—Las señales de peligro de la naturaleza… —dijo el senador Rosewater lúgubremente, dirigiéndose a Sylvia, McAllister y Mushari—. Creo que nunca supe verlas.
—No se culpe de todo —dijo McAllister.
—Si un hombre no tiene más que un hijo —continuó el senador—, y la familia es famosa por producir individuos notables de gran fuerza de voluntad, ¿cómo puede darse cuenta ese hombre de si su hijo está loco o no?
—¡No se culpe!
—Yo siempre he exigido que la gente se culpe de sus propias desgracias.
—Pero ha hecho excepciones.
—Muy pocas.
—Inclúyase entre esos pocos. Debe hacerlo.
—A veces pienso que Eliot no se hubiera convertido en lo que es, si no hubiera sido por toda esa memez de hacerlo mascota del Departamento de Bomberos cuando era niño. ¡Dios mío, cómo le malcriaron…! Le dejaron montarse en la autobomba número uno, le dejaron tocar la campana, le enseñaron a manejar la bomba dándole a la llave, y se rieron como locos cuando lo hizo. Todos eran unos borrachos, naturalmente… —inclinó la cabeza y cerró los ojos—. Borracheras y coches de bomberos… Ha vuelto a su infancia feliz.
»No sé…, no sé… Eso es lo que ocurre, que no sé… Cuando íbamos allí, yo le decía que aquello era el hogar. Pero nunca pensé que fuera lo bastante idiota como para creerlo. Yo tengo la culpa —insistió el senador.
—Muy bien —dijo McAllister—. Ya que piensa así, dígase también que es responsable de todo lo que le sucedió a Eliot durante la Segunda Guerra Mundial… Sin duda también fue culpa suya que hubiera unos bomberos en aquel edificio lleno de humo.
McAllister hablaba de la causa cercana del trastorno nervioso de Eliot, hacia el final de la guerra. El edificio era una fábrica de clarinetes de Baviera infestado, según los informes, de tropas de las SS. Eliot dirigía un pelotón de su compañía en el asalto al edificio. Generalmente atacaban con ametralladoras, pero esta vez se lanzó al ataque con el rifle y la bayoneta calada, por temor a matar a uno de sus propios hombres en medio del humo. Eliot jamás había clavado la bayoneta en un cuerpo humano en todos aquellos años de carnicería.
Arrojó una granada por la ventana. Cuando estalló, el capitán Rosewater se metió personalmente por la ventana, y se halló envuelto en un mar de humo, cuya superficie le llegaba al nivel de los ojos. Mantuvo alta la cabeza para librarse de él. Oía hablar a los alemanes, pero no podía verlos.
Dio un paso adelante, tropezó con un cuerpo, después con otros más. Eran alemanes muertos por su granada. Se incorporó y se halló frente a frente de un alemán cubierto por un casco y máscara antigás. Eliot, como buen soldado que era, metió la rodilla en la ingle de su enemigo, le hundió la bayoneta en la garganta, la sacó después y golpeó el rostro del hombre con su rifle.
Y entonces oyó gritar a un sargento americano hacia su izquierda. Allí era mejor la visibilidad al parecer, ya que el sargento gritaba:
—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego, muchachos! ¡Jesucristo! ¡No son soldados…! ¡Son bomberos!
Era cierto. Eliot había matado a tres bomberos desarmados. Eran simples campesinos, dedicados a un asunto tan valiente y tan neutral como evitar que un edificio se combinara con el oxígeno. Cuando los médicos les quitaron las máscaras a los tres hombres, resultaron ser dos viejos y un muchachito. Y este muchachito era el que Eliot había matado con la bayoneta. No tendría más de catorce años.
Eliot pareció hallarse razonablemente sereno durante unos diez minutos. Después se echó tranquilamente ante un camión en marcha. El camión se detuvo a tiempo, pero las ruedas tocaban ya al capitán Rosewater. Cuando lo recogieron sus horrorizados hombres descubrieron que estaba rígido, tan rígido que hubieran podido transportarle por el cabello y los talones.
Así permaneció durante doce horas, sin querer hablar ni comer, de modo que lo enviaron al alegre París.
—¿Y qué aspecto tenía allí en París? —quiso saber el senador—. ¿Te pareció bastante normal entonces?
—Así es como yo le conocí —dijo Sylvia.
