Los párpados se le cerraban de sueño mientras seguía leyendo Cómo fecundar una raíz de mandrágora. Lo leía a saltos, aquí y allá, confiando en encontrar por casualidad las palabras que harían crujir los dientes de los fariseos. Leyó un capítulo en el que condenaban a un juez porque jamás había dado un orgasmo a su esposa, y otro en el que el encargado de la publicidad de una marca de jabón se emborrachaba, cerraba la puerta de su apartamento y se ponía el traje de bodas de su madre. Eliot frunció el ceño, intentó comprender que esa literatura fuera un buen cebo para los fariseos y no lo consiguió.
Leyó después una escena en la que la novia del encargado de publicidad seducía al chofer de su padre. De modo sugerente, empezaba por arrancarle los botones de los bolsillos del uniforme. Eliot Rosewater se quedó profundamente dormido.
El teléfono sonó tres veces.
—Aquí la Fundación Rosewater. ¿En qué podemos ayudarle?
—Señor Rosewater —dijo una voz masculina, con cierto temor—, usted no me conoce.
—¿Acaso le dijo alguien que eso tuviera importancia?
—Yo no soy nada, señor Rosewater. Soy peor que nada.
—¿Cree usted, entonces, que Dios se equivocó al crearlo?
—Seguro que sí.
—A lo mejor ha venido con sus quejas al lugar más adecuado.
—Oiga… de todas formas, ¿qué clase de lugar es ése?
—¿Cómo supo usted de este número?
—Hay un letrero en amarillo y negro en la cabina telefónica. Dice: «No se suicide. Llame a la Fundación Rosewater». Y pone el número de teléfono —tales letreros figuraban en todas las cabinas telefónicas del distrito, y también en las ventanillas traseras de los coches y camiones de la mayoría de los Bomberos Voluntarios—. ¿Sabe usted lo que alguien ha escrito con lápiz, inmediatamente debajo?
—No.
—Dice: «Eliot Rosewater es un santo. Le dará amor y dinero. Si prefiere el mejor trasero de Indiana del Sur, llame a Melissa». Y luego está el número de teléfono de ella.
—¿Es usted forastero en esta parte del país?
—Soy forastero en todas partes. Pero, de todas formas, ¿qué son ustedes? ¿Alguna religión?
—Los Baptistas Fatalistas de los dos Orígenes del Espíritu.
—¿Qué?
—Es lo que suelo decir cuando la gente insiste en que debo tener una religión. Da la casualidad de que existe esa secta, y es muy buena. Practican el lavatorio de pies, y los ministros trabajan gratis. Yo me lavo los pies y tampoco cobro nada.
—No lo entiendo.
—Es sólo una forma de tranquilizarle, de hacerle saber que no es preciso que sea muy serio conmigo. No será usted, por casualidad, un baptista fatalista de los dos orígenes del espíritu, ¿verdad?
—¡Dios mío, no!
—Hay doscientas personas que sí lo son, y más pronto o más tarde le diré a uno de ellos lo mismo que acabo de decirle a usted —Eliot se mandó un trago al coleto—. Siempre estoy temiendo ese momento…, y estoy seguro de que llegará.
—Oiga, parece que está borracho. Creo haber oído que echaba un trago.
—Sea como fuere…, ¿en qué podemos ayudarle?
—¿Quién diablos es usted?
—El Gobierno.
—¿Qué?
—El Gobierno. Si no soy la Iglesia, y, sin embargo no quiero que la gente se suicide, debo ser el Gobierno, ¿no?
El hombre murmuró algo.
—O el seno de la comunidad —añadió Eliot.
—¿Es algún chiste?
—Eso es lo que yo sé, y lo que usted tiene que averiguar.
—Tal vez crea divertido poner anuncios para las personas que quieren suicidarse.
—¿Es que usted va a suicidarse?
—¿Y qué, si lo hago?
—Yo le diría las maravillosas razones que he descubierto para seguir viviendo.
—¿Qué haría?
—Le pediría que me dijera el precio que cobraría por seguir viviendo sólo una semana más.
Hubo un silencio.
—¿Me ha oído? —preguntó Eliot.
—Sí.
