10

Lila Buntline pedaleó en su bicicleta por la fragante belleza de las utópicas praderas de Pisquontuit. Todas las casas ante las que pasaba eran sueños caros convertidos en realidad. Los propietarios de las mismas no tenían necesidad de trabajar en absoluto. Tampoco sus hijos tendrían que trabajar, ni les faltaría nada, a menos que alguien se rebelara contra el sistema. Y nadie parecía dispuesto a hacerlo.

La hermosa casa de Lila estaba junto al puerto. Era de estilo georgiano. Entró, dejó los libros nuevos en el vestíbulo y se deslizó al despacho de su padre para asegurarse de que éste, echado en un canapé, aún estaba vivo. Era algo que Lila solía hacer por lo menos una vez al día.

—¿Papá?

El correo de la mañana estaba en una bandeja de plata en una mesita, junto a su cabeza. A su lado había un whisky con soda, sin tocar aún. Pero ya habían desaparecido las burbujas. Stewart Buntline aún no tenía cuarenta años. Era el hombre más guapo de la ciudad; una mezcla, según dijo alguien una vez, de Cary Grant y un pastor alemán. Sobre su flaco estómago había un libro de cincuenta y siete dólares, un atlas de los ferrocarriles de la Guerra Civil, regalo de su esposa. La Guerra Civil era lo único que le entusiasmaba en la vida.

—Papá…

Stewart siguió roncando. Su padre le había dejado catorce millones de dólares, la mayor parte ganados con el tabaco. Ese dinero, trabajado, batido, fertilizado, hibridado y transformado en la granja monetaria del Departamento del Banco Naviero de Nueva Inglaterra y el Trust Company de Boston, había aumentado en unos ochocientos mil dólares al año desde que estaba a su nombre. Los negocios parecían ir muy bien. Aparte de esto, Stewart no sabía mucho de negocios.

A veces, cuando le apremiaban para que diera su opinión, declaraba rotundamente que le gustaba mucho Polaroid. La gente juzgaba muy brillante eso de que le gustara tanto Polaroid. En realidad, no sabía si poseía algunas acciones de Polaroid o no. El Banco se ocupaba de esas cosas; el Banco y la firma de abogados McAllister, Robjent, Reed y McGee.

—¿Papá?

—Hum…

—Quería estar segura de que… de que estabas bien.

—Sí —dijo él. Tenía la absoluta certeza. Abrió un poco los ojos y se humedeció los labios—. Estupendo, cariño.

—Ya puedes dormir otra vez.

Y eso hizo.

No había razón alguna para que no durmiera bien, ya que estaba representado por la misma firma que atendía los negocios del senador Rosewater, y eso desde que quedara huérfano a la edad de dieciséis años. El socio que se encargaba de sus asuntos era McAllister. El viejo McAllister le había enviado una obra literaria con su última carta, titulada Discrepancia entre amigos en la guerra ideológica, folleto publicado por la Pinetree Press de la Freedom School, Colorado Springs, Colorado. El folleto servía ahora como señalador en el atlas.

El viejo McAllister solía enviarle material sobre el insidioso socialismo como sistema opuesto a la libre empresa, porque, unos veinte años antes, Stewart había entrado en su despacho, joven entonces y con los ojos brillantes, para decirle que el sistema de libre empresa era erróneo y anunciarle su propósito de dar todo su dinero a los pobres. McAllister había logrado convencer al valiente joven de lo contrario, pero siempre le preocupaba que Stewart tuviera una recaída. Los folletos eran una medida profiláctica.

Sin embargo, no tenía por qué preocuparse. Borracho o sobrio, con folletos o sin ellos, Stewart estaba ahora totalmente inclinado hacia la libre empresa. No necesitaba la ayuda de Discrepancia entre amigos en la guerra ideológica, escrito como si fuera la carta de un conservador a sus amigos íntimos, socialistas sin saberlo. Como no lo necesitaba, no se había molestado en leer lo que el folleto tenía que decir sobre los beneficiarios de seguros sociales y otras formas de atención, que era lo que sigue:

«¿Hemos ayudado realmente a esas personas? ¡Miradlos bien! Considerad esos ejemplares, resultado final de nuestra compasión. ¿Qué podemos decir a esta tercera generación de las gentes para quienes la ayuda social se ha convertido desde hace tiempo en un modus vivendi? ¡Observad cuidadosamente nuestra obra, a la que hemos regalado y seguimos regalando millones, incluso en épocas de abundancia!

