Así pues, como ya he tenido el honor de decir, cuando la señora Rosa y yo volvimos de aquella visita del doctor Katz encontramos en casa al señor N’Da Amédée, que es el hombre mejor vestido que puedan imaginarse. Es el chulo y proxeneta más grande de todos los negros de París y viene a ver a la señora Rosa para que le escriba cartas para su familia. No quiere que nadie más se entere de que no sabe escribir. Llevaba un traje de seda rosa que se podía tocar, sombrero rosa y camisa rosa. La corbata también era rosa y todo aquel conjunto le hacía distinguirse. El señor N’Da había venido de Nigeria, que es uno de los muchos países que tienen en África, y se había hecho a sí mismo. Siempre lo decía. «Yo me he hecho a mí mismo», con su traje y sus anillos de brillantes. Llevaba uno en cada dedo y, cuando lo mataron en el Sena, le cortaron los dedos para quitarle los anillos porque era un ajuste de cuentas. Les digo esto ahora para ahorrarles después el mal rato. En vida tenía los mejores veinticinco metros de acera de Pigalle y se hacía la manicura también de color rosa. Se me había olvidado, también llevaba chaleco. Siempre estaba acariciándose el bigote con el dedo, como si quisiera ser cariñoso con él. Cada vez que iba a casa, le llevaba a la señora Rosa algún regalito para comer, pero ella prefería perfumes, pues tenía miedo de engordar todavía más. Nunca la vi oler mal, hasta mucho después. El perfume era lo que mejor le caía a la señora Rosa como regalo y tenía frascos y más frascos, pero nunca supe por qué se lo ponía sobre todo detrás de las orejas, como el perejil las terneras. El negro del que les hablo, el señor N’Da Amédée, en realidad era analfabeto porque se había hecho alguien demasiado pronto y no había tenido tiempo de ir a la escuela. No voy a repetir aquí toda la historia, pero los negros han sufrido mucho y hay que comprenderlos si se puede. Por eso el señor N’Da Amédée hacía escribir a la señora Rosa aquellas cartas que él mandaba a sus padres, cuyo nombre conocía, en Nigeria. El racismo ha sido algo terrible para aquellas gentes hasta que llegó la revolución, tuvieron un régimen y acabaron de sufrir. Yo no tengo quejas del racismo, de modo que no sé qué puedo esperar. Bueno, los negros deben de tener también sus defectos.

El señor N’Da Amédée se sentaba en la cama en la que dormíamos nosotros cuando no éramos más que tres o cuatro porque, si éramos más, algunos nos íbamos a dormir con la señora Rosa, o se quedaba de pie, con un pie encima de la cama mientras le explicaba a la señora Rosa lo que tenía que escribir a sus padres. El señor N’Da gesticulaba al hablar, se alteraba y hasta se enfadaba y se ponía hecho una fiera, no porque estuviera furioso, sino porque quería decir a sus padres más cosas de las que podía permitirse con sus cortos medios. La carta empezaba siempre con mi querido y venerado padre y, luego, el berrinche. Y es que tenía dentro cosas maravillosas que no podía decir, no disponía de efectivos y a cada palabra tenía que echar mano del oro y los diamantes. La señora Rosa le escribía unas cartas en las que decía que estaba estudiando de autodidacta para hacerse contratista de obras públicas, construir presas y ser un bienhechor para su país. Cuando ella se lo leía, él sentía un inmenso placer. Otras veces, la señora Rosa le hacía construir puentes, carreteras y todo lo que fuera necesario. A ella le gustaba verlo contento al oír todas las cosas que hacía en sus cartas y él siempre metía dinero en el sobre para que parecieran más verdad. El señor N’Da Amédée estaba encantado con su traje rosa de los Campos Elíseos y la señora Rosa decía después que cuando la escuchaba tenía ojos de creyente y que los negros de África, porque también los hay en otros sitios, siguen siendo lo mejor del género. Los creyentes de verdad son personas que creen en Dios, como el señor Hamil, que siempre estaba hablándome de Dios y me decía que éstas son cosas que uno tiene que aprender cuando es joven y capaz de aprender cualquier cosa.