—No comprendo.
—El cuarteto de mi padre tocaba para los enfermos mentales en uno de los hospitales americanos. Papá empezó a hablar con Eliot, y pensó que era el americano más normal que había conocido en su vida. Cuando ya estuvo bien para salir del hospital, mi padre le invitó a cenar. Recuerdo lo que nos dijo: «Quiero que conozcáis al único americano que se ha dado perfecta cuenta de la Segunda Guerra Mundial».
—¿Qué decía para parecer tan normal?
—Realmente era más bien la impresión que daba que las cosas que decía. Recuerdo que mi padre le describió así: «Este joven capitán que voy a traer a casa desprecia el arte. ¿Podéis imaginároslo? Lo desprecia. Y, sin embargo, lo hace de un modo tal, que no puedo evitar apreciarle por ello. Creo que lo que dice, en realidad, es que el arte le ha fallado, lo cual es comprensible en el caso de un hombre que ha matado con la bayoneta a un muchacho de catorce años en cumplimiento de su deber, por así decirlo».
—Me enamoré de Eliot a primera vista.
—¿No podrías usar otra palabra?
—¿Qué palabra te molesta? —preguntó ella.
—Amor.
—¿Es que hay otra mejor?
—No, si la palabra era maravillosa… hasta que Eliot se apoderó de ella. Ahora me la ha estropeado para siempre. Ha hecho con la palabra amor lo que hicieron los rusos con la palabra democracia. Si Eliot ama a todo el mundo, sin importarle quién sea, sin importarle lo que hacen, entonces los que amamos a algunas personas por razones particulares tendremos que buscarnos una palabra nueva —miró un antiguo retrato de su difunta esposa—. Por ejemplo, yo la amé a ella más de lo que amo al basurero, y eso me hace culpable del más indecible de los crímenes modernos: la dis-cri-mi-na-ción.
Sylvia sonrió ligeramente.
—A falta de una palabra mejor, podría seguir usando la palabra antigua…, sólo por esta noche.
—En tus labios aún tiene significado.
—Me enamoré a primera vista de Eliot en París, y todavía le amo cuando pienso en él.
—Debiste darte cuenta bastante pronto de que tenías un chiflado entre tus brazos.
—La culpa la tuvo la bebida.
—¡Esa, ésa es la raíz del problema!
—Y aquel horrible asunto de Arthur Garvey Ulm… —éste era un poeta al que Eliot había dado diez mil dólares cuando la Fundación estaba todavía en Nueva York—. El pobre Arthur le dijo a Eliot que quería ser libre para decir la verdad, sin importarle las consecuencias económicas, y Eliot le firmó inmediatamente un cheque fantástico. Estábamos en un cóctel —continuó Sylvia—. Recuerdo que Arthur Godfrey estaba allí, y Robert Frost, y Salvador Dalí, y muchos otros. «Tiene que decir la verdad, ¡por Dios! Ya es hora de que alguien lo haga», le dijo Eliot a Arthur. «Y si necesita más dinero para decir más verdades, sólo tiene que venir a pedírmelo».
»El pobre Arthur dio vueltas por la reunión como si caminara entre la niebla, mostrándole el cheque a todo el mundo, preguntándoles si podía ser verdadero. Todos le dijeron que era un cheque perfectamente maravilloso, y él volvió hacia Eliot y se aseguró otra vez de que el cheque no era una broma. Y entonces, casi histéricamente, le pidió que le dijera sobre qué debía escribir.
»—Sobre la verdad —dijo Eliot.
»—Usted es mi mecenas… Y yo pensé que, siendo mi mecenas, usted…, usted podría…
»—Yo no soy un mecenas. Yo soy un simple americano que le da dinero para que averigüe qué es la verdad. Eso es completamente distinto.
»—De acuerdo, de acuerdo —dijo Arthur—. Así es como debe ser. Así es como lo quiero. Sólo pensaba que quizá hubiera algún tema especial que…
»—Elija usted el tema, y trátelo bien y con valentía.
»—De acuerdo. —Y antes de saber lo que hacía, el pobre Arthur saludó llevándose la mano a la frente, y eso que creo que nunca había estado en el Ejército o en la Marina. Se alejó de Eliot, y empezó de nuevo a dar vueltas por la fiesta preguntándole a todo el mundo en qué cosas estaba interesado Eliot. Finalmente volvió a donde éste estaba, a decirle que en otro tiempo había trabajado recogiendo fruta, y que quería escribir un ciclo de poemas sobre la miserable vida de los trabajadores del campo.