»Esas gentes no trabajan, ni trabajarán jamás. Con la cabeza inclinada, y sin preocuparse de pensar, carecen de orgullo y amor propio. Son totalmente irresponsables, no por malicia, sino por su intrínseca animalidad: es un ganado que se deja conducir sin interés. La falta de uso les ha atrofiado la vista y la facultad de razonar. Hablad con ellos, escuchadles, trabajad con ellos, como yo lo hago, y os daréis cuenta, con cierta especie de horror, de que han perdido toda semejanza con los seres humanos, excepto por el hecho de que caminan sobre dos pies y hablan… como loros. “Más, dadnos más. Necesitamos más”, son los únicos pensamientos que han aprendido.

»Hoy se alzan como una caricatura monumental del Homo sapiens, cruel y horrible realidad creada por nosotros a causa de nuestra mal entendida compasión. Y son también, si perdura el presente estado de cosas, la profecía de lo que puede llegar a ser un gran porcentaje de nosotros mismos…», etcétera.

Tales sentimientos eran inútiles por lo que se refería a Stewart Buntline. Él ya no tenía nada que ver con la compasión mal entendida. Tampoco tenía ya nada que ver con el sexo. Y, a decir verdad, también estaba hasta la coronilla de la Guerra Civil.

La conversación con McAllister —la que volvió a Stewart de nuevo al sendero de los conservadores, veinte años antes— fue la siguiente:

—Así que quiere ser un santo, ¿eh, jovencito?

—No dije eso; creo que ni siquiera lo insinué. Es usted el que se encarga de lo que yo heredé, ¿no?, del dinero que no hice nada por ganar.

—Contestaré a la primera parte de su pregunta. Sí, nosotros nos encargamos de su herencia. En cuanto a la segunda parte, si todavía no lo ha ganado, ya lo hará, ya lo hará. Proviene usted de una familia que es congénitamente incapaz de dejar de ganar dinero, y mucho además. Será un jefe, muchacho, porque nació para serlo; y eso puede ser un infierno.

—Quizá, señor McAllister. Habrá que verlo para creerlo. Lo que quiero decir ahora es esto: el mundo está lleno de sufrimientos, y el dinero puede hacer mucho por aliviarlos, y yo tengo más dinero del que puedo usar. Quiero comprar comida y ropas decentes y casas para los pobres, y, además, en seguida.

—Y después de que lo haya hecho, ¿cómo le gustaría que le llamaran, San Stewart o San Buntline?

—¡Oiga, no he venido aquí para que me tomen el pelo!

—Ni su padre nos nombró guardianes en su testamento porque pensara que íbamos a aceptar cortésmente cualquier cosa que viniera a decirnos. Si le parezco irrespetuoso e imprudente al hablarle de la santidad es porque ya he discutido lo mismo con otros jóvenes, y más de una vez. Una de las principales actividades de esta firma es la prevención de la vocación a la santidad que puedan sentir nuestros clientes. ¿Cree usted que es un caso raro? Pues no lo es.

»Cada año, por lo menos un joven cuyos negocios administramos entra en esta oficina y anuncia su intención de repartir su dinero. Ha terminado su primer año de estudios en alguna universidad. ¡Un año muy intenso! Ha oído hablar de los increíbles sufrimientos que existen en el mundo. Se ha enterado de los grandes crímenes en que están basadas tantas fortunas familiares. Y, quizá por primera vez, ha hojeado el Sermón de la Montaña.

