13

Sin embargo, algo quedó en él que le hizo mirar el reloj. Diez minutos antes de que el autobús saliera de la cantina de la Fábrica de Sierras, se levantó, apretó los labios, se quitó un hilito del traje y salió del despacho. No le quedaba recuerdo alguno de la pelea con su padre. Caminaba con paso vibrante, como un boulevardier chaplinesco.

Se inclinó para acariciar a los perros que le dieron la bienvenida en la calle. Las ropas nuevas le hacían sentirse incómodo, le apretaban en las ingles y en los sobacos, le herían como si estuvieran hechas de papel, le recordaban lo elegante que iba.

Salían voces de la cafetería. Eliot escuchó sin dejarse ver. No reconoció ninguna voz, aunque todas pertenecían a amigos suyos. Tres hombres hablaban rudamente de dinero, dinero que no tenían. Hacían muchas pausas, ya que los pensamientos acudían con tanta dificultad como el dinero.

—Bien —dijo uno al fin—. No es una desgracia ser pobre.

Esta frase era la primera mitad de un estupendo chiste del humorista Kin Hubbard.

—No —dijo el otro, completando el chiste—. Pero igual daría que lo fuera.

Eliot cruzó la calle y entró en la oficina de seguros del Jefe de Bomberos, Charley Warmergran. Charley no era un pedigüeño, jamás había acudido a la Fundación en busca de ayuda de ninguna clase. Era uno de los siete u ocho del distrito que en realidad se las arreglaban bastante bien con verdaderas empresas libres.

Bella, la del Salón de Belleza, era otra de ellos. Ambos habían empezado con nada, ambos eran hijos de obreros del Nickel Plate. Charley tenía diez años menos que Eliot. Era muy alto, casi medía dos metros, con anchos hombros, sin caderas, sin estómago. Además de ser Jefe de Bomberos era el Alguacil Mayor e Inspector de Pesos y Medidas. También poseía, junto con Bella, la Boutique de París, bonita mercería y tienda de novedades en el nuevo centro comercial para la gente pudiente de New Ambrosia. Como todos los auténticos héroes, Charley tenía una fatal imperfección: él se negaba a creer que tenía gonorrea. Y la verdad era que sí la tenía.

La famosa secretaria de Charley había salido a un recado, de modo que, aparte de él, la única persona que estaba allí cuando Eliot entró era Noyes Finnerty, que barría el despacho. Noyes había sido centro del inmortal Equipo de Baloncesto de la Escuela Superior Noah Rosewater, imbatido hasta 1933. En 1934, Noyes estranguló a su esposa de dieciséis años por notoria infidelidad, y fue condenado a cadena perpetua. Ahora estaba en libertad bajo palabra gracias a Eliot. Tenía cincuenta y un años. No contaba con amigos ni parientes. Eliot se enteró accidentalmente de que estaba preso al repasar antiguos ejemplares del Rosewater County Clarion, y puso todo su interés en conseguir su libertad.

Noyes era un hombre tranquilo, cínico, resentido. Nunca le había dado las gracias. Pero Eliot no se había sentido herido ni disgustado. Estaba acostumbrado a la ingratitud. Una de sus obras favoritas de Kilgore Trout trataba únicamente de la ingratitud. Se titulaba El Primer Tribunal Federal de Gracias, y era un tribunal ante el que se podía llevar a los que no se hubieran mostrado suficientemente agradecidos por algo que uno les había hecho. Si el acusado perdía el caso, el tribunal le daba a elegir entre dar las gracias al demandante en público o ir a prisión, incomunicado a pan y agua, durante un mes. Según Trout, el ochenta por ciento de los convictos elegían la celda.

Noyes fue más rápido que Charley en comprender que Eliot estaba muy lejos de hallarse bien. Dejó de barrer y le examinó con curiosidad. Era un astuto vigilante. Charley, encantado con los recuerdos de tantos incendios en los que él y Eliot se habían conducido valientemente, no empezó a entrar en sospechas hasta que Eliot le felicitó calurosamente por haber ganado recientemente un premio que, en realidad, recibiera tres años antes.

—Eliot, ¿estás de broma?

—¿Por qué? Creo que es un maravilloso honor.

Discutían el Premio Alger Horacio Joven Hoosier de 1962, concedido a Charley por la Federación de Clubs de Negociantes Jóvenes Republicanos Conservadores de Indiana.

—Eliot… —dijo Charley vacilante—. Eso ocurrió hace tres años.

—¿Sí?

Charley se levantó de la mesa.

