12

Dos días más tarde era casi el momento en que Eliot debía coger el autobús para ir a Indianapolis y reunirse con Sylvia en la Suite Azul. Era mediodía. Todavía estaba durmiendo. Había pasado una noche malísima, no sólo por las llamadas telefónicas, sino por la gente que venía personalmente a todas horas, más de la mitad de ellos borrachos. El pánico cundía en Rosewater. Por mucho que Eliot lo negara, sus clientes estaban seguros de que los dejaba para siempre.

Eliot había limpiado la parte superior de la mesa. Sobre ella se veía un traje azul nuevo, una camisa blanca nueva, una corbata azul, nueva también, un par de calcetines de nylon negros, nuevos, un par de calzoncillos «Jockey», nuevos, un cepillo de dientes nuevo y una botella de «Lavoris». Había usado ya una vez el cepillo de dientes, y tenía la boca hecha una llaga.

Los perros ladraron fuera. Cruzaron la calle, desde el Departamento de Bomberos, para saludar a un gran favorito suyo, Delbert Peach, el borracho de la ciudad. Le saludaban alegremente por los esfuerzos que hacía para dejar de ser humano y convertirse en perro.

—¡Eh, eh, eh! —gritó él en vano—. ¡Maldita sea, que hace calor!

Se introdujo tambaleándose por la puerta de la calle que llevaba al despacho de Eliot, la cerró ante sus mejores amigos y subió las escaleras cantando:

Tengo gonorrea y almorranas también;

la gonorrea no duele, pero las almorranas sí.

Delbert Peach, sucio y maloliente, acabó esta canción a mitad de la escalera, ya que subía muy despacio. Cambió entonces a Barras y estrellas, y aún seguía tarareándola cuando entró en el despacho de Eliot.

—¿Señor Rosewater? ¿Señor Rosewater?

La cabeza de Eliot estaba bajo la manta y sus manos, aunque estuviera profundamente dormido, apretaban con fuerza el embozo, de modo que Peach, para ver el amado rostro, tuvo que vencer la fuerza de aquellas manos.

—Señor Rosewater, ¿está vivo? ¿Se encuentra bien?

Apareció el rostro de Eliot, alterado por su lucha con la manta.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —abrió del todo los ojos.

—¡Gracias sean dadas a Dios! Soñé que había muerto.

—No, que yo sepa.

—Soñé que los ángeles habían bajado del cielo, se lo habían llevado y lo habían puesto junto al mismísimo Jesús.

—No —dijo Eliot estropajosamente—. Nada de eso es verdad.

—Pero lo será algún día. Y desde allá arriba podrá oír el llanto y los ayes de esta ciudad.

Eliot esperaba que no tuviera que oír el llanto y los ayes desde el cielo, pero no lo dijo.

—Aunque no se muera ahora, señor Rosewater, sé que no volverá nunca. Se va a Indianapolis, excitante, luminosa, llena de hermosos edificios. Probará otra vez la vida refinada y ya no podrá pasarse sin ella, cosa natural en un hombre como usted, que ha probado una vida tan refinadísima. Y después lo veremos viviendo en Nueva York la vida más refinada que exista. ¿Y por qué no habría de hacerlo?

—Señor Peach… —y Eliot se frotó los ojos—. Si de alguna forma llegara a Nueva York y empezara a vivir de nuevo la más refinada de todas las vidas posibles, ¿sabe usted lo que me sucedería? En el momento en que pudiera acercarme a cualquier espacie de agua navegable, un rayo me arrojaría al agua, me tragaría una ballena, y la ballena nadaría por el golfo de México y por el Mississippi, el Ohio, el Wabash, el White y el Río Perdido hasta Rosewater Creek. Y la ballena saltaría de allí hasta el canal Interestatal Rosewater, y nadaría por el canal hasta esta ciudad, y me vomitaría en el Partenón. Y aquí estaría otra vez.