»¡Se siente confuso, furioso, apenado! Con tono lúgubre pregunta cuánto dinero tiene. Se lo decimos. Y entonces se avergüenza, aunque su fortuna se base en algo tan honrado y útil como la cinta adhesiva, los monos para trabajadores o, como es su caso, las escobas. Si no me equivoco, usted acaba de terminar su primer año en Harvard, ¿verdad?

—Sí.

—Una gran institución. Pero cuando veo el efecto que produce en ciertos jóvenes, me pregunto: ¿cómo se atreve una Universidad a enseñar compasión, sin enseñar historia a la vez? La historia, mi querido y joven señor Buntline, nos enseña esto por lo menos: regalar una fortuna es algo fútil y destructivo. Los pobres aprenden a gemir por interés, pero no consiguen ser más ricos ni tener una vida más cómoda. Y el donante y sus descendientes se convierten en miembros vulgares de la doliente clase pobre.

—Una fortuna personal tan grande como la suya, señor Buntline —siguió diciendo el viejo McAllister—, es un milagro, algo emocionante y extraño. Usted ha llegado a poseerla sin esfuerzo, y por eso ha tenido poca oportunidad de comprender su valor. Para ayudarle a comprender un poco ese milagro, tengo que decirle lo que quizá le parezca un insulto. Y ahí va, le guste o no: su fortuna es el principal determinante de su opinión sobre sí mismo y de lo que los demás opinan de usted. Sólo por el dinero que tiene es usted extraordinario. Por ejemplo, si no lo tuviera, no estaría robando ahora el inapreciable tiempo de un miembro de la firma McAllister, Robjent, Reed y McGee.

»Si usted regala su dinero, se convertirá en un ser ordinario, a menos que sea un genio. Y no lo es, ¿verdad, señor Buntline?

—No.

—Ya. Además, sea un genio o no, sin el dinero vivirá seguramente con menos lujo y libertad. No sólo eso, sino que además forzará a sus descendientes a un modo de vida triste y mísero, extraño a personas que podían haber sido ricas y libres de no ser porque a un antepasado suyo, un chiflado, se le antojara regalar su fortuna.

»Aférrese a su milagro, señor Buntline. El dinero es la más pura utopía. Casi todo el mundo se ve obligado a vivir una vida de perros, como sus profesores se han tomado la molestia de enseñarle. Pero gracias al milagro de su dinero, la vida puede ser un paraíso para usted y los suyos. ¡Vamos, sonría! Espero que haya comprendido lo que no enseñan en Harvard: que nacer rico y seguir siéndolo no es ninguna felonía».

Lila subió después a su dormitorio. El color de las paredes, elegido por su madre, era rosa pálido. Sus ventanas daban al puerto, a la flota del Club de Yates de Pisquontuit.

Un barco de doce metros, llamado Mary, se abría camino entonces, pesado y sin gracia, entre la flota, haciendo que se balancearan los yates. Los yates tenían nombres como Caballa, Patín, Pimpollo II, Sígueme, Perro Rojo y Gordito. El Pimpollo II pertenecía a Fred y Caroline Rosewater. El Gordito pertenecía a Stewart y Amanita Buntline.

Mary pertenecía a Harry Pena, el pescador. Era una especie de bañera pesada y gris, cuyo único propósito era cargar, en cualquier tiempo, toneladas de pescado fresco. No había más refugio en todo el barco que un cajón de madera que mantenía en seco el nuevo y potente motor «Chrysler». El timón y el embrague estaban montados sobre el cajón. El resto de la cubierta aparecía desnudo.

Harry se dirigía a sus trampas. Sus dos hijos, Manny y Kenny, estaban acostados en la proa, murmurando ociosos. Cada chico tenía un arpón a su lado, y Harry iba armado con un mazo de cinco kilos. Los tres llevaban delantales y botas de goma. Cuando se ponían a trabajar acababan bañados en sangre.

—A ver si dejáis de hablar de porquerías —dijo Harry—. ¡Pensad en el pescado!

—Ya lo haremos cuando seamos tan viejos como tú —fue la afectuosa respuesta.

