volvería por allí y que nunca sería proxeneta. Me dijo que todos eran unos chulos y que prefería morirse. Pero yo no veía qué otra cosa podía hacer, con diez años.
Lo que a mí siempre me ha llamado la atención es que las lágrimas estén previstas en el programa. Quiero decir que hayamos sido equipados para llorar. Había que pensarlo. Esto no lo hace un constructor que se respete.
Los giros seguían sin llegar y la señora Rosa empezó a echar mano de la Caja de Ahorros. Tenía guardados cuatro cuartos para la vejez, pero ahora sabía que ya no duraría mucho. No tenía cáncer, pero se deterioraba rápidamente. Hasta me habló por primera vez de mi madre y de mi padre, porque parece que eran dos. Fueron a dejarme una noche y mi madre se echó a llorar y salió corriendo. La señora Rosa me inscribió como Mohamed, musulmán, y les prometió que me trataría a cuerpo de rey. Después… La señora Rosa suspiraba y decía que no sabía más, pero sin mirarme a los ojos. Yo no sabía qué era lo que me ocultaba, pero por la noche tenía miedo. Nunca conseguí sonsacarla, ni siquiera cuando dejaron de llegar los giros y ella no tenía por qué guardarme consideraciones. Lo único que sabía era que probablemente tenía un padre y una madre, porque en eso la Naturaleza no tiene vuelta de hoja. Pero nunca iban a verme y la señora Rosa ponía cara de culpable y se callaba. Desde ahora les digo que nunca he visto a mi madre, no quiero que se hagan ilusiones. Un día en que me puse muy pesado, la señora Rosa inventó un cuento tan tonto que daba risa.
—A mí me parece que tu madre tenía prejuicios burgueses porque era de buena familia. No quería que supieras a qué oficio se dedicaba. Por eso se marchó, con el corazón destrozado y sollozando, para no volver más porque el prejuicio te hubiera producido un choque traumático, como exige la medicina.
Y se echó a llorar también ella. Hay que ver lo que le gustaban los cuentos. Creo que el doctor Katz tenía razón. Cuando se lo conté, él me dijo que las putas son muy sentimentales. Y lo mismo el señor Hamil, que ha leído a Victor Hugo y ha vivido más que cualquier persona de su edad y que me explicó sonriendo que las cosas no son blancas ni negras y que en lo blanco se esconde lo negro y en lo negro puede haber blanco. Y aún añadió, mirando al señor Driss, que acababa de servirle un té de menta: «Haga caso de mi experiencia». El señor Hamil es un gran hombre, pero las circunstancias no le han dejado serlo del todo.