Rosewater County, el lienzo en que Eliot se proponía pintar con amor y comprensión, era un rectángulo en el que otros hombres —especialmente otros Rosewater— habían hecho ya algunos atrevidos diseños. Los predecesores de Eliot se habían anticipado a Mondrian. Sus caminos corrían hacia el este y el oeste; hacia el norte y el sur. Cortando exactamente el condado y deteniéndose en sus fronteras, había un canal estancado de veinte kilómetros de largo. Era la única gota de realidad exprimida por el bisabuelo de Eliot a la fantasía de acciones y obligaciones de un canal que uniría Chicago, Indianapolis, Rosewater y el Ohio. Ahora había lucios, gobios y carpas en el canal. Las personas interesadas en pescarlos compraban los tan anunciados gusanos.
Los antecesores de la mayoría de los comerciantes en gusanos habían sido accionistas en el Canal Interestatal Rosewater. Cuando el proyecto se vino abajo, algunos perdieron sus granjas, que fueron adquiridas por Noah Rosewater. New Ambrosia, comunidad utópica del ángulo sudoeste del distrito, invirtió todo cuanto tenía en el canal y perdió. La comunidad estaba formada por alemanes comunistas y ateos que practicaban el matrimonio en grupos, la sinceridad absoluta, la limpieza absoluta y el absoluto amor. Ahora estaban esparcidos a los cuatro vientos, como los papeles que representaban su parte en el canal. Pero nadie sintió que se fueran. Su única contribución al país que aún estaba en pie en la época de Eliot era la cervecería convertida en el centro de la Cerveza Dorada Ambrosía Lager de Rosewater. En la etiqueta de cada lata de cerveza estaba pintado el cielo en la Tierra que se propusieron construir los habitantes de New Ambrosia. La ciudad soñada tenía iglesias rematadas con esbeltas agujas. Las agujas acababan en un pararrayos. El cielo estaba lleno de querubines.
La ciudad de Rosewater era el centro muerto del distrito. En el centro muerto de la ciudad había un Partenón construido todo él de honrado ladrillo rojo, hasta sus columnas. El tejado era de cobre verde. El canal atravesaba la ciudad, como en otro tiempo la atravesara el ferrocarril central de Nueva York (Monon) y los ferrocarriles de Nickel Plate.
Cuando Eliot y Sylvia llegaron allí, sólo quedaba el canal y las vías del Monon, pero el ferrocarril había quebrado y las vías lucían un tono desvaído.
Al oeste del Partenón estaba la antigua Compañía de Fabricación de Sierras Rosewater, también de ladrillo rojo, con tejado verde también. Pero el tejado estaba hundido a medias y las ventanas sin cristales. Era una New Ambrosia para las golondrinas y murciélagos. Los cuatro relojes de la torre carecían de saetas, y el armazón de metal estaba lleno de nidos.
Al este del Partenón estaba el Tribunal de Justicia, también de ladrillo rojo, de tejado verde también. La torre era idéntica a la de la vieja Compañía de Fabricación de Sierras. Tres de sus relojes aún conservaban las saetas, pero no funcionaban. Como un absceso en la base de un diente enfermo, en el sótano de aquel edificio público prosperaba un negocio particular. El anuncio de neón rojo decía: «Salón de Belleza de Bella». Bella pesaba más de cien kilos.
Al este del Tribunal de Justicia estaba el Parque Conmemorativo de los Veteranos de Samuel Rosewater. Tenía una bandera y un cuadro con los nombres de los caídos. Este cuadro de honor era una plancha de madera pintada de negro, colgada de un simple palo y con un alero de apenas cinco centímetros de ancho. Allí estaban los nombres de las personas de Rosewater County que habían dado sus vidas por la patria.
Las otras únicas construcciones de ladrillo eran la Mansión Rosewater y su cochera, que se alzaban en una elevación artificial del terreno al extremo este del parque, rodeadas por una verja de hierro; y la Escuela Superior Noah Rosewater, centro de los «sierras luchadoras», que limitaba el parque por el sur. Al norte del parque estaba la Opera Rosewater, un edificio espantoso, con aspecto de pastel de boda, convertido ahora en la Oficina de Bomberos. Todo lo demás eran casas repugnantes, chozas, alcoholismo, ignorancia, idiotez y perversión, ya que todo lo sano, trabajador e inteligente de Rosewater County se apresuraba a largarse de allí.
