14

Todo se le hizo negro, tan negro como lo que había tras la última orilla del universo. Y después despertó para encontrarse sentado en el borde de una fuente seca, bañado por la luz del sol que se filtraba a través de las ramas de un sicómoro. Un pajarito cantaba en el árbol.

—¿Pío-pío-pi? Pío-pío-pi.

Eliot se hallaba en el interior de un jardín rodeado de altos muros, y aquel jardín le era familiar. En este mismo lugar había hablado muchas veces con Sylvia. Era el jardín de la clínica particular para enfermos mentales del doctor Brown, en Indianapolis, donde internara a su esposa muchos años atrás. En el borde de la fuente alguien había grabado estas palabras: «Simula ser bueno siempre, y hasta Dios se dejará engañar».

Eliot descubrió que alguien le había vestido para jugar al tenis, todo blanco como la nieve, y que, como si fuera el anuncio de un escaparate, incluso le habían puesto la raqueta en la mano. Cerró los dedos en torno al mango experimentalmente, para descubrir si era real, o incluso si él mismo era real. Observó el juego de la intrincada red de músculos de su antebrazo y se dio cuenta de que no sólo era un jugador de tenis, sino muy bueno además. Y no le quedaron dudas al ver que un lado del jardín estaba limitado por un campo de tenis, con florecitas y guisantes de olor creciendo por la valla de acero que lo rodeaba.

—¿Pío-pío-pi?

Eliot miró al pájaro, los árboles, las hojas verdes, y comprendió que este jardín, en el centro de la ciudad de Indianapolis, no podía haber sobrevivido al fuego que contemplara. De modo que no había habido ningún incendio. Aceptó esto pacíficamente.

Continuó mirando al pájaro. Le hubiera gustado ser él mismo un pajarito, para poder subir a la cima del árbol y no bajar más. Quería volar muy lejos, porque estaba sucediendo algo en aquel lugar que no le gustaba. Cuatro hombres, vestidos con trajes oscuros, se hallaban sentados en semicírculo en un banco de cemento, a dos metros de allí. Le estaban mirando fijamente, como si esperaran que dijera algo significativo. Y Eliot estaba bastante seguro de que no tenía nada significativo que decir.

Le dolían los músculos de la nuca. No podía seguir sosteniendo la cabeza alzada todo el día.

—¿Eliot?

—¿Señor…? —y supo que acababa de hablar a su padre. Bajó gradualmente la vista del árbol, dejándola caer de rama en rama como un pájaro herido. Al fin, sus ojos estuvieron al nivel de los de su padre.

—Ibas a decirnos algo realmente importante —le recordó éste.

Eliot vio entonces que el grupo estaba formado por tres viejos y un joven, todos con aire comprensivo, todos escuchando atentamente cualquier cosa que se le ocurriera decir. En el joven reconoció al doctor Brown. El segundo viejo era Thurmond McAllister, el abogado de la familia. El tercero era un extraño. Eliot no conseguía recordar su nombre y sin embargo, y aunque el hecho no le preocupara, sus rasgos, semejantes a los de un amable enterrador rural, le decían que era amigo suyo, íntimo en verdad.

—¿Acaso no da con las palabras justas? —sugirió el doctor Brown. Había cierto tinte de ansiedad en su voz. Se incorporó, como si quisiera inspirarle.

—No doy con las palabras justas —convino Eliot.

—Bueno —dijo el senador—. Si no puedes decírnoslo, seguramente no puedes utilizarlo con eficacia en el juicio.

Eliot comprendió toda la verdad de esta declaración.

—¿Es que…, es que empecé realmente a decirlo?

—Anunciaste simplemente —dijo el senador— que acababas de sentirte iluminado por una idea que aclararía instantáneamente todo este lío, de un modo maravilloso y justo. Y luego levantaste la cabeza hacia el árbol.

—Hum… —dijo Eliot. Simuló que pensaba y después se encogió de hombros—. Sea lo que fuere, ya se me ha olvidado.

El senador Rosewater juntó las nudosas manos.

