Norman Mushari alquiló un convertible rojo en el aeropuerto de Providence y recorrió los veintisiete kilómetros hasta Pisquontuit a fin de encontrar a Fred Rosewater. Para sus jefes, Mushari estaba en cama, enfermo en su apartamento de Washington. Por el contrario, se sentía completamente bien.
No encontró a Fred en toda la tarde, por la no muy simple razón de que éste se hallaba durmiendo en su yate, cosa que solía hacer en secreto en las tardes calurosas. Tratar de que los pobres firmaran un seguro no es, precisamente, un trabajo abrumador en un día de verano.
Fred solía dirigirse a su cubil en un pequeño bote, de apenas unos centímetros de borda. Después saltaba torpemente al Pimpollo II y se echaba en el sollado fuera de la vista, con la cabeza apoyada en un salvavidas color naranja. Allí, escuchando el golpeteo del agua y el crujido de los maderos, se apoyaba una mano en los genitales y, sintiéndose en paz con Dios, se dormía. Era encantador.
Los Buntline tenían una joven doncella llamada Selena Deal, que conocía el secreto de Fred. Una ventanita de su dormitorio daba a la flota de yates. Cuando se sentaba a escribir en su estrecha camita, como en este momento se disponía a hacer, su ventana enmarcaba el Pimpollo II. La puerta estaba abierta, de modo que pudiera oír sonar el teléfono. Eso era todo lo que tenía que hacer durante la tarde, por lo general: contestar al teléfono si sonaba. Sonaba muy pocas veces y, como ella misma decía, ¿por qué había de hacerlo?
Tenía dieciocho años. Era huérfana, de un asilo fundado por la familia Buntline en Pawtucket, en 1878. Al fundarlo, los Buntline exigieron tres cosas: que todos los huérfanos fueran educados como cristianos sin tener en cuenta la raza, el color o su credo; que todos hicieran un juramento una vez por semana antes de la cena dominical; y que, cada año, una huérfana limpia e inteligente entrara a formar parte del servicio doméstico en un hogar Buntline «para aprender las mejores cosas de la vida e inspirarse, quizá; para ascender unos cuantos peldaños en la escala de la cultura y la gracia sociales».
El juramento, que Selena había pronunciado seiscientas veces ante seiscientas cenas bastante frugales, decía así, según fue escrito por Castor Buntline, bisabuelo de Stewart:
«Juro solemnemente que respetaré la sagrada propiedad privada de los demás, y que me sentiré feliz con cualquier situación que el Todopoderoso me asigne en la vida. Sentiré gratitud hacia los que me empleen, y jamás me quejaré por el salario o las horas de trabajo, sino que, por el contrario, me diré a mí mismo: ¿Qué más puedo hacer por mi dueño, mi república y mi Dios? Comprendo que no he venido al mundo para ser feliz. Estoy aquí para ser probado. Y, si quiero triunfar en la prueba, habré de ser siempre generoso, siempre sobrio, siempre sincero, siempre casto de mente, cuerpo y obras, y siempre respetuoso para con aquellos a quienes Dios, en su Sabiduría, ha colocado por encima de mí. Si triunfo en la prueba, cuando muera iré al gozo eterno del cielo. Si fracaso, iré a quemarme en el infierno, y el diablo reirá y llorará Jesús».
Selena, una linda muchacha que tocaba el piano maravillosamente y quería ser enfermera, escribía una carta a Wilfred Parrot, director del orfanato. Parrot tenía sesenta años. Había hecho muchísimas cosas interesantes en la vida; por ejemplo, luchó en España en la Brigada de Abraham Lincoln y, desde 1933 a 1936, escribió un serial para la radio llamado Más alta del azul horizonte. Dirigía el orfanato de modo que todos fueran felices; los niños le llamaban «papá» y todos aprendían a cocinar, bailar, pintar y tocar algún instrumento musical.
Selena llevaba un mes con los Buntline y, al parecer, debía continuar con ellos durante un año. Pero he aquí su carta:
«Querido papá Parrot: Tal vez las cosas mejoren algún día en esta casa, pero lo dudo. La señora Buntline y yo no nos llevamos muy bien. Ella sigue diciendo que soy poco agradecida e impertinente. No quiero ser así, pero creo que lo soy. Sólo espero que no se impaciente tanto conmigo que me devuelva al orfanato. Eso es lo que me preocupa. Procuraré obedecer mejor el juramento. Lo que siempre parece que anda mal es lo que ella ve en mis ojos. ¡Y no puedo remediarlo!