—Si no va a matarse, ¿quiere colgar? Hay otras personas que pueden necesitar la línea.
—Es que… ¡usted parece loco!
—Pero es usted el que quiere matarse.
—¿Y si le dijera que no viviría una semana más, ni por un millón de dólares?
—Le diría: «Adelante, mátese». Pruebe con mil.
—Mil.
—Adelante, mátese. Pruebe con cien.
—Cien.
—Ahora habla usted con sentido común. Venga y charlaremos. —Le dijo dónde estaba el despacho—. No tenga miedo a los perros que hay ante el Departamento de Bomberos. Sólo muerden cuando suena la sirena.
Hablando de sirenas… Según le dijeron a Eliot, era la sirena más potente del hemisferio occidental, movida por una máquina «Messerschmitt» de setecientos caballos, con una palanca de puesta en marcha de treinta caballos. Había sido la principal sirena de alarma de aviación en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial. La Fundación Rosewater la había comprado al gobierno de Alemania Occidental y se la había regalado a la ciudad, enviándola de modo anónimo.
Cuando se recibió en Rosewater County, la única pista sobre el donante era un simple letrero que decía: «Con los saludos de un amigo».
Eliot escribió algo en una libreta muy estropeada que guardaba bajo la cama; encuadernada en piel negra de grano fino, tenía trescientas páginas rayadas de un tono verde muy sedante. Él la llamaba su Domesday book[3]. En este libro, y desde el primer día de las operaciones de la Fundación en Rosewater, anotaba el nombre de cada cliente, la naturaleza de sus sufrimientos y lo que la Fundación había hecho por él.
El libro estaba casi lleno, y sólo Eliot o su esposa podían interpretar cuanto allí había escrito. Anotó ahora el nombre del suicida que le había llamado, que había venido a verle, que acababa de marcharse, de marcharse un poco triste, como si sospechara que le habían estafado o que se habían burlado de él, pero sin poder comprender el cómo y el porqué.
«Sherman Wesley Little», escribió Eliot. «Indi. Pre-Su. 2G. E3H, 2H.P.C. B.300 $». Interpretado, esto significaba que Little era de Indianapolis, presunto suicida, veterano de la Segunda Guerra Mundial, con esposa y tres hijos, el segundo con parálisis cerebral; Eliot le había concedido una beca de la Fundación por 300 dólares.
La prescripción anotada en forma más corriente que el dinero en el Domesday book era «AV», iniciales que representaban la recomendación que hacía Eliot a las personas deprimidas por todo y sin ninguna razón en particular: «Querida, le diré lo que ha de hacer: tómese una tableta de aspirina y trasiéguela con un vaso de vino».
«CM» quería decir la Caza de la Mosca. Había personas que sentían a veces la desesperada necesidad de hacer algo agradable por Eliot. Entonces él les pedía que vinieran en un momento determinado para limpiarle la oficina de moscas. Durante la estación de las moscas esto representaba una tarea colosal, ya que Eliot no tenía pantallas en las ventanas y además el despacho estaba directamente conectado con la asquerosa cocina del restaurante de abajo mediante un grasiento respiradero en el suelo.
De modo que la Caza de la Mosca se había convertido en un ritual, tanto que no se utilizaban los matamoscas convencionales, y hombres y mujeres cazaban moscas de modos muy originales. Los hombres usaban bandas de goma, y las mujeres cazos de agua jabonosa tibia.
La técnica de la banda de goma consistía en lo siguiente: un hombre la estiraba entre sus dedos cogiéndola por el centro como si fuera un tirador, y la soltaba cuando había una mosca a la vista. Un bicho bien acertado generalmente se desintegraba, a juzgar por el color tan peculiar del suelo y las paredes del despacho, cubiertas de puré de moscas.
La técnica del cazo de agua jabonosa tibia consistía en lo siguiente: una mujer buscaba una mosca que estuviera cabeza abajo, apoyada sobre alguna superficie vertical. Entonces ponía el cazo directamente bajo la mosca, muy lentamente, aprovechando el hecho de que una mosca cabeza abajo, cuando se acerca el peligro, inconscientemente se deja caer unos cinco centímetros antes de utilizar las alas. En teoría, la mosca no debía sentir peligro hasta que el cazo estuviera inmediatamente debajo, y entonces se dejaba caer con todo gusto en él, para hundirse sobre burbujas y ahogarse.