—No es que nos falten ideas para vencerlos… —su rostro lucía una sonrisa victoriosa, y dio un golpecito a McAllister en la rodilla—. ¿Verdad? —después de McAllister también golpeó al desconocido en la espalda—. ¿Verdad? —parecía hallarse muy satisfecho con el desconocido—. ¡Tenemos de nuestra parte al más grande pensador del mundo! —y echóse a reír, feliz con todas aquellas ideas.

Después extendió sus brazos hacia Eliot.

—Este hijo mío, sólo con el aspecto que tiene… ¡Ese es nuestro argumento número uno, el que nos permitirá ganar! ¡Tan arreglado! ¡Tan limpio! —sus cansados ojos brillaron de emoción—. ¿Cuánto peso ha perdido, doctor?

—Diecinueve kilos.

—Ya es otra vez un peso ligero —cantó el senador—. No hay ni una onza de grasa en él. ¡Y qué juego de tenis! ¡Duro! —saltó sobre sus pies e hizo una torpe pantomima del jugador que devuelve la pelota—. El mejor partido que he visto en mi vida tuvo lugar hace una hora entre estas paredes. ¡Y tú le destruiste, Eliot!

—Hum…

Buscó un espejo, o alguna superficie en la que pudiera verse. No tenía idea de su aspecto. No había agua en la fuente, pero sí un poco en el tazón donde bebían los pájaros, en el mismo centro de la fuente, sucia y llena de hojas.

—¿No dijo usted que el hombre a quien derrotó era un profesional del tenis? —preguntó el senador al doctor Brown.

—Hace años, sí.

—¡Y Eliot acabó con él! El hecho de que el hombre sea un paciente mental no tendrá nada que ver con su juego, ¿verdad? —no esperó la respuesta—. Después, cuando Eliot se acercó victorioso a estrecharnos la mano, quise llorar y gritar al mismo tiempo. Y éste es el hombre, me dije, que ha de demostrar mañana que no está loco. ¡Ja!

Eliot, cobrando valor al saber que los cuatro hombres que le observaban estaban seguros de su cordura, se puso en pie ahora como si fuera a desperezarse. Su verdadero propósito era acercarse a la pequeña porción de agua. Aprovechándose de su reputación de atleta, saltó dentro de la fuente seca y flexionó las rodillas, como si tratara de librarse de un exceso de energía animal. Su cuerpo realizó el ejercicio sin esfuerzo. Parecía hecho de alambre de acero.

El vigoroso movimiento llamó su atención hacia algo que sobresalía de su bolsillo. Lo sacó y descubrió que era un ejemplar enrollado de El Investigador Americano. Lo desenrolló. Casi esperaba ver a Randy Herald pidiendo que la fecundaran con una semilla genial. Pero en cambio vio en la tapa su propia fotografía. Llevaba un casco de bombero. La foto era una ampliación de un grupo del Cuatro de Julio, hecho en el Departamento de Bomberos.

Y los titulares decían:

¿EL HOMBRE MÁS CUERDO DE AMÉRICA?
(Vea en el interior.)

Eliot miró el interior mientras los otros se interpelaban mutuamente con palabras optimistas sobre cómo se desarrollaría el juicio al día siguiente. Encontró otra fotografía suya en la página central, muy borrosa. Estaba jugando al tenis en el campo de la clínica de locos.

En la página frontera, la pequeña y estúpida familia de Fred Rosewater parecía mirarle mientras jugaba. Tenían un cierto aire avaricioso. Fred había perdido algo de peso también. Había otra foto de Norman Mushari, el abogado. Mushari, ahora independiente en los negocios, se había comprado un magnífico traje y una cadena de reloj de oro macizo. El periódico citaba sus palabras:

«Mis clientes sólo quieren sus derechos de nacimiento, derechos naturales y legales, para ellos y sus descendientes. Los orgullosos plutócratas de Indiana han gastado millones y han movilizado poderosas influencias de costa a costa para negar la oportunidad a sus primos. La audiencia ha sido retrasada varias veces por las más nimias razones y, mientras tanto, entre las paredes de una clínica de enfermos mentales, Eliot Rosewater sigue jugando, y sus paniaguados niegan a gritos que esté loco.