»Cuando dice algo o hace algo que yo juzgo estúpido o digno de compasión o algo así, no digo nada, pero ella me mira a los ojos y se pone furiosa. Una vez me dijo que la música era lo más importante en su vida, después de su marido y su hija. Tiene altavoces por toda la casa, conectados todos con un magnífico tocadiscos que hay en el vestíbulo. Durante el día entero se oye la música, y la señora Buntline me dijo que lo que le encantaba era el momento de elegir el programa musical a primera hora de la mañana y cargar el tocadiscos para que durara todo el día. Esta mañana salía un estruendo terrible de todos los altavoces, pero aquello no sonaba como la clase de música que yo conozco. Era muy aguda, rápida y temblona, y la señora Buntline andaba tarareándola de acá para allá y llevando el compás con la cabeza para demostrarme cuánto le gustaba. ¡Creí que me volvía loca! Y entonces llegó su mejor amiga, una tal señora Rosewater, y dijo cuánto le gustaba la música. Dijo que algún día, cuando mejorara su suerte, también ella escucharía buena música todo el día. Finalmente no pude más, y le pregunté a la señora Buntline de quién diablos era aquello.
»—¡Vaya, querida niña! —dijo—. ¿De quién va a ser, sino del inmortal Beethoven?
»—¡Beethoven! —exclamé yo.
»—¿Es que no lo has oído nunca? —preguntó ella.
»—Sí, señora. Claro que sí. Papá Parrot siempre tocaba música de Beethoven en el orfanato, pero no sonaba así.
»De modo que me llevó hasta el tocadiscos y dijo:
»—Muy bien. Te demostraré que es Beethoven. Sólo he puestos discos de Beethoven. De vez en cuando me da por escucharle únicamente a él.
»—¡También yo adoro a Beethoven! —dijo la señora Rosewater.
»La señora Buntline me dijo que mirara lo que había puesto y le dijera si era Beethoven o no. Lo era. Había cargado el aparato con las nueve sinfonías, pero la pobre mujer las había puesto a 78 revoluciones por minuto, en vez de 33, y no comprendía la diferencia. Yo se lo expliqué, papá. Debía hacerlo, ¿no? Lo hice con toda cortesía, pero seguramente debía de tener “esa clase de mirada” en mis ojos, porque ella se volvió loca y me hizo salir a limpiar el retrete del chofer, detrás del garaje. En realidad no fue un trabajo muy sucio. Hace años que no tienen chofer.
»Otra vez, papá, me llevó a ver una carrera de yates en el del señor Buntline. Se lo pedí yo; le dije que en Pisquontuit no se hablaba de otra cosa. Dije que me gustaría ver qué es lo que había de maravilloso en eso. Su hija Lila tomaba parte en la carrera. Es la mejor navegante de la ciudad. Tendrías que ver todas las copas que ha ganado, ¡son el motivo principal de decoración en la casa! No hay cuadros que valga la pena mencionar. Un vecino tiene un Picasso, pero le he oído decir que preferiría una hija que supiera navegar como Lila. No creo que haya mayor diferencia, se mire como se mire, pero no dije nada. Créeme, papá, no digo ni la mitad de las cosas que quisiera.
»De todas formas, fuimos a la carrera, y ¡ojalá hubieras podido oír gritar y jurar a la señora Buntline! ¿Te acuerdas de las cosas que solía decir Arthur Gonsalvez? Pues la señora Buntline usaba palabras que ni siquiera él debía de conocer. Jamás vi a una mujer tan excitada y tan loca. Simplemente se olvidó de que yo estaba allí. Parecía una bruja con un ataque de nervios. Cualquiera hubiera creído que el destino del universo dependía de aquellos saludables muchachitos y sus barquitos pintados de blanco. Por fin se acordó de mí, y se dio cuenta de que había dicho muchas cosas malsonantes.
»—Tienes que comprender por qué me he excitado tanto —dijo—. Lila tiene ya los dos pies en la Copa del Comodoro.
»—¡Oh! —dije yo—. Eso lo explica todo.
