Aquella noche se decidió que Eliot y Sylvia debían reunirse para una despedida final en la Suite Azul del Hotel Marriott, en Indianapolis, tres noches después. Era algo bastante peligroso con aquellas dos personas tan enfermas y tan entregadas al amor. Llegaron a este acuerdo entre un caos de murmullos, susurros y gritos de soledad surgidos al final de la conversación telefónica.
—¡Oh, Eliot! ¿Crees que debemos?
—Creo que debemos hacerlo.
—Debemos hacerlo —dijo ella como un eco.
—¿No lo crees tú así, que… que debemos hacerlo?
—Sí.
—Es la vida.
Sylvia agitó la cabeza.
—¡Oh, maldito amor, maldito amor!
—Será agradable, te lo prometo.
—Yo te lo prometo también.
—Me compraré un traje nuevo.
—No, por favor, no lo hagas por mí.
—Entonces, por la Suite Azul.
—Buenas noches.
—Te amo, Sylvia. Buenas noches.
Hubo una pausa.
—Buenas noches, Eliot.
—Te amo.
—Buenas noches. Estoy asustada. Adiós.
Esta conversación dejó muy preocupado a Norman Mushari, que volvió a colgar el teléfono por el que había estado espiando. Era crucial para sus planes que Sylvia no concibiera un hijo de Eliot. Con un hijo suyo en el seno tendría perfecto derecho a controlar la Fundación, tanto si Eliot estaba loco como si no. Y Mushari soñaba con que el control pasara al primo segundo de Eliot, Fred Rosewater, de Pisquontuit, Rhode Island.
Fred no sabía nada de esto; en realidad, ni siquiera estaba seguro de hallarse emparentado con los Rosewater de Indiana, quienes le conocían únicamente porque, como McAllister, Robjent, Reed y McGee eran muy competentes, habían pagado a un genealogista y un detective para que descubrieran a sus parientes más cercanos con el apellido Rosewater. El dossier de Fred, en los archivos confidenciales de la firma, era tan grueso como él mismo; pero la investigación había sido muy discreta. Fred jamás se imaginó que pudiera estar destinado a la riqueza y la gloria.
Por eso, la mañana después de que Eliot y Silvia quedaran de acuerdo para reunirse, Fred se sentía como un hombre corriente, o menos que corriente, con un futuro muy pobre. Salió de la Cafetería de Pisquontuit, se desperezó al sol, dio tres profundas inspiraciones, y entró en el Bar de Pisquontuit, en la puerta de al lado. Era un hombre rollizo, cargado de café, empachado de pasteles.
El pobre y mísero Fred se pasaba la mañana buscando clientes que firmaran un seguro en la cafetería, centro de reunión de los ricos, y en el bar, donde acudían los pobres. Era el único hombre de la ciudad que tomaba café en ambos sitios.
Se dirigió al mostrador del bar y sonrió a un carpintero y dos plomeros sentados allí. Subió a un taburete y su gran trasero desbordó cumplidamente el asiento.
—¿Café y pasteles, señor Rosewater? —preguntó la muchacha, idiota y sucia, que servía en el mostrador.
—Café y pasteles me parece estupendo —respondió Fred, calurosamente—. En una mañana como ésta, seguro que sí.
Hablando de Pisquontuit: los que apreciaban el lugar lo pronunciaban «Pawn-it». Los que no, lo pronunciaban «Piss-on-it»[5]. En algún tiempo existió un jefe indio llamado así. Llevaba un taparrabos, y vivía como todo su pueblo, de la pesca y los frutos silvestres. No sabía nada de agricultura, y desconocía también los abalorios, los ornamentos de plumas y el arco y la flecha. Pero el alcohol era su íntimo amigo. Murió alcoholizado en 1638.
Cuatro mil lunas más tarde, el pueblo que inmortalizó su nombre estaba poblado por doscientas familias muy ricas y mil familias corrientes cuyos miembros servían de un modo u otro a los ricos. La vida era allí generalmente monótona y miserable, nada sutil, nada ingeniosa, siempre repetida; precisamente tan absurda y miserable como la vida en Rosewater, Indiana. Los millones heredados no ayudaban, tampoco las artes y las ciencias.
Fred Rosewater era un buen marino y había asistido a la Universidad de Princeton, por eso era bien recibido en los hogares de los ricos, aunque, según los estándares de Pisquontuit, era muy pobre. Su casa era una sórdida construcción de madera oscura, a una milla del alegre muelle.