Hablando de esta técnica, Eliot solía decir:
—Nadie lo cree hasta que lo prueba. Una vez se ha probado su eficacia, ya no se hace de otra forma.
En la parte de atrás de la libreta había una novela inacabada que Eliot empezara a escribir años atrás, la tarde en que comprendió al fin que Sylvia nunca volvería a su lado. Repasó unas cuantas hojas:
«¿Por qué tantas almas vuelven voluntariamente a la tierra después de fracasar y morir, fracasar y morir, fracasar y morir, fracasar y morir allí? Porque el Más Allá es pura nonada. Sobre sus Puertas Doradas debían escribirse estas palabras:
Un poco de nada, ¡oh, Dios mío!, es algo muy largo.
»Pero las únicas palabras escritas sobre sus Puertas Infinitas son simples huellas vandálicas: “Bien venidos a la Feria Mundial Búlgara”, dice un letrero a lápiz sobre un frontón de mármol. “Más vale comunistas que muertos”, opina otro.
»“No eres hombre hasta que has comido carne de negro”, sugiere aquél, corregido después: “No eres hombre hasta que has sido carne de negro”. “¿Dónde puedo acostarme por aquí?”, pregunta un alma impúdica. Y más abajo le contestan: “Prueba La balada del último trovador, de Alfred, lord Tennyson”[4].
»Mi propia contribución:
»“Los que escriben en las paredes del Más Allá
»deberían hacer bolitas de mierda.
»Y los que leen estas líneas tan ingeniosas
»debían comerse las citadas bolitas.”»
«Kublai Khan, Napoleón, Julio César y el rey Ricardo Corazón de León, todos son un asco”, declara un alma valiente. Nadie contesta a este insulto, ni es probable que contesten las partes interesadas. El espíritu inmortal de Kublai Khan habita ahora la envoltura corporal de la esposa de un veterinario en Lima, Perú. El espíritu inmortal de Bonaparte nos mira desde el rostro coloradote y gordinflón de un muchacho de catorce años, hijo del jefe del puerto de Cotuit, Massachusetts. El espíritu del Gran César se las arregla como puede con la carne sifilítica de una viuda pigmea de las islas Andaman. Y Corazón de León está de nuevo cautivo, como en sus antiguos viajes, prisionero esta vez en el cuerpo de Coach Letzinger, un basurero anormal y exhibicionista, en Rosewater, Indiana. Coach —con el pobre rey Ricardo en su interior— va a Indianapolis en autobús tres o cuatro veces al año. Para el viaje se viste cuidadosamente, poniéndose zapatos, calcetines, ligas, un impermeable y un silbato de latón colgado del cuello. Cuando llega a Indianapolis, se va al departamento de artículos de plata y cubertería de los grandes almacenes, donde siempre hay un montón de futuras casadas eligiendo los modelos de cubiertos. Coach toca el pito y todas las chicas le miran. Entonces se abre el impermeable, lo cierra otra vez, y corre con toda su alma para coger el autobús de vuelta a Rosewater.
»El Más Allá es un aburrimiento espantoso —decía la novela de Eliot—, de modo que la mayoría hacen cola para volver a nacer, y viven y aman, y fracasan, y mueren, y vuelven a hacer cola para nacer otra vez. Por lo menos, probemos, como dice el dicho. No les importa ni se empeñan en ser de una raza u otra, de un sexo u otro, de una nacionalidad u otra, de una u otra clase. Lo que quieren (y consiguen) son tres dimensiones, un espacio de tiempo comprensiblemente pequeño, y una envoltura que haga posible la crucial distinción entre el interior y el exterior.
»Porque aquí no hay interior. Aquí no hay exterior. Cruzar la puerta en cualquier dirección es ir de ningún sitio a ningún sitio, y de todas partes a todas partes. Imaginad una mesa de billar tan grande y tan ancha como la Vía Láctea. Imaginad con todo detalle esa enorme extensión sin límites, cubierta de fieltro verde. Imaginad una puerta en el mismísimo centro. Cualquiera que pueda imaginarlo, habrá comprendido todo cuanto hay que saber sobre el Más Allá, y habrá simpatizado con los que se sienten ansiosos de la distinción entre lo interior y lo exterior.
