5

Eliot dormía dulcemente, aunque tenía muchos problemas.

Lo que sí parecía que tenía pesadillas era el retrete del pequeño y sucio cuarto de baño de la oficina. Suspiraba, se quejaba, gruñía como si se ahogara. Sobre el retrete había un montón de botes de conserva, formularios de impuestos y revistas. Un bol y una cuchara flotaban en el agua fría del lavabo. El botiquín estaba abierto de par en par, lleno de vitaminas, remedios para el dolor de cabeza, pomadas para las hemorroides, laxantes y sedantes. Eliot los usaba todos con regularidad, pero no eran sólo para él, sino también para todas las personas vagamente enfermas que venían a verle.

El amor, la comprensión y un poco de dinero no eran suficientes para aquellas personas. Querían medicinas también.

Los papeles formaban montones por todos lados: formularios de impuestos, impresos de la Administración de Veteranos, formularios de pensión, formularios de permiso, formularios de seguros sociales, formularios de alegación. Los montones se desmoronaban aquí y allá, formando dunas. Y entre los montones y las dunas había vasitos de papel y latas vacías de «Ambrosía», colillas de cigarrillo y botellas vacías de «Consuelo Meridional».

Clavadas con chinchetas en las paredes había fotografías recortadas por Eliot de Life y Look, fotos que se agitaban ahora con la ligera brisa que anunciaba una tormenta. Eliot se había dado cuenta de que algunas fotografías tienen la virtud de alegrar a la gente, especialmente las fotos de animales pequeñitos. A sus visitantes les gustaban también las fotografías de accidentes espectaculares. En cambio, los astronautas les aburrían. Preferían las fotografías de Elizabeth Taylor, por lo mucho que la odiaban y porque se sentían superiores a ella. Su personaje favorito era Abraham Lincoln. Eliot intentó popularizar también a Thomas Jefferson y a Sócrates, pero la gente no podía recordarlos ni distinguirlos de una visita a otra.

—¿Quién es quién? —le preguntaban.

El despacho había pertenecido en otro tiempo a un dentista, pero apenas quedaban huellas de aquel ocupante anterior, excepto en la escalera que llevaba a la calle, donde el dentista había ido clavando distintos anuncios que alababan diversos aspectos de sus servicios. Los letreros aún estaban allí, pero Eliot había borrado los mensajes. Y había escrito otro, un poema de William Blake, que decía así, repartido entre los doce escalones:

El ángel

que presidió

sobre

mi nacimiento,

dijo:

«Pequeño ser,

formado de

alegría y gozos,

ama

sin ayuda

de nada

sobre la tierra».

Al pie de las escaleras, escrito con lápiz en la pared por el propio senador, estaba su respuesta, sacada de otro poema de Blake:

El amor sólo se busca a sí mismo para complacerse,

para atraer a otro a su deleite;

goza en la pérdida de la paz del otro

y construye un infierno a despecho del cielo.

Allá en Washington, el padre de Eliot expresó en voz alta el deseo de que ojalá él y su hijo estuvieran muertos.

—Yo…, yo tengo una idea bastante sencilla —sugirió McAllister.

—Su última idea sencilla me costó el control de ochenta y siete millones de dólares.

McAllister indicó con una cansada sonrisa que no iba a disculparse por la situación de la Fundación. Después de todo, había hecho exactamente lo que tenía que hacer: había entregado la fortuna del padre al hijo, sin que el recaudador de impuestos cobrara un centavo. Él no podía garantizar que el hijo fuera convencional.

—Quisiera sugerir que Eliot y Sylvia hicieran un último intento de reconciliación.

Sylvia agitó la cabeza.

—No —susurró—. Lo siento. No.

Estaba encogida en un gran sillón. Se había quitado los zapatos. Su rostro era un óvalo blanquecino en contraste con el pelo rabiosamente negro. Tenía ojeras violáceas.

—No.

Su médico opinaba en contra de la reconciliación, y ella estaba de acuerdo con él. El segundo trastorno nervioso y la recuperación no la habían convertido de nuevo en la Sylvia de los primeros días de Rosewater County, sino que le habían dado una personalidad totalmente nueva, la tercera desde su matrimonio con Eliot. Y lo más destacado de esta tercera personalidad era un sentimiento de terror, de vergüenza por sentir repugnancia por los pobres y por la higiene personal de Eliot, y un deseo suicida de ignorar su repugnancia, de volver a Rosewater y morir pronto por una buena causa.

Tuvo, pues, que echar mano de toda su consciente oposición superficial a la autoinmolación, aconsejada por su médico, para repetir:

—No.

El senador barrió la fotografía de Eliot de la repisa de la chimenea.

