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El carpintero se marchó también, dejando tras él un ejemplar de El Investigador Americano. Fred llevó a cabo toda una elaborada pantomima del aburrimiento destinada a cualquiera que pudiera estar observándole: era un hombre que no tenía absolutamente nada que leer, un hombre aburrido, probablemente con resaca, y que, por eso, tenía que coger cualquier cosa a su alcance, como sin saber lo que hacía.

—¡Aaahhh! ¡Aaahhh! —bostezó.

Estiró los brazos y cogió el periódico. Al parecer, ahora sólo había otra persona en el bar: la chica del mostrador.

—Realmente —dijo Fred—, ¿quién será el idiota que lea esta basura?

La chica podría haberle dicho, sin faltar a la verdad, que él mismo lo leía de cabo a rabo todas las semanas; pero, como era idiota, no se daba cuenta prácticamente de nada.

—A mí que me registren —dijo.

No era una invitación muy tentadora.

Fred Rosewater gruñó, un poco incrédulo, y repasó la sección de anuncios del periódico, que se llamaba «Aquí estoy». Hombres y mujeres confesaban en ella que buscaban amor, matrimonio y éxito, pagando un dólar cuarenta y cinco centavos por línea.

«Mujer atractiva, brillante, intelectual, de 40 años, judía —decía uno—. Graduada en la Universidad, con residencia en Connecticut, desea matrimonio con un judío con educación universitaria. Bien dispuesta en cuanto a hijos. Buzón del Investigador, L-577».

Éste era un encanto. Otros no lo eran tanto.

«Peluquero de St. Louis, varón, le gustaría mantener correspondencia con otros varones. ¿Cambian fotografías?», decía otro.

«Matrimonio moderno, recién llegado a Dallas, quisiera conocer parejas sofisticadas, interesadas en fotografías cándidas. Contestarán todas las cartas sinceras. Se devolverán todas las fotografías», decía otro.

«Profesor de escuela preparatoria necesita urgentemente clases de buenos modales con una profesora severa, preferentemente de origen alemán o escandinavo, y a quien le gusten los caballos», decía otro. «Dispuesto a viajar por todas partes en Estados Unidos».

«Alto empleado de Nueva York desea citas para las tardes. Nada de gazmoñas», decía otro.

Y en la página siguiente había un cupón en el que invitaban al lector a escribir su propio anuncio. Fred siguió leyendo.

Volvió la página y leyó el relato de un crimen por violación, que ocurriera en Nebraska en 1933. Las ilustraciones eran unas fotografías asquerosamente clínicas, que sólo un juez tendría derecho a ver. El crimen tenía ya treinta años de antigüedad cuando Fred leyó aquello, cuando lo leyeron los diez millones de lectores que aseguraba tener El Investigador. Pero los temas que trataba el periódico eran eternos. Lucrecia Borgia siempre es noticia; y en realidad, Fred, que había asistido solamente un año a Princeton, se enteró por El Investigador de la muerte de Sócrates.

Una chica de trece años entró en el bar, y Fred dejó el periódico a un lado. La chica era Lila Buntline, hija de la mejor amiga de su esposa. Lila era alta, con cara de caballo, huesuda. Tenía círculos oscuros bajo sus ojos verdes, muy hermosos, y el rostro quemado por el sol, lleno de pecas y, en ciertos trocitos, con una piel nueva de tono rosa. Era muy diestra en la navegación, y poseía más premios que nadie en el Club de Yates de Pisquontuit.

Lila miró a Fred con piedad porque era pobre, porque su esposa no era buena, porque era gordo, porque era un pelmazo. Y luego se dirigió al puesto de revistas y libros y se escondió a la vista de todos sentándose en el frío suelo de cemento.

Fred recogió de nuevo El Investigador y repasó los anuncios que le ofrecían toda suerte de cosas sucias. Respiraba intensamente. El pobre sentía un entusiasmo de colegial por El Investigador y todo cuanto representaba, pero le faltaba el valor necesario para formar parte de él, para escribir y mantener correspondencia con todos los que la solicitaban. Como era hijo de un suicida, no es sorprendente que sus secretos anhelos fueran ridículamente embarazosos y pequeños.

Un hombre de aspecto muy saludable entró en el bar y se acercó a Fred tan rápidamente, que éste no tuvo tiempo de dejar el periódico.

—¡Vaya, sucio bastardo de los seguros! —dijo alegremente el recién llegado—. ¿Qué haces, leyendo un periódico tan asqueroso como ése?