El señor N’Da Amédée llevaba en la corbata un diamante que brillaba mucho. La señora Rosa decía que era auténtico, que no era falso, como se podía creer porque hay que desconfiar siempre. El abuelo materno de la señora Rosa era del ramo y ella había heredado ciertos conocimientos. El diamante quedaba debajo de la cara del señor N’Da Amédée, que brillaba también pero de modo distinto. La señora Rosa nunca se acordaba de lo que había puesto en la última carta para los padres de África, pero no importaba y decía que cuanto menos se tiene, más se quiere creer. Y el señor N’Da Amédée tampoco era complicado y, mientras sus padres estuvieran contentos, todo le era igual. A veces se olvidaba de ellos y decía lo que era y todo lo que esperaba ser y más. Nunca vi a nadie que pudiera hablar de sí mismo de aquel modo, como si lo que decía fuera posible. Gritaba que todos le respetaban y que él era el rey. «¡Sólo el rey!», gritaba, y la señora Rosa lo ponía en la carta, con los puentes, las presas y demás. Después me decía que el señor N’Da Amédée estaba michougué, que en judío quiere decir chiflado, y que era peligroso y había que seguirle la corriente para no tener líos. Al parecer ya había matado a varios hombres, pero todos negros que no tenían identidad, porque no eran franceses como los negros americanos y la policía no se interesa más que por los que tienen una existencia. Cualquier día se tropezaría con argelinos o con corsos y entonces ella tendría que escribir a sus padres una de esas cartas que no hacen gracia a nadie. No vayan a figurarse que los proxenetas no tienen también sus problemas como todo el mundo.

El señor N’Da Amédée venía siempre con dos guardaespaldas, porque no estaba muy seguro y necesitaba protegerse. Aquellos guardaespaldas tenían una pinta como para darles la comunión sin confesión, de lo que imponían. Uno era boxeador y había recibido tantos golpes en la jeta que todo se le había salido de su sitio. Tenía un ojo que no estaba a su altura, una nariz aplastada, unas cejas arrancadas por las interrupciones arbitrales del combate en el arco ciliar. El otro ojo tampoco estaba muy bien puesto, como si el golpe que le habían dado en uno hubiera hecho salir el otro hacia fuera. Pero tenía unos puños y, más todavía, unos brazos de aquí te espero. La señora Rosa me había dicho que cuando se sueña mucho se crece más deprisa. Bueno, los puños del tal señor Boro habrían estado soñando sin parar. Eran enormes.

El otro guardaespaldas todavía tenía la cara intacta, pero era una lástima. A mí no me gusta la gente que tiene una cara que siempre está cambiando, como si se le escurriera por todas partes, y que no tiene la misma expresión dos veces seguidas. A éstos se les llama hipócritas. Desde luego, sus motivos tendría, pero ¿quién no los tiene? Todo el mundo querría esconderse, pero les juro que aquel hombre tenía un aire tan falsificado que ponía los pelos de punta pensar lo que debía de estar ocultando. ¿Entienden lo que quiero decir? Y encima siempre estaba sonriéndome. No es verdad que los negros se coman a los niños, eso son cuentos de la China, pero a mí me parecía que al verme se le abría el apetito y, de todos modos, en África eran caníbales, y eso no hay quien se lo quite. Cuando pasaba por su lado, me cogía, me sentaba en sus rodillas y me decía que tenía un niño de mi edad y que le había comprado un sombrero y un revólver de cowboy, como los que a mí me gustaban. Una auténtica basura. Quizá tuviera algo bueno, como todo el mundo si se busca bien, pero a mí me ponía malo, con aquellos ojos que nunca iban por el mismo camino dos veces seguidas. Él debía figurárselo, porque un día hasta me llevó cacahuetes para disimular. Pero los cacahuetes no quieren decir nada. Un franco, tan sólo. Si creía que con eso iba a hacer un amigo se equivocaba, créanme. Cuento este detalle porque fue en circunstancias ajenas a mi voluntad como tuve otro ataque de violencia.