—¿Quién puede culparla? ¡Revolcarse otra vez en el cieno con ese gitano borracho al que llamo mi hijo! —se disculpó por la crudeza de esta última imagen—. Los viejos sin esperanza tienen tendencia a ser a la vez crudos y acertados. Perdona.

Sylvia inclinó su encantadora cabeza y después la alzó de nuevo.

—Yo no le juzgo un gitano borracho.

—¡Pues yo sí, Dios mío! Cada vez que me veo obligado a mirarle, doy en pensar: ¡Menudo campo para una epidemia de tifus! No te preocupes de no herir mis sentimientos, Sylvia. Mi hijo no se merece una mujer decente. Se merece lo que tiene: la llorona camaradería de prostitutas, alcahuetas y ladrones.

—No todos son tan malos, papá Rosewater.

—Tal como yo lo entiendo, eso es lo que principalmente atrae a Eliot: que no hay absolutamente nada bueno en ellos.

Sylvia, con dos trastornos nerviosos sobre las espaldas, y sin saber claramente qué haría de su futuro, dijo tranquilamente, como su doctor hubiera querido que hiciera:

—No deseo discutir.

—¿Es que aún podrías discutir a favor de Eliot?

—Sí. Si no hay otra cosa que pueda quedar clara esta noche, al menos déjame explicarte esto: Eliot tiene razón en hacer lo que está haciendo. Es hermoso lo que hace. Yo no soy, sencillamente, lo bastante fuerte y lo bastante buena para continuar a su lado. La culpa es mía.

Una dolorosa confusión y un gran desamparo cubrieron el rostro del senador.

—Dime algo bueno sobre esas personas a quienes Eliot ayuda.

—No puedo.

—¡Lo suponía!

—Es algo secreto —dijo ella, forzándose a no discutir, tratando de encontrar el argumento que detuviera la discusión.

Sin percatarse de cuan implacable se mostraba, el senador la apremió más aún:

—Ahora estás entre amigos. Supongamos que nos dices cuál es ese gran secreto.

—El secreto es que son humanos —dijo Sylvia.

Miró todos los rostros en busca de un poco de comprensión. No la encontró. El último rostro que examinó fue el de Norman Mushari. Éste le respondió sólo con una odiosa sonrisa de avidez y lascivia. Sylvia se excusó de pronto, entró al cuarto de baño y se echó a llorar.

Se escucharon truenos en Rosewater, y un perro salió brincando del Departamento de Bomberos con rabia psicosomática. Después se detuvo temblando en el centro de la calle. Las luces del alumbrado público eran muy débiles y estaban bastante separadas, y el resto de la iluminación provenía de un farol azul frente a la estación de policía, en la planta baja del Tribunal de Justicia; un farol rojo ante el Departamento de Bomberos; y una bombilla blanca en la cabina telefónica, al otro lado de la calle, frente a la cantina de la fábrica de sierras, que era también la estación de autobuses.

Hubo un estallido. El rayo lo convirtió todo en diamantes azulados.

El perro corrió a la puerta de la Fundación Rosewater, aulló y empezó a rascarse. Arriba, Eliot seguía durmiendo. Su camisa recién lavada, casi traslúcida, colgaba de una percha del techo y se agitaba como un fantasma.

Sólo tenía una camisa. Sólo tenía un traje, una monstruosidad azul con rayas blancas de chaqueta cruzada, que colgaba ahora en el pomo de la puerta del cuarto de baño. Era un traje maravillosamente bien hecho, ya que aún se conservaba entero a pesar de ser tan viejo. Eliot lo había conseguido cambiándoselo por uno suyo a un bombero voluntario en New Egypt, New Jersey, allá por 1952.

Sólo tenía un par de zapatos, negros, con toda la piel cortajeada como resultas de un experimento. Una vez intentó limpiarlos con «Glo-Coat» de Johnson, cera para el piso, no betún para los zapatos. Uno estaba sobre la mesa, el otro en el baño, en el borde del lavabo. En cada zapato estaba metido el correspondiente calcetín de nylon, con su liga y todo. El otro extremo de la liga del calcetín del zapato que estaba en el lavabo había caído dentro del agua, se había saturado y el calcetín también, gracias a la magia de los vasos capilares.

Los únicos artículos nuevos y brillantes del despacho, aparte de las fotografías de las revistas, eran una caja de «Tide», el detergente milagroso de tamaño familiar, y el casco rojo de bombero voluntario que colgaba de un gancho junto a la puerta del despacho. Eliot era teniente de bomberos. Fácilmente hubiera podido ser capitán o jefe, ya que era un bombero devoto y entregado a su trabajo, y además había regalado al Departamento seis máquinas nuevas. Pero, a instancias suyas, sólo tenía el cargo de teniente.