—Tanto si ha de volver como si no, señor Rosewater, quiero hacerle el regalo de una buena noticia para que se la lleve con usted.

—¿Y qué noticia es ésa, señor Peach?

—Hace como diez minutos dejé la bebida para siempre. Ese es mi regalo.

Sonó el teléfono rojo de Eliot. Se lanzó a cogerlo, ya que era la línea de urgencia del Departamento de Bomberos.

—¡Diga!

Dobló todos los dedos de la mano izquierda excepto el corazón. El gesto no era obsceno. Sólo estaba preparando el dedo que apretaría el botón rojo que pondría en marcha la sirena de la cúpula del edificio.

—¿Señor Rosewater?

Era una voz femenina, muy dulce.

—¡Sí, sí! —Eliot daba brincos de excitación—. ¿Dónde está el fuego?

—En mi corazón, señor Rosewater.

Se puso furioso, y nadie se hubiera sorprendido de ello. Era famoso su odio a las bromas en lo referente al Departamento de Bomberos. Era lo único que odiaba. Reconoció la voz, que era la de Mary Moody, la fulana cuyos gemelos había bautizado el día anterior. Se sospechaba de ella que era una pirómana, y sabían con certeza que era una ladrona convicta y una prostituta de cinco dólares. Eliot la maldijo por utilizar la línea de urgencia.

—¡Maldita sea por utilizar este número! ¡Debería ir a pudrirse a la cárcel! ¡Los estúpidos hijos de perra que hacen llamadas personales a un Departamento de Bomberos deberían irse al infierno, a freírse allí para siempre! —y colgó el aparato de golpe.

Pocos segundos más tarde sonó el teléfono negro.

—Aquí la Fundación Rosewater —dijo Eliot dulcemente—. ¿En qué podemos ayudarle?

—Señor Rosewater… Soy Mary Moody otra vez.

Estaba sollozando.

—Pero bueno, ¿qué le ocurre?

Honradamente no lo sabía. Estaba dispuesto a matar a cualquiera que la hubiera hecho llorar.

Un «Chrysler Imperial» negro, conducido por un chofer, aparcó bajo las ventanas del despacho de Eliot. El chofer abrió la portezuela de atrás. Con gran dolor de riñones, el senador Lister Rosewater de Indiana bajó a la acera. Su visita era inesperada.

Subió lentamente las escaleras. Desde hacía tiempo se había olvidado de aquel abyecto modo de ascensión. Había envejecido terriblemente, ya que sentía el deseo de demostrar que había envejecido terriblemente. Hizo lo que pocos visitantes hacían: llamó a la puerta de la oficina de Eliot preguntando si podía pasar. Este, todavía vestido con aquella enorme y pestilente ropa interior, desecho de la guerra, corrió hacia su padre y le abrazó.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Qué maravillosa sorpresa!

—No me ha sido fácil venir.

—Supongo que no será por creer que no eres bienvenido…

—No puedo soportar la vista de toda esta porquería.

—Pues ahora está muchísimo mejor que antes.

—Ah, ¿sí?

—Hicimos limpieza general hace una semana.

El senador cerró los ojos y golpeó con el pie una lata de cerveza.

—Supongo que no lo harías por mí. Sólo porque yo tema que aquí estalle la peste o el cólera no es motivo para que te preocupes —dijo esto tranquilamente.

—Conoces a Delbert Peach, supongo.

—Lo conozco —asintió el senador—. ¿Qué tal, señor Peach? Desde luego, estoy familiarizado con su informe de guerra. Desertó dos veces, ¿no? ¿O fueron tres?

Peach, encogido y anonadado en presencia de tal majestad, murmuró que nunca había servido en el ejército.

—Entonces fue su padre. Lo siento. Es difícil deducir la edad de las personas que casi nunca se lavan o se afeitan.

Peach admitió con su silencio que probablemente había sido su padre el que desertara tres veces.