El señor N’Da Amédée iba siempre a hacer su dictado en domingo. Ese día las mujeres no se buscan la vida, es la tregua de los confiteros, y siempre había en casa una o dos que iban a buscar al crío para llevarlo a respirar al parque o a comer por ahí. Les aseguro que las mujeres que se buscan la vida pueden ser las mejores madres del mundo porque eso las hace pensar en otra cosa que no son los clientes y un crío siempre es algo que da un porvenir. También las hay que los abandonan y si te he visto no me acuerdo, pero eso no quiere decir que no estén muertas ni tengan sus excusas. Muchas no volvían a traer al niño hasta el día siguiente a mediodía para tenerlo a su lado el mayor tiempo posible antes de volver al trabajo. Así pues, aquel día en casa no estábamos más que los fijos, es decir, yo y Banania, que no pagaba desde hacía un año pero que seguía tan fresco. Moisés se había ido de prueba con una familia judía que quería asegurarse de que no tenía nada hereditario, como ya he tenido el honor, porque esto es lo primero que hay que ver antes de encariñarse con un chico, si no se quiere tener un disgusto. El doctor Katz le había hecho un certificado, pero aquella gente quería estar segura. Banania estaba más contento que de costumbre porque había descubierto que tenía pirulí y aquello era lo primero que le había pasado en la vida. Me dedicaba a aprender cosas que no entendía, pero que el señor Hamil me había escrito de su puño y letra y eso no tenía importancia. Aún puedo recitárselas, porque sé que a él le gustaría: Elli habb Allah la ibri ghirhu subhân ad daîm la iazul… Quiere decir que el que ama a Dios no ama más que a Él. Yo quería algo más, pero el señor Hamil me hacía estudiar mi religión porque, aunque me quedara en Francia hasta la hora de mi muerte, como el mismo señor Hamil, debía recordar siempre que tenía un país y vale más eso que nada. Mi país debía de ser algo así como Marruecos o Argelia, aunque yo no figurase en ningún sitio desde el punto de vista documental. La señora Rosa estaba segura de eso y no me educaba como árabe por gusto. Decía también que esto no contaba para ella, que todo el mundo es igual cuando está en la mierda y que si los judíos y los árabes se atizaban no era porque los judíos y los árabes fueran distintos de los demás, sino que eso lo hacía precisamente la fraternidad, excepto quizás entre los alemanes, donde la cosa cambia. Olvidaba decirles que la señora Rosa tenía un gran retrato del señor Hitler debajo de la cama y cuando se sentía desgraciada y no sabía a qué santo encomendarse, sacaba el retrato, lo miraba y en seguida se sentía mejor. Algo es algo.

Puedo decir en descargo de la señora Rosa como judía que era una santa. Desde luego, siempre nos daba de comer lo más barato y conmigo se ponía muy pesada con lo del ramadán. Veinte días sin comer, figúrense, para ella era una ganga, de modo que cuando llegaba el verdadero ramadán tomaba aires de triunfo y yo me quedaba sin el gefillte fisch que ella preparaba. Mucho respeto para las creencias de los demás, pero ella, la muy zorra, comía jamón. Y cuando yo le decía que aquello del jamón no estaba bien, se reía sin dar explicaciones. No podía impedir que se saliera con la suya durante el ramadán y tenía que robar algo en los mostradores de las tiendas en un barrio donde no supieran que era árabe.