Un aeroplano pasó volando muy bajo, dirigiéndose al aeropuerto de Providence. A bordo, leyendo La conciencia de un conservador, iba Norman Mushari.

La mayor colección de arpones del mundo se hallaba en un restaurante llamado La Esclusa, a ocho kilómetros de Pisquontuit. Aquella maravillosa colección pertenecía a un homosexual de New Bedford llamado Bunny Weeks. Hasta que Bunny llegó de New Bedford y abrió dicho restaurante, Pisquontuit no había tenido nada que ver con ese tipo de escándalo.

Bunny llamó al local La Esclusa porque sus ventanas del lado sur daban a las trampas de pescado de Harry Pena. Había prismáticos sobre las mesas para que los huéspedes pudieran observar a Harry y sus muchachos mientras vaciaban las trampas. Y mientras los pescadores trabajaban allá afuera, bajo el ardiente sol, Bunny iba de mesa en mesa explicando con gusto y experiencia lo que ellos hacían y por qué. Durante la disertación solía dar golpecitos afectuosos a las damas, con desvergüenza absoluta, pero jamás tocaba a un hombre.

Si los comensales deseaban participar con mayor intensidad de la emoción de la pesca, podían pedir un cóctel de caballa —que era ron, granadina y jugo de arándano—, o una ensalada al pescador, que era un plátano pelado y metido en una rodaja de piña, puesto en un nido de atún helado y trocitos de coco.

Harry Pena y sus chicos sabían lo de la ensalada y el cóctel y los prismáticos, aunque nunca hubieran estado en el restaurante. A veces correspondían a su involuntaria relación con el restaurante orinando por la borda. A esto lo llamaban «hacer sopa de puerros para Bunny Weeks».

La colección de arpones colgaba de las rústicas vigas de la tienda de regalos que constituía la artísticamente dispuesta entrada del restaurante. La tienda en sí se llamaba El alegre ballenero, y tenía una polvorienta claraboya en el cielo raso, efecto conseguido al espolvorear sobre ella un poco de laca «Bon Ami». La celosía de vigas y arpones se proyectaba sobre las mercancías de más abajo. Bunny había pretendido crear el efecto de que auténticos balleneros, con olor a brea, ron, sudor y ámbar, habían almacenado sus efectos en esta cueva y en cualquier momento podían volver a ella.

Amanita Buntline y Caroline Rosewater se deslizaron bajo las sombras proyectadas por los arpones. Amanita dirigía la marcha, marcaba el tono adecuado, examinaba los objetos con avidez. En cuanto a lo que allí se ofrecía, era todo lo que una mujer fría y calculadora podría pedir a un marido impotente al salir de un baño de vapor.

Los modales de Caroline eran un débil eco de los de Amanita. Caroline aparentaba ser más desmañada de lo que era de natural, por el hecho de que Amanita siempre parecía hallarse entre ella y cualquier cosa digna de verse. Si Amanita se detenía a mirar algo y seguía adelante, dejando el camino libre a Caroline, el objeto ya no parecía digno de interés. Naturalmente, la torpeza de Caroline se agudizaba por otras causas: porque su marido trabajaba, porque llevaba un traje que todo el mundo sabía que había sido de Amanita, y porque tenía muy poco dinero en el bolso.

Escuchó su propia voz como si viniera de lejos:

—Desde luego, Bunny tiene muy buen gusto.

—Todos ellos lo tienen —dijo Amanita—. Prefiero ir de compras con uno de ésos que con una mujer… exceptuándote a ti, claro.

—¿Qué será lo que los hace tan artistas?

—Son más sensibles, querida. Son como nosotras. Sienten.

—¡Oh!

Bunny Weeks entró en El alegre ballenero. Los zapatos le crujían al andar. Era un tipo delgado, de treinta y tantos años. Sus ojos eran el ideal de las americanas ricas, ojos como joyas brillantes, con estrellas sintéticas y lucecitas de árbol de Navidad en el fondo. Bunny era biznieto del famoso capitán Hannibal Weeks, de New Bedford, el hombre que consiguió matar a Moby Dick. Por lo menos siete de los hierros que colgaban de las vigas provenían, según la leyenda, del costado de la Gran Ballena Blanca.