»Sin embargo, por incómodo que sea esto, a algunos no nos interesa nacer otra vez. Yo me cuento entre ellos. No he estado en la Tierra desde 1587, año en el que, disfrutando de la envoltura corporal de una tal Walpurga Hausmann, fui ejecutada en el pueblo austríaco de Dillingen. El supuesto crimen de mi envoltura corporal en ese entonces fue la brujería. Cuando oí la sentencia, naturalmente sentí deseos de abandonar aquel cuerpo que estaba, de todas formas, a punto de abandonar, ya que lo había disfrutado durante ochenta y cinco años. Pero me tuve que quedar en él hasta que lo ataron al potro del tormento, pusieron éste en un carro y se lo llevaron al Ayuntamiento. Allí me rompieron el brazo derecho y me desgarraron el seno izquierdo con pinzas al rojo vivo. Luego fuimos a la Puerta de la Ciudad, donde me cortaron el seno derecho. Después me llevaron a la puerta del hospital, donde me rompieron el brazo izquierdo. Y por fin llegamos a la plaza principal. En vista de que yo había sido comadrona oficial durante sesenta y dos años para acabar obrando con tanta maldad, me cortaron la mano derecha. Y entonces me ataron a una estaca, me quemaron viva y arrojaron mis cenizas al río. Como digo, desde entonces no he vuelto.
»Generalmente, la mayoría de los que no queríamos volver a la buena y vieja Tierra éramos almas cuyos cuerpos habían sido torturados de modo lento y refinado, hecho que satisfará sin duda a los que abogan por los castigos corporales y la pena capital como prevención contra el crimen. Pero últimamente estaba sucediendo algo curioso. Nuestro grupo aumentaba constantemente con tipos a los que, de acuerdo con la idea que nosotros teníamos del dolor, no les había pasado nada en la Tierra. Apenas echaban una mirada allí abajo, inmediatamente volvían en aterrados batallones aullando: ¡Nunca más!
»¿Quiénes son esas personas?, me preguntaba. ¿Qué será eso tan horrible e inimaginable que puede haberles sucedido? Naturalmente, para saber la auténtica respuesta voy a tener que abandonar a los muertos. Voy a tener que nacer de nuevo…
»Y me acaban de comunicar que van a enviarme donde vive el espíritu de Ricardo Corazón de León: a Rosewater, Indiana».
Sonó el teléfono negro.
—Aquí la Fundación Rosewater. ¿En qué podemos ayudarle?
—Señor Rosewater —dijo una mujer, hablando entrecortadamente—. Soy…, soy Stella Wakeby —la mujer se detuvo, esperando su reacción ante la noticia.
—¡Hola, hola! —dijo Eliot alegremente—. ¡Qué agradable tener noticias suyas! ¡Qué sorpresa más grata! —no sabía quién era Stella Wakeby.
—Señor Rosewater, yo…, yo nunca le pedí nada, ¿verdad?
—No, no. Jamás lo hizo.
—Muchas personas con menos motivos que yo le molestan cada día.
—Nunca me molestan… Desde luego, hay personas a las que veo más que a otras… —por ejemplo, se relacionaba tantas veces con Diana Moon Glampers que ahora ya no apuntaba las transacciones con ella en el libro. Se aferró a esta oportunidad—: Y a menudo he pensado en la terrible carga que usted debe soportar…
—¡Oh, señor Rosewater, si usted supiera! —y estalló en violentos sollozos—. ¡Siempre dijimos que pertenecíamos al senador Rosewater, y no a Eliot Rosewater!
—Vamos, vamos…
—Siempre pudimos valernos sin ayuda de nadie. Muchas veces me he cruzado con usted por la calle y he vuelto el rostro hacia el otro lado, y no porque tuviera nada personal contra usted. Sólo quería que supiera que los Wakeby eran como debían ser.
—Comprendo… Y me alegra saber esas buenas noticias.