Como casi nunca salía de su despacho —excepto para apagar incendios—, era el que recibía todas las llamadas. Por eso tenía dos teléfonos al lado. El negro era para las llamadas de la Fundación. El rojo era para las llamadas de incendios. Si sonaba una llamada de incendios, Eliot tenía que apretar un botón rojo colocado en la pared bajo su título de notario. El botón hacía sonar una sirena de alarma bajo la cúpula que cubría el edificio. Eliot había pagado la sirena, y la cúpula también.

Hubo un escalofriante retumbar de truenos.

—Vamos, vamos…, vamos… —dijo Eliot en sueños.

El teléfono negro estaba a punto de sonar. Eliot se despertaría y contestaría al tercer timbrazo. Y diría lo que decía siempre a todo el que llamaba, sin importar la hora:

—Aquí la Fundación Rosewater. ¿En qué podemos ayudarle?

El senador se preocupaba al pensar que Eliot traficaba con criminales, pero estaba en un error. La mayoría de los clientes no eran ni lo bastante valientes ni lo suficientemente listos para vivir del crimen. Pero Eliot, especialmente cuando discutía con su padre, con los banqueros o los abogados, casi caía también en un error al defender a sus clientes. Argumentaba que las personas a quienes trataba de ayudar eran los mismos que, en generaciones pasadas, habían limpiado los bosques, desecado pantanos y construido puentes; personas cuyos hijos formaban la columna vertebral de la milicia en tiempo de guerra, etcétera. Y en realidad, los que buscaban su apoyo una y otra vez eran mucho más débiles que todo eso… y más torpes también. Por ejemplo, cuando llegaba el momento en que sus hijos ingresaran en el ejército, generalmente los muchachos eran rechazados por poco deseables mental, moral y físicamente.

Había algunos elementos entre los pobres de Rosewater County que, por orgullo, se alejaban de Eliot y de su puro amor; tenían el valor de salir de Rosewater County y buscar trabajo en Indianapolis, Chicago o Detroit. Pocos encontraban buenos empleos en aquellos lugares, desde luego, pero al menos lo intentaban.

La persona que estaba a punto de hacer sonar el teléfono negro de Eliot era una virgen de sesenta y ocho años demasiado estúpida para seguir viviendo, en la opinión de casi todo el mundo. Su nombre era Diana Moon Glampers. Nadie la había amado jamás. No había ninguna razón para ello: era fea, estúpida y aburrida. En las raras ocasiones en que tenía que hacer su presentación, siempre decía el nombre completo y lo acompañaba con la confusa aclaración que la había forzado a llevar una vida tan inútil:

—Mi madre era una Moon. Mi padre era un Glampers.

Este cruce entre un Glampers y una Moon era la criada de la mansión Rosewater, residencia legal del senador, casa que éste no solía ocupar más de diez días al año. Durante los restante 355 días, Diana tenía para ella las veintiséis habitaciones. Limpiaba, limpiaba y limpiaba a solas sin siquiera el lujo de tener a alguien a quien gritarle que no ensuciara la casa.

Cuando había terminado su tarea, se retiraba a una habitación ubicada sobre el garaje Rosewater, el que tenía capacidad para seis coches. Los únicos vehículos que lo ocupaban eran un Ford Phaeton de 1936, con las ruedas calzadas, y un triciclo rojo con una campana de incendios colgada del manillar. El triciclo había pertenecido a Eliot cuando era niño.

Después del trabajo, Diana se sentaba en su habitación y conectaba un viejo aparato de radio de plástico verde, o bien hojeaba la Biblia. No sabía leer, y la Biblia estaba hecha una lástima. En la mesa, junto a la cama, había un teléfono blanco, uno de esos llamados de estilo Princesa, que alquilaba la Compañía de Teléfonos de Indiana por setenta y cinco centavos al mes, mucho más de lo que costaba un teléfono corriente.

Hubo un horripilante trueno.

Diana aulló pidiendo socorro. Tenía razones para lanzar aquel grito. Un rayo había matado a sus padres en un picnic de la Compañía Maderera Rosewater en 1916. Estaba segura de que un rayo acabaría también con ella. Y, como le dolían tanto los riñones, estaba segura de que el rayo la alcanzaría precisamente allí.

Agarró su teléfono Princesa y levantó bruscamente el auricular. Marcó el único número que marcaba siempre. Y empezó a quejarse y lamentarse, esperando que contestaran.

Se puso Eliot. Su voz era dulce, algo paternal, tan humana como la nota más baja de un violoncelo.

—Aquí la Fundación Rosewater —dijo—. ¿En qué podemos ayudarle?

—¡La electricidad me persigue de nuevo, señor Rosewater! ¡Tenía que llamarle! ¡Estoy tan asustada!

—Llame siempre que quiera, querida. Para eso estoy aquí.

—¡Pero es que la electricidad me va a coger de verdad esta vez!

—¡Oh, maldita sea la electricidad! —la furia de Eliot era sincera—. Me enloquece pensar que siempre está atormentándola. No es justo.