—¡Amanita, Amanita! —gritó Bunny cariñosamente. Le pasó los brazos en torno, atrayéndola impetuosamente hacia sí—. ¿Cómo está mi chica?

Ella se rió.

—¿Te parece divertido?

—No para mí.

—Esperaba que vendrías hoy. Tengo un pequeño test de inteligencia para ti.

Quería mostrarle una nueva pieza y obligarla a adivinar lo que era. No había saludado aún a Caroline y ahora tuvo que hacerlo, ya que ella se interponía entre él y el lugar donde se hallaba el deseado objeto.

—Discúlpeme.

—Discúlpeme —repitió Caroline Rosewater, y se hizo a un lado. Bunny jamás parecía recordar su nombre, aunque ella había estado en La Esclusa por lo menos cincuenta veces.

Bunny no encontró lo que buscaba, dio la vuelta para buscar en otro lado y de nuevo tropezó con Caroline.

—Perdón.

—Perdón —repitió Caroline.

Al apartarse tropezó con un gracioso taburete de ordeñar y se cayó, con una rodilla en el taburete y las dos manos agarradas a un poste.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bunny, enojado con ella—. ¿Se encuentra bien? ¡Vaya! —la levantó tan bruscamente que los pies de Caroline siguieron deslizándose como si llevara patines de ruedas por primera vez en su vida—. ¿Se ha hecho daño?

Ella sonrió débilmente.

—Sólo en mi dignidad.

—¡Oh, al diablo con su dignidad, querida! —dijo él. Con aire más femenino que nunca preguntó—: ¿Están bien todos los huesos? ¿Está bien… por dentro?

—Bien, gracias.

Bunny le dio la espalda y siguió buscando.

—Supongo que recuerdas a Caroline Rosewater —dijo Amanita. Era algo cruelmente innecesario.

—Claro que recuerdo a la señora Rosewater —dijo Bunny—. ¿Pariente del senador?

—Siempre me pregunta usted lo mismo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que me responde?

—Que creo que sí… un parentesco muy lejano. Estoy casi segura.

—¡Qué interesante! Ya sabrá que dimite.

—¿Sí?

Bunny se volvió hacia ella de nuevo. Ahora tenía una caja en las manos.

—¿No le dijo a usted que se proponía dimitir?

—No, él…

—¿No tiene relación alguna con él?

—No —admitió Caroline humillada, bajando la cabeza.

—Creo que debe ser un hombre fascinante para relacionarse con él.

—Sí —convino Caroline.

—Pero usted no se relaciona con él.

—No.

—Bien, y ahora, querida mía… —dijo Bunny, poniéndose ante Amanita y abriendo la caja—, he aquí la prueba de inteligencia.

Sacó de la caja, marcada «Producto de México», lo que parecía una lata grande, sin tapa en un extremo. La lata estaba forrada de papel de tonos alegres por el interior y el exterior. Pegado al extremo con tapa había un moño de encaje rematado por un lirio acuático artificial.

—Te desafío a que me digas para qué sirve esto. Si me lo dices, y aunque vale diecisiete dólares, te lo daré gratis. ¡Y eso que sé que eres exageradamente rica!

—¿Puedo yo intentarlo también? —preguntó Caroline.

—Claro —suspiró él cansadamente. Bunny cerró los ojos.

Amanita desistió en seguida, anunciando orgullosamente que era tonta, que despreciaba los tests. Caroline estaba a punto de lanzar una sugerencia con los ojos brillantes, pero Bunny no le dio la oportunidad:

—¡Es para disimular un rollo de papel higiénico!

—Eso es lo que yo iba a decir —dijo Caroline.

—Conque sí, ¿eh?

—Has de saber que es una Phi Beta Kappa —la defendió Amanita.

—¿De verdad? —dijo Bunny.

