Su madre le aconsejaba: «Sé duro, sé fuerte» pero Romain Gary fue tan vitalista como melancólico y, de una vida tan excesiva como sus novelas, recibió al final la condición de desventura. Fue fugitivo de la Rusia de los zares en un vagón para ganado, ardoroso aprendiz de escritor, piloto más que osado en la Segunda Guerra Mundial, gaullista que irritaba a De Gaulle, diplomático inusual, eslavo brumoso, portavoz de Francia en la ONU, novelista que irrumpe en la escena del éxito mundial con el premio Goncourt por Las raíces del cielo en 1956, cónsul general que conquista Los Ángeles a bordo de un Buick descapotable, judío nostálgico, «dandy» estoico que se compraba las botas en un zapatero chino de la isla Mauricio, reportero de lujo, marido de aquella Jean Seberg que fuera Juana de Arco y pregonó el Herald Tribune por las calles de París en Al final de la escapada, guionista afamado y luego director en Hollywood: si su vida fue novelesca, sus novelas también iban a tener la profusión y el aliento de quien luchaba contra la fatalidad sin dejar de buscar una cierta grandeza.
Se llamaba Roman Kacew y había nacido en Moscú, en 1914. Decía que había pensado en ruso, luego en polaco, después en francés y finalmente en inglés. Su cazadora de aviador que recibiera la Cruz de la Liberación era el mejor recuerdo de una vida algo zíngara y grandilocuente, con lances de honor, bufonadas devastadoras, alegatos tumultuosos, réplicas contundentes y la pasión de escribir donde sea y como fuera. Tuvo la ocurrencia de defender algunos ideales —no sin teatralizarse en el empeño— en época poco propicia y su humanismo algo clamoroso no fue del todo comprendido en la era de la suspicacia. Al final, en 1980, en un día de fina lluvia, Gary se disparó un tiro en la boca con un revólver Smith & Wesson.
Se supo luego que Gary también quiso ser Émile Ajar y la historia de este seudónimo pertenece a una de las páginas más paradójicas y rocambolescas de la literatura francesa. A Gary no le gustaban los críticos literarios de su país y mantuvo más de un combate con los que, además de reprocharle reiteraciones de estilo y mala gramática, le negaban todo mérito literario en nombre de aquellas corrientes literarias contra las que Gary braceaba río arriba. Aquel diplomático tan impropio del Quai d’Orsay que —según dice la leyenda— aprovechaba la pausa del almuerzo para escribir novelas en su pequeño estudio, sentado en el bidé, creía en la «novela total» —vasta, poblada de amores, de peripecias y personajes— en oposición a la «novela totalitaria francesa» que era el «nouveau roman». Como contador de historias e inventor de mundos, Gary no soportaba verse tarifado y clasificado por la crítica. Por eso recurrió al juego de máscaras de los seudónimos. En 1958 firmó como Fosco Sinibaldi El hombre de la paloma pero sólo vendió quinientos ejemplares. Luego firmó como Shatan Bogat Las cabezas de Stéphanie, sin mucho éxito. Fue Émile Ajar el seudónimo que le resultó más fructífero, primero en 1974 con la novela Gros-Câlin —cuyo protagonista no tiene otra compañía y consuelo que su serpiente pitón— y sobre todo con La vida ante sí un año después.
Toda la trama del enigma Ajar tiene las características de una conspiración muy precisa. Fue una soberbia mistificación que tuvo su origen en la casa que Gary tenía en el Puerto de Andratx en Mallorca, vecina de la de Peter Ustinov. El primer cómplice de Gary iba a ser el industrial Pierre Michaut. A inicios de 1974, desde Río de Janeiro, Pierre Michaut hizo llegar el manuscrito de un tal Émile Ajar a la editorial Gallimard. El riguroso comité de lectura de la casa aprobó aquella novela que luego sería Gros-Câlin —aunque Queneau, patafísico y autor de Zazie en el metro, prima hermana del Momo de La vida ante sí, no votó a favor—. Llegará el momento en que Michaut tenga que explicarle a Gallimard quién es ese Ajar que comienza a escribir novelas, y le presenta como francés de Orán, médico y amigo de Albert Camus durante la Segunda Guerra Mundial, que tiene un asunto pendiente con la justicia francesa; Ajar habría sobrevivido a duras penas en Brasil para luego conocer a una mujer suiza que podría rehacer su vida de nuevo en la vieja Europa. El manuscrito de Ajar pasa a la editorial filial de Gallimard, Mercure de France, y se publica en otoño: los críticos más reticentes a la literatura de Gary celebran Gros-Câlin como libro gracioso y patético, emotivo y cómico. El escenario estaba a punto para que la mistificación de Gary pasara al segundo acto: con La vida ante sí, Ajar fue el clamoroso éxito de la rentrée y pronto estuvo en la lista de novelas seleccionadas por los jurados de todos los premios. Ganaría el Goncourt, como Gary ya lo había obtenido casi veinte años antes con Las raíces del cielo.