—¡Ojalá me matara de una vez, y ya no tendría que hablar más de ella!

—Pero es que, si sucediera eso, ésta sería una ciudad muy triste, querida.

—¿A quién le importaría?

—A mí.

—Usted se preocupa de todo el mundo. Quiero decir, ¿a quién más?

—A muchas, a muchísimas personas, querida.

—Una mujer estúpida…, una vieja de sesenta y ocho años…

—Sesenta y ocho es una edad maravillosa.

—Sesenta y ocho años es una vida demasiado larga para un cuerpo al que jamás le ha sucedido nada agradable. Nunca me ha ocurrido nada agradable. ¿Cómo podría ser de otro modo? Yo estaba detrás de la puerta cuando el buen Dios repartió la inteligencia.

—Eso no es cierto.

—Yo estaba detrás de la puerta cuando el buen Dios repartió los cuerpos fuertes y hermosos. Ni siquiera de joven podía correr y saltar. Nunca me he sentido realmente bien, ni una vez siquiera. Desde niña he tenido flatos, tobillos hinchados y dolor de riñones. Y también estaba detrás de la puerta cuando el buen Dios repartió el dinero y la buena suerte. Cuando conseguí reunir todo mi valor para salir de detrás de la puerta y susurrar: «Señor…, Señor… Dulcísimo Señor…, aquí estoy…», no quedaba nada bonito. Tuvo que darme esta patata vieja por nariz. Tuvo que darme este pelo de paja, y esta voz como el croar de una rana.

—No es una voz de rana. Es una voz encantadora.

—¡Es un croar de rana! —insistió ella—. Había una rana allá en el cielo, señor Rosewater. El buen Dios iba a enviarla a este triste mundo para que naciera, pero la ranita fue muy lista: «Dulcísimo Señor», dijo con picardía, «si te da igual, preferiría no nacer. No me parece que allá abajo haya mucha diversión para las ranas». Así que el Señor dejó que la rana saltara por el cielo, donde nadie la utilizaría de cebo ni se comería sus ancas, y me dio a mí su voz.

Hubo otro trueno y la voz de la vieja se elevó una octava.

—¡Yo hubiera podido decir lo mismo! ¡Tampoco éste es un mundo divertido para las Dianas Moon Glampers!

—Vamos, vamos, Diana, vamos… —dijo Eliot, y se echó un trago de «Consuelo Meridional».

—Los riñones me duelen todo el día, señor Rosewater. Parece como si me los atravesaran con una bala de cañón al rojo vivo, llena de electricidad y erizada de cuchillas envenenadas.

—Eso no debe de ser agradable.

—No lo es.

—Me gustaría mucho que consultara a un doctor sobre sus malditos riñones, querida.

—Ya lo hice. Fui a ver al doctor Winters, como usted me dijo. Me trató como si yo fuera una vaca y él un veterinario borracho. Y, cuando se cansó de hacerme dar vueltas y de golpearme, se echó a reír. Dijo que ojalá todo el mundo en Rosewater County tuviera los riñones tan bien como yo. Me dijo que todo ese dolor de riñones era cosa de la imaginación. Oh, señor Rosewater, a partir de ahora, ¡usted será mi único médico!

—Pero yo no soy médico, querida.

—No me importa. Usted ha curado más enfermedades incurables que todos los doctores de Indiana juntos.

—Vamos…, vamos…

—Dawn Leonard tuvo un forúnculo durante diez años, y usted se lo curó. Ned Calvin tenía un tic nervioso en el ojo desde que era pequeño, y usted acabó con él. Pearl Flemming fue a verle y soltó para siempre sus muletas. Y ahora ya no me duelen los riñones sólo por escuchar su dulce voz.

—Me alegro.

—¡Y han cesado los rayos y truenos!

Era cierto. Sólo quedaba la música incurablemente sentimental de la lluvia.

—Ahora podrá dormir, querida.

—Gracias a usted. ¡Oh, señor Rosewater!, debería haber una gran estatua suya en medio de esta ciudad, una estatua de diamantes, y oro, y rubíes de gran valor, y uranio puro. Usted, con su gran nombre y toda su educación y su dinero, y con los finos modales que su madre le enseñó… podría haber estado en cualquier gran ciudad, con un Cadillac lleno de petimetres, desfilando entre el sonar de las bandas y los aplausos de la multitud. Podría haber sido tan alto y poderoso en este mundo que cuando mirara a las simples, estúpidas y ordinarias personas del pobre y viejo Rosewater County le pareciéramos cucarachas.

—Vamos, vamos…

—Usted ha renunciado a todo cuanto desea un hombre normal sólo para ayudar a los pobres, y los pobres lo saben. ¡Dios le bendiga, señor Rosewater! Buenas noches.