—Sí —confesó Caroline—. Aunque no ando diciéndolo por ahí. No le doy mucha importancia.

—Ni yo tampoco —dijo Bunny.

—¿Es usted Phi Beta Kappa también?

—¿Acaso le importa?

—No.

—Para un club —dijo Bunny— lo encuentro demasiado grande.

—Ya…

—¿Te gusta esta cosita, querido genio? —preguntó Amanita a Caroline, señalando la cubierta del rollo de papel higiénico.

—Sí, es bonito. Encantador.

—¿Lo quieres?

—¿Por diecisiete dólares? —preguntó Caroline—. ¡Es tan bonito! —se entristeció al sentirse pobre—. Tal vez algún día. Otro día.

—¿Por qué no hoy? —preguntó Amanita.

—Ya sabes por qué no —dijo. Y enrojeció.

—¿Y si yo lo compro para ti?

—¡No debes hacerlo! ¡Diecisiete dólares!

—Si no dejas de preocuparte tanto del dinero, encanto, voy a tener que buscarme otra amiga.

—¿Qué puedo decir?

—Envuélvelo como regalo, Bunny, por favor.

—¡Oh, Amanita, muchísimas gracias! —dijo Caroline.

—No es más que lo que mereces.

—Gracias.

—La gente consigue lo que se merece —dijo Amanita—. ¿No es verdad, Bunny?

—Esa es la primera ley de la vida —dijo Bunny.

El barco llamado Mary llegó a las trampas y apareció a la vista de los muchos comensales del restaurante.

—¡Eh, arriba y al trabajo! —gritó Harry Pena a sus hijos.

Paró el motor. El impulso llevó al barco hasta la puerta de una trampa, un círculo de postes rodeados por una red.

—¿Los oléis? —preguntaba a los muchachos si olían a los peces caídos en la trampa.

Obedientes, los chicos olieron y dijeron que sí.

El enorme vientre de la red, que tal vez estuviera llena o tal vez no, yacía en el fondo del mar, pero sus bordes quedaban al aire, colgando de un poste a otro en grandes parábolas. Sólo en un punto se hundía en el agua, en la puerta de la trampa, boca por donde entraban los peces en su vientre.

Harry se metió en la trampa. Desató una soga de la manija junto a la puerta, estiró, levantó la boca de la red al aire y ató otra vez la soga a un poste. Ya no había forma de salir de la trampa, por lo menos para los peces. Para ellos, era la sentencia de muerte.

El Mary se apoyó suavemente contra un lado del recinto. Harry y sus hijos, todos en fila, se inclinaron hacia el agua con sus manos de hierro, echaron la red al aire, la dejaron caer de nuevo sobre el barco. Poco a poco, y entre los tres, fueron reduciendo el lugar donde estaban los peces. Y, cuanto más pequeño era el lugar, más se inclinaba el barco sobre la superficie, bajo el peso de la red.

Nadie hablaba; era un momento mágico. Incluso las gaviotas callaron mientras los tres, libres de cualquier otro pensamiento, sacaban la red del agua.

El lugar que quedaba a los peces iba tomando forma de óvalo. Lo que parecía una lluvia de plata empezó a brillar en las profundidades. Eso era todo de momento. Los hombres trabajaban ansiosamente.

Y el lugar de los peces siguió reduciéndose junto al barco. Llegó a ser una simple cubeta en la que los tres hombres siguieron trabajando, poco a poco. El padre y los hijos hicieron una pausa. Una medusa, una monstruosidad prehistórica de unos cuatro kilos, salió a la superficie, abrió su boca y se rindió. Y en torno a aquel horror incomible de cartílago sin cerebro, la superficie del mar estallaba en un bullir de lomos agitados. Abajo refulgían los grandes animales.

Harry y sus hijos se pusieron al trabajo otra vez, poco a poco, tirando de la red y devolviéndola a la mar. Casi no había ya sitio para los peces. Paradójicamente, la superficie del mar se convirtió en un espejo.