»Si mis clientes pierden el caso, perderán su modesta casa y el modesto mobiliario, su coche de segunda mano, el bote del chico, las pólizas de seguros de Fred Rosewater, los ahorros de toda su vida, y los miles que han pedido prestados a un amigo leal. Estos valientes americanos de la clase media han apostado todo lo que tienen confiando en el sistema americano de justicia, que no debe dejarles, y no les dejará, en la estacada».

En la página donde estaba la fotografía de Eliot había dos más de Sylvia. En una se la veía bailando el twist con Peter Lawford en París. Otra, más reciente, la mostraba entrando en un convento belga donde se observaba la regla del silencio absoluto.

Eliot hubiera seguido reflexionando largo rato sobre este extraño fin y principio de Sylvia, si su padre no se hubiera dirigido afectuosamente al desconocido llamándole señor Trout.

—¡Trout! —exclamó Eliot.

Estaba tan sorprendido que, por un momento, perdió el equilibrio y se agarró a la fuente en busca de apoyo. El tazón de los pájaros estaba tan mal equilibrado en su pedestal que empezó a balancearse también. Eliot dejó caer el periódico y cogió el borde con ambas manos para evitar que cayera. Y entonces se vio en el agua. Desde aquel reflejo le miraba un muchacho de mediana edad, febril y delgado.

«¡Dios mío!», pensó para sí. «¡F. Scott Fitzgerald en la víspera de su muerte!».

Tuvo cuidado de no gritar otra vez el nombre de Trout cuando se volvió a los demás. Comprendió que su exclamación traicionaría el estado en que se hallaba; comprendió que, indudablemente, él y Trout habían llegado a conocerse durante todo aquel período que no podía recordar. Eliot no le reconoció por la simple razón de que en todos sus libros aparecía con barba. El desconocido no llevaba barba.

—Ya ves, Eliot —dijo el senador—. Cuando me pediste que trajera aquí a Trout, le dije al doctor que aún estabas chiflado. Tú decías que Trout aclararía el significado de todo cuanto habías hecho en Rosewater, aunque a ti te fuera imposible. Yo estaba ansioso de hacer cualquier cosa, y llamarle a él fue la mejor decisión que pudimos tomar.

—De acuerdo —dijo Eliot, sentándose de nuevo en el borde de la fuente. Echó mano atrás y sacó El Investigador Americano. Al cogerlo, observó la fecha por primera vez. Hizo un cálculo aproximado. De alguna forma, y en alguna parte, había perdido un año.

—Si hablas como el señor Trout dice que debes hablar —dijo el senador— y miras a todos del modo que me miras ahora, no veo cómo podemos perder mañana.

—Nada más sencillo —dijo Trout. Su voz era rica y profunda.

—Lo habéis preparado ya tantas veces… —dijo el senador.

—No importa —dijo Eliot—. Me gustaría oírlo por última vez.

—Bien… —Y Trout se frotó las manos, mirándoselas cuidadosamente—. Lo que usted hizo en Rosewater County no fue, desde luego, una locura. Posiblemente fue el experimento social más importante de nuestra época, ya que trató, a escala muy reducida, un problema cuyo horror tal vez llegue a ser mundial, debido a la sofisticación de las máquinas. El problema es éste: ¿cómo amar a la gente que no tiene utilidad?

»Con el tiempo, casi todos los hombres y mujeres serán inútiles como productores de mercancías, de comida, de servicio; y las máquinas serán la fuente de ideas prácticas en el campo de la economía, la ingeniería y, probablemente, la medicina también. Por tanto, si no podemos hallar razones y métodos para conservar a los seres humanos sólo porque son seres humanos, lo mismo daría que, como tantas veces se ha sugerido, los elimináramos.

—Desde hace tiempo —prosiguió Trout— se ha enseñado a los americanos a odiar a toda persona que no pueda o no quiera trabajar; a odiarse incluso a sí mismos por eso. Agradezcamos que alguien haya derribado la frontera de esa crueldad del sentido común. Ha llegado el momento, y si aún no ha llegado llegará, en que ya no será cuestión de sentido común, sino sólo crueldad.