—Me pregunto si no podríamos hablar a solas unos momentos —dijo el senador a Eliot—. ¿O va eso contra tu idea de lo abierta y amistosa que ha de ser nuestra sociedad?

—Yo me voy —dijo Peach—. Sé cuando estorbo.

—Me imagino que ha tenido muchas oportunidades de aprenderlo —le espetó el senador.

Peach, que ya estaba casi en la puerta, se volvió al oír este insulto, sorprendiéndose incluso a sí mismo al comprender que se había sentido insultado.

—Para ser un hombre que depende de los votos de las personas corrientes, senador, parece que sabe decir cosas bastante ruines.

—Siendo un borracho, señor Peach, seguramente sabrá que a los borrachos no se les permite votar.

—Pues yo he votado, señor mío —era una clara mentira.

—Si lo ha hecho, probablemente lo habrá hecho por mí. La mayoría lo hacen, aunque yo nunca en mi vida he adulado a la gente de Indiana, ni siquiera durante la guerra. Y ¿sabe usted por qué votan por mí? Dentro de cada americano, por muy degenerado que esté, hay un viejo sabio y exigente como yo, que odia a los pillos y a los débiles más aún que yo mismo.

—Caray, papá… Desde luego no esperaba verte. ¡Qué sorpresa más agradable! Tienes un aspecto magnífico.

—Pues estoy hecho un asco. Y traigo noticias muy malas. Pensé que era mejor dártelas personalmente.

Eliot frunció ligeramente el ceño.

—¿Cuándo fuiste de vientre por última vez?

—¡Eso no te importa!

—Perdona.

—¡No he venido a que me hagas el reconocimiento! Podría decirte que no he hecho de vientre desde que el Acta de Recuperación Nacional fue declarada anticonstitucional, ¡pero no he venido a eso!

—Dijiste que estabas hecho un asco…

—¿Y qué?

—Generalmente, cuando alguien viene aquí y me dice eso, nueve de cada diez veces es un caso de estreñimiento.

—Muchacho, voy a darte las noticias que traigo, ¡y a ver si tú puedes alegrarte con laxantes! Un joven abogado que trabajaba para McAllister, Robjent, Reed y McGee, con libre acceso a todos los archivos confidenciales a tu respecto, se ha largado. Se ha vendido a los Rosewater de Rhode Island. Van a llevarte a juicio. Van a probar que estás loco.

La campanilla del despertador de Eliot saltó en ese momento. Cogió el reloj y se dirigió al botón rojo de la pared. Observó intensamente el segundero del reloj moviendo los labios, contando los segundos. Apoyó el dedo corazón de su mano izquierda en el botón, apretó de pronto y puso así en marcha la más potente sirena de incendios del hemisferio occidental.

El espantoso aullido lanzó al senador contra una pared y le hizo encogerse cubriéndose los oídos con las manos. En New Ambrosia, a diez kilómetros de allí, un perro empezó a correr en círculos hasta morderse el rabo. Un forastero que se hallaba en la cantina de la Fábrica de Sierras se echó todo el café por encima de él y del propietario. En el salón de belleza de Bella, en el sótano del Tribunal de Justicia, nuestra bella de ciento veinte kilos tuvo un ligero ataque al corazón. Y los ingeniosos de todo el distrito se prepararon para lanzar el constante e injusto chiste sobre el Jefe del Departamento de Bomberos, Charles Warmergran, que tenía una oficina de seguros al lado del departamento:

—¡El susto le habrá hecho soltar a su secretaria!

Eliot dejó de oprimir el botón. La sirena empezó a decrecer, como si tragara su propia voz, lamentándose: huum… huuummm… huuummm…

No había ningún incendio. Era, simplemente, mediodía en Rosewater.

—¡Qué escándalo! —estalló el senador, incorporándose lentamente—. ¡He olvidado todo lo que había aprendido en mi vida!

—Eso debe de ser agradable.

—¿Oíste lo que te dije sobre los de Rhode Island?

—Sí.