»Eliot, muy erguido, miró a Arthur de arriba abajo con los ojos ardiendo de indignación, y dijo de modo que todos pudieran oírlo: “¡Señor! ¿Se da usted cuenta de que los Rosewater son los fundadores y principales accionistas de la United Fruit?”.
—¡Pero eso no era verdad! —exclamó el senador.
—Claro que no —dijo Sylvia.
—¿Es que la Fundación tenía algunas acciones de United Fruit en aquella época? —preguntó el senador a McAllister.
—¡Oh! Quizá cinco mil acciones.
—Nada.
—Nada —convino McAllister.
—El pobre Arthur se puso todo rojo y se alejó de momento, pero después volvió de nuevo y preguntó humildemente a Eliot cuál era su poeta favorito. «No sé su nombre», dijo Eliot. «Y ojalá lo supiera, porque escribió el único poema en el que he pensado lo suficiente para aprenderlo de memoria».
»—¿Dónde lo ha leído? —le preguntó el pobre Arthur.
»—Estaba escrito en una pared, señor Ulm, en el lavabo de caballeros de una cervecería, en la frontera entre los distritos de Rosewater y Brown, en Indiana, la Log Cabin Inn.
—¡Oh, es terrible, terrible! —dijo el senador—. La Log Cabin Inn quedó destruida por un incendio en 1934, o así. ¡Qué horroroso que Eliot tuviera que recordarlo!
—¿Estuvo allí alguna vez? —preguntó McAllister.
—Una…, sólo una vez, ahora que lo pienso —contestó el senador—. Aquello era un nido de ladrones, y jamás nos hubiéramos detenido en aquel sitio, pero el radiador estaba al rojo vivo. Eliot debía tener… ¿diez?, ¿doce años? Probablemente utilizó el lavabo, y probablemente vio algo escrito en la pared, algo que jamás olvidó… —inclinó la cabeza—. ¡Es terrible!
—¿Qué decía el poema?
Sylvia se excusó con los dos viejos caballeros por la grosería que iba a decir y luego repitió las dos líneas que Eliot recitara a Ulm:
Nosotros no meamos en sus ceniceros.
Así que, por favor, no tire cigarrillos en nuestros retretes.
—El pobre poeta se echó a llorar —dijo Sylvia—. Durante algunos meses tuve miedo de abrir paquetes por temor a que uno de ellos me trajera las orejas de Arthur Garvey Ulm.
—Eliot odia las artes —dijo McAllister con una risita.
—Es un poeta —replicó Sylvia.
—¡Vaya! Eso es una novedad para mí —dijo el senador—. Jamás me lo pareció.
—A veces solía escribirme poemas.
—Probablemente es más feliz cuando escribe en las paredes de los retretes públicos. Me he preguntado a menudo quién hacía esas cosas. Ahora ya lo sé. Es el poeta de mi hijo.
—Pero… ¿es que escribe en las paredes de los retretes? —preguntó McAllister.
—He oído decir que sí —contestó Sylvia—. Pero cosas inocentes…, no obscenas. Durante la época de Nueva York, la gente me decía que Eliot iba escribiendo el mismo mensaje en todos los lavabos de caballeros por toda la ciudad.
—¿Recuerdas lo que decía?
—Sí. «Aunque no os amen y os olviden, sed razonables». Y creo que era totalmente suyo.
En ese momento, Eliot intentaba dormirse leyendo el manuscrito de una novela del mismísimo Arthur Garvey Ulm. El título del libro era Cómo fecundar una raíz de mandrágora, palabras de un poema de John Donne. La dedicatoria decía: «Para Eliot Rosewater, mi turquesa compasiva». Y a continuación venía otra cita de Donne:
Una turquesa compasiva que dice,
con su palidez, que su dueño no está bien.
Una carta adjunta de Ulm explicaba que el libro sería publicado por la Palindrome Press, para Navidad, y que formaría parte con La cuna del erotismo de la selección de un importante Club del Libro.