Y entonces, la aleta de un atún sacudió el espejo y desapareció.

Momentos después, en la trampa de los peces estallaba un sangriento y jubiloso infierno. Ocho grandes atunes hendían el agua, la agitaban, la hacían hervir. Trataron de escapar al Mary, pero la red los retuvo. Lo intentaron de nuevo.

Los muchachos cogieron sus arpones. El más joven arrojó el suyo bajo el agua, lo clavó en el vientre de un pez, detuvo su marcha y la convirtió en una pura agonía. El pez se deslizó de costado, lánguido por el shock, evitando cualquier movimiento que hiciera más cruel su muerte.

Y el muchacho hizo girar el arpón. Y aquel nuevo dolor obligó al pez a enderezarse sobre la cola y entrar en el Mary con un coletazo brutal.

Harry golpeó la cabeza del pez con su poderoso mazo. Quedó quieto. Y otro pez entró saltando. Harry lo golpeó también en la cabeza… y otro, y otro, hasta que hubo allí ocho grandes peces.

Entonces Harry rió y se secó la nariz en la manga.

—¡Valiente hijo de perra, muchachos, valiente hijo de perra!

Los chicos rieron a su vez. Estaban satisfechos de la vida, todo lo satisfechos que un hombre puede estar. El más joven hizo un gesto de burla en dirección al elegante restaurante.

—A la mierda con ellos, ¿eh, chicos? —rió su padre.

Bunny llegó a la mesa de Amanita y Caroline, agitó su pulserita, puso la mano en el hombro de aquélla y quedó a su lado. Caroline se quitó los prismáticos de los ojos y dijo algo deprimente.

—Se parece tanto a la vida… Harry Pena es como un dios.

—¿Un dios? —a Bunny le dio risa.

—¿No entiende lo que quiero decir?

—Creo que los peces lo entenderían, pero yo no soy un pez. Sin embargo, te diré lo que soy.

—Por favor…, no mientras estamos comiendo —pidió Amanita.

Bunny soltó una falsa risita y siguió con su idea.

—Yo soy director de un Banco.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Amanita.

—Soy el que sabe quién está arruinado y quién no. Y si el que está ahí es un dios, puedo decirles que ese dios está en bancarrota.

Las mujeres, expresaron, cada una a su estilo, su incredulidad de que un hombre tan viril pudiera fracasar en los negocios. Mientras estaban discutiéndolo, la mano de Bunny se aferró al hombro de Amanita hasta que ésta gritó:

—¡Me estás haciendo daño!

—Lo siento. No creía que eso fuera posible.

—Bastardo.

—Tal vez —y le hizo daño de nuevo—. Ya ha terminado —dijo, refiriéndose a Harry y sus hijos. La presión de su mano le hizo saber a Amanita que Bunny deseaba que callara por variar, pues, también por variar, él hablaba en serio—. La gente de verdad ya no se gana la vida de ese modo. Esos tres románticos tienen tanto sentido como María Antonieta y sus damas jugando a ordeñar las vacas. Cuando comience el proceso de su quiebra, dentro de una semana, un mes o un año, descubrirán que su único valor económico era el de servir como decoración animada para mi restaurante. —Bunny, preciso es confesarlo, no se sentía muy feliz por ello—. Los hombres que trabajaban con sus manos, con sus miembros, han pasado a la historia. Ya no son necesarios.

—Pero los hombres como mi Harry siempre ganan, ¿no es cierto? —preguntó Caroline.

—Al contrario, son los que pierden en todas partes.

Bunny soltó a Amanita. Miró en torno y la invitó a hacer lo mismo, para ayudarle a contar las mesas llenas. La invitó además a despreciar a sus comensales como él hacía. Casi todos eran herederos. Casi todos eran beneficiarios de chanchullos y leyes que no tenían nada que ver con la sabiduría y el trabajo.

Cuatro estúpidas viudas gordas, cubiertas de pieles, se reían de un chiste de retrete escrito en una servilletita de cóctel.

—Y miren a los que ganaron. Miren a los ganadores.