—Y tú y yo nos sentamos en tu despacho y decidimos devolver la maldita placa.

—¿De verdad?

—Repasamos toda la historia y llegamos a la conclusión de que aquello era el beso de la muerte.

—Y ¿por qué lo pensamos así?

—Tú fuiste el que averiguó toda la historia, Eliot.

Apenas frunció las cejas.

—Se me ha olvidado.

El ceño fruncido era una simple formalidad. En realidad no le importaba nada haberse olvidado.

—Empezaron a conceder ese premio en 1945. Lo habían dado ya dieciséis veces antes de que yo lo ganara. ¿Te acuerdas ahora?

—No.

—De los dieciséis ganadores del premio seis estaban entre rejas por fraude o por evasión de impuestos, cuatro estaban procesados por una cosa u otra, dos habían falsificado sus informes de guerra y uno hasta fue ejecutado en la silla eléctrica.

—Eliot —dijo Charley con ansiedad creciente—. ¿Oíste lo que acabo de decirte?

—Sí —repuso Eliot.

—¿Qué te dije?

—Se me ha olvidado.

—Pero dijiste que lo habías oído.

Noyes Finnerty intervino:

—Todo lo que ése oye es el click.

Se adelantó para examinar cuidadosamente a Eliot. Su acercamiento no era compasivo sino clínico. Y la respuesta de Eliot fue clínica también, como si un agradable doctor le acercara una luz brillante a los ojos buscando algo en ellos.

—Seguro que oyó el click. ¡Hombre, vaya si oyó el click!

—¿De qué diablos estás hablando? —preguntó Charley.

—Es algo que se aprende a oír en la cárcel.

—No estamos en la cárcel:

—No sucede sólo allí. Sin embargo, en la cárcel es donde uno se pone a oír cosas cada vez con mayor intensidad. Si te quedas mucho tiempo allí, acabas ciego y eres todo oídos. Y estás esperando el click. ¿Usted… usted cree que es su amigo íntimo? Si lo fuera de verdad… y eso no quiere decir que a usted tenga que gustarle, basta con conocerle… hubiera oído ese click suyo a una milla de distancia.

»Allí en la cárcel llegas a conocer bien a un hombre, y ves que, en su interior, hay algo que le está molestando profundamente, y quizás nunca descubres lo que es, pero es lo que le da carácter, lo que le hace parece como si tuviera un secreto en la mirada. Y entonces le dices: “Cálmate, cálmate, vamos, tómalo con calma”. Y le preguntas: “¿Por qué sigues haciendo las mismas locuras una y otra vez, cuando sabes que así sólo te meterás en líos?”. Pero uno sabe que es inútil discutir con él, porque lo que lleva dentro es lo que le hace actuar así. Si le dice: “Salta”, él salta. Si le dice: “Roba”, él roba. Si le dice: “Llora”, él llora. A menos que se muera muy joven, o a menos que consiga todo lo que desea y nada le venga en contra, esa cosa que lleva dentro es la que le gobierna, como si fuera un muñeco de cuerda.

»Y supongamos que estás trabajando en la lavandería de la prisión junto a ese hombre. Le has conocido durante veinte años. Estáis trabajando juntos y, de pronto, oyes ese click que viene de él. Paras y te vuelves a mirarle. Él ha dejado de trabajar. Se ha calmado. Parece alelado. Muy tranquilo, muy dulce. Le miras a los ojos… y los secretos se le han ido. En ese momento, no sabe decirte ni su propio nombre. Luego sigue trabajando, pero ya no es el mismo. Lo que tanto le turbaba y molestaba ya nunca hará click otra vez. Está muerto… está muerto. Y la parte de su vida que le obligaba a actuar de modo tan extraño ha desaparecido para siempre.

Noyes, que empezara hablando con entera frialdad, estaba ahora rígido y sudoroso. Sus manos se aferraban convulsas al palo de la escoba con mortal esfuerzo. Aunque el proceso natural de la historia sugería que debía calmarse para ilustrar cuan suavemente se había calmado el tipo de la lavandería, le era imposible simular paz. El abrazo con que sus manos oprimían la escoba se convirtió en obsceno, y la pasión que no podía ahogar en él se reflejaba en sus palabras entrecortadas:

—¡Está… muerto! ¡Está muerto! —insistió. Parecía ahora que era el palo de la escoba lo que incitaba su rabia. Trató de romperlo contra la rodilla y gritó a Charley, propietario de la escoba—. ¡Este hijo de perra no se rompe! ¡No se rompe! ¡Bastardo afortunado! —gritó a Eliot, intentando aún romper la escoba—: ¡Tú ya has tenido tu parte! —y le cubrió de obscenidades.