«Sin duda ya me ha olvidado, Turquesa Compasiva», decía la carta. «El Arthur Garvey Ulm que usted conoció era un hombre que merecía el olvido. ¡Qué cobarde y qué estúpido, creyendo que era un poeta! ¡Y cuánto tiempo me costó comprender exactamente cuan generosa y amable fue su crueldad para conmigo! ¡Qué bien supo usted decirme cuál era mi error, y lo que había de hacer para remediarlo, y qué pocas palabras necesitó para ello! Aquí le envío, pues, catorce años más tarde, estas ochocientas páginas de prosa. No podría haberlas escrito sin su ayuda, y no me refiero al dinero… El dinero es pura mierda, lo cual es una de las cosas que he intentado decir en el libro. Me refiero a su insistencia en que dijera la verdad sobre esta sociedad nuestra, enferma y podrida, así como que encontraría las palabras necesarias en las paredes de los lavabos de caballeros».
Eliot no conseguía recordar quién era Arthur Garvey Ulm, y, por tanto, aún se acordaba menos del consejo que hubiera podido darle. Las pistas que le ofrecía el autor eran muy nebulosas. Sin embargo, se sintió complacido de haberle dado un buen consejo a alguien, y todavía más cuando Ulm declaró:
«Que me maten, que me cuelguen, pero he dicho la verdad. El crujir de dientes de los falsos, de los fariseos y filisteos de Madison Avenue, será música para mis oídos. Con su ayuda he dejado salir de la botella al demonio de la verdad, ¡y jamás conseguirán embotellarlo de nuevo!».
Eliot empezó a leer ávidamente las verdades por las que Ulm esperaba recibir la muerte:
«CAPÍTULO PRIMERO»
»Le retorcí el brazo hasta que abrió las piernas, y ella soltó un grito, mitad de gozo, mitad de dolor (¿cómo te imaginas a una mujer?), mientras yo metía en su sitio al viejo vengador.
Eliot se sintió dominado por una erección. ¡Caray! —le dijo a su órgano procreador—, ¡qué irreverente eres!
—Si hubiera tenido un hijo… —repitió el senador. Y entonces, en medio de su dolor, se dio cuenta de que era cruel por su parte decírselo a la mujer que no había conseguido concebir ese mágico niño—. Perdona a un viejo idiota, Sylvia. Comprendo que des gracias a Dios por no haber tenido un hijo suyo.
Sylvia, que volvía de llorar en el cuarto de baño, trató de expresar con un gesto que hubiera amado a ese niño, pero que también le hubiera compadecido.
—Me es imposible dar gracias a Dios por una cosa así.
—¿Puedo hacerte una pregunta muy personal?
—La vida siempre es muy personal.
—¿Crees que es remotamente posible que él se reproduzca alguna vez?
—No lo he visto desde hace tres años.
—Hablemos sólo en teoría.
—Pues bien —dijo Sylvia—, hacia el final de nuestro matrimonio, el hacer el amor era algo menos que una manía para nosotros. En un tiempo Eliot fue un dulce fanático de ese acto, pero no con idea de tener hijos.
El senador rezongó para sí: «¡Si yo me hubiera cuidado bien de mi hijo!»… Se aclaró la garganta.
—Una vez llamé por teléfono al psiquiatra al que Eliot solía ir en Nueva York, pero sólo conseguí hacerme con él el año pasado. Parece que todo lo referente a Eliot me llega con veinte años de retraso. La cuestión es… ¡la cuestión es que nunca he conseguido meterme en la cabeza por qué un animal tan espléndido se ha perdido de ese modo!
Mushari ocultó su ansia de detalles clínicos de la enfermedad de Eliot, y aguardó impaciente a que alguien animara al senador para que continuara hablando. Nadie lo hizo, así que se atrevió a preguntar:
—¿Y qué dijo el doctor?
El senador, sin sospechar nada, siguió con su historia:
—Esas personas nunca quieren hablar de lo que uno les pregunta. Siempre salen con algo distinto. Cuando descubrió quién era yo, no quiso hablar de Eliot. Quiso hablar de la Ley Rosewater.
La Ley Rosewater era lo que el senador juzgaba su obra maestra legislativa, pues convertía en delito federal la publicación o posesión de material obsceno, con castigos que llegaban a cincuenta mil dólares y diez años de cárcel sin posibilidad de remisión. Era una obra maestra, porque definía realmente la obscenidad:
«Obscenidad —decía— es toda fotografía o material pornográfico, o cualquier cosa escrita, que atraiga la atención hacia los órganos reproductores o el vello del cuerpo».