En algún momento, aquel Émile Ajar tenía que hacer aparición para recibir los saludos de la crítica y el homenaje del público: así entra en escena Paul Pavlowitch, hijo de Dinah —una prima hermana de Gary— a quien Gary había pagado los estudios. Lo que ocurrió fue que Paul Pavlowitch, con su gran bigote negro y un algo de genio perezoso, recibió en Copenhague a un periodista de Le Monde y luego —como si excederse en sus atribuciones fuera, con todo, otro deber de lo novelesco— le prestó su propia biografía a la entelequia de Ajar y dio su foto a la prensa. Ya en París, Paul Pavlowitch se hospedó en casa del verdadero Ajar. Gary decía del pasado de su pariente: «Estaba afectado de una especie de eterno errar, estudiante en todas partes, pasando seis meses en Harvard y luego ganándose la vida como lampista, pintor, camionero».
Si a Gary se le decía que había ayudado a su sobrino en sus escritos, respondía: «Eso es una fabulación. Está claro que en el Goncourt se verán alguna pequeña influencia de mis escritos, algunos detalles. Paul Pavlowitch ha leído mis libros, eso es evidente. Pero ¿cómo habría podido yo tener tiempo para traducir al inglés mi reciente Sexo, fin de trayecto, escribir una obra de teatro y preparar un guión de cine? Yo no soy un genio sobrehumano capaz de escribir la obra de Paul además de la mía. Hay que disipar esas sospechas y tomarse a Paul en serio. No hay que echar a perder a este muchacho de oro».
En el libro Vida y muerte de Émile Ajar publicado póstumamente en 1981, Gary describe cómo fue sintiéndose desposeído paulatinamente: «Había alguien que vivía el fantasma en mi lugar. Al materializarse, Ajar había puesto fin a mi existencia mitológica». Si en ruso «gari» es imperativo del verbo «quemar», Gary había escogido el seudónimo Émile Ajar porque el nombre era el del hijo natural de Gauguin y Ajar en ruso significa «brasa». A la muerte de Gary, Paul Pavlowitch revelaba algunas otras claves del misterio Ajar, pero es tan cierto como sarcástico que cuando, también en 1975, Gary publica con su verdadero nombre la novela Sexo, fin de trayecto, la crítica la consideró nueva prueba de la decadencia de su autor. Con el mismo narrador de Los colores del día, Sexo, fin de trayecto contaba la crisis de energía de un hombre que se aproxima a los sesenta y se apasiona por una opulenta brasileña. Gary también pudo reír cuando, al publicar en 1977 Clair de femme —novela en la que evocaba episodios de su vida con Jean Seberg—, la crítica le acusó de imitar a Ajar.
En La vida ante sí, la mejor novela de Ajar, Momo —Mohamed— nos cuenta, sosteniendo todo el relato con su tono de voz, su vida en el sexto piso sin ascensor donde la muy obesa señora Rosa —judía polaca que estuvo en Auschwitz, y sobrevivió en Marruecos y en Argelia— tiene a su cuidado un puñado de hijos de prostitutas. La señora Rosa se sobresalta siempre que suena el timbre y en su refugio del sótano —su «segunda residencia»— preserva su «escondite judío». Algunas madres visitan a sus hijos en ese piso desangelado de Belleville, en territorio de judíos, negros y árabes. Momo no sabe que es árabe hasta que le insultan. Cualquier día dejará de llegar el giro de trescientos francos que cada mes alguien envía para su manutención. «Yo dejé de ignorar a la edad de tres o cuatro años y a veces lo echo de menos», dice Momo, dudando a la vez de su edad, calculando a cada momento cuántos años pueda tener. No sabe si ser policía o terrorista pero ya ha comprendido que —como dice la señora Rosa, siempre con un retrato de Hitler bajo la cama— «para tener miedo no hacen falta motivos». En las andanzas de Momo hay algo del Céline más fresco y cautivador: las travesuras de Ajar-Gary con el lenguaje tienen la gracia de una pirueta de arlequín en el país de los desastres humanos.