El pobre Fred trabajaba como un negro para ganar los pocos dólares que llevaba a casa de vez en cuando. Trabajaba en ese momento, sonriendo al carpintero y a los dos plomeros en el bar. Los tres obreros estaban leyendo una publicación escandalosa, un semanario nacional que trataba de crímenes, sexo, animales y niños, generalmente niños mutilados. Se llamaba El Investigador Americano, «El periódico más chispeante del mundo». El Investigador era para el bar lo que el Wall Street Journal era para la cafetería.
—Instruyéndose como siempre, ya veo —observó Fred con tono ligero y alegre.
Los obreros sentían cierto extraño respeto por Fred. Trataban de mostrarse cínicos ante su mercancía, pero interiormente comprendían que les ofrecía el único modo de hacerse ricos que les estaba permitido: hacerse un seguro de vida y morir pronto. Y el triste secreto de Fred era que, sin tales personas, atraídas por ese espejismo, no tendría un centavo. Todo su negocio lo hacía con la clase trabajadora; su trato con los rajás navieros de la puerta de al lado era un puro bluff. A los pobres les impresionaba la idea de que Fred vendiera también seguros a los potentados, pero no era verdad. Los fabulosos negocios de los ricos se desarrollaban en bancos y oficinas muy lejos de allí.
—¿Qué noticias trae del extranjero? —preguntó Fred. Otro chiste sobre El Investigador.
El carpintero levantó la primera página para que Fred pudiera verla. Toda ella era un enorme titular, con la fotografía de una joven muy guapa. El titular decía:
NECESITO UN HOMBRE
QUE PUEDA DARME
UN HIJO GENIAL
La chica era modelo. Su nombre era Randy Herald.
—Me gustaría muchísimo ayudar a la dama en ese problema —dijo Fred, jovial de nuevo.
—¡Dios mío! —dijo el carpintero, agitando la cabeza y hurgándose los dientes—. ¿Y a quién no?
—¿Crees que lo digo en serio? —Fred lanzó una mirada despectiva a la foto—. ¡No dejaría a mi mujer por veinte mil Randy Herald! —ahora calculaba nuevas posibilidades—. Y no creo que tampoco vosotros dejaríais a vuestras mujeres.
Para Fred, una mujer era un ser con un marido a quien colocarle un seguro.
—Conozco a vuestras mujercitas —continuó— y cualquiera de vosotros estaría loco si hiciera el cambio —e inclinó la cabeza, asintiendo a sus propias palabras—. Aquí estamos cuatro hombres afortunados, y es mejor que no lo olvidemos. Tenemos cuatro mujercitas maravillosas, chicos, y lo mejor que podríamos hacer sería dar de vez en cuando las gracias a Dios por ellas —movió el azúcar del café—. Yo no sería nada sin mi esposa, lo sé.
Su esposa se llamaba Caroline. Caroline era la madre de un chiquillo gordo y feo, el pobre Franklin Rosewater. Caroline se había acostumbrado últimamente a salir a almorzar con una lesbiana rica llamada Amanita Buntline.
—He hecho cuanto he podido por ella —declaró Fred—, aunque bien sabe Dios que no lo bastante. Nada sería bastante… —sentía verdadera emoción al hablar. Sabía que aquel trémolo de voz había de ser sincero, o no colocaría seguros—. Sin embargo, hay algo que incluso un hombre pobre puede hacer por su mujercita.
Hizo rodar sus ojos de forma significativa. Personalmente, valía cuarenta y dos mil dólares muerto.
Naturalmente, a menudo le preguntaban si estaba emparentado con el famoso senador Rosewater. Su ignorante y cauta respuesta solía ser: «Pues creo que hay algo de parentesco…, pero muy, muy lejano». Como la mayoría de los americanos de familia pobre, Fred no sabía nada de sus antepasados.
Y he aquí lo que debería haber sabido:
La rama de la familia Rosewater que habitaba en Rhode Island descendía de George Rosewater, el hermano pequeño del infame Noah. Cuando llegó la Guerra Civil, George reclutó una compañía de fusileros de Indiana y marchó con ellos a unirse a la casi legendaria Brigada del Sombrero Negro. A las órdenes de George iba el sustituto de Noah, el idiota del pueblo, Fletcher Moon. Moon voló en pedazos gracias a la artillería de Stonewall Jackson, en la retirada de Second Bull.