Era Harry Pena, un pescador profesional y jefe de la Sección de Bomberos Voluntarios de Pisquontuit. Vivía de sus dos trampas de pescado en alta mar, unos laberintos de pilares y redes que se aprovechaban descaradamente de la estupidez de los peces. Cada trampa formaba como una valla larga en el agua, con tierra firme a un extremo y un corral circular de postes y redes al otro. Los peces que trataban de escapar de la valla entraban en el corral. Estúpidamente empezaban a dar vueltas y vueltas hasta que Harry y sus dos enormes hijos llegaban en su bote con arpones y mazos, cerraban la puerta del corral, levantaban la red que yacía en el fondo, y mataban, mataban, mataban.

Harry era de mediana edad y patizambo, pero tenía una cabeza y unos hombros que Miguel Ángel hubiera dado a un Moisés o a algún dios. No siempre había sido pescador; en otro tiempo se había ocupado de los seguros en Pittsfield, Massachusetts. Una noche, en Pittsfield, Harry había limpiado la alfombra de la salita de su casa con tetracloruro de carbono, y todos, menos él, murieron. Cuando se recuperó al fin, el doctor le dijo:

—Harry, o trabajas al aire libre, o te mueres.

Y así Harry se convirtió en lo que había sido su padre: un pescador de trampas.

Miró a Fred y le pasó el brazo por los hombros. Podía permitirse el lujo de mostrarse afectuoso; era uno de los pocos hombres de Pisquontuit cuya virilidad no admitía dudas.

—¡Ah, pobre bastardo asegurador! —dijo—. ¿Por qué has de serlo? Haz algo hermoso —se sentó y pidió café solo y un puro.

—Vamos, Harry —dijo Fred, apretando los labios en una mueca que quería ser juiciosa—. Creo que mi filosofía sobre los seguros es un poco distinta de la tuya.

—Y una mierda —repuso Harry tranquilamente. Cogió el periódico y miró la primera página con el desafío lanzado por Randy Herald—. Seguro que acepta cualquier clase de hijo que yo le dé, y diciendo yo cuándo ha de ser, y no ella.

—En serio, Harry —insistió Fred—. A mí me gustan los seguros. Me gusta ayudar a la gente.

Harry no dio muestras de haberle oído. Se regocijaba mirando la fotografía de una francesita en bikini. Fred, comprendiendo que debía parecerle a Harry una persona neutra, sin sexo, trató de demostrarle que estaba equivocado. Le dio un codazo, de hombre a hombre.

—¿Te gusta, Harry? —le preguntó.

—¿Si me gusta el qué?

—Esa chica.

—Eso no es una chica. Es un pedazo de papel.

—Pues a mí me parece una chica —bromeó Fred significativamente.

—¡Sí que es fácil engañarte a ti! —se burló Harry—. Es un dibujo, hecho con tinta sobre un trozo de papel. Esa chica no está tumbada aquí en el mostrador. Está a miles de millas; ni siquiera sabe que existimos. Si eso fuera una chica real, todo lo que yo tendría que hacer para vivir sería quedarme en casa y recortar fotografías de peces.

Harry Pena cogió la página de «Aquí estoy» y pidió una pluma a Fred.

—¿Una pluma? —repitió Fred Rosewater, como si fuera una palabra desconocida.

—Tienes una, ¿no?

—Claro que tengo.

Le entregó una de las nueve que llevaba distribuidas por todos los bolsillos.

—Claro que tiene —se burló Harry.

Y escribió, en el cupón que ofrecía el periódico:

«Papá apasionado, miembro de la raza blanca, busca a mamá apasionada, de cualquier raza, de cualquier edad, de cualquier religión. Objetivo: cualquier cosa, menos el matrimonio. Cambiaremos fotos. No tengo dientes postizos».

—¿De verdad vas a enviar eso? —era patéticamente palpable el impulso que Fred sentía de hacer lo mismo, para conseguir unas cuantas respuestas sucias.

Harry firmó el anuncio: «Fred Rosewater, Pisquontuit, Rhode Island».

—Muy gracioso —dijo Fred, quitándoselo con ácida dignidad.

Harry guiñó un ojo.

—Muy gracioso para Pisquontuit —dijo.