El mejor amigo de Momo es «Arthur», un paraguas con el que hace un número en la acera, bailando, y recoge una pasta. Prostitutas de varia parafernalia erótica y corazón materno también le dan dinero. En sus diálogos con la señora Rosa, Momo calibra todas las hipótesis sobre su madre. Enferma la guardiana de los hijos de la calle y delira creyendo que pronto llegarán para llevársela a Auschwitz. Sólo faltaba la aparición del padre de Momo, recién salido del manicomio y que cae muerto de un ataque al corazón no sin que antes Momo sepa que tiene catorce y no diez años: crecer cuatro años en un instante es algo inaudito. Para que muera sin miedo, Momo lleva a la señora Rosa a su «búnker» del sótano y ella repite una y otra vez Blumentag —y Momo sabe que eso significa día florido—. En cuanto al futuro de Momo, alguien está dispuesto a acogerle.
A su manera, los demás personajes de La vida ante sí responden también al desafío absurdo de la vida: el señor Hamil lleva chilaba gris porque no quiere que la muerte le sorprenda con chaqueta y enseña a Momo a buscar en lo inefable; al doctor Katz, Momo le habría escogido como padre; el señor N’Da Amédée —con traje de seda rosa, sombrero y camisa rosa—, es el más importante de los chulos y proxenetas de todos los negros de París y la señora Rosa cada domingo le escribe las cartas fantasiosas y megalómanas a su familia en Nigeria, contando que está estudiando de autodidacta para hacerse contratista de obras públicas, cuando tiene los mejores veinticinco metros de acera de Pigalle; la señora Lola, travestista en el Bois de Boulogne, exboxeador del Senegal con peluca rubia y pechos hormonados; el señor Waloumba, negro de Camerún que traga fuego en el bulevar Saint-Michel. Así no sorprende que Momo ya sepa que algún día escribirá Los miserables. Momo sabe también que Dios hace lo que quiere «porque Él tiene la fuerza de su parte». La vida ante sí es una novela que habla a favor de la piedad. Después de otro libro —Pseudo—, Ajar publicaba en 1979 La angustia del rey Salomón, donde sus lectores reencontraron a Momo convertido en chófer de taxi —Jeannot, de veinticinco años— que actúa como mensajero de Salomon Rubinstein, de ochenta y cuatro años, nuevo padre eterno que cuida de sus hijos más desamparados.
Prolíficas y torrenciales, las ficciones de Gary lograron resarcirse de la angustia frente a la mirada divertida de la muerte. Una educación europea (1945), fue el relato de la resistencia polaca; Las raíces del cielo (1956), la epopeya contra el exterminio de los elefantes; en La promesa del alba (1960), Gary tomaba impulso autobiográfico; Lady L (1963) fue un «divertimento» de humor inglés y de un año antes eran los relatos de Los pájaros van a morir al Perú. Después de la trilogía Hermano Océano, Perro blanco (1970) es para muchos de sus lectores su mejor novela, donde Gary cuenta en primera persona la historia del perro Batka al que recogió en Los Ángeles: luego se daría cuenta de que era uno de esos perros —«perros blancos»— adiestrados para atacar a las gentes de raza negra. Gary pretende reeducarlo y lo lleva a un amaestrador negro, quien le inculcará el instinto de atacar a los blancos. Gary prevé la pregunta del lector: «De todos modos, señor, tanto drama por un chucho. ¿Y Biafra?». Gary da una respuesta impetuosa: «¿Se burla usted de mí? ¿Biafra? En resumen, ¿no hacer nada por Biafra le permite no hacer nada por un perro? Existe hoy una nueva casuística que —a causa de Biafra, a causa del Vietnam, a causa de la miseria del tercer mundo, a causa de todo— les dispensa de ayudar a un ciego a cruzar la calle». De 1973 era Los encantadores, novela alegórica que, con poco respeto por las convenciones temporales, derrocha poderes de fabulación contando la vida de una familia de saltimbanquis venecianos. Luego, Carga de alma (1978) fue una fallida paradoja sobre la ciencia y la deshumanización. También aparecerían, finalmente, Los payasos líricos y Las cometas. En su libro de conversaciones con François Bondy y en la posterior biografía de Dominique Bona, la literatura de Gary comenzó a ver reconocido su auténtico poderío. En un escrito póstumo declaraba que el mundo de hoy le plantea al escritor una cuestión mortal: la de la futilidad. Ya estaba convencido de que de la literatura como contribución a la expansión libre del hombre y a su progreso ya no quedaba ni tan siquiera ilusión lírica. De todos modos, aun cuando decidiera despedirse de la vida con el Smith & Wesson n° 7099.983, dejaba para sus lectores un sinfín de novelas en las que la ilusión lírica era razón de la lucidez y el destino.
Valentí Puig
Diciembre de 1988