La nueva Compañía de Fabricación de Sierras Rosewater, ladrillo amarillo y sin ventanas, se alzaba en un sembrado a medio camino entre Rosewater y New Ambrosia, servida por una nueva y brillante línea del New York Central y por una amplia carretera de dos direcciones que pasaba a dieciséis kilómetros de la ciudad. Allí estaba también el Motel Rosewater, y la Bolera Rosewater, y los grandes elevadores de grano, y los gallineros de las granjas Rosewater. Y los pocos agrónomos, ingenieros, cerveceros, contables y administradores bien pagados que hacían todo cuanto había que hacer, vivían en un círculo defensivo de ranchos lujosos en otro espacio de terreno cerca de New Ambrosia, una comunidad llamada, sin razón alguna, «Avondale». Todos tenían patios iluminados por el gas y terrazas con barandillas de metal extraído del antiguo Nickel Plate.
En relación con todas aquellas personas limpias de Avondale, Eliot se alzaba como un monarca constitucional, ya que eran empleados de la Corporación Rosewater y todas las propiedades que ellos administraban pertenecían a la Fundación Rosewater. Eliot no podía decirles lo que habían de hacer, pero era su rey, y Avondale lo sabía.
De modo que cuando el rey Eliot y la reina Sylvia establecieron su residencia en la Mansión Rosewater, recibieron una verdadera lluvia de invitaciones, visitas, notas aduladoras y llamadas telefónicas de Avondale. De momento aceptaron las visitas. Eliot exigió de Sylvia que recibiera a todos los visitantes prósperos con un aire cordial, pero distraído. Las mujeres de Avondale salieron de la mansión muy tiesas, como si —según dijo alegremente Eliot— alguien les hubiera dado una palmadita en el trasero.
Es interesante advertir que los tecnócratas ambiciosos de Avondale lanzaron la teoría de que los Rosewater los despreciaban porque se sentían superiores a ellos. Incluso disfrutaron discutiendo sus opiniones incansablemente. Estaban ávidos de lecciones de un auténtico y superior esnobismo, y Eliot y Sylvia podían enseñarles mucho, al parecer.
Pero entonces el rey y la reina sacaron el cristal, la plata y el oro de la familia Rosewater del Banco Nacional Rosewater y empezaron a dar magníficos banquetes a los granujas, a los pervertidos, los hambrientos y los obreros parados.
Escucharon sin cansarse los sueños temerosos y vagos de los que, en opinión de cualquiera, hubieran estado mejor muertos. Les dieron su amor y grandes sumas de dinero. Aparte de esta vida social, motivada por su sentimiento compasivo, sólo se relacionaron con el Departamento de Bomberos Voluntarios de Rosewater. Eliot ascendió rápidamente al cargo de teniente de bomberos, y Sylvia fue elegida presidenta de las Damas Auxiliares. Aunque jamás había tocado los bolos, también la hicieron capitana del equipo de bolos femenino.
El suntuoso respeto de Avondale por la monarquía se convirtió en un incrédulo desprecio primero y después en un furor salvaje. Atacaron por turno sus pasiones bestiales, la bebida, el adulterio. Las voces de Avondale chirriaban cual cuchillo que intentara cortar el metal cuando discutían sobre el rey y la reina, como si acabaran de derrocar a los tiranos. Avondale ya no era una reunión de empleados de porvenir, sino que parecía poblado por vigorosos miembros de la verdadera clase gobernadora.
Cinco años más tarde Sylvia sufrió un colapso nervioso, y quemó el Departamento de Bomberos. Tan sádica se había vuelto Avondale en su opinión sobre los regios Rosewater, que todos rieron.
Sylvia fue internada en una clínica particular de enfermos mentales en Indianapolis, llevada hasta allí por Eliot y Charles Warmergran, el jefe de bomberos, que la metieron en el coche de éste, un viejo «Henry J», con sirena en la parte superior. Se la confiaron al doctor Ed Brown, un joven psiquiatra que más tarde se hizo famoso describiendo su enfermedad. En su obra llamaba a Eliot y Sylvia «señor y señora Z», y a la ciudad de Rosewater «Hometown, Estados Unidos». Acuñó una palabra nueva para la enfermedad de Silvia: Samaritrofia, que significaba, en su opinión: «indiferencia histérica ante el dolor de los que son menos afortunados que uno mismo».