—¿Y cómo te sientes, con esa noticia?

—Triste y asustado —suspiró, trató de sonreír pensativamente y no pudo conseguirlo—. Esperaba que no hiciera falta probarlo, que les diera lo mismo una cosa u otra… que estuviera loco o no.

—¿Es que tienes dudas?

—Claro.

—Y ¿desde cuándo estás así?

Los ojos de Eliot se agrandaron mientras buscaba una honrada respuesta:

—Tal vez desde que tenía diez años.

—Supongo que bromeas.

—Es un consuelo.

—Eras un niño sano y fuerte.

—¿Sí? —preguntó, ingenuamente encantado al imaginar el niñito que había sido, alegre de poder pensar en él y no en los terribles fantasmas que le cercaban.

—Lo único que siento es haberte traído aquí.

—¡Pero si a mí siempre me gustó! Y aún me gusta —confesó Eliot, como en sueños.

El senador separó ligeramente los pies, como buscando una base más firme para el trueno que se disponía a lanzar.

—Tal vez, muchacho, pero ahora ha llegado el momento de salir de aquí… y no volver más.

—¿No volver más? —era un eco maravillado.

—Esta parte de tu vida ha terminado. Tenía que acabar alguna vez. Ya ves, tendré que estar agradecido a esos gusanos de Rhode Island si te obligan a dejar esto, e inmediatamente.

—¿Cómo pueden hacerlo?

—¡No esperarás defender tu cordura en este escenario!

Eliot miró en torno y no vio nada notable.

—¿Es que esto parece… parece… extraño?

—¡Maldita sea!, bien sabes que sí.

Lentamente, Eliot agitó la cabeza.

—Te sorprendería todo lo que no sé, papá.

—No existe una institución como ésta en todo el mundo. Si esto fuera un decorado teatral y se levantara el telón con la escena vacía, el público se sentiría extrañadísimo, excitadísimo, sobre ascuas, ansioso por ver al increíble chiflado capaz de vivir de esta forma.

—¿Y si el chiflado sale, y da una explicación sensata del porqué de un lugar como éste?

—Seguiría siendo un chiflado.

Aceptó la respuesta, o pareció aceptarla. No la discutió, y admitió la conveniencia de lavarse y vestirse para el viaje. Rebuscó en los cajones de la mesa y encontró una bolsa de papel con las compras que hiciera el día anterior: una barra de jabón, una botella de «Absorbine Jr.», para los pies cansados, una botella de champú para la caspa, una botella de «Arrid», loción desodorante, y un tubo de pasta de dientes «Crest».

—Me alegro de que cuides tu aspecto otra vez, hijo.

—¿Qué? —estaba leyendo el prospecto de «Arrid», que nunca había usado. Jamás había usado ningún desodorante.

—Te limpias bien, dejas la bebida, sales de aquí, abres un despacho decente en Indianapolis, o Chicago, o Nueva York y, cuando llegue el juicio, verán que estás tan cuerdo como cualquiera.

—Hum…

Preguntó a su padre si había usado «Arrid» alguna vez. El senador se ofendió.

—Me duchos dos veces al día, por la mañana y por la noche. Supongo que eso acaba con todos los efluvios desagradables.

—Aquí dice que te pueden salir granitos. Que no hay que usarlo si te salen.

—Pues, si te preocupa, no lo uses. Lo importante es el agua y el jabón.

—Hum…

—Esto es lo malo de este país —dijo el senador—. Esos tipos de Madison Avenue han hecho que tengamos más miedo de nuestros propios sobacos que de Rusia, China y Cuba juntas.

La conversación, peligrosa por lo general entre dos seres tan vulnerables, había emprendido un camino pacífico. Podían estar de acuerdo sin temerse mutuamente.

—¿Sabes? —dijo Eliot—. Kilgore Trout escribió una vez todo un libro sobre un país que se dedicaba a luchar contra los olores. Era la meta nacional. No había enfermedades, ni crímenes, ni guerras; de modo que se dedicaban a perseguir los olores.

