En casa encontramos al señor N’Da Amédée, el chulo al que se llama también proxeneta. Si conocen ustedes el barrio sabrán que está lleno de autóctonos, todos venidos de África, como su nombre indica. Tienen varios hogares, llamados también tugurios, donde carecen de los productos de primera necesidad, como la higiene o la calefacción del municipio de París, que no llega hasta allí. Hay hogares de negros en los que viven ciento veinte, ocho en cada habitación y con un solo retrete abajo, y, claro, ellos se desperdigan por aquí y por allá porque hay cosas que no pueden esperar. Antes de nacer yo había barracas, pero Francia las mandó destruir para que no se vieran. La señora Rosa contaba que en Aubervilliers había un hogar en el que se asfixiaba a los senegaleses con estufas de carbón, metiéndolos a todos en una habitación con las ventanas cerradas y al día siguiente estaban todos muertos. Amanecían asfixiados por las malas influencias que salían de la estufa mientras ellos dormían el sueño de los justos. Iba muchas veces a verlos a la casa de al lado, en la calle Bisson, y siempre era bien recibido. Casi todos eran musulmanes como yo, pero no era por eso. Me parece que les gustaba ver a un crío de nueve años que aún no tenía ninguna idea en la cabeza. Los viejos siempre tienen ideas en la cabeza. Por ejemplo, no es verdad que todos los negros sean iguales.

La señora Sambor, que les hacía la comida, no se parecía en nada al señor Dia para el que estuviera acostumbrado a la negrura. El señor Dia no hacía ninguna gracia. Tenía unos ojos que daban miedo. Siempre estaba leyendo. También tenía una navaja barbera así de larga que cuando se apretaba un chirimbolo no se cerraba. La usaba para afeitarse, pero ya ya. En el hogar eran cincuenta y todos le obedecían. Cuando no leía, hacía ejercicios por el suelo para ser el más fuerte. Era muy robusto, pero no le bastaba. Yo no comprendía por qué un señor tan fornido hacía tantos esfuerzos para serlo más todavía. Nunca se lo pregunté, pero me figuro que no debía sentirse lo bastante robusto para todo lo que quería hacer. A mí a veces también me dan ganas de reventar, de tan fuerte como me gustaría ser. Hay momentos en los que sueño con ser un poli y no tenerle miedo a nada ni a nadie. Me pasaba el día rondando por la comisaría de la calle Deudon, pero sin esperanza porque sabía que con nueve años no se puede, todavía es uno muy minoritario. Soñaba con ser poli porque los polis tienen la fuerza de seguridad. Yo creía que eso era lo más fuerte, no sabía que existieran comisarios de policía y pensaba que todo quedaba allí. Hasta mucho después no supe que había algo mejor, pero nunca pude subir hasta el prefecto de policía. Eso rebasaba mi imaginación. Tendría yo ocho, nueve o diez años y me daba mucho miedo encontrarme solo en el mundo. Cada vez se cansaba más la señora Rosa subiendo los seis pisos, y yo me sentía más pequeño y tenía más miedo.

También lo de mi fecha de nacimiento me mosqueaba, sobre todo cuando me sacaron de la escuela diciendo que era demasiado joven para mi edad. De todos modos, aquello no tenía importancia porque el certificado que decía que yo había nacido y que estaba en regla era falso. Como les decía, la señora Rosa tenía muchos certificados en casa y si a la policía le daba por hacer pesquisas hasta podía demostrar que ella no había sido judía desde hacía varias generaciones. Se había protegido por todos lados desde que la policía francesa, que surtía a los alemanes, la había cogido desprevenida y la había metido en un velódromo para judíos. Luego la transportaron a un horno judío de Alemania donde los quemaban. Tenía siempre miedo, pero no como todo el mundo, sino más.

Una noche la oí gritar mientras dormía. Me desperté y vi que se levantaba. En la casa había dos dormitorios y ella tenía uno para ella sola, menos cuando había aglomeración y entonces Moisés y yo dormíamos en su cuarto. Es lo que ocurría aquella noche, pero Moisés no estaba. Se había ido con una familia judía que no tenía niños y se lo habían llevado para ver si era bueno para adoptar. Lo devolvieron en seguida por lo mucho que él se esforzaba en caerles bien. Tenían un colmado kasher en la calle Tienné.

Los gritos de la señora Rosa me despertaron. Ella encendió la luz y yo abrí un ojo. Le temblaba la cara y parecía que estuviera viendo alguna cosa. Se levantó de la cama, se puso la bata y cogió una llave que estaba escondida debajo del armario. Cuando se agacha tiene el culo todavía más grande que de costumbre.

Abrió la puerta y empezó a bajar la escalera. Yo la seguí porque ella tenía tanto miedo que yo no me atrevía a quedarme solo.

