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Norman Mushari se enteró de que, la noche de Aída, Eliot desapareció de nuevo, saltando del taxi que le llevaba a casa en el cruce de la calle Cuarenta y Dos y la Quinta Avenida.

Diez días más tarde Sylvia recibió una carta escrita en la oficina del Departamento de Bomberos Voluntarios de Elsinore, en Elsinore, California. El nombre del lugar le había lanzado a una nueva serie de especulaciones sobre sí mismo, que culminaron en su creencia de que, en cierto modo, él tenía mucho del Hamlet de Shakespeare. Decía la carta:

«Querida Ofelia:

»Elsinore no es en realidad lo que yo esperaba, o a lo mejor es que hay más de uno y yo no he venido al verdadero. Los jugadores de fútbol de aquí se denominan “los daneses luchadores”, pero en las ciudades de alrededor los conocen como “los daneses melancólicos”. En los pasados tres años han ganado un partido, empatado dos y perdido veinticuatro. Supongo que eso es influencia de Hamlet.

»Lo último que me dijiste antes de que saliera del taxi, es que tal vez debiéramos divorciarnos. Yo no me di cuenta de que la vida te resultara tan incómoda. Me doy cuenta de que me cuesta mucho darme cuenta. Todavía me cuesta darme cuenta de que soy un alcohólico, aunque los extraños lo averiguan en seguida.

»Quizá sea presunción por mi parte creer que tengo cosas en común con Hamlet, que tengo una misión importante, aunque de momento aún no sepa cómo llevarla a cabo. Claro que Hamlet tuvo una ventaja muy grande, porque el fantasma de su padre le dijo exactamente lo que tenía que hacer, y en cambio yo opero sin instrucciones. Pero hay algo en algún sitio que trata de decirme dónde debo ir, qué debo hacer allí y por qué. No te preocupes, no oigo voces. Pero siento claramente que tengo un destino lejos de esa triste y despreciable farsa que es nuestra vida en Nueva York. Y sigo errante.

»Y sigo errante…».

El joven Mushari quedó desilusionado al leer que Eliot no oía voces. Pero la carta terminaba con algo que era una auténtica chifladura. Describía todo el sistema extintor de incendios de Elsinore como si Sylvia estuviera ansiosa de tales detalles.

«Aquí pintan las máquinas de incendios con rayas naranja y negras, como los tigres. ¡Es asombroso! Ponen detergente en el agua, y así las paredes se empapan bien y el agua llega mejor al fuego. Realmente es de sentido común, con tal que no estropee las bombas y mangueras. Todavía no lo han usado bastante tiempo para saberlo a ciencia cierta. Les dije que debían escribir al fabricante de las bombas para decirle lo que están haciendo y ellos me dijeron que lo harían. Creen que soy un gran bombero voluntario del lejano Este. ¡Qué personas más maravillosas! No son como los estúpidos y aduladores que vienen a llamar a las puertas de la Fundación Rosewater. Son como los americanos que conocí en la guerra.

»Ten paciencia, Ofelia.

»Con cariño,

»Hamlet.»

Se trasladó de Elsinore a Vashti, Texas, y allí dio con sus huesos en la cárcel, porque se llegó hasta el Departamento de Bomberos, cubierto de polvo y con una barba de muchos días, y empezó a hablar con algunos ociosos. Dijo que el Gobierno debía repartir las riquezas del país de modo equitativo; no estaba bien que unas personas tuvieran más de lo que podían usar jamás y otros no tuvieran nada.

Continuó diciendo cosas como ésta:

—¿Saben?, yo creo que el propósito principal del Ejército, la Marina y la Infantería de Marina consiste en dar trajes limpios, planchados y nuevos a los americanos pobres para que a los americanos ricos no les ofenda mirarlos.

Mencionó también una revolución. En su opinión habría una dentro de unos veinte años, y esperaba que fuera buena si la dirigían los veteranos de la infantería y los bomberos voluntarios.

Le metieron en la cárcel por sospechoso. Le soltaron después de una serie de preguntas y respuestas. Le hicieron prometer que jamás volvería a Vashti.

Una semana después apareció en New Vienna, Iowa. Escribió otra carta a Sylvia desde el Departamento de Bomberos de la localidad. Llamaba a Sylvia «la mujer más paciente del mundo» y le decía que su larga vigilia estaba a punto de terminar.

«Ahora sé —escribió— dónde debo ir. ¡Me voy allá a toda velocidad! Ya te telefonearé cuando llegue. Tal vez me quede para siempre. Todavía no veo muy claro lo que debo hacer cuando llegue allí, pero también lo veré entonces, seguro. ¡Las escamas están cayendo de mis ojos!

»A propósito, les dije a los bomberos de aquí que podían probar a poner detergente en el agua, pero que escribieran primero al fabricante de las bombas. Les gusta la idea. Van a proponerla en la próxima reunión. He pasado dieciséis horas sin una copa y no echo de menos el veneno. ¡En absoluto! Adiós».

Cuando Sylvia recibió esa carta, inmediatamente hizo que le aplicaran al teléfono un aparato de cinta magnetofónica, una magnífica idea de Norman Mushari. Sylvia lo hizo porque pensaba que Eliot se había vuelto al fin completamente loco. Cuando llamara, quería conservar todas las pistas sobre su situación y condiciones a fin de conseguir pruebas para el juicio.

Y llegó la llamada:

—¿Ofelia?

—¡Oh, Eliot, Eliot! ¿Dónde estás, cariño?

—En América, entre los degenerados hijos y nietos de los pioneros.

—Pero ¿dónde? ¿Dónde?