Tiró la escoba a lo lejos.

—¡El hijo de perra no se rompe! —gritó, y salió como un torbellino de la habitación.

Eliot no se alteró por la escena. Preguntó amablemente a Charley qué tenía aquel hombre contra las escobas. Después dijo que se iba a coger el autobús.

—¿Te encuentras…, te encuentras bien, Eliot?

—Estupendamente.

—¿De verdad?

—Nunca me he sentido mejor en mi vida. Me siento como si… como si…

—¿Sí?

—Como si fuera a comenzar una nueva y maravillosa fase de mi vida.

—Pues debe de ser muy agradable.

—¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo!

Y ése siguió siendo su estado de ánimo mientras se dirigía hacia el autobús. El aspecto de la calle era extrañamente tranquilo, como si se esperara un tiroteo, pero Eliot no lo observó. La ciudad estaba segura de que él se marchaba para siempre. Los que más dependían de él habían oído el click con tanta claridad como si hubiera sido un cañonazo. Muchos planes se habían hecho, con gran barahúnda y excitación, para una adecuada despedida: un desfile de bomberos, una demostración con pancartas diciendo todo cuanto querían expresarle, un arco triunfal de agua con las mangueras de los bomberos. Todos los planes habían fallado. No había nadie que pudiera organizar y dirigir tal cosa. La mayoría estaban tan anonadados con la perspectiva de la marcha de Eliot que no eran capaces de hallar la energía o el valor suficientes para aguantar la tensión de una gran muchedumbre y llegarse a decirle adiós. Sabían cuál era la calle por la que había de pasar. Y huyeron de allí.

Eliot bajó de la acera, llena de sol, cruzó a la sombra húmeda del Partenón y siguió caminando a lo largo del canal. Un fabricante de hachas retirado, un hombre que contaba más o menos la edad del senador, estaba pescando con una caña de bambú, sentado en un taburete. Había un transistor en el suelo, junto a sus zapatones. La radio tocaba Old Man River. «Los negros trabajan —decía— mientras los blancos se divierten…».

El viejo no era un borracho, ni un pervertido, ni nada. Simplemente era viejo, y viudo, y enfermo de cáncer; y su hijo, que estaba en el Mando Estratégico del Aire, jamás escribía; y el viejo sabía que no valía nada. El dolor le destrozaba. La Fundación Rosewater le daba dinero con regularidad para comprar la morfina que le prescribía el doctor.

Eliot le saludó y se dio cuenta de que no podía recordar su nombre ni cuál era su problema. Llenó los pulmones. De todas formas, era un día demasiado bueno para pensar en cosas tristes.

En el extremo más alejado del Partenón había un pequeño quiosco que vendían cordones de zapatos, hojas de afeitar, refrescos y ejemplares de El Investigador Americano. Al frente del negocio estaba un hombre llamado Lincoln Ewald, que fuera un ardiente partidario de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Incluso había fabricado un transmisor de onda corta para decirles a los alemanes lo que producía diariamente la Fábrica de Sierras Rosewater, que eran cuchillos para paracaidistas y blindajes. En su primer mensaje —aunque los alemanes no le habían pedido ninguno— intentó comunicarles que, si bombardeaban Rosewater, toda la economía americana se desmoronaría, moriría. No pedía dinero a cambio de la información. Se burlaba del dinero y decía que por eso odiaba a América, porque el dinero era aquí el rey. Sólo quería la Cruz de Hierro, y pedía que se la enviaran como un simple paquete, por correo.

El mensaje se escuchó claramente en los receptores de dos guardias del Parque Estatal de Turkey Run, a unos sesenta kilómetros. Los guardianes pasaron la noticia al FBI, y se arrestó a Ewald en la dirección que daba para que le enviaran la Cruz de Hierro. Fue internado en una clínica para enfermos mentales hasta el final de la guerra.

La Fundación había hecho muy poco por él, excepto escuchar sus opiniones políticas, cosa que nadie más hacía. Lo único que Eliot le compró fue un tocadiscos barato y un curso de alemán en discos. Ewald tenía mucho interés por aprender alemán, pero siempre estaba demasiado excitado y furioso.

Eliot no podía recordar su nombre, y casi pasó por su lado sin verle. Era muy fácil ignorar aquella siniestra guarida en las ruinas de una gran civilización.