—Si te llevan a juicio —dijo el senador—, será mejor que no menciones tu entusiasmo por Trout. Ese capricho que tienes por todas las mentiras a lo Buck Rogers, hará que parezcas infantil a los ojos de muchas personas.

Ya se había abandonado el sendero de la paz. La voz de Eliot se iba agudizando mientras persistía en contar la historia de Trout, que se titulaba Oiga, ¿huele algo?

—Ese país —continuó— contaba con enormes proyectos de investigación dedicados a la lucha contra los olores, basados en contribuciones individuales. Las madres de todo el país iban los domingos, de puerta en puerta, a hacer la colecta. El ideal de la investigación era encontrar un desodorante químico especial para cada olor. Pero entonces el protagonista, que era también el dictador del país, echó mano de un maravilloso recurso científico que hizo innecesarios todos los proyectos. Fue directamente a la raíz del problema.

—Ya —dijo el senador. No podía aguantar las historias de Kilgore Trout, y se avergonzaba de su hijo—. ¿Qué, encontró un producto químico que eliminaba todos los olores? —sugirió, para apresurar el final del relato.

—No. Como te digo, el protagonista era el dictador. Simplemente, eliminó las narices.

Eliot estaba dándose un baño en el asqueroso y diminuto cuarto de baño, temblando, rugiendo y tosiendo mientras se frotaba con un montón de empapadas toallas de papel.

Su padre, que no podía resolverse a mirarlo, daba vueltas por el despacho, apartando furioso los ojos de las obscenas e inefectivas abluciones. No había cerradura en la puerta del despacho, y Eliot, a instancias de su padre, había colocado un pesado archivo contra la misma.

—Porque, ¿qué pasaría si alguien entrara aquí y te viera completamente desnudo? —había preguntado el senador.

Y Eliot había respondido:

—Para la gente de aquí, papá, yo no pertenezco a ningún sexo.

Así que el senador, reflexionando sobre aquel antinatural asexuamiento y todas las demás pruebas de locura, abrió desconsolado el cajón superior del archivo. Había en él tres latas de cerveza, una licencia de conducir del Estado de Nueva York, de 1948, y un sobre sin cerrar, dirigido a Sylvia en París, pero sin sellos y que jamás se había enviado. En el sobre había un poema amoroso que Eliot le escribiera a Sylvia dos años antes.

El senador acalló sus escrúpulos y leyó el poema, esperando que le diera alguna base para poder defender a su hijo. He aquí el poema que leyó, y que le hizo avergonzarse violentamente mientras lo leía:

Ya sabes que en sueños soy un pintor.

O tal vez no lo sepas. Y un escultor.

¡Cuánto tiempo sin verte!

Y es duro para mí

el juego de los materiales

en estas manos mías.

Te sorprenderían

algunas de las cosas que quisiera hacerte.

Por ejemplo, si estuviera a tu lado

mientras lees estos versos,

y estuvieras acostada,

te pediría que descubrieras tu vientre

para que yo, con la uña de mi pulgar izquierdo,

pudiera trazar una línea

de doce centímetros de longitud

sobre el vello de tu pubis.

Y después esgrimiría el dedo índice

de mi mano derecha,

y lo insinuaría solamente sobre el borde derecho

de tu famoso ombligo,

y lo dejaría allí, inmóvil, quizá por media hora.

¿Extraño?

Seguro.

El senador quedó anonadado. Lo que le destrozó realmente fue la mención del vello del pubis. Había visto muy pocos cuerpos desnudos en su juventud, quizá cinco o seis, y el vello del pubis significaba para él el material más indigno de mención o de pensamiento siquiera.

En ese momento salió Eliot del cuarto de baño, todo desnudo y peludo, secándose con un paño de cocina. El paño de cocina era nuevo, aún llevaba colgado el precio. El senador quedó petrificado, horrorizado ante las terribles fuerzas del cieno y la obscenidad que le sitiaban por todas partes.