Eliot no podía recordar que nadie le hubiera negado el saludo, y se paseaba tan pocas veces por la ciudad, que no podía haberle ofrecido muchas oportunidades a la desdichada Stella. Suponía correctamente que viviría en una terrible pobreza en alguna calleja, que apenas se dejaba ver con sus harapos y que se complacía en crearse imaginativamente una vida social y en creer que todo el mundo la conocía. Si alguna vez se hubiera cruzado con Eliot, cosa probable, esa única vez se habría convertido en miles de veces en su imaginación, cada una con sus propias luces y sombras.
—No podía dormir esta noche, señor Rosewater, así que fui a dar un paseo.
—Se pasea mucho, ¿verdad?
—¡Oh, Dios mío, señor Rosewater! Con luna llena, en cuarto menguante y aunque no haya luna.
—Y hoy con lluvia.
—Me gusta la lluvia.
—A mí también —reconoció Eliot.
—Y había luz en casa de mi vecino.
—Demos gracias a Dios por los vecinos.
—Llamé a la puerta, y ellos me dejaron entrar. Y yo dije: No puedo dar un paso más sin ayuda. Si no consigo algo de ayuda, no me importa si no llega el mañana para mí. ¡Ya no quiero pertenecer al senador Rosewater!
—Vamos… vamos…
—Así que me metieron en un coche, me llevaron al teléfono más próximo y me dijeron: «Llama a Eliot. Él te ayudará». Y eso es lo que hice.
—¿Quiere venir a verme ahora, querida, o puede esperar hasta mañana?
—Mañana… —era más bien una pregunta.
—¡Estupendo! A la hora que prefiera, querida.
—¡Mañana!
—Mañana, querida. Va a ser un día muy agradable.
—¡Gracias a Dios!
—Vamos… vamos…
—¡Oooohhh, señor Rosewater! ¡Gracias a Dios que le tengo a usted!
Eliot colgó. El teléfono sonó inmediatamente.
—Aquí la Fundación Rosewater. ¿En qué podemos ayudarle?
—Podrías empezar por cortarte el pelo y comprarte un traje.
—¿Qué?
—¡Eliot!
—¿Sí?
—¿Ni siquiera reconoces mi voz?
—Hum. Lo siento, yo…
—¡Pues soy tu maldito padre!
—¡Caray, papá! —dijo Eliot líricamente, cariñosamente, sorprendido y gozoso—. ¡Qué gusto oír tu voz!
—Ni siquiera me reconociste.
—Lo siento. Ya sabes cuánta gente me llama.
—Conque sí, ¿eh?
—Ya lo sabes.
—Eso me temo.
—¡Caray! De todas formas, ¿cómo estás?
—¡Estupendamente! —dijo el senador con brillante sarcasmo—. ¡No podría estar mejor!
—¡Cuánto me alegro! —su padre soltó una maldición—. ¿Qué te pasa, papá?
—¡No me hables como si yo estuviera borracho! ¡O como si fuera un chulo! ¡O una pobre lavandera!
—Pero… ¿qué dije?
—¡Es tu maldito tono!
—Lo siento.
—¡Pareces dispuesto a decirme que tome una aspirina con un vaso de vino! ¡No me hables con superioridad!
—Lo siento.
—¡No necesito que nadie pague el último plazo de mi moto!
Eliot había hecho eso una vez por un cliente. Y el cliente se mató con su novia dos días después, en un terrible accidente en Bloomington.
—Eso ya lo sé.
—Eso ya lo sabe —dijo el senador a alguien, al otro extremo de la línea.
—Es que… me suenas tan furioso y desgraciado, papá… —Eliot estaba realmente preocupado.
—Ya se me pasará.
—¿Ocurre algo especial?
—Algunas cositas, Eliot, algunas cositas… tales como la extinción de la familia Rosewater.
—¿Qué te hace pensar que se está extinguiendo?
—¡No me digas que estás embarazado!
—¿Y esos que viven en Rhode Island?
—¡Vaya! Ya me siento mejor. Los había olvidado.
—Ahora te pones sarcástico.
—Debe ser que no se oye bien. Anda, cuéntame alguna buena noticia de por ahí, Eliot. Alegra a tu viejecito.