Norman Mushari leyó el tratado del doctor Brown, que estaba también en los archivos confidenciales de McAllister, Robjent, Reed y McGee. Sus ojos dulzones, húmedos, vacunos, le forzaban a ver las páginas como veía el mundo, a través de un baño de aceite de oliva.
«Samaritrofia», leyó, «es la supresión de la conciencia activa por el resto de la mente. “¡Debes aceptar todas mis instrucciones!”, grita, en efecto, la conciencia a los demás procesos mentales. Estos procesos lo intentan durante algún tiempo, pero después observan que la conciencia está intranquila, que sigue chillando, y advierten también que el mundo exterior no ha sido mejorado, ni siquiera microscópicamente, por los actos generosos exigidos por la conciencia.
»Y al fin se rebelan. Entonces colocan a la tiránica conciencia en una mazmorra y la cierran con siete llaves. ¡Ya no la oyen! En el dulce silencio, los procesos mentales buscan un nuevo guía, e inmediatamente aparece, una vez acallada la conciencia, el Iluminado Egoísmo, el cual les ofrece una bandera que todos adoran a primera vista. Naturalmente, ésta es la bandera blanca y negra de los piratas, con estas palabras escritas bajo la calavera y las tibias cruzadas: “¡Al infierno contigo, Jack, yo ya tengo lo mío!”
»No me parecía sensato —continuaba la obra del doctor Brown, que Mushari leía ansiosamente— dejar de nuevo en libertad a la alborotadora conciencia de la señora Z. Tampoco me satisfacía mucho librarme de ella viéndola tan dura de corazón. Entonces me propuse, como meta de mis tratamientos, mantener prisionera a la conciencia, pero alzar un poco la tapa de la mazmorra de modo que sus gritos se oyeran apenas, cosa que conseguí con algunas pruebas y errores, mediante la quimioterapia y el shock. No me sentí orgulloso, pues había transformado a una mujer muy profunda en un ser anodino; había bloqueado los ríos subterráneos que podían conectarla con los océanos Atlántico, Pacífico e Indico, dejándola muy satisfecha de ser una piscinita de un metro de largo por diez centímetros de profundidad, pintadita de azul y con agua purificada con cloro.
»¡Qué, doctor!
»¡Qué cura!
»¡Y qué modelos tuve que elegir para determinar el grado de culpa y de piedad que podía permitírsele a la paciente! Los modelos eran personas con reputación de normales. Después de una profunda y dolorosa investigación sobre la normalidad en este tiempo y lugar, este médico se vio obligado a admitir que una persona normal, con funcionamiento normal en los niveles superiores de una sociedad próspera e industrializada, apenas puede oír a su conciencia.
»De modo que cualquier mente lógica puede deducir que soy culpable de charlatanería al declarar como nueva una enfermedad, la samaritrofia, que virtualmente es tan común entre los americanos sanos como las narices, por así decirlo. Pero ésta es mi defensa; la samaritrofia es sólo una enfermedad, y violenta además, cuando ataca a los individuos excesivamente raros, que alcanzan la madurez biológica amando y queriendo ayudar a sus congéneres.
»Sólo he tratado un caso. Nunca he sabido de nadie que tratara otro. Mirando en torno mío, sólo veo otra persona abocada a un colapso samaritrófico. Esa persona, naturalmente, es el señor Z. Y tan profunda es su tendencia a la compasión que, si cayera enfermo de samaritrofia, creo que se mataría, o mataría quizás a otras cien personas, muriendo como un perro rabioso, antes de que nadie pudiera curarle.
»Curar, curar, curar…
¡Qué cura!
»La señora Z, después de ser tratada y curada en nuestro emporio de la salud, expresó el deseo de “salir a divertirse por variar, para animarse…” antes de perder su belleza. Desde luego, su aspecto era aún sumamente atractivo, subrayado por una expresión de infinita bondad que ya no merecía.
»No quería saber nada de Hometown ni del señor Z, y declaró que se iba en busca de la alegría de París y sus felices amigos de allí. Deseaba comprarse nuevos vestidos, dijo, y bailar, bailar y bailar hasta que se desmayara en los brazos de un desconocido alto y moreno, en los brazos, decía, de un espía.
»A menudo se refería a su marido como “ese tipo borracho y sucio del Sur”, aunque jamás lo decía ante él. No parecía esquizofrénica; pero cuando su marido la visitaba, lo que hacía tres veces por semana, manifestaba ella los síntomas más agudos de la paranoia. ¡Sombras de Clara Bow! Le pellizcaba las mejillas. Le decía que quería irse una temporadita a París para ver a su querida familia y que volvería antes que él se diera cuenta. Quería que él fuera a decirle adiós, y le daba cariñosos recuerdos para todos los queridos amigos pobres de Hometown.