—Un pobre con arrestos siempre puede elevarse del fango —dijo el senador—. Y eso seguirá siendo verdad durante miles de años.

—Quizá, quizá —repuso Trout amablemente—. Tal vez tenga tantos arrestos que sus descendientes lleguen a vivir en una utopía como Pisquontuit, donde, estoy seguro, la idiotez, la torpeza y la insensibilidad son exactamente tan horribles y epidémicas como en Rosewater County. La pobreza es una enfermedad relativamente benigna incluso para los americanos más débiles, pero la inutilidad destrozará lo mismo a las almas fuertes que a las débiles, y las matará sin remedio. Hemos de encontrar una cura.

—Su devoción al Servicio Voluntario de Bomberos es algo muy sano también, Eliot, pues, cuando suena la alarma, ellos representan casi el único ejemplo de entusiasta generosidad que puede verse sobre la Tierra. Corren al rescate de cualquier ser humano, y no les importa el esfuerzo. Si se incendia la despreciable mansión del hombre más despreciable de la ciudad, sus enemigos irán a apagarle el fuego. Y, al remover con un palo las cenizas de los restos de sus despreciables posesiones, recibirá palabras de consuelo y aliento de alguien tan importante como el Jefe de Bomberos.

Trout extendió las manos.

—He aquí a la gente que ama a los demás porque son personas. Es un caso extremadamente raro, del que podemos aprender mucho.

—¡Por Dios, que es usted grande! —le dijo el senador—. ¡Debería ser un encargado de relaciones públicas! ¡Usted podría convencer a cualquiera de que una epidemia es conveniente para la comunidad! ¿Qué hace un hombre de su talento en un centro de redención de sellos?

—Redimir sellos —contestó Trout apaciblemente.

—Señor Trout —intervino Eliot—. ¿Qué le pasó a su barba?

—Eso fue lo primero que me preguntó.

—Dígamelo otra vez.

—Estaba hambriento y desmoralizado. Un amigo me habló de un trabajo. De modo que me afeité la barba y lo solicité. Ipso facto conseguí el empleo.

—Supongo que no le hubieran admitido con barba.

—Me la hubiera afeitado de todos modos.

—¿Por qué?

—Piense en el sacrilegio de una figura de Cristo redimiendo sellos.

—Nunca me cansaré de escuchar sus palabras —declaró el senador.

—Gracias.

—Pero me gustaría que no se llamara a sí mismo socialista. ¡No lo es! ¡Usted es un participante de la empresa libre!

—Pero no por propia elección, créame.

Eliot estudió la relación entre los dos interesantes viejos. Trout no se sintió ofendido, según él temiera, por la sugerencia de que en el fondo era un hombre deshonesto, un agente de prensa. Al parecer Trout disfrutaba con el senador, mirándole como una obra de arte vigorosa y totalmente consistente, y se negaba a discutir con él. Y el senador admiraba a Trout como un pillo que podía dar visos de verosimilitud a cualquier disparate, sin comprender que éste jamás había intentado decir otra cosa que la verdad.

—¡Qué discurso político podría escribir, señor Trout!

—Gracias.

—Los abogados piensan también como usted, y crean maravillosas explicaciones para cualquier estupidez. Pero, en cierto modo, lo que ellos dicen no suena bien. Parece la Obertura 1812 tocada con un pito. —Se retrepó sonriente en su asiento—. Vamos, cuéntenos más cosas maravillosas de las que hacía Eliot cuando estaba borracho.

McAllister dijo:

—El tribunal querrá saber lo que Eliot aprendió del experimento.

—A mantenerse sobrio, recordar quién es y actuar en la forma adecuada —declaró el senador firmemente—. Y no querer actuar como un dios, pues entonces la gente se aprovecha de uno, le roban todo lo que pueden y faltan a todos los mandamientos sólo por el gusto de ser perdonados… y denigrarle a sus espaldas.

Eliot no pudo dejar pasar esto.