Como les decía, era domingo y la señora Rosa se había pasado la mañana llorando. Tenía días en los que no hacía más que llorar sin más ni más. Entonces era mejor no marearla, porque aquéllos eran sus mejores momentos. También recuerdo que aquella mañana el vietnamita había recibido unos azotes porque siempre estaba escondiéndose debajo de la cama cuando llamaban a la puerta. En los tres años que llevaba sin tener a nadie, había cambiado de familia veinte veces y ya empezaba a estar harto. No sé qué habrá sido de él, un día voy a ver si me entero. Por lo demás, a nadie le hacía gracia oír sonar el timbre porque todos temíamos que fuera una inspección de la Asistencia Pública. La señora Rosa tenía todos los papeles falsos que pudiera necesitar, se los hacía un judío amigo suyo que no se dedicaba a otra cosa desde que había vuelto vivo de Alemania. Además, no recuerdo si ya lo he dicho, pero también la protegía un comisario de policía al que ella había criado mientras la madre decía que hacía de peluquera en provincias, pero nunca faltan los envidiosos y ella temía que la denunciaran. Además, el timbre de la puerta la había despertado una vez a las seis de la mañana y se la habían llevado a un velódromo y, de allí, a los hornos judíos de Alemania. Así estábamos cuando llegó el señor N’Da Amédée con sus dos guardaespaldas, a lo de la carta, con el cara de hipócrita al que nadie podía tragar. No sé por qué le había tomado tanta ojeriza. Sería porque yo tenía nueve o diez años y, como todo el mundo, ya necesitaba tener alguien a quien odiar.

El señor N’Da Amédée había puesto un pie encima de la cama y fumaba un gran cigarro que lo llenaba todo de ceniza, sin reparar en gastos. De entrada, quería decir a sus padres que pensaba regresar pronto a Nigeria para vivir como un señor. Ahora me parece que él mismo lo creía así. Muchas veces me he dado cuenta de que la gente llega a creer lo que dice, que lo necesita para poder vivir. No lo digo para dármelas de filósofo, sino porque lo creo realmente.

Olvidaba decirles que el comisario de policía que era hijo de puta lo sabía todo y lo había perdonado todo. A veces iba a ver a la señora Rosa y le daba un beso con la condición de que ella tuviera la boca cerrada. Es lo que dice el señor Hamil, que bien está lo que bien acaba. Lo cuento para poner un poco de humor.

Mientras el señor N’Da Amédée hablaba, el guardaespaldas de la izquierda estaba sentado en una butaca limpiándose las uñas y el otro parecía distraído. Yo iba a salir a mear cuando el segundo, ese que les decía, me cogió y me sentó en sus rodillas. Se me quedó mirando, sonrió y hasta se echó el sombrero para atrás y me dijo más o menos.

—Tú me recuerdas a mi hijo, Momo. Ahora está de vacaciones con su mamá, en Niza. Vuelven mañana. Mañana es su cumpleaños y vamos a regalarle una bicicleta. Puedes ir a casa cuando quieras para jugar con él.

No sé lo que me pasó entonces, pero yo llevaba ya muchos años sin madre ni padre y, desde luego, sin bicicleta, y aquel tío me reventaba. Bueno, ya ven a lo que me refiero. En fin, inch’Allah, pero esto no es cierto, lo digo sólo porque soy buen musulmán. Aquello me puso malo, me dio muy fuerte, fue terrible. Me venía de dentro, lo que es peor. Cuando viene de fuera, como los puntapiés en el culo, uno puede largarse. Pero de dentro no se puede. Cuando me da el ataque quisiera marcharme para no volver. Es como si dentro de mí tuviera un habitante. Doy alaridos, me tiro al suelo, me golpeo la cabeza para salir, pero no es posible. Uno no tiene piernas, uno no tiene piernas en el interior. Me hace bien hablar de ello. Es como si saliera un poco. ¿Entienden ustedes qué quiero decir?

Bueno, cuando me hube desahogado y ellos se fueron, la señora Rosa me llevó inmediatamente a casa del doctor Katz. Estaba medio muerta de miedo y le dijo que yo tenía todos los signos hereditarios y que era capaz de coger un cuchillo y matarla mientras dormía. No sé por qué, la señora Rosa siempre tenía miedo de que la mataran mientras dormía, como si eso pudiera quitarle el sueño. El doctor Katz se puso furioso y le dijo que yo era un pobre corderito y que si no le daba vergüenza decir esas cosas. Le prescribió unos tranquilizantes que sacó de un cajón y volvimos a casa cogidos de la mano. Me pareció que le pesaba haberme acusado por nada. Pero hay que comprenderla. La vida era lo único que le quedaba. La gente quiere la vida más que a nada y es hasta gracioso cuando piensa uno en todas las cosas bonitas que hay en el mundo.