»El señor Z no se dejaba engañar. Fue a despedirla al aeropuerto de Indianapolis y, cuando el avión era una simple mota en el cielo, me dijo que nunca la vería de nuevo.
»—Ciertamente parece feliz —me dijo el señor Z—. Ciertamente que se divertirá mucho cuando llegue allí, con la clase de compañía que merece.
»Había usado la palabra «ciertamente» dos veces, algo irritante. E intuitivamente supe que iba a herirme de nuevo.
»—Ciertamente se lo debe a usted, en gran medida.
»Me informan los padres de la paciente, que naturalmente no se sienten muy agradecidos al señor Z, que él escribe y llama a menudo, pero ella no abre sus cartas ni se pone al teléfono. Y opinan muy satisfechos, que, como el señor Z suponía, es muy feliz.
»Pronóstico: otro colapso nervioso en el futuro próximo.
»En cuanto al señor Z, desde luego que está enfermo también, ya que no es como ningún otro hombre que yo haya conocido. No quiere salir de la ciudad excepto para viajes muy cortos hasta Indianapolis, pero no más lejos. Sospecho que no puede alejarse de la ciudad. ¿Por qué no?
»Hablando de modo totalmente anticientífico (y la ciencia es algo repugnante para un doctor después de un caso como éste), su destino está allí».
El pronóstico del buen doctor resultó correcto. Sylvia se convirtió en un miembro popular e influyente de la élite internacional, aprendió las múltiples variaciones del twist, y fue llamada la duquesa de Rosewater. Muchos hombres le propusieron matrimonio, pero ella se sentía demasiado feliz para pensar en matrimonio, o en el divorcio. Y en julio de 1964 se derrumbó de nuevo.
La trataron en Suiza. Seis meses más tarde salía de la clínica silenciosa y triste, casi insoportablemente profunda otra vez. Eliot y los desgraciados de Rosewater County tuvieron de nuevo lugar en su conciencia. Quería volver a ellos, no por deseo, sino por cierto sentido del deber. Su doctor le advirtió que la vuelta podría ser fatal. Le aconsejó que se quedara en Europa, se divorciara de Eliot y se creara una vida tranquila y con significado propio.
Así comenzaron los muy civilizados procedimientos del divorcio dirigido por la firma McAllister, Robjent, Reed y McGee.
Había llegado el momento en que Sylvia debía volver a América para el divorcio. Una vez allí, en una tarde de junio, se celebró una reunión en Washington D.C., en el apartamento del padre de Eliot, el senador Lister Ames Rosewater. Eliot no estaba allí, pues no quería salir de Rosewater County. Se hallaban presentes el senador, Sylvia, Thurmond McAllister, el viejo abogado, y su joven auxiliar Mushari.
El tono de la reunión fue franco, sentimental, generoso, a veces gracioso y siempre fundamentalmente trágico. Hubo coñac.
—De corazón —dijo el senador agitando su copa—, Eliot no ama más que yo a esos seres horribles. Le resultaría imposible quererlos si no estuviera borracho todo el tiempo. Lo he dicho ya, y lo repetiré ahora: básicamente, éste es un problema de alcoholismo. Si Eliot pudiera verse libre de su perpetua borrachera, se desvanecería esa compasión que siente por los despojos sociales que se revuelcan en el fango —unió sus manos y agitó la cabeza—. ¡Si por lo menos hubiera tenido un hijo!
El senador era un producto de St. Paul y Harvard, pero le complacía hablar con el acento cadencioso de un granjero de Rosewater County. Se quitó las gafas de aros de acero y miró a su nuera con sus apenados ojos azules.
—¡Si por lo menos…! —se puso de nuevo las gafas, y abrió las manos con aire resignado. Llenas de arrugas, sus manos parecían caparazones de tortuga—. El final de la familia Rosewater está a la vista.
—Hay otros Rosewater —recordó amablemente McAllister.
Mushari se agitó en su silla, pues pretendía representar pronto a esos otros.