—Mary Moody tuvo gemelos.
—¡Bien! ¡Bien! Por lo menos alguien se está reproduciendo. Y ¿qué nombres ha elegido la señorita Moody para los nuevos ciudadanos?
—Foxcroft y Melody.
—Eliot.
—¿Señor?
—Quiero que te eches una buena ojeada.
Obediente, Eliot se miró lo mejor que pudo sin un espejo a mano.
—Ya lo hice.
—Ahora pregúntate a ti mismo: «¿No estaré soñando? ¿Cómo llegué a esta situación tan terrible?».
Obediente de nuevo, y sin la menor traza de burla, Eliot se preguntó a sí mismo en voz alta: «¿No estaré soñando? ¿Cómo llegué a esta situación tan terrible?».
—¿Bien? ¿Cuál es tu respuesta?
—No estoy soñando —informó Eliot.
—¿No lo preferirías?
—Y ¿para qué tendría que despertarme?
—Para lo que puedes ser. ¡Para lo que eras!
—¿Quieres que empiece otra vez a comprar cuadros para los museos? ¿Estarías más orgulloso de mí si contribuyera con dos millones y medio a la compra de Aristóteles contemplando el busto de Homero, de Rembrandt?
—Reduces la discusión al absurdo.
—Yo no. Échales la culpa a los que dan su dinero para esa clase de cuadros. Le enseñé una fotografía del mismo a Diana Moon Glampers y me dijo: «Tal vez sea idiota, señor Rosewater, pero yo no tendría eso en mi casa».
—Eliot…
—¿Señor?
—Pregúntate lo que Harvard pensaría ahora de ti.
—No necesito preguntármelo. Ya lo sé.
—¡Ah!
—Están locos conmigo. Deberías ver las cartas que recibo.
El senador inclinó la cabeza, resignado, sabiendo que los asnos de Harvard no respetaban nada, y que Eliot decía la verdad cuando hablaba de cartas llenas de consideración.
—Después de todo… —continuó su hijo— y sólo por afecto, les he dado a esos chicos trescientos mil dólares al año, con toda regularidad, desde que empezó la Fundación. Deberías ver las cartas.
—Eliot…
—¿Señor?
—Hemos llegado al momento más irónico de la historia, en que el senador Rosewater de Indiana ha de preguntar a su hijo: ¿eres, o has sido alguna vez comunista?
—Bueno, he tenido lo que probablemente muchas personas llamarían ideas comunistas —confesó Eliot sin disimulo alguno—. Pero, por amor de Dios, papá, nadie puede trabajar con los pobres y no inclinarse hacia Karl Marx de vez en cuando… o hacia la Biblia, bien mirado. Creo que es terrible el egoísmo de la gente en este país, y su negativa a compartir lo que poseen. Considero cruel al Gobierno que permite que nazca un niño tan supermillonario como yo, y que otros nazcan sin poseer nada. Me parece que lo menos que podría hacer el Gobierno es dividir las cosas equitativamente entre los niños. La vida ya es bastante dura para que la gente tenga además que preocuparse tantísimo por el dinero. Si lo compartiéramos mejor, en este país habría para todo el mundo.
—¿Serviría eso de algo?
—¿Sabes lo que sería no tener miedo de carecer de alimento, de no poder pagar al médico, de no poder darle a la familia cosas bonitas, un lugar alegre, seguro y cómodo para vivir, una educación decente y algunas diversiones? ¿Sabes lo que es avergonzarse de no saber dónde está el Río de Oro?
—¿El qué?
—El Río de Oro, donde fluye el dinero de la nación. Nosotros nacimos en sus mismas orillas, como la mayor parte de las personas mediocres entre las que crecí, con las que fui a escuelas particulares, con las que navegué y jugué al tenis. Nosotros podemos sacar oro de ese poderoso río hasta sentirnos felices. E incluso podemos tomar lecciones de buceo, para poder pescar con mayor eficiencia.
—¿Lecciones de buceo?