Durante la marcha por el barro hacia Alexandria, el capitán Rosewater tuvo tiempo de escribir esta carta a su hermano Noah:
«Fletcher Moon cumplió su deber hasta el final lo mejor que pudo. Si te sientes defraudado porque se haya liquidado tan pronto el dinero que invertiste en él, te sugiero que escribas al general Pope para que te devuelva algo. Me gustaría que estuvieras aquí.
»GEORGE».
A lo que Noah respondió:
«Siento mucho lo de Fletcher Moon, pero, como dice la Biblia, “un trato es un trato”. Te incluyo algunos papeles legales de pura rutina para que los firmes. Con ellos me das poderes para que pueda administrar tu mitad de la granja y de la fábrica hasta que vuelvas, etc. Estamos sufriendo muchas privaciones aquí en casa. Todo se lo llevan para las tropas. Apreciaríamos algunas palabras de agradecimiento de los soldados.
»NOAH».
Para la época de Antietam, George Rosewater se había convertido en teniente coronel y había perdido los dedos meñiques de ambas manos. En Antietam le mataron el caballo que montaba; pero siguió avanzando a pie, agarró la bandera a un muchacho moribundo y se encontró con que sólo quedaba el palo roto cuando un cañón confederado se llevó los colores. Continuó avanzando y mató a un hombre con ese palo. En este momento, uno de sus propios soldados disparó un mosquete que estaba atascado. La explosión dejó al coronel Rosewater ciego para siempre.
Volvió a Rosewater County con sus galones, ciego. La gente lo encontró muy animado. Su alegría no pareció desvanecerse un ápice cuando los abogados y banqueros le explicaron, ofreciéndose amablemente a leer por él, que ya no poseía nada, que todo se lo había dado firmado a Noah. Desgraciadamente, éste no estaba en la ciudad para explicarle las cosas personalmente. Los negocios exigían que pasara la mayor parte de su tiempo en Washington, Nueva York y Philadelphia.
—Bien —dijo George, que seguía sonriendo, sonriendo, sonriendo—, como dice la Biblia, y en términos bien claros, «los negocios son los negocios».
Los abogados y banqueros se sintieron algo chasqueados, ya que, al parecer, George no intentaba hallar moraleja alguna en lo que hubiera sido una experiencia importante en la vida de cualquier hombre. Un abogado, que se disponía a soltar su moraleja cuando George se volvió loco, no pudo evitar el decirla a pesar de que éste seguía sonriendo sin alterarse.
—Siempre hay que leer las cosas antes de firmarlas.
—Puede apostar usted las botas —repuso George— a que lo haré a partir de ahora.
Naturalmente, George Rosewater no estaba bien de la cabeza cuando volvió de la guerra, pues ningún hombre cuerdo, después de perder la vista y la fortuna, se hubiera reído tanto. Y un hombre cuerdo, especialmente si era un general y un héroe, hubiera podido dar los pasos legales necesarios para obligar a su hermano a devolverle su propiedad. Pero George no intentó nada. Ni esperó a que Noah volviera a Rosewater County, ni se fue al Este a buscarle. En realidad, él y Noah no habían de volver a verse nunca.
Hizo una visita, vestido con todo el esplendor de su uniforme completo, a cada casa de Rosewater County que le había dado un muchacho o dos para que lucharan a sus órdenes, alabándolos a todos y llorando de corazón por los muertos o heridos. Por entonces se estaba construyendo la mansión de ladrillos de Noah Rosewater. Una mañana, los trabajadores encontraron el brillante uniforme clavado en la puerta principal, como si fuera la piel de un animal tendida al sol para que se secara.
Por lo que se refería a Rosewater County, George Rosewater había desaparecido para siempre.
Se fue al Este como un vagabundo, no para encontrar a su hermano y matarlo, sino para buscar trabajo. Y lo encontró en Providence, Rhode Island. Había oído decir que se estaba abriendo allí una fábrica de escobas, en la que trabajarían los veteranos ciegos de la Unión.