—En todas partes…, en cualquier parte…, en una cabina telefónica de aluminio y cristal, en un lugarcito de América, con monedas americanas extendidas sobre el estante ante mí. También hay un mensaje escrito con bolígrafo en el estante.

—¿Y qué dice?

—«Sheila Taylor es una imbécil». Seguro que es verdad.

De pronto Sylvia escuchó un estrépito por el teléfono.

—¡Anda! —exclamó Eliot—. Un autobús enorme ha hecho sonar flatulentamente sus trompetas romanas ante la estación de autobuses, que también es una pastelería. ¡Mira! Sólo un viejo americano ha respondido a la llamada, y sale renqueando. Nadie le dice adiós, tampoco él mira arriba y abajo de la calle esperando que alguien le hable. Lleva un paquete de papel marrón atado con un cordel. Se va a alguna parte…, sin duda a morir.

»Ahora se despide de la única ciudad que jamás ha conocido, de la única vida que ha conocido. Pero no puede pensar en decir adiós a su universo. Todo su ser está pendiente de no ofender al poderoso conductor de autobuses que le mira despectivamente desde su trono de piel azul. ¡Ay, qué pena! El viejo americano consigue subir a bordo, pero ahora no puede encontrar su billete. ¡Lo ha encontrado al fin! Pero es demasiado tarde, ¡demasiado tarde! El conductor está rabioso. Cierra la puerta y sale con un salvaje rugido de marchas; toca la bocina, asusta a una vieja americana que cruza la calle y hace temblar los vidrios de las ventanillas. Todo es odio, odio, odio.

—Eliot, ¿hay un río ahí?

—La cabina telefónica está en el amplio valle de ese sumidero llamado el Ohio. El Ohio está a treinta millas al sur. Carpas tan grandes como submarinos atómicos engordan en el cieno de los hijos y nietos de los pioneros. Más allá del río están las colinas, en otro tiempo verdes, de Kentucky, la tierra prometida de Daniel Boone, ahora destrozada y hendida por las minas, muchas de ellas propiedad de una fundación benéfica y cultural dotada por una familia americana bastante antigua, llamada Rosewater.

»Al otro lado del río, los edificios de la Fundación Rosewater quedan algo difusos. Pero en este lado, justo en torno a mi cabina telefónica, y en una distancia de unas cuantas millas a la redonda, la Fundación lo posee casi todo. Sin embargo, la Fundación no se ha metido para nada con el próspero negocio de los gusanos. En todas las casas hay letreros que dicen “Se venden gusanos”.

»La principal industria de aquí, aparte los gusanos y los cerdos, la constituyen las fábricas de sierras. Naturalmente, son propiedad de la Fundación. Como las sierras son aquí tan importantes, los atletas de la Escuela Superior Noah Rosewater son llamados “las sierras luchadoras”. En realidad, no quedan muchos trabajadores. La fábrica es casi completamente automática. Si sabes manejar una máquina, puedes dirigir la fábrica y hacer doce mil sierras en un día.

»Un joven, uno de esos “sierras luchadoras” de unos dieciocho años, pasa despreocupadamente ante mi cabina telefónica luciendo los sagrados colores azul y blanco. Parece peligroso, pero no haría daño a un niño. Sus estudios favoritos en la escuela fueron Civismo, y los Problemas en la Moderna Democracia Americana; los dos se los enseñó el profesor de baloncesto. Este chico sabe que cualquier cosa violenta que hiciera no sólo debilitaría a la República, sino que también arruinaría su propia vida. No hay trabajo para él en Rosewater. Hay muy poco trabajo para él en cualquier parte. A veces lleva en el bolsillo folletos sobre el control de natalidad que muchas personas juzgan alarmantes y de mal gusto, pero esas mismas personas encuentran alarmante y de mal gusto que el padre del muchacho no utilizara el control de natalidad. ¡Otro chico echado a perder por la abundancia de la posguerra! ¡Otro principito de ojos de grosella! Ahora se encuentra con su chica, una chica que no tendrá más de catorce años…, una Cleopatra de a cinco centavos, una palabra de cuatro letras.

»Al otro lado de la calle están los bomberos, cuatro camiones, tres borrachos, dieciséis perros y un hombre alegre y sobrio con una caja de limpiametales.

—¡Oh, Eliot, Eliot! ¡Ven a casa! ¡Ven a casa!

—¿No lo comprendes, Sylvia? Estoy en casa. Ahora sé que éste ha sido siempre mi hogar, la ciudad de los Rosewater: la cuna de los Rosewater, Rosewater County, en el Estado de Indiana.

—Y ¿qué te propones hacer allí, Eliot?

—Me voy a preocupar de estas gentes.

—Eso… eso está muy bien —dijo Sylvia sin comprender.

Era una muchacha pálida y delicada, instruida, graciosa. Tocaba el arpa, y hablaba seis idiomas de modo encantador. Durante su infancia y juventud había conocido muchos grandes hombres en casa de su padre… Picasso, Schweitzer, Hemingway, Toscanini, Churchill, De Gaulle. Nunca había visto Rosewater County, ni tenía idea de lo que era un gusano, ni sabía que en algún sitio pudiera ser la tierra tan insoportablemente monótona, ni la gente tan terriblemente aburrida.

—Miro a estas personas, a estos americanos —continuó Eliot— y me doy cuenta de que ni siquiera saben preocuparse de sí mismos, porque no tienen utilidad. La fábrica, las granjas, las minas del otro lado del río… son casi completamente automáticas ahora. Y América ni siquiera necesita a esas personas para la guerra. Ya no. Sylvia, voy a ser artista.

—¿Artista?

—Voy a amar a esos inútiles americanos, aunque lo sean, aunque no sean atractivos. Esa va a ser mi obra de arte.