Heil Hitler —dijo Ewald con voz cascada.

Eliot se detuvo y miró amablemente el lugar de donde viniera el saludo. El quiosco estaba cerrado por una cortina de ejemplares de El investigador Americano, cortina que parecía llena de bodoques. Los bodoques eran los ombligos de Randy Herald, la chica de la tapa. Y ésta seguía pidiendo, una y otra vez, un hombre que le diera un hijo genial.

Heil Hitler —dijo Ewald de nuevo, sin separar la cortina.

—Pues Heil Hitler para usted, señor —dijo Eliot sonriendo—. Y adiós.

La luz cegadora del sol le recibió con un bofetón cuando se alejó del Partenón. Sus ojos, momentáneamente heridos, vieron a dos gandules tumbados en los escalones del Tribunal de Justicia como si los envolviera una nube de vapor. Oyó a Bella, abajo en el Salón de Belleza, ladrándole a alguien porque no le arreglaba bien las uñas.

No tropezó con nadie más durante un rato, aunque vio a algunos que le espiaban desde las ventanas. Les saludó y les guiñó un ojo sin importarle quiénes fueran. Cuando llegó a la Escuela Superior Noah Rosewater, cerrada a cal y canto durante el verano, se detuvo ante el asta de la bandera y se concedió unos instantes de dulce melancolía, despertando bruscamente al escuchar el sonido a quincalla que hacía el poste hueco, azotado por el viento.

Le hubiera gustado comentar el sonido, tener allí a alguien que lo escuchara también. Pero sólo había a su lado un perro que viniera siguiéndole, así que le dijo al animal:

—Este es un sonido muy americano, ¿sabes? La escuela cerrada y la bandera baja. ¡Qué triste sonido americano! Deberías escucharlo alguna vez, cuando se ha puesto el sol y sopla el viento ligero del atardecer, y es la hora de cenar en todos los hogares del mundo…

Sintió que la emoción le oprimía la garganta. Era una sensación muy agradable.

Cuando pasó por la gasolinera, un joven saltó de entre las bombas. Era Roland Barry, que había sufrido una crisis de nervios diez minutos después de prestar el juramento de ingreso en el Ejército, en el fuerte Benjamin Harrison. Tenía una pensión del diez por ciento por incapacidad. Le sobrevino el ataque cuando le ordenaron que tomara una ducha junto con cien hombres más. La pensión estaba más que justificada. Roland no podía hablar, sino susurrar apenas. Pasaba muchas horas del día en la gasolinera, simulando ante los extraños que tenía algo que hacer allí.

—Señor Rosewater —susurró.

Eliot sonrió y le alargó la mano.

—Tendrá que perdonarme. He olvidado su nombre.

El amor propio de Roland era tan insignificante que no le sorprendió que un hombre al que había visitado por lo menos una vez al día durante el año anterior se hubiera olvidado de él.

—Quería darle las gracias por haberme salvado la vida.

—¿De qué? ¿Por qué?

—Mi vida, señor Rosewater. Usted la salvó… aunque valga tan poco.

—Seguramente exagera.

—Usted fue el único que no creyó divertido lo que me sucedió. Quizás tampoco le parezca divertido este poema… —le metió un pedazo de papel en la mano—. Lloré mientras lo escribía. Eso es lo que supone para mí la diversión. Eso es lo que supone todo para mí.

Y echó a correr. Perplejo, Eliot leyó el poema, que decía así:

Lagos, carrillones,

lagunas y campanas,

gaitas y riadas,

arpas y pozos.

Flautas y ríos,

arroyos, fagots,

géiseres, trompetas,

campanillas, lagos.

Oíd la música.

Bebed el agua.

Mientras nosotros,

pobres corderos,

nos dirigimos

al matadero.

Te amo, Eliot.

Adiós. Lloro.

Lágrimas y violines,

corazones y flores,

flores y lágrimas.

Rosewater, adiós.

Eliot llegó a la parada del autobús sin más incidentes. En la cantina de la Fábrica de Sierras sólo estaban el propietario y un cliente. El cliente era una ninfa de catorce años, embarazada por su padrastro, el cual estaba ahora en la cárcel. La Fundación pagaba la asistencia médica de la muchacha. También había informado a la policía del crimen de su padrastro, y después había pagado los servicios del mejor abogado de Indiana que podía pagarse con dinero para que le defendiera.

El nombre de la chica era Tawny Wainwright. Cuando fue con su apuro a Eliot, éste le preguntó qué tal andaba de ánimos.

