Aquel perro fue una verdadera desgracia para mí. Me puse a quererlo a más no poder. Y los demás también, menos Banania, al que tenía sin cuidado pues siempre estaba contento sin más ni más. Nunca he visto un negro contento con motivo. Yo iba siempre con el perro a cuestas y no acertaba a encontrarle un nombre. Cuando pensaba llamarle Tarzán o Zorro me parecía que tenía que haber algún otro nombre mejor esperando, un nombre que no tuviese nadie. Por fin me decidí por Super, pero con todas las reservas para cambiarlo si se me ocurría otro nombre mejor. Yo tenía grandes excedentes acumulados y se lo di todo a Super. No sé lo que hubiera hecho sin él, era verdaderamente urgente y puede que hubiera acabado en chirona. Cuando lo sacaba a la calle me sentía alguien, pues yo era todo lo que él tenía en el mundo. Tanto lo quería que lo di. Tenía unos nueve años y a esa edad ya se piensa, salvo quizá cuando uno es feliz. Hay que decir también, sin ánimo de ofender, que vivir en casa de la señora Rosa era triste, incluso estando acostumbrado. Así pues, cuando Super empezó a crecer para mí en el aspecto sentimental, quise darle una buena vida, que es lo que hubiera hecho para mí, de haber podido. Hay que tener presente que no era un cualquiera, sino un caniche. Aquella señora dijo que era un perrito muy mono y me preguntó si era mío y si se lo vendería. Yo andaba mal vestido, mi cara no es de por aquí, del país, y ella veía que el perro era otra cosa.

Le vendí a Super por quinientos francos y para él era realmente un cambio ventajoso. Le pedí quinientos francos a la buena mujer porque quería estar seguro de que contaba con medios. Acerté porque tenía hasta coche con chófer y en seguida metió dentro a Super, por si yo tenía padres que pudieran protestar. Y ahora, aunque no me crean, les diré que cogí los quinientos francos y los tiré a una alcantarilla. Después me senté en la acera y me puse a llorar como un borrego desesperado, apretándome los ojos con los puños, pero feliz. En casa de la señora Rosa no había seguridad, todos vivíamos pendientes de un hilo, con la vieja enferma, sin dinero y con la amenaza de la Asistencia Pública. No era vida para un perro.

Cuando volví a casa y le dije a la señora Rosa que había vendido a Super por quinientos francos y había tirado el dinero por la alcantarilla, se puso morada, me miró con horror y corrió a encerrarse en su cuarto dando dos vueltas de llave. Desde entonces, siempre se encerraba para dormir, por miedo a que yo le cortara el cuello. Los otros chiquillos armaron la gorda cuando lo supieron, y es que ellos no querían de verdad a Super, sino sólo para jugar.

Éramos un montón de chicos. Siete u ocho. Estaba Salima, a la que su madre consiguió salvar cuando los vecinos la denunciaron por puta callejera y le cayó una inspección de la Asistencia Social por indignidad. Tuvo que interrumpir al cliente y cogió a Salima, que estaba en la cocina, y la sacó por la ventana al patio. La chiquilla estuvo toda la noche escondida en un cubo de la basura. Llegó a casa de la señora Rosa por la mañana, histérica y con la niña oliendo a diablos. Estaba también Antoine, de paso, que era un francés de verdad, el único, y todos le mirábamos mucho para ver cómo era. Pero no tenía más que dos años y no había mucho que ver. Y no me acuerdo quién más, pues siempre estaban cambiando, con las madres que venían a buscar a sus críos. La señora Rosa decía que las mujeres que se buscan la vida no tienen suficiente apoyo moral porque los proxenetas ya no saben ejercer su oficio como es debido y ellas necesitan a sus hijos para tener una buena razón para vivir. Volvían cuando tenían un momento o cuando habían cogido una enfermedad y se iban al campo con el crío para aprovechar.

Nunca he comprendido por qué no se permite a las putas catalogadas educar a sus hijos; las otras no se molestarían. La señora Rosa pensaba que es por la importancia que en Francia se da al culo, más que en otros sitios. Aquí tiene unas proporciones que quien no lo haya visto no se lo puede imaginar. La señora Rosa decía que el culo es lo más importante que tienen en Francia, después de Luis XIV, y que por eso las prostitutas, como se las llama, son perseguidas, pues las mujeres decentes lo quieren todo para ellas solas. He visto llorar en casa a madres que habían sido denunciadas a la policía por tener un crío con aquel oficio y estaban muertas de miedo. La señora Rosa las tranquilizaba, les explicaba que tenía a un comisario de Policía que también era hijo de una puta que la protegía y que conocía a un judío que le hacía unos papeles falsos que nadie lo diría, de lo auténticos que eran. Al judío nunca lo vi, porque la señora Rosa lo tenía escondido. Se habían conocido en un horno judío en Alemania en el que no fueron exterminados por equivocación y habían jurado que nunca más volverían a dejarse coger. El judío vivía en alguna parte, en uno de los barrios franceses, haciéndose papeles falsos como un loco. Gracias a él, la señora Rosa tenía unos documentos que decían que ella era otra persona, como todo el mundo. Decía que con aquello ni los israelíes hubieran podido probar nada contra ella. Desde luego, tranquila del todo no estaba, porque para eso hay que estar muerto. En la vida siempre se tiene pánico.