Caroline, la esposa de Fred, entró en el bar. Era una mujercita bonita, graciosa y delgada, emperejilada con ropas muy buenas, desdeñadas por su rica amiga lesbiana Amanita Buntline. Caroline Rosewater abusaba siempre de los accesorios. El propósito de los mismos era conseguir que aquellos trajes de segunda mano parecieran realmente suyos. Iba a almorzar con Amanita. Quería que Fred le diera dinero para insistir, llevando algo en el bolsillo, en pagar su propia comida.

Al hablar con su marido, con Harry Pena observándoles, se comportó como una mujer que sabe conservar su dignidad mientras pide dinero. Desde hacía tiempo, y con la interesada ayuda de Amanita, se compadecía a sí misma por estar casada con un hombre tan pobre y aburrido. El hecho de que Caroline fuera exactamente tan pobre y aburrida como Fred, era una posibilidad que, total y constitucionalmente, le era imposible concebir. En primer lugar ella era una Phi Beta Kappa, que obtuvo su grado de filosofía en la Universidad de Dillon, en Dodge City, Kansas. Allí se habían conocido ella y Fred, en Dodge City, ya que Fred había estado estacionado en Fort Riley durante la guerra de Corea. Se casó con Fred porque pensó que todo el que vivía en Pisquontuit y había estado en Princeton tenía que ser rico.

Se sintió humillada al descubrir que no era verdad. Honradamente se creía una intelectual, pero no sabía casi nada, y todos los problemas que se le ocurrían podían resolverse con sólo una cosa: dinero, y mucho. Era un ama de casa espantosa. Lloraba cuando hacía las tareas domésticas, porque estaba convencida de que había nacido para algo mejor.

En cuanto al asunto de la lesbiana, no es que ella estuviera profundamente interesada. Caroline era simplemente un camaleón hembra, tratando de salir adelante en la vida.

—¿Otra vez de almuerzo con Amanita? —se quejó Fred.

—¿Y por qué no?

—Me está saliendo demasiado caro, con esos almuerzos de lujo a diario.

—No son a diario. Dos veces a la semana, todo lo más.

Se mostraba arrogante y fría.

—De todas formas es carísimo, Caroline.

Su mujer extendió una mano cubierta con el guante.

—Pero lo vale para tu esposa.

Fred le entregó el dinero.

Ella no le dio las gracias. Salió y tomó asiento en un almohadón de piel de tono pálido junto a la fragante Amanita Buntline, en su potente Mercedes 300 SL.

Harry Pena miró especulativamente al rostro pálido de Fred. No hizo comentario alguno. Encendió el puro, salió… y se fue a pescar peces auténticos con sus dos auténticos hijos, en un bote auténtico, sobre el salado mar.

Lila, la hija de Amanita Buntline, sentada en el frío suelo de cemento, leía Trópico de Cáncer, de Henry Miller, que, junto con El almuerzo desnudo, de William Burroughs, había sacado del estante de libros de Lazy Susan. El interés de Lila en los libros era comercial; a los trece años era la principal comerciante de obscenidades en Pisquontuit.

Comerciaba también con fuegos artificiales por la misma razón que lo hacía con la pornografía: por los beneficios. Sus compañeros de juego en el Club de Yates de Pisquontuit y en la Escuela de Pisquontuit eran tan ricos y tontos que le pagaban lo que ella pidiera por cualquier cosa. En una jornada rutinaria podía vender un ejemplar de El amante de Lady Chatterley (edición de sesenta y cinco centavos) por diez dólares, y un cohete de quince centavos por cinco dólares.

Compraba los fuegos artificiales durante sus vacaciones familiares en Canada, Florida y Hong Kong, y la mayor parte de su material obsceno lo conseguía en el puesto de libros y revistas. La cuestión era que Lila sabía elegir muy bien los títulos, algo que ni sus compañeros de juego ni la empleada del puesto sabían hacer. Y compraba los más escabrosos tan pronto como los recibía Lazy Susan. Y llevaba a cabo todas sus transacciones con la idiota de detrás del mostrador, que lo olvidaba todo aun antes de que sucediera.

La relación entre Lila y el puesto de periódicos era maravillosamente simbiótica, ya que, colgado en la ventanilla del mostrador, había un gran medallón dorado concedido por Las madres de Rhode Island para salvar a los niños de la corrupción. Representantes de ese grupo inspeccionaban con regularidad la selección de novelitas del puesto de revistas. El medallón representaba su aceptación del hecho de que nunca habían encontrado nada sucio.

Pensaban que sus hijos estaban seguros, pero la verdad era que Lila había acaparado el mercado.