La señora Rosa bajaba la escalera unas veces con luz y otras a oscuras. El interruptor automático se apaga en seguida por cuestiones económicas, el administrador es un cerdo. Una de las veces que se apagó la luz, la encendí yo, como un cateto, y la señora Rosa, que estaba un piso más abajo, dio un grito porque creyó que había allí una presencia humana. Miró hacia arriba y hacia abajo y siguió bajando, y yo también, pero ya no volví a tocar el interruptor, pues con eso pasábamos miedo los dos. Yo no sabía lo que ocurría, aún menos que de costumbre, y esto siempre da miedo. Me temblaban las rodillas y era terrible ver a aquella judía bajando la escalera con argucias de sioux, como si aquello estuviera lleno de enemigos o algo peor.

Cuando llegó abajo, en vez de salir a la calle, se metió por la escalera del sótano, donde no hay luz y está siempre a oscuras, hasta en verano. La señora Rosa nos tenía prohibido bajar allí porque en los sótanos es donde se estrangula siempre a los niños. Al verla bajar aquella escalera creí que de verdad estaba loca, y a punto estuve de correr a despertar al doctor Katz. Pero tenía tanto miedo que preferí quedarme quieto. Estaba seguro de que si me movía aquello se llenaría de monstruos que saldrían de repente aullando y saltando sobre mí, en vez de seguir escondidos como estaban desde que yo había nacido.

Entonces distinguí un poco de luz. Venía del sótano y eso me tranquilizó un poco. Los monstruos no acostumbran a encender luces. A ellos les va mejor la oscuridad.

Bajé al corredor, que olía a meados y a cosas peores porque en la casa de los negros de al lado no había más que un retrete para cien y cada uno lo hacía donde podía. El sótano estaba dividido en varios cuartos y una de las puertas estaba abierta. La señora Rosa estaba dentro y de allí venía la luz. Miré.

En el centro había una butaca hundida, roñosa y coja y en ella se había sentado la señora Rosa. De las paredes salían unas piedras como dientes y parecía que se reían con guasa. Sobre una cómoda había un candelabro judío, con una vela encendida. Me extrañó ver una cama que estaba para tirar pero que tenía su colchón, mantas y almohadas. Había también sacos de patatas, un hornillo, unos bidones y unas cajas de cartón llenas de sardinas. Estaba tan asombrado que se me había pasado el miedo, pero como tenía el culo al aire empezaba a sentir frío.

La señora Rosa se quedó sentada un momento en la butaca destripada, sonriendo contenta. Tenía un aire de malicia y hasta de triunfo. Era como si hubiera hecho algo astuto y grande. Después se levantó, cogió una escoba de un rincón y se puso a barrer. Y no era entonces cosa de barrer con todo aquel polvo que se levantaba, que era malo para su asma. En seguida empezó a costarle trabajo respirar y había que oír cómo le silbaban los bronquios, pero ella seguía barriendo y no había nadie que pudiera decírselo, sólo yo, porque a los demás les importaba un rábano. Desde luego, le pagaban para que me cuidara y lo único que teníamos en común era que ninguno de los dos teníamos a nadie, pero para su asma nada peor que el polvo. Después dejó la escoba y trató de apagar la vela soplando, pero, a pesar de sus dimensiones, no tenía bastante aire. Se mojó los dedos con la lengua y así apagó la vela. Me largué en seguida. Sabía que había terminado y que ahora subiría.

Bueno, yo no entendía nada, pero aquello sólo era una cosa más. No sabía qué satisfacción podía darle bajar más de seis pisos a medianoche para sentarse en el sótano con aire malicioso.

Cuando subió, ella no tenía miedo ni yo tampoco, porque se contagia. Nos dormimos uno al lado del otro con el sueño de los justos. Lo he pensado bien y me parece que el señor Hamil se equivoca cuando dice eso. Creo que los que mejor duermen son los injustos porque todo les importa un bledo, mientras que los justos no pueden pegar ojo y por cualquier cosa se dan mala sangre. Si no, no serían justos. El señor Hamil tiene unas expresiones muy suyas como «haga caso de mi experiencia» y «tengo el honor de decirle» y otras muchas que me gustan y me hacen pensar en él. Era un hombre de lo mejor. Me enseñaba a escribir «la lengua de mis antepasados». Él decía siempre «antepasados» porque de mis padres no quería hablarme. Me hacía leer el Corán porque la señora Rosa decía que eso era bueno para los árabes. Cuando le preguntaba cómo sabía que me llamaba Mohamed y que era musulmán, si no tenía padres ni ningún documento que lo demostrara, se enfadaba y me decía que un día, cuando fuera mayor y fuerte, me explicaría esas cosas y que no quería causarme una terrible impresión siendo todavía una criatura sensible. Siempre decía que lo primero que hay que cuidar en los niños es la sensibilidad. Sin embargo, a mí me daba igual saber que mi madre era de las que se buscan la vida. Si la conociera, la habría querido, habría sido para ella un buen proxeneta, como el señor N’Da Amédée, del que más adelante tendré el honor de hablarles. Yo estaba contento de tener a la señora Rosa, pero si podía tener a alguien mejor y más mío, no iba a decir que no, ¡mierda! Aunque tuviera una madre verdadera a quien cuidar, también podría ocuparme de la señora Rosa. El señor N’Da protege a varias mujeres.