Era cierto. Existía la fábrica, fundada por Castor Buntline, que no era ni veterano ni ciego. Buntline adivinó que los veteranos ciegos serían unos empleados muy agradables, que él mismo se labraría un puesto en la historia como hombre humanitario, y que ningún patriota yanki, por lo menos durante varios años después de la guerra, usaría otra cosa que una escoba de la Union Buntline. Así empezó la gran fortuna Buntline. Y con los beneficios de las escobas, Castor Buntline y su hijo epiléptico Elihu siguieron haciendo contrabando y se convirtieron en los reyes del tabaco.
Cuando el amable y agotado general George Rosewater llegó a la fábrica de escobas, Castor Buntline escribió a Washington, recibió la confirmación de su rango de general, le pagó un buen salario, le hizo capataz y le dio su nombre a los nuevos cepillos que empezaba a fabricar. Al poco tiempo, el nombre entró a formar parte del lenguaje ordinario. Un «general Rosewater» era un cepillo.
Y al ciego George le dieron una muchachita de catorce años, una huérfana llamada Faith Merrihue, para que fuera sus ojos y su mensajero. Cuando tenía dieciséis años, George se casó con ella.
Y George engendró a Abraham, que llegó a ser ministro congregacionista. Se fue misionero al Congo, donde conoció y se casó con Lavinia Waters, la hija de otro misionero, un baptista de Illinois.
En la jungla, Abraham engendró a Merrihue. Lavinia murió al nacer su hijo. Y el pequeño Merrihue se alimentó de la leche de una negra bantú.
Y Abraham y el pequeño Merrihue volvieron a Rhode Island. Aquél aceptó la llamada al púlpito congregacionista del pequeño pueblo de pescadores de Pisquontuit. Compró una casita y, con la casa, unos ciento diez acres de terreno pelado y arenoso. Era un lote triangular. La hipotenusa del triángulo era el puerto de Pisquontuit.
Merrihue, el hijo del párroco, se convirtió en un reaccionario y dividió en lotes la tierra de su padre. Se casó con Cynthia Niles Rumfoord, una heredera de poca importancia, e invirtió la mayor parte de su fortuna en pavimentos, luces y alcantarillado. Hizo una fortuna, la perdió, y la de su mujer también, en el desastre de 1929.
Se pegó un tiro en la cabeza. Pero antes de hacerlo escribió la historia de la familia y engendró al pobre Fred, el de los seguros.
Los hijos de los suicidas no suelen triunfar. Generalmente encuentran algo a faltar en la vida. Tienden a sentirse menos arraigados que otros, incluso en esta nación tan desarraigada. El pasado les interesa muy poco y, en cuanto al futuro, sólo en un punto se sienten relativamente seguros: sospechan que, probablemente, también ellos acabarán matándose.
Seguramente éste era el síndrome de Fred, al que en su caso se añadían tics, aversiones y una sordera especial. Había oído el tiro que mató a su padre, le había visto con la cabeza destrozada y el manuscrito de la historia de la familia en el regazo.
Fred tenía ahora el manuscrito, que nunca había leído ni quería jamás leer. Estaba en un armario para las conservas, en el sótano de su casa. Allí guardaba también el veneno para las ratas.
Ahora, el pobre Fred Rosewater estaba en el bar y seguía hablando al carpintero y a los plomeros sobre sus mujercitas.
—Ned —dijo al carpintero—, por lo menos tú y yo hemos hecho algo por nuestras esposas.
El carpintero valía veinte mil dólares muerto, gracias a Fred. No podía pensar en otra cosa más que en el suicidio cuando llegaba el tiempo de los premios.
—También podemos olvidarnos del ahorro —dijo Fred—. De eso ya se cuidan ellos automáticamente.
—Sí —asintió Ned.
Hubo un profundo silencio. Los dos plomeros, que no estaban asegurados, alegres y bulliciosos hacía un instante, se sentían ahora deprimidos.
—Con un simple plumazo —recordó Fred al carpintero— hemos creado grandes fortunas. Ese es el milagro del seguro de vida. Es lo menos que podemos hacer por nuestras mujercitas.
Los plomeros se deslizaron de sus taburete. Fred no se desanimó al verlos marchar. Dondequiera que fueran, su conciencia iría con ellos. Ya volverían al bar. Y, cuando volvieran, allí estaría Fred.
—¿Sabes cuál es la mayor satisfacción en mi profesión? —preguntó Fred al carpintero.
—No.
—Pues cuando una viuda viene a mí y me dice: «No sé cómo podríamos darle las gracias, mis hijos y yo, por lo que ha hecho por nosotros. Dios le bendiga, señor Rosewater».