—Bien —dijo ella—. No me siento demasiado mal. Supongo que éste es un medio como otro cualquiera para empezar la carrera de estrella de cine.

Estaba bebiendo una «Coca-Cola» y leyendo El Investigador Americano. Miró furtivamente a Eliot. Fue la última vez.

—Un billete para Indianapolis, por favor.

—¿Sólo de ida, o de ida y vuelta?

Eliot no dudó.

—De ida, por favor.

El vaso de Tawny casi se cayó al suelo. Lo cogió a tiempo.

—¡De ida a Indianapolis! —dijo el propietario en voz alta—. ¡Aquí lo tiene, señor!

Dio validez al billete estampando bruscamente un sello, lo entregó y se volvió rápidamente. Tampoco él miró más a Eliot.

Este, sin darse cuenta de la tensión, se acercó al puesto de periódicos y libros para comprar algo que leer en el viaje. Se sintió tentado por El Investigador, lo abrió, ojeó la historia de una niña de siete años devorada por un oso en el Parque Yellowstone en 1934, lo devolvió al estante y se llevó en cambio una novela de Kilgore Trout en rústica. Se titulaba Pase de tres días a Pan-Galactic.

El autobús sonó flatulentamente su bocina en el exterior.

Cuando Eliot subía al autobús, apareció Diana Moon Glampers. Venía sollozando. Llevaba su teléfono blanco Princesa, arrastrando tras ella el hilo arrancado de la pared.

—¡Señor Rosewater!

—¿Sí?

Arrojó el teléfono al suelo, destrozándolo junto a la puerta del autobús.

—¡Ya no necesito teléfono! No tengo a nadie a quien llamar. ¡Y nadie me llamará!

Eliot la compadeció, pero sin reconocerla en absoluto.

—Lo siento, no lo entiendo.

—¿Que no qué? ¡Soy yo, señor Rosewater! ¡Diana! ¡Diana Moon Glampers!

—Encantado de conocerla.

—¿Encantado de conocerme?

—¡De verdad que sí! Pero… ¿qué pasa con ese teléfono?

—¡Usted era la única razón que tenía para necesitarlo!

—¡Oh, vamos! —dijo él, dudoso—. Seguramente tiene muchas otras amistades.

—¡Oh, señor Rosewater! —sollozó ella, apoyándose en el autobús—. ¡Usted es mi único amigo!

—Pero seguramente puede hacer algunas amistades más —sugirió Eliot con aire esperanzado.

—¡Oh, Dios mío!

—¿Qué le parece si se une a alguna asociación de la Iglesia?

—¡Usted es mi asociación de la Iglesia! ¡Usted es mi todo! ¡Usted es mi gobierno! ¡Usted es mi marido! ¡Usted es mi amigo!

Con estas afirmaciones, Eliot se sintió algo incómodo.

—Es muy amable al decir esas cosas. Que tenga buena suerte. Ahora… realmente debo irme —agitó la mano—. Adiós.

Se dispuso a leer Pase de tres días a Pan-Galactic. Hubo más jaleo en el exterior del autobús, pero Eliot no creyó que tuviera nada que ver con él. Inmediatamente se sintió encantado con el libro, tanto que ni siquiera se dio cuenta de cuando arrancó el autobús. Era una historia excitante, sobre un hombre que servía en una especie de Expedición de Lewis y Clark en la Época Espacial. El nombre del héroe era sargento Raymond Boyle.

La expedición había llegado a lo que parecía ser el borde absoluto y final del universo. No parecía haber nada más allá del sistema solar en que estaban, y se hallaban disponiendo el equipo para percibir cualquier débil señal que viniera de todo aquel negro terciopelo de la nada que era el exterior.

El sargento Boyle era un terrestre. Era el único terrestre de la expedición. En realidad era la única criatura de la Vía Láctea. Los otros miembros provenían de todas partes. La expedición significaba el esfuerzo conjunto de unas doscientas galaxias. Boyle no era técnico, sino profesor de inglés. La cosa era que la Tierra era el único lugar en todo el Universo conocido donde se usaba el lenguaje. Era una invención únicamente terrestre. Todos los demás usaban la telepatía, de modo que los terrestres podían conseguir magníficos empleos como profesores de idiomas en cualquier parte que estuvieran.

La razón por la que las criaturas querían usar lenguaje en vez de telepatía era que, con el lenguaje, se agudizaba el sentido del trabajo y se hacían más cosas: El lenguaje los hacía mucho más activos. La telepatía, con eso de que todos se estaban hablando constantemente, producía una especie de generalizada indiferencia a toda información. Pero el lenguaje, con sus significados lentos y estrechos, sólo permitía pensar en una cosa, no en dos a la vez… para empezar a pensar en términos de proyectos.