»Te juro, papá, que es todo lo que dije, pero seguramente tenía “esa mirada” en mis ojos.
»Lo que más me indigna de estas personas, papá, no es precisamente lo ignorantes que son, o lo mucho que beben, sino su auténtica creencia de que todo lo bonito del mundo es un regalo que ellos hacen a los pobres, o sus antepasados hicieron. La primera tarde que estaba aquí, la señora Buntline me hizo salir al porche trasero con ella a ver la puesta de sol. Así lo hice, y le dije que me gustaba mucho, pero ella parecía esperar que yo añadiera algo más. No se me ocurría otra cosa, así que dije lo que me pareció más estúpido:
»—Muchísimas gracias.
»¡Y eso precisamente era lo que estaba esperando!
»—De nada en absoluto”, dijo.
»Desde entonces le he dado las gracias por el océano, la luna, las estrellas del cielo y la Constitución de los Estados Unidos.
»Tal vez yo sea demasiado mala y tonta para darme cuenta de lo maravilloso que es realmente Pisquontuit. Tal vez sea éste uno de esos casos de echar margaritas a los puercos, pero no lo veo así. Siento mucha nostalgia. Escríbeme pronto. Te quiero.
»Selena.
»P.S.: Realmente, ¿quién gobierna este loco país? No creo que sean estas sabandijas…».
En vista de que no encontraba a Fred, Norman Mushari se dirigió aquella tarde a Newport y pagó un cuarto de dólar para visitar la famosa Mansión Rumfoord. Lo más extraño de la visita era que los Rumfoord seguían viviendo en la casa y podían contemplar a sus visitantes. Además, no necesitaban el dinero.
Mushari se sintió tan ofendido por el modo en que se rió desdeñosamente de él Lance Rumfoord, un muchacho de un metro noventa y cinco, que se quejó a un servidor de la familia que guiaba a los visitantes.
—Si tanto odian al público, no deberían invitarle y aceptar su dinero.
Con ello no se ganó precisamente las simpatías del criado, el cual le explicó, con amargo fatalismo, que la propiedad sólo se abría al público un día cada cinco años. Así lo exigía un testamento de tres generaciones de antigüedad.
—¿Y por qué se tuvo esa ocurrencia?
—El fundador de la Mansión creyó que sería muy conveniente que los que vivieran dentro de estas paredes pudieran echar periódicamente una ojeada a las diversas clases de gentes que les rodean. —Miró a Mushari de arriba abajo—. Podríamos resumirlo como… mantenerse al corriente de las circunstancias, ¿sabe?
Cuando Mushari salía, Lance Rumfoord corrió tras él. Con aire pedante, se inclinó hacia el pequeño Mushari y le explicó que su madre, la cual se consideraba un perfecto juez de caracteres, había adivinado que Mushari había servido en la Infantería de los Estados Unidos.
—No.
—¿Ah, no? Pues ella se equivoca pocas veces. Dijo, específicamente, que debía de haber sido un francotirador.
—No.
Lance se encogió de hombros.
—Si no en esta vida, entonces en alguna otra. —Y se rió de él otra vez.
Los hijos de suicidas suelen pensar en matarse al caer la tarde, cuando la sangre está falta de azúcar. Y eso le sucedió a Fred Rosewater cuando regresó a casa de su trabajo. Tropezó con el «Electrolux», colocado en la puerta de la salita, recuperó difícilmente el equilibrio, se hirió en la espinilla contra una mesita y echó los caramelos al suelo. De rodillas, empezó a recogerlos.
Supo que su mujer estaba en casa porque el tocadiscos que Amanita le regalara por su cumpleaños estaba en marcha. Sólo tenía cinco discos, y todos ellos sonaban en continua sucesión. Se los dieron de premio por suscribirse a un club de discos, pero le había costado un verdadero infierno elegir cinco entre una lista de cien. Finalmente escogió: Ven a bailar conmigo, de Frank Sinatra. Nuestro Dios es una poderosa fortaleza y Otras Selecciones Sacras, por el Coro del Tabernáculo Mormón. Hay un largo camino a Tipperary y otros, por el Coro y Banda del Ejército Soviético. La sinfonía del Nuevo Mundo, dirigida por Leonard Bernstein, y Poemas de Dylan Thomas, leídos por Richard Burton.