—¡Sí! De los abogados, de los técnicos en impuestos. De los aduaneros. Nacimos tan cerca del río, que nosotros y nuestras diez sucesivas generaciones podemos nadar en la abundancia, ¡sin más que utilizar cazos y cubos! Pero seguimos alquilando expertos que nos ayuden y nos enseñen el uso de acueductos, tanques, sifones, brigadas de cubos y el tornillo de Arquímedes. Y nuestros profesores se enriquecen a su vez, y son entonces sus hijos los que aprenden a bucear.
—Nunca pensé que yo le quitara nada a nadie.
Eliot hablaba ahora cruelmente, pues sólo se preocupaba de teorizar:
—¡Es que nacimos así! Por eso no podemos comprender que las gentes hablen de los privilegiados, por eso no entendemos a los que nos hablan del Río de Oro. Cuando oigo que alguien niega que exista el Río de Oro, pienso para mí: «Señor, ¡pero eso es mentira, y una mentira de muy mal gusto!».
—Resulta emocionante oírte hablar de mal gusto —dijo el senador.
—¿Quieres que empiece otra vez a ir a la ópera? ¿Quieres que construya una casa perfecta, en una ciudad perfecta, y me dedique de nuevo a navegar a vela?
—¡Como si te importara lo que yo quiero!
—Admito que esto no es el Taj Mahal. Pero ¿cómo podría serlo, con lo mal que lo pasan algunos americanos?
—Tal vez si dejaran de creer en cosas tan imbéciles como el Río de Oro y se pusieran a trabajar, no lo pasarían tan mal.
—Si no fuera verdad que existe el Río de Oro, entonces, ¿cómo conseguí yo ganar diez mil dólares hoy, sólo roncando, rascándome y contestando alguna vez al teléfono?
—Todavía es posible que un americano se haga rico por sí mismo.
—Oh, seguro…, si alguien le dice, cuando aún es joven, que existe el Río de Oro, que no es una fantasía, y que haría muy bien en olvidarse del trabajo duro, el sistema de méritos, la honradez y todas esas mentiras, y dirigirse al río. «Ve donde están los ricos y poderosos», le diría yo. «Y aprende de ellos. Son susceptibles a la adulación y al terror. Adúlales o asústales lo que puedas. Y una noche obscura te cogerán y, puesto el dedo sobre los labios, te advertirán que no hagas ruido y te llevarán a través de la oscuridad al río de la riqueza, el más amplio y profundo que jamás ha conocido el hombre. Te mostrarán tu lugar en la orilla, te darán un cubo. Saca todo lo que quieras, pero procura no hacer ruido con tu cubo…; podría oírlo un pobre».
El senador soltó un juramento.
—¿Por qué dijiste eso, papá? —había ternura en la pregunta. El senador repitió el insulto—. Me gustaría que no tuviéramos que enfadarnos cada vez que hablamos. Yo te quiero mucho.
Siguieron las maldiciones, esta vez más confusas, porque el senador estaba a punto de llorar.
—¿Por qué has de ponerte así cuando te digo que te quiero, papá?
—Es que eres como un tipo que se pusiera en una esquina con un rollo de papel higiénico en la mano con las palabras «Te amo» escritas en cada hojita de papel, y a todo transeúnte, quienquiera que fuese, entregara su hojita correspondiente. ¡Pues yo no quiero mi ración de papel higiénico!
—No me di cuenta de que era papel higiénico.
—¡Si no dejas de beber, acabarás por no darte cuenta de nada! —gritó el senador, llorando—. Voy a pasarle el teléfono a tu esposa. ¿Te das cuenta de que la has perdido? ¿Te das cuenta de lo buena esposa que era?
—¿Eliot? —El saludo de Sylvia fue tímido y asustado. Parecía tan etéreo como un velo de novia.
—Sylvia… —habló educadamente, virilmente, pero sin interés. Le había escrito miles de cartas, había telefoneado una y otra vez. Hasta ahora, jamás había tenido respuesta.
—Yo… me doy cuenta… de que me he portado muy mal.
—Mientras seas humana…
—¿Acaso puedo evitar ser humana?
—No.
—¿Puede evitarlo alguien?
—No, que yo sepa.
—Eliot…
—¿Sí?
—¿Cómo está todo el mundo?
—¿Aquí?