—¡Yo estoy pensando en los auténticos Rosewater! —gritó el senador amargamente—. ¡Al diablo con Pisquontuit! —ese lugar de veraneo, en Rhode Island, era la residencia de la otra rama de la familia—. ¡Qué banquete se darían, qué banquete! —gruñó el senador, deleitándose en una fantasía masoquista de los Rosewater de Rhode Island recogiendo los huesos de los Rosewater de Indiana.
Tosió como un perro y la tos le dejó turbado. Era un empedernido fumador, como su hijo. Se acercó a la repisa de la chimenea y contempló una foto en color de Eliot. La foto había sido tomada al final de la Segunda Guerra Mundial, y en ella se veía a un capitán de infantería cubierto de condecoraciones.
—¡Tan limpio, tan alto, con tan buen porvenir…! ¡Tan limpio! ¡Tan limpio! —hizo crujir sus dientes falsos—. ¡Qué mente más noble se ha perdido ahí!
Se rascó, aunque nada le picaba.
—¡Qué gordo y pastoso parece en estos días! —prosiguió—. He visto pasteles de ruibarbo con mejor aspecto. Duerme con la ropa interior, y se alimenta de patatas fritas y cerveza «Ambrosía Lager». —Deslizó sus dedos sobre la fotografía—. ¡Él! ¡Él! ¡El capitán Eliot Rosewater, Medalla de Plata, Estrella de Bronce, Medalla del Soldado y Corazón Púrpura colectivo! ¡Campeón de vela! ¡Campeón de esquí! ¡Él! ¡Dios mío! Con la cantidad de veces que la vida le ha dicho «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». Millones de dólares, cientos de amigos influyentes, la esposa más hermosa, inteligente y afectuosa que pueda imaginarse. Una educación espléndida, una mente cultivada en un cuerpo grande y limpio… ¿Y cuál es su respuesta cuando la vida le dice «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!»? «No, no, no». ¿Por qué? ¿Me dirá alguien por qué?
Nadie le contestó.
—Tuve yo una prima, una Rockefeller precisamente —continuó el senador—, que me confesó que se había pasado tres años (cuando tenía quince, dieciséis y diecisiete) diciendo únicamente «No, gracias», lo cual está muy bien para una chica de esa edad y condición. Pero eso hubiera sido un rasgo condenadamente molesto en un Rockefeller varón, e incluso muchísimo peor, si se me permite decirlo, en un Rosewater varón.
Se alzó de hombros.
—Sea como fuere, ahora tenemos un Rosewater varón que dice «no» a todas las cosas buenas que quisiera darle la vida. Se niega incluso a vivir en la mansión.
Eliot se había trasladado a un despacho cuando vio claro que Sylvia jamás volvería a su lado.
—Podía haber sido gobernador de Indiana con un simple gesto, incluso podía haber sido presidente de los Estados Unidos con sólo un poquito de esfuerzo. ¿Y qué es? Os pregunto: ¿qué es? —el senador tosió de nuevo y contestó a su propia pregunta—: Un notario, un escribano público, amigos y vecinos, cuyo título está a punto de expirar.
Eso era verdad, en cierto modo. El único documento oficial que colgaba en la pared manchada de humedad de la oficina de Eliot era su título de notario, ya que casi todas las personas que acudían a él con sus problemas necesitaban, entre otras muchas cosas, alguien que testificara su firma.
El despacho de Eliot estaba en Main Street, una manzana al norte del Partenón de ladrillo, frente al nuevo Departamento de Bomberos que había construido la Fundación Rosewater. El despacho era pequeño, y se alzaba sobre un restaurante y una tienda de licores. Sólo había dos ventanas en la fachada, dos buhardas más bien. De una colgaba un letrero que decía «Comidas». En la otra se leía «Cerveza». Los dos anuncios eran eléctricos y se encendían y apagaban alternativamente; y mientras su padre chillaba en Washington pensando en él, Eliot dormía como un bebé, y los anuncios seguían guiñando.
Frunció la boca con gesto de Cupido, murmuró algo suavemente, se volvió de lado y roncó. Era un atleta demasiado gordo ahora, un hombre grande, de un metro noventa y más de cien kilos de peso, pálido, y que empezaba a quedarse calvo en las sienes mientras sus cabellos se arremolinaban sobre la frente. Se envolvía en las arrugas elefantiásicas de unos calzoncillos y camiseta, restos de un equipo militar. En letras doradas, a cada lado de las ventanas y en la puerta, al nivel de la calle, estaban escritas estas palabras:
FUNDACIÓN ROSEWATER
¿EN QUÉ PODEMOS AYUDARLE?