Este último sonaba mientras Fred recogía los caramelos.
Se levantó y casi perdió el equilibrio de nuevo. Le parecía oír campanillas en la cabeza y había manchas negras ante sus ojos. Entró en el dormitorio y encontró a su mujer dormida en la cama, vestida. Estaba borracha, empachada de pollo y mayonesa, como siempre tras un almuerzo con Amanita. Fred salió de puntillas y pensó en colgarse de una viga del sótano.
Pero entonces recordó a su hijo. Oyó correr un grifo, así que supo dónde estaba el pequeño Franklin: en el cuarto de baño. Entró a esperarle en el dormitorio del muchacho. Era la única habitación de la casa donde Fred se sentía realmente cómodo. Las cortinas estaban corridas —cosa bastante rara en el resto de las habitaciones—, ya que no había razón alguna para que el chico excluyera la luz del día, ni había vecinos que pudieran curiosear.
La única luz provenía de una curiosa lámpara en la mesita de noche. La lámpara consistía en una figurita de plástico, un herrero con el martillo alzado. Tras el herrero había un cristal esmerilado de color naranja, detrás estaba la bombilla y, sobre ella había un pequeño molino. El aire caliente que ascendía de la bombilla hacía que giraran las aspas del molino. Las superficies brillantes de las aspas reflejaban a intervalos la luz sobre el cristal anaranjado, dándole el aspecto de un verdadero fuego.
La lámpara tenía su historia. Contaba treinta y tres años. La compañía que fabricaba esas lámparas había sido el último negocio del padre de Fred.
Pensó en tomar una fuerte dosis de somnífero, pero recordó a su hijo otra vez. Miró en torno de la habitación, mal iluminada, en busca de algo de que poder hablarle, y vio la esquina de una fotografía que sobresalía bajo la almohada de la cama. Fred la sacó del todo, pensando que probablemente era el retrato de algún héroe deportivo, o quizá una fotografía de él mismo al timón del Pimpollo II.
Pero resultó ser una fotografía pornográfica que el pequeño Franklin había comprado esa misma mañana a Lila Buntline con el dinero que se ganaba vendiendo periódicos. Mostraba a dos prostitutas gordas, afeitadas y desnudas, una de las cuales intentaba forzar una imposible relación sexual con un poney Shetland muy digno, decente y nada divertido.
Asqueado, confuso, se metió la fotografía en el bolsillo y se marchó a la cocina, preguntándose qué podía hacer.
La cocina… Una silla eléctrica no hubiera estado allí fuera de lugar. Era la idea que tenía Caroline de un lugar de tormentos. Había una planta muerta de sed y, en la jabonera del lavadero, una pelota de jabón formada por muchos trocitos húmedos y apretados. Hacer bolas de residuos de jabón era lo único que Caroline había aportado a su matrimonio. Se lo había enseñado a hacer su madre.
Fred pensó en llenar la bañera con agua caliente, meterse en ella y cortarse las venas con su navaja de acero inoxidable. Pero entonces vio lleno el pequeño cubo de basura de plástico. Sabía lo histérica que se pondría Caroline si salía de su borrachera y se encontraba con que nadie había sacado la basura, así que se lo llevó al garaje y lo vació, y después lavó el cubo con la manguera, a un lado de la casa.
Glu… glu… glu… hacía el agua en el cubo. Fred vio que alguien había dejado la luz del sótano encendida. Miró por el polvoriento ventanuco al nivel del suelo, y vio la parte superior del armario de las conservas. Apoyado en él estaba el manuscrito de la historia familiar, obra de su padre, historia que Fred jamás deseara leer. Había también una lata de veneno para ratas y un revólver del treinta y ocho, lleno de orín.
Parecía una interesante naturaleza muerta. Pero entonces se dio cuenta de que no estaba completamente muerta: un ratoncito mordisqueaba una esquina del manuscrito. Fred golpeó la ventana. El ratón vaciló, miró a todos lados menos hacia la ventana y luego siguió comiendo.