Claro que no podía adquirir en el puesto de periódicos cierta clase de material: las fotografías pornográficas. Pero las conseguía haciendo lo que Fred Rosewater tantas veces había anhelado ansiosamente: contestando los atrevidos anuncios de El investigador Americano.

Unos pies muy grandes se introdujeron ahora en su mundo infantil, en el suelo del puesto de libros. Eran los de Fred Rosewater. Lila no ocultó sus libros escabrosos; siguió leyendo tranquilamente, como si Trópico de Cáncer fuera Heidi:

«El baúl está abierto, y sus cosas yacen por todas partes, como antes. Ella está echada en la cama, con sus ropas. Una vez, dos veces, tres, cuatro… Me temo que se volverá loca… En la cama, bajo las mantas, ¡qué gusto sentir su cuerpo de nuevo! Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Durará esta vez? Tengo el presentimiento de que no».

Lila y Fred se encontraban a menudo entre los libros y revistas. Fred le preguntó qué leía. Y ella sabía que iba a hacer lo de siempre: mirar con triste ansia las tapas de las revistas más sucias y coger después algo tan soso y doméstico como Casas y Jardines. Precisamente eso es lo que hizo ahora.

—Creo que mi mujer se ha ido a almorzar de nuevo con tu mamá —dijo Fred.

—Seguro.

Eso acabó la conversación, pero Lila continuó meditando acerca de él. Tenía a la vista las piernas de Fred. Pensaba en ellas. Cuando lo encontraba con pantalones cortos o en traje de baño, veía sus espinillas cubiertas de cortes y moraduras, como si se las hubiera golpeado a más y mejor todos los días de su vida. Lila pensó que debía ser deficiencia de vitaminas. O sarna.

Las maceradas espinillas de Fred eran el resultado de las ideas de su esposa sobre decoración interior, que exigían el uso casi esquizofrénico de mesitas: docenas de mesitas por toda la casa. Cada mesita tenía su cenicero y su platito de caramelos, aunque los Rosewater jamás recibían invitados. Y Caroline estaba constantemente arreglándolas y cambiándolas de sitio, como si hoy planeara cierto tipo de fiesta, y otro mañana. De modo que el pobre Fred siempre estaba golpeándose las espinillas en las mesitas.

Una vez se hizo un corte en la barbilla que exigió once puntos; pero esa caída no se debió, en realidad, a las mesitas, sino a un objeto que Caroline jamás escondía, que siempre estaba en evidencia, como si fuera un animal doméstico habituado a dormir en las puertas de las habitaciones, o en la escalera, o junto a la chimenea. Ese objeto que hizo tropezar a Fred y le produjo el corte en la barbilla era el «Electrolux» de Caroline Rosewater. Subconscientemente, ella se había jurado que jamás guardaría el aspirador hasta que fuera rica.

Fred, pensando que Lila no se fijaba en él, dejó la revista Casas y Jardines y cogió lo que parecía la más endemoniada novela sexual, Venus en su concha, de Kilgore Trout. En la cubierta posterior había un extracto de una escena escabrosa del interior. Decía así:

»La reina Margaret, del Planeta Shaltoon, dejó caer su bata al suelo. No llevaba nada debajo. Sus descubiertos senos, altos y firmes, eran orgullosos, de tono rosado. Las caderas y muslos parecían una incitante lira de puro alabastro. Brillaban con tal blancura que parecían dotados de luz interior.

»—Han terminado tus viajes, Vagabundo del Espacio —susurró, con voz llena de deseo—. No busques más, pues ya lo has encontrado. La respuesta está en mis brazos.

»—A fe mía que es una maravillosa respuesta, reina Margaret —dijo el Vagabundo del Espacio. Las palmas de sus manos estaban sudorosas—. Y voy a aceptarla agradecido. Pero he de decirte, para ser completamente sincero, que tendré que partir de nuevo mañana.

»—¡Pero si has encontrado la respuesta! ¡Si ya la has encontrado! —exclamó ella, obligándole a apoyar la cabeza entre sus senos, fragantes y jóvenes.

»Él dijo algo que no pudo entender. Lo apartó de sí.

»—¿Qué has dicho?

»—He dicho, Reina Margaret, que lo que me ofreces es una maravillosa respuesta. Pero es que da la casualidad de que no es la que yo estaba buscando.

Había una fotografía de Trout: era un anciano de luenga barba. Parecía un Cristo viejo y asustado al que le hubieran conmutado la sentencia de cruz por la de cadena perpetua.