—El psiquiatra —se lamentó el senador— quiso saber cosas de mi infancia. Quería aclarar el porqué de mis sentimientos sobre el vello del cuerpo… —tembló—. Le pedí que tuviera la amabilidad de abandonar ese tema, porque mi repulsión era compartida por todos los hombres decentes —y señaló a McAllister, simplemente porque sentía la necesidad de señalar a alguien—. Esa es la clave de la pornografía. Otras personas dicen: «¿Cómo puede uno reconocerla, cómo podemos diferenciarla del arte, y todo eso?». Yo he escrito la clave, y la he convertido en ley: ¡La diferencia entre la pornografía y el arte es el vello del cuerpo!
Se puso colorado y se disculpó abyectamente con Sylvia.
—Perdona, querida.
Mushari tuvo que animarle de nuevo.
—¿Y el doctor no dijo nada sobre Eliot?
—El maldito doctor dijo que Eliot jamás le había dicho maldita la cosa aparte de los hechos famosos de la historia, casi todos ellos relacionados con la opresión de los pobres y desgraciados. Dijo que cualquier diagnóstico que hiciera de la enfermedad de Eliot sería una especulación gratuita. Como estaba muy preocupado, le dije al doctor: “Adelante, especule cuanto quiera, no le haré responsable. Al contrario; le agradeceré muchísimo si me dice algo, verdadero o no, porque yo ya no tengo ideas sobre mi hijo desde hace muchos años, ni ciertas ni falsas, ni responsables ni irresponsables. Así que meta su inmaculada cuchara de acero en el cerebro de ese desgraciado, doctor, y revuélvalo todo lo que quiera”.
»Y él me contestó:
»—Antes de que le explique mis ideas, desde luego sin responsabilizarme de ellas, tengo que discutir algunas perversiones sexuales. Me propongo involucrar a Eliot en la discusión, de modo que, si eso ha de afectarle a usted violentamente, más vale que pongamos ahora fin a esta conversación.
»—Siga —le dije yo—. Soy un perro viejo, y el refrán dice que un perro viejo no se asusta de nada. Nunca lo he creído, pero intentaré creerlo ahora.
»—Muy bien —dijo él—. Se da por sentado que un hombre joven y sano ha de sentirse atraído sexualmente por una mujer hermosa que no sea ni su madre ni su hermana. Si se siente atraído por otras cosas, digamos por otro hombre, o un paraguas, o la boa de plumas de la emperatriz Josefina, o una oveja, o un cadáver, o su madre, o una liga robada, entonces es lo que llamamos un pervertido.
»Le comenté que siempre había sabido que existían personas de ésas, pero que nunca había pensado en ellas porque no creía que valieran la pena.
»—Bien —dijo él—. Esa es una reacción serena y razonable, senador Rosewater, que le digo francamente que me sorprende. Apresurémonos a admitir que todos los casos de perversión son esencialmente un caso de alambres cruzados. La madre naturaleza y la sociedad ordenan a un hombre que lleve su sexo a tal y tal lugar y haga tal y tal cosa con él. A causa de esos alambres cruzados, el desgraciado se va todo entusiasmado a un lugar erróneo, y orgullosa y vigorosamente hace algo totalmente inapropiado. Y aún puede decir que tiene suerte si la policía lo mete en la cárcel librándolo de ser linchado por la multitud.
»Empecé a sentir terror por primera vez en muchos años —dijo el senador— y así se lo confesé al doctor.
»—Bien —dijo él de nuevo—. El placer más exquisito de la práctica de la medicina se deriva de inculcarle terror a un abogado y después devolverle la paz. Eliot, desde luego, es un caso de alambres cruzados y esta anomalía le ha forzado a dedicar sus energías sexuales a algo que no es, precisamente, una cosa mala.
»—¿Y qué es? —exclamé, imaginándome a pesar mío a Eliot robando ropa interior de señora, o cortando mechones de cabello en el Metro, o curioseando en los vestuarios de las damas… —el senador por Indiana tembló de nuevo—. “Dígame, doctor”, insistí, “dígame lo peor. ¿A qué está dedicando Eliot sus energías sexuales?”
»—A la utopía.
El sentido de frustración hizo estornudar a Norman Mushari.