Entonces Fred bajó al sótano y cogió el manuscrito del estante para ver lo estropeado que estaba. Sacudió el polvo de la primera página, que decía: «Historia de los Rosewater de Rhode Island, por Merrihue Rosewater». Fred desató el cordel que sostenía el libro y empezó a leer por la página primera:
«El viejo hogar de los Rosewater estuvo, y sigue estando, en las islas Scilly, frente a Cornwall. El fundador de la familia, cuyo nombre era John, llegó a la isla de St. Mary en 1645, con el grupo que acompañaba al príncipe Charles, de quince años —después Charles II—, que huía de la Revolución de los Puritanos. Por tanto, el apellido Rosewater fue un seudónimo. Hasta que John lo escogió, no hubo Rosewater en Inglaterra. Su nombre auténtico era John Graham. Era el hijo más joven de los cinco que tuvo James Graham, quinto conde y primer marqués de Montrose. Necesitaba adoptar un seudónimo, puesto que James Graham era dirigente de la causa realista, y la causa realista estaba perdida. James, entre otras hazañas románticas, se disfrazó en cierta ocasión, se fue a las Highlands de Escocia, organizó un ejército —pequeño pero valiente—, y lo dirigió en seis sangrientas victorias sobre fuerzas mucho mayores del Ejército Presbiteriano de las Lowlands de Archibald Campbell, octavo conde de Argyll. James también fue poeta. Por tanto, todo Rosewater es, en realidad, un Graham, y lleva en él sangre de la nobleza escocesa. James fue ahorcado en 1650».
El pobre Fred no podía creerlo: ¡estar emparentado con alguien tan glorioso! Daba la casualidad de que en aquel momento llevaba calcetines «Argyll», y se levantó los pantalones para mirarlos. A partir de ahora, la marca «Argyll» tendría un nuevo significado para él. Uno de sus antepasados, se dijo, había vencido seis veces al conde de Argyll. Fred observó también que se había hecho más daño del que creía en la espinilla, ya que le había goteado sangre hasta los calcetines «Argyll». Siguió leyendo.
«John Graham, rebautizado John Rosewater en las islas Scilly, se halló a gusto, al parecer, con el clima y su nuevo nombre, pues se quedó allí por el resto de su vida. Fue padre de siete hijos y seis hijas. Se dijo que también era poeta, aunque no ha sobrevivido nada de su obra. Si pudiéramos leer algunos de sus poemas, tal vez éstos nos explicaran lo que sigue siendo un misterio: por qué un noble renunció a su buen nombre y a todos los privilegios que éste implicaba y se contentó con vivir como un simple granjero en una isla, lejos de los centros de riqueza y poder. Podemos intentar adivinar —intentar tan sólo—, que tal vez se sentía asqueado por todas las cosas horribles que viera durante sus luchas al lado de sus hermanos. De todas formas, jamás dijo a su familia dónde se hallaba, ni reclamó sus derechos al apellido de los Graham cuando fue restaurada la realeza. En la historia de los Graham se cuenta que se perdió en el mar mientras acompañaba al príncipe Charles».
Fred oyó que Caroline vomitaba en algún rincón del piso superior.
«El tercer hijo de John Rosewater, Frederick, fue el antepasado más directo de los Rosewater de Rhode Island. Sabemos muy poco de él, excepto que tenía un hijo llamado George que fue el primer Rosewater que dejó las islas. George fue a Londres en 1700 y montó una tienda de flores. Tuvo dos hijos, el más joven de los cuales, John, acabó en la cárcel por deudas en 1731. En 1732 fue puesto en libertad gracias a James E. Oglethorpe, quien pagó sus deudas a condición de que John le acompañara en una expedición a Georgia. John había de trabajar al frente de los horticultores de la expedición, que se proponía plantar moreras y recoger seda. John Rosewater sería también el arquitecto principal, echando los cimientos de lo que más tarde llegaría a ser la ciudad de Savannah. En 1742, John resultó gravemente herido en la Batalla de los Pantanos Malditos, contra los españoles».
Al llegar a este punto, Fred se sentía tan impresionado por la valentía y el espíritu de aventuras de aquellos antepasados —carne de su carne y sangre de su sangre—, que tuvo que decírselo en seguida a su mujer. Y ni por un momento pensó en llevar el libro sagrado a su esposa. Tenía que quedarse en el sagrado sótano, y ella habría de bajar hasta él.
Así que, violentamente, le quitó el edredón de encima —desde luego el acto más audaz, más francamente sexual de todo su matrimonio—, le dijo que su nombre verdadero era Graham, que un antepasado suyo había fundado Savannah y que había de bajar al sótano con él.