—Así que me denigran, ¿eh?

—¡Oh, diablos! Te quieren y te odian; lloran por ti y se ríen de ti, y a diario inventan nuevas mentiras sobre ti. Van corriendo alocados, como gallinas con la garganta rebanada, como si tú fueras realmente un dios y los hubieras abandonado.

Eliot sintió que se le encogía el corazón, y comprendió que jamás soportaría la idea de volver de nuevo a Rosewater County.

—Me parece —dijo Trout— que la lección principal que ha aprendido Eliot es que la gente es capaz de utilizar todo el amor desinteresado que puede conseguir.

—¿Y eso es una novedad? —preguntó el senador amargamente.

—La novedad es que un hombre pudiera dar esa clase de amor durante un largo período de tiempo. Si un hombre puede hacerlo, quizá otros lo puedan hacer también. Significa que el odio a los seres humanos inútiles y las crueldades que les infligimos por su propio bien no forman parte esencial de la naturaleza humana. Gracias al ejemplo de Eliot Rosewater, millones y millones de personas pueden aprender a amar y ayudar a quienquiera que sea.

Trout pasó la mirada de un rostro a otro antes de decir su última palabra sobre el tema. Y su última palabra fue:

—Regocijémonos.

—¿Pío-pío-pi?

Eliot miró al árbol de nuevo y se preguntó cuáles habían sido sus propias ideas sobre Rosewater County, ideas que parecían habérsele perdido en el sicómoro.

—Si hubiera tenido un hijo… —dijo el senador.

—Bueno, si realmente desea nietos —interrumpió McAllister alegremente—, tiene algo así como cincuenta y siete entre los que elegir, según la cuenta más reciente.

Todo el mundo, menos Eliot, soltó una carcajada.

—¿Qué es eso de cincuenta y siete nietos?

—Tu progenie, muchacho —rió el senador.

—¿Mi qué?

—Tus crías.

Eliot se dio cuenta de que éste era un misterio crucial, y se arriesgó a mostrar lo enfermo que estaba.

—No lo entiendo.

—Ese número corresponde a las mujeres de Rosewater County que afirman que tú eres el padre de sus hijos.

—¡Pero eso es una locura!

—Naturalmente —dijo el senador.

Eliot se puso en pie, tenso.

—¡Eso… es imposible!

—Parece como si fuera la primera vez que lo oyes —dijo el senador, y lanzó una mirada de duda al doctor Brown.

Eliot se cubrió los ojos.

—Lo siento. Yo… Parece que se me ha borrado de la memoria ese tema particular.

—Estás bien, ¿verdad, muchacho?

—Sí. —Descubrió sus ojos—. Me encuentro muy bien. Es sólo como… como un bache en la memoria… Y tú puedes completarlo de nuevo. ¿Cómo…, cómo se les ocurrió a todas esas mujeres decir eso de mí?

—No podemos probarlo —dijo McAllister—, pero Mushari ha estado dando vueltas por el distrito, sobornando a la gente para que diga cosas malas de usted. El asunto de los niños empezó con Mary Moody. Un día después de que Mushari estuvo en la ciudad, anunció ella que usted era el padre de sus gemelos, Foxcroft y Melody. Aparentemente eso inició una especie de manía femenina…

Kilgore Trout asintió, aceptando la idea.

—De modo que las mujeres de todo el condado empezaron a decir que sus hijos también eran de usted. Y por lo menos la mitad parecen creerlo. Hay una muchacha de quince años cuyo padrastro fue a la prisión por dejarla embarazada. Ahora dice que fue usted.

—¡Pero no es cierto!

—Claro que no, Eliot —le tranquilizó su padre—. Cálmate, cálmate. Mushari no se atreverá a mencionarlo en el juicio. Ya no puede controlarlo. Se ve tan claro que es una manía, que ningún juez digno lo escucharía. Hicimos la prueba de la sangre a Foxcroft y Melody y, desde luego, no pueden ser tuyos. No tenemos la intención de hacer pruebas con los otros cincuenta y seis reclamantes. Que se vayan al infierno.