—En todas partes.
—Muy bien.
—Me alegro.
Si… si te pregunto por algunas personas, lloraré —dijo Sylvia.
—Pues no preguntes.
—Todavía me preocupo por ellos, aunque los doctores dicen que no debo volver ahí otra vez.
—Pues no preguntes.
—¿Alguien ha tenido un niño?
—No preguntes.
—¿No le dijiste a tu padre que alguien había tenido un niño?
—No preguntes.
—¿Quién tuvo un niño? Deseo…, deseo saberlo.
—¡Por Dios, no preguntes!
—¡Deseo saberlo!
—Mary Moody.
—¿Gemelos?
—Claro que sí. Y serán, indudablemente, un par de incendiarios.
Eliot mostraba con estas palabras que no se hacía demasiadas ilusiones sobre las personas a las que dedicaba su vida. La familia Moody tenía una larga historia, no sólo de gemelos, sino de pirómanos.
—¿Son bonitos?
—No los he visto —hablaba con cierta irritabilidad, algo que acompañaba siempre a sus relaciones con Sylvia—. Pero siempre lo son.
—¿Les has enviado ya su regalo?
—¿Qué te hace pensar que aún envío los regalos? —se refería a su antigua costumbre de regalar una acción de las Máquinas Comerciales Internacionales a cada niño que nacía en el condado.
—¿Ya no lo haces?
—Sí —y parecía harto de ello.
—Pareces cansado.
—Debe de ser que no se oye bien.
—Cuéntame más noticias.
—Mi mujer me ha pedido el divorcio por consejo del médico.
—¿No podemos prescindir de esas noticias? —la pregunta no era petulante, sino trágica. Y la tragedia estaba más allá de toda discusión.
—Como quieras —dijo Eliot sin expresión.
Se tomó un trago de «Consuelo Meridional», pero no se sintió consolado. Tosió, y su padre tosió también. Esta coincidencia, en la que padre e hijo se asemejaban sin saberlo en un incesante carraspeo, no sólo fue oída por Sylvia, sino por Norman Mushari también. Mushari se había deslizado de la salita, había encontrado un teléfono auxiliar en el despacho del senador y estaba escuchando con las orejas bien abiertas.
—Supongo… supongo que debería despedirme —dijo Silvia, con cierto sentimiento de culpabilidad. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Tendrá que decirlo el médico.
—Dale… dale cariñosos recuerdos a todo el mundo.
—Sí. Lo haré.
—Diles que siempre sueño con ellos.
—Se sentirán muy orgullosos.
—Felicita a Mary Moody por los gemelos.
—Bien. Mañana los bautizo.
—¿Los bautizas? —eso era algo nuevo.
Los ojos de Mushari giraron en sus órbitas.
—No sabía que tú… que tú hicieras esas cosas —dijo Sylvia, cuidadosamente.
Mushari se alegró al percibir la ansiedad que latía en su voz. Eso significaba que la locura de Eliot aún no estaba estabilizada, pero que iba a dar el gran salto hacia la religión.
—No pude librarme —dijo Eliot—. Ella insiste en un bautizo, y nadie más quiere hacerlo.
—¡Oh! —Sylvia parecía aliviada.
Mushari no se desilusionó. El bautismo sería una buena prueba ante un tribunal de que Eliot se creía un Mesías.
—Yo le dije —siguió Eliot, y la mente calculadora de Mushari se negó a aceptar esta evidencia— que no era una persona religiosa, por mucha imaginación que le echáramos al asunto. Le dije que nada de lo que yo hiciera tendría importancia en el Cielo, pero ella insistió de todos modos.
—¿Qué dirás? ¿Qué harás?
—Oh, no sé —encantado con el problema, olvidó su pena y su cansancio. Una sonrisita vagó por sus labios—. Iré a su casa, supongo, les echaré algo de agua a los nenes y les diré: «Hola, niños. Bienvenidos a la Tierra. Es cálida en verano y fría en invierno. Es redonda, húmeda y superpoblada. En resumen, chiquitos, disfrutaréis de unos cien años aquí. Sólo hay una regla que quiero inculcaros, niños. ¡Maldita sea, tenéis que ser amables!».