Como les decía, los chicos estuvieron berreando durante horas cuando yo di a Super para asegurar su porvenir porque en casa no tenía ninguno. Lloraron todos menos Banania, que, como siempre, estaba tan campante. Cuando les digo que aquel granuja no era de este mundo… Tenía ya cuatro años y todavía estaba contento. Lo primero que la señora Rosa hizo al día siguiente fue llevarme a casa del doctor Katz para ver si tenía algo malo.

Quería que me sacaran sangre por si estaba sifilítico, como árabe que era. Pero el doctor Katz se puso hecho una fiera y hasta le temblaba la barba, porque olvidaba decirles que tenía barba. Le gritó a la señora Rosa que era una no sé qué de una casa y que aquello eran cuentos de la China. Por lo visto, eso de los cuentos de la China viene de cuando los judíos del ramo de la confección no drogaban a las mujeres blancas para enviarlas a los burdeles y todo el mundo la tenía tomada con ellos. Siempre dan que hablar por nada.

Pero la señora Rosa seguía intranquila.

—¿Qué ha pasado exactamente?

—Que esta criatura ha cogido quinientos francos y los ha tirado a una alcantarilla.

—¿Es su primera crisis de violencia?

La señora Rosa me miraba sin contestar y yo estaba muy triste. Nunca me gustó hacer sufrir a la gente porque soy un filósofo. Detrás del doctor Katz, encima de una chimenea, había un barco de vela y, como me sentía muy desgraciado y quería irme lejos, muy lejos de allí y lejos de mí, subí a bordo, me puse a hacerlo volar y crucé océanos con mano firme. Creo que fue entonces, a bordo del velero del doctor Katz, la primera vez que me fui lejos. En realidad, no puedo decir que antes de aquello yo fuera un niño. Y aun ahora, cuando quiero, puedo embarcarme en el velero del doctor Katz y marcharme solo muy lejos. Nunca se lo he dicho a nadie y siempre hago como que sigo aquí.

—Doctor, hágame el favor de mirar bien a esta criatura. Usted me ha prohibido las emociones fuertes por mi corazón y él va y vende lo que más quería en el mundo y tira quinientos francos a una alcantarilla. Esto no lo hacían ni en Auschwitz.

El doctor Katz era bien conocido de todos los judíos y árabes de la calle Bisson por su caridad cristiana y visitaba a todo el mundo de la mañana a la noche y hasta más tarde. Guardo de él muy buen recuerdo. Su casa era el único lugar en el que oía hablar de mí y en el que se me miraba como si fuera algo importante. Iba muchas veces yo solo, no porque estuviera enfermo, sino para sentarme en la sala de espera. Allí me pasaba un buen rato. Él veía que no había ido para nada y que estaba ocupando una silla, cuando había tanta miseria en el mundo, pero siempre me sonreía muy cariñoso y no se enfadaba. Mirándolo, muchas veces pensé que si yo hubiera tenido un padre sería el doctor Katz el que habría escogido.

—Quería a ese perro a rabiar, dormía abrazado a él, ¿y qué es lo que hace? Va y lo vende y tira el dinero. Esta criatura no es como todo el mundo, doctor. Me da miedo que pueda haber casos de locura repentina en su familia.

—Puedo asegurarle que no pasará nada, absolutamente nada, señora Rosa.

Yo me eché a llorar. Sabía muy bien que no pasaría nada, pero era la primera vez que oía decirlo claramente.

—No hay motivo para llorar, Mohamed. Pero puedes llorar si eso te hace bien. ¿Llora mucho?

—Nunca. No llora nunca. Y, a pesar de todo, Dios sabe lo que me hace sufrir.

—Pues ya ve que esto va mejor —dijo el doctor—. Está llorando. Se desarrolla normalmente. Ha hecho usted muy bien en traérmelo, señora Rosa. Voy a recetarle un tranquilizante. A usted lo único que le pasa es que padece ansiedad.

—Para ocuparse de los niños hace falta mucha ansiedad, doctor. Si no, se convierten en unos granujas.

Al salir, íbamos cogidos de la mano. A la señora Rosa le gusta que la vean acompañada. Cuando tiene que salir, pasa mucho rato arreglándose. Y es que como ha sido mujer todavía le queda algo. Se maquilla mucho, pero a su edad ya no sirve de nada querer disimular. Tiene cara de rana vieja y judía, con gafas y asma. Cuando sube la escalera con la compra, se para a cada momento y dice que cualquier día caerá muerta a mitad del camino, como si fuera tan importante acabar de subir los seis pisos.