Si la señora Rosa sabía que yo era Mohamed y musulmán es que yo tenía un origen, algo. Quería saber dónde estaba mi madre y por qué no iba a verme. Pero entonces la señora Rosa se echaba a llorar y decía que yo no tenía gratitud, que no sentía nada por ella y quería a otra. Lo dejaba correr. Bueno, yo sabía que hay siempre un misterio cuando una mujer que se busca la vida tiene un crío del que no ha podido librarse a tiempo con la higiene y que eso trae consigo lo que se llama hijos de puta, pero era gracioso que la señora Rosa estuviera tan segura de que yo era Mohamed y musulmán. Seguro que no lo había inventado para darme gusto. Se lo dijo al señor Hamil un día en que me contaba la vida de Sidi Abderramán, que es el patrón de Argel.

El señor Hamil es de Argel y hace treinta años fue en peregrinación a La Meca. Su santo preferido es Sidi Abderramán de Argel porque, como dice él, lo de la tierra siempre tira. Pero, además, tiene una alfombra con el retrato de otro paisano suyo, Sidi Uali Dada, que está sentado en su alfombra de oración tirada por peces. Puede parecer poco serio el que unos peces arrastren una alfombra por los aires, pero son cosas de la religión.

—Señor Hamil, ¿cómo es que me llamo Mohamed y soy musulmán si no tengo nada que lo demuestre?

El señor Hamil levanta siempre una mano cuando quiere decir que se haga la voluntad de Dios.

—Te entregaron a la señora Rosa cuando eras muy pequeño y ella no lleva un registro civil. Desde entonces le han entregado y ha visto partir a muchos niños, Mohamed. Debe guardar el secreto profesional, porque hay señoras que exigen discreción. Le dijeron que te llamabas Mohamed y por lo tanto eres musulmán, y desde entonces el autor de tus días no ha vuelto a dar señales de vida. La única señal de vida que dio eres tú, Mohamed. Y eres un chico muy guapo. Hemos de suponer que tu padre murió durante la guerra de Argelia, que es algo hermoso y grande, y que es un héroe de la independencia.

—Señor Hamil, yo hubiera preferido tener un padre que tener un héroe. Hubiera tenido que ser un buen proxeneta y ocuparse de mi madre.

—No digas esas cosas, Mohamed. Hay que pensar también en los yugoslavos y en los corsos. Todo nos lo cuelgan a nosotros. Es difícil educar a un niño en este barrio.

Pero a mí me parecía que el señor Hamil sabía algo y que se lo callaba. Era muy buena persona y de no haber sido toda su vida vendedor ambulante de alfombras hubiera podido ser alguien importante y hasta quizá podría haberse sentado él en una alfombra tirada por peces, como aquel otro santo del Magreb, Sidi Uali Dada.

—¿Y por qué me echaron de la escuela, señor Hamil? La señora Rosa me dijo que porque era demasiado joven para mi edad, después porque era demasiado mayor para mi edad y después porque no tenía la edad que había de tener. Luego me llevó a casa del doctor Katz, que le dijo que quizá yo sería muy diferente, como un gran poeta.

El señor Hamil parecía muy triste. Era por sus ojos. En los ojos es siempre donde la gente más triste está.

—Tú eres un niño muy sensible, Mohamed. Eso te hace distinto de los demás…

Sonrió.

—No es la sensibilidad lo que hoy en día mata a las personas.

—¿Es que mi padre fue un gran bandido y todos tienen miedo hasta de hablar de él?

—No, Mohamed. Yo nunca oí decir tal cosa.

—¿Y qué es lo que ha oído decir, señor Hamil?

Él bajó los ojos y suspiró.

—Nada.

—¿Nada?

—Nada.

Siempre lo mismo tratándose de mí. Nada.

La lección había terminado y el señor Hamil se puso a hablar de Niza, que es el relato que más me gusta. Cuando habla de los payasos que bailan por la calle y de los gigantes que ríen sentados en las carrozas yo me siento como en mi casa. También me gustan los bosques de mimosas que hay allí y las palmeras y los pájaros blancos que baten las alas como aplaudiendo, de contentos que están. Un día convencí a Moisés y a otro chico que se llamaba de otra manera para que vinieran andando conmigo a Niza para vivir en el bosque de mimosas de lo que cazáramos. Y una mañana nos fuimos y llegamos hasta la plaza Pigalle, pero nos dio miedo estar lejos de casa y regresamos. La señora Rosa creyó que se volvía loca, pero ella dice siempre eso para explicarse.