Eliot no se dio cuenta. Siguió secándose inocentemente, luego tiró el paño de cocina a la papelera. Sonó el teléfono.

—Aquí la Fundación Rosewater. ¿En qué podemos ayudarle?

—Señor Rosewater —dijo una mujer—. Por la radio hablaron de usted.

—¿Sí?

Eliot comenzó ahora a jugar inconscientemente con el vello de su pubis. No de modo extravagante. Simplemente desenrollaba un pelito y lo dejaba volver a su sitio.

—Dijeron que alguien quería demostrar que usted estaba loco.

—No se preocupe por eso, querida. A lo mejor no lo consiguen.

—¡Oh, señor Rosewater! Si usted se va y no vuelve nunca, nos moriremos.

—Le doy mi palabra de honor de que volveré. ¿Qué le parece?

—Quizá ellos no le dejen volver.

—¿Usted cree que estoy loco, querida?

—No sé cómo decirlo…

—Dígalo como quiera.

—No puedo evitar el pensar que todos creerán que está loco… por hacer tanto caso a gente como nosotros.

—¿Conoce usted las otras clases de gente a las que podría hacer caso?

—Nunca he salido de Rosewater County.

—Pues vale la pena hacer el viaje, querida. Cuando vuelva, ¿qué le parece si le pago un viaje a Nueva York?

—¡Oh, Dios mío! Pero nunca volverá…

—Le doy mi palabra de honor.

—Lo sé, lo sé… pero todos lo sentimos en los huesos… lo olemos en el aire. Usted no volverá.

Eliot había encontrado ahora un pelito que era una maravilla. Siguió estirando y estirando hasta que llegó a tener unos trece centímetros de longitud. Lo miró, y luego miró a su padre, incrédulamente orgulloso de poseer tal cosa.

El senador estaba lívido.

—Queríamos buscar el mejor modo de decirle nuestro adiós, señor Rosewater —continuó la mujer—. Desfiles, y banderas, y flores. Pero no haremos nada. Estamos demasiado asustados.

—¿De que?

—No lo sé —y colgó.

Eliot se puso los calzoncillos nuevos. Tan pronto los tuvo ajustados, su padre habló amargamente:

—Eliot…

—¿Señor? —satisfecho, Eliot se pasaba la mano por debajo de la pretina elástica—. Desde luego que estas cosas son seguras. Me había olvidado lo agradable que era sentirse con algo bien puesto.

El senador estalló.

—¿Por qué me odias tanto? —gritó.

Su hijo quedó desconcertado.

—¿Odiarte? Papá… yo no te odio. No odio a nadie.

—¡Todos tus actos y palabras están encaminadas a herirme en lo más hondo!

—¡No!

—No tengo ni idea de lo que te he hecho para que ahora me lo pagues así, pero creo que la deuda ya debe de estar saldada.

Eliot se había quedado sin habla.

—Papá…, por favor.

—¡Cállate! Sólo conseguirás herirme más, y ya no puedo soportar otro dolor.

—¡Por el amor de Dios!

—¡Amor! —repitió el senador, acerbamente—. Tú me has amado mucho, ¿verdad? Me has amado tanto que has destrozado todas las esperanzas e ideales que tuviera en mi vida. Y has amado a Sylvia, ¿verdad?

Eliot se tapó los oídos. El viejo siguió gritando furioso, lanzando finas gotitas de saliva. Eliot no podía oír sus palabras, pero leyó en sus labios la terrible historia de cómo había arruinado la vida y la salud de una mujer cuya única falta había sido amarle.

El senador salió del despacho con un portazo.

Eliot se destapó los oídos; acabó de vestirse como si nada especial hubiera sucedido. Se sentó a atarse los cordones de los zapatos. Cuando los tuvo atados se enderezó. Y de pronto se quedó rígido como un cadáver.

Sonó el teléfono negro. Y no lo contestó.