Caroline bajó tambaleándose las escaleras tras su marido, y él señaló el manuscrito e hizo un resumen de la historia de los Rosewater de Indiana hasta la Batalla de los Pantanos Malditos.
—Lo que intento decirte —continuó— es que somos alguien. Ya estoy más que harto de hacer ver que no somos nadie.
—Nunca pretendí que lo fuéramos.
—Has dejado creer que yo no era nadie.
Esto era una simple suposición por su parte, dicha casi por accidente; pero la verdad les sorprendió a ambos.
—Ya sabes lo que quiero decir —añadió Fred. Y siguió hablando ansiosamente, pues, por primera vez, experimentaba el placer de tener cosas valientes que decir, y se proponía hablar durante mucho rato—. Esos asquerosos bastardos que juzgas tan maravillosos, comparados con nosotros, comparados conmigo… Quisiera yo saber cuántos antepasados pueden ofrecer, que admitan comparación con los míos. Siempre encontré idiota a la gente que presumía de sus árboles genealógicos, pero ¡por Dios!, que si alguien intenta compararlos, ¡me alegrará enseñarles el mío! ¡Ya está bien de disculparnos!
—No sé lo que quieres decir.
—Otras personas dicen «hola», o «adiós». Nosotros siempre decimos «perdón», sea lo que sea que hagamos. —Extendió las manos—. ¡Ya no más excusas! ¿De modo que somos pobres? ¡Muy bien, somos pobres! ¡Esto es América! Y en este lamentable mundo, América es precisamente el lugar donde no habría por qué disculparse de ser pobre. Lo más importante en América debería ser: ¿Este hombre es un buen ciudadano? ¿Es honrado? ¿Sabe valerse por sí mismo?
Estrechó el manuscrito entre sus gordas manos y amenazó a la pobre Caroline con él.
—Los Rosewater de Rhode Island han sido activos, gente creadora en el pasado, y continuarán siéndolo en el futuro —le dijo—. Algunos han tenido dinero y otros no, ¡pero han jugado su papel en la historia! ¡No quiero más disculpas!
Ya tenía ganada a Caroline. Cosa fácil, tratándose de una persona apasionada: miraba a su marido alelada, con temeroso respeto.
—¿Sabes lo que dice sobre la puerta de los Archivos Nacionales de Washington?
—No —confesó ella.
—¡El pasado es el prólogo!
—¡Oh!
—Está bien —dijo Fred—. Ahora leamos juntos la historia de los Rosewater de Rhode Island, e intentemos recomponer nuestro matrimonio con un poco de orgullo y fe mutuos.
Ella asintió en silencio.
El relato de John Rosewater en la Batalla de los Pantanos Malditos terminaba en la segunda página del manuscrito. Así que Fred cogió ahora el borde inferior de esta página entre el pulgar y el índice y, de modo dramático, la levantó para descubrir las maravillas que ocultaba.
Y el manuscrito estaba vacío. Las termitas se habían comido el resto de la historia. Aún estaban allí, un revoltijo azul-grisáceo, comiendo, comiendo…
Cuando Caroline hubo subido de nuevo las escaleras del sótano, trémula de asco, Fred se dijo tranquilamente que había llegado en verdad el momento de morir. A ojos cerrados podía hacer un perfecto nudo de horca. Cogió una soga y lo hizo. Se subió a un taburete, ató el otro extremo a una cañería con un nudo de dos vueltas. Lo probó.
Estaba metiéndose el lazo por la cabeza cuando el pequeño Franklin llamó desde arriba, diciéndole que un hombre quería verle. Y el hombre, que era Norman Mushari, bajó sin ser invitado con la cartera de negocios bien repleta.
Fred se movió con rapidez, y por un segundo escapó a la embarazosa situación de que le sorprendieran suicidándose.
—¿Bien? —dijo a Mushari.
—¿Señor Rosewater?
—Sí.
—Señor, en este mismo momento sus parientes de Indiana están robándole, a usted y los suyos, sus derechos de nacimiento y millones y millones de dólares. Estoy aquí para hablarle de una acción legal, relativamente barata y sencilla, que hará suyos esos millones.
Fred se desmayó.