—¿Pío-pío-pi?

Eliot alzó los ojos al árbol y de pronto le volvió a la memoria todo lo que había sucedido en aquel espacio de negrura, empezando con la lucha con el conductor del autobús, la camisa de fuerza, el tratamiento por shock, los intentos de suicidio, el juego de tenis, todas las reuniones estratégicas para inculcarle lo que había de decir en el juicio.

Y al recuperar la memoria captó de nuevo la idea que había tenido para arreglarlo todo instantáneamente, maravillosamente.

—Díganme… —preguntó—. ¿Juran todos ustedes que no estoy loco?

Todos lo juraron apasionadamente.

—¿Y estoy todavía al frente de la Fundación? ¿Puedo todavía firmar cheques contra la cuenta?

McAllister le dijo que podía hacerlo.

—¿Cómo está el balance?

—No se ha gastado nada en un año, excepto el pago de los derechos legales, lo que cuesta su estancia aquí, los trescientos mil dólares que se envían a Harvard y los cincuenta mil que dio al señor Trout.

—Y, sin embargo, has gastado más este año que el pasado —dijo el senador.

Era verdad. Todas las operaciones de Eliot en Rosewater County habían sido más baratas que su estancia en el sanatorio.

McAllister dijo que había un saldo de unos tres millones y medio de dólares, y Eliot le pidió una pluma y un talonario de cheques. Entonces escribió un cheque, a nombre de su primo Fred, por valor de un millón de dólares.

El senador y McAllister dieron un salto y le dijeron que ya le habían ofrecido un arreglo monetario a Fred, y que éste, a través de su abogado, había rehusado orgullosamente.

—¡Lo quieren todo! —añadió el senador.

—¡Qué mala suerte para ellos! —dijo Eliot—. Porque no van a conseguir más que este cheque. Nada más.

—Eso ha de decidirlo el tribunal… y sólo Dios sabe lo que el tribunal decidirá —le avisó McAllister—. Nunca se sabe. Nunca se sabe.

—Si yo tuviera un hijo —dijo Eliot— no habría razón alguna para el juicio, ¿verdad? Quiero decir, mi hijo heredaría automáticamente la Fundación, tanto si yo estaba loco como si no, y el parentesco de Fred sería demasiado lejano para que pudiera conseguir algo, ¿no?

—Cierto.

—Incluso así —dijo el senador—, ¡un millón de dólares es demasiado para ese cerdo pariente de Rhode Island!

—Entonces, ¿cuánto?

—Cien mil ya es mucho.

Así que Eliot rompió el cheque de un millón, e hizo otro por la décima parte. Miró en derredor y se halló rodeado de rostros espantados, pues acababan de percatarse de la importancia de lo que había dicho.

—Eliot… —tembló el senador—. ¿Es que quieres decirnos que hay un hijo?

Eliot le lanzó una sonrisa de Madonna.

—Sí.

—¿Dónde? ¿Y con quién lo has tenido?

Su hijo le suplicó suavemente que tuviera paciencia.

—Ya lo sabrás, ya lo sabrás.

—¡Soy abuelo! —gritó el senador. Echó atrás la cabeza y dio gracias a Dios.

—Señor McAllister —dijo Eliot—, supongo que su deber sigue siendo cumplir las misiones legales que yo pueda confiarle, sin importar lo que mi padre o cualquier otro pueda decir en contra, ¿no es así?

—Como consejero legal de la Fundación, sí.

—Muy bien. Entonces le ordeno que prepare en seguida los papeles para reconocer legalmente que todos los niños de Rosewater County, de los que se dice que son míos, lo son, sin tener en cuenta el tipo de sangre. Que todos tengan plenos derechos a la herencia como hijos míos.

—¡Eliot!

—Que su apellido sea Rosewater a partir de este momento. Y dígales que su padre los ama, sin importarle lo que puedan ser el día de mañana. Y dígales… —quedó silencioso y levantó la raqueta como si fuera una varita mágica.

—Y dígales —comenzó de nuevo— que sean fecundos y se multipliquen.

F I N