Llamaron a Boyle, que estaba en su clase de inglés, y le ordenaron que se presentara en seguida al oficial al mando de la expedición. No podía imaginar de qué se trataba. Fue a la otra oficina del comandante en jefe y saludó al viejo. Realmente no es que éste pareciera viejo. Era del planeta Tralfamadore, y era casi tan alto como una lata de cerveza inglesa. En realidad no parecía una lata de cerveza, parecía, más bien, una llave inglesa.

No estaba solo. Le acompañaba el capellán de la expedición. El padre era del planeta Glinko-X-3. Parecía una especie de enorme guerrero portugués metido en un tanque de ácido sulfúrico sobre ruedas. El capellán tenía un aspecto grave.

Algo terrible había sucedido. Aconsejó a Boyle que fuera valiente, y el comandante le dijo que había malas noticias de casa. Le dijo que allá en casa había habido una defunción, que le darían un pase de emergencia de tres días, y que debía estar dispuesto a partir inmediatamente.

—¿Es… es mamá? —preguntó Boyle, tratando de retener las lágrimas—. ¿Es papá? ¿Es Nancy? —Nancy era la vecina de al lado—. ¿Es la abuela?

—Hijo… —dijo el comandante—. Serénate. No me gusta decirte esto. No se trata de quién ha muerto, sino de qué ha muerto.

—¿Y qué ha muerto?

—Lo que ha muerto, hijo mío, es la Vía Láctea.

Eliot levantó los ojos del libro. Rosewater County había desaparecido. No lo echó de menos.

Cuando el autobús paró en Nashville, Indiana, la sede del Brown County, alzó de nuevo los ojos y estudió el aparato de incendios que se hallaba ante su vista. Pensó en comprar a Nashville un equipo realmente bueno, pero se decidió en contra. Aquella gente no lo cuidaría bien.

Nashville era un centro de artes y oficios. No resultaba raro ver a un cristalero soplar el vidrio y hacer adornos de árbol de Navidad en el mes de junio.

No volvió a levantar los ojos del libro hasta que el autobús llegó a las afueras de Indianapolis. Quedo asombrado al ver que toda la ciudad sufría los efectos de una gran tormenta de fuego. Jamás había visto una tormenta de fuego, pero, desde luego, había leído sobre ellas y soñado con muchas.

Tenía un libro escondido en su despacho, aunque era un misterio, incluso para Eliot, el porqué tenía que esconderlo, por qué debía sentirse culpable cada vez que lo cogía, y por qué había de tener miedo de que le pescaran leyéndolo. Sus sentimientos hacia el libro eran los de un puritano débil de voluntad con respecto a la pornografía; sin embargo, no había libro más limpio de erotismo que el que él ocultaba. Se llamaba El bombardeo de Alemania; estaba escrito por Hans Rumpf.

Y el pasaje que Eliot leía una y otra vez, con los rasgos rígidos y las manos sudorosas, era la descripción de la tormenta de fuego en Dresde:

«Cuando el fuego se abrió paso a través de los tejados de los edificios en llamas, una columna de aire caliente de dos kilómetros de diámetro se levantó a más de cuatro de altura. La columna se agitaba, alimentada en su base por aire fresco que se deslizaba sobre la superficie de la tierra. A un par de kilómetros del incendio, esta corriente aumentó la velocidad del viento de diecisiete a cincuenta kilómetros por hora. En el borde del área las velocidades debieron de ser mucho mayores, ya que árboles de casi un metro de diámetro fueron arrancados de raíz. En breve tiempo la temperatura llegó al punto de ignición de todos los combustibles, y el área entera se convirtió en un horno. Y tuvo lugar el completo aniquilamiento por el fuego, es decir, no quedó traza alguna de material combustible, y sólo al cabo de dos días estuvo el área lo suficientemente fresca para acercarse a ella».

Eliot, levantándose de su asiento en el autobús, presenció la tormenta de fuego en Indianapolis. Quedó aterrado por la majestad de la columna de fuego que era, por lo menos, de doce kilómetros de diámetro y ochenta de altura. Los límites de la columna parecían totalmente rígidos e inmóviles, como si estuvieran hechos de cristal. Dentro de los límites, las ascuas rojizas giraban en estatuaria armonía en medio de un coro de blancura. Y la blancura parecía algo sagrado.