Eliot Rosewater nació en 1918 en Washington D.C. Como su padre, que alardeaba de representar al Hoosier State, Eliot fue criado, educado y distraído en la costa Este y en Europa. La familia sólo hacía una breve visita anual al llamado «hogar» en Rosewater County, lo suficiente para revalorizar la mentira de que era su hogar.
Eliot no brilló en sus estudios en Loomis y Harvard, pero llegó a ser un experto marino durante los veranos pasados en Cotuit, en Cape Cod, y un mediano esquiador durante las vacaciones de invierno en Suiza.
Dejó la Escuela de Leyes de Harvard el 8 de diciembre de 1941, para presentarse como voluntario en la Infantería del Ejército de los Estados Unidos. Se distinguió en muchas batallas, fue nombrado capitán y estuvo después al frente de una compañía. Hacia el fin de la guerra en Europa, sufrió lo que se diagnosticó como fatiga de combate; fue hospitalizado en París, y allí cortejó y se casó con Sylvia.
Después de la guerra, Eliot volvió a Harvard con su aturdida esposa, y allí se doctoró en leyes, especializándose después en derecho internacional, pues soñaba con ayudar de algún modo a los Estados Unidos. A la vez que se doctoraba en dichos estudios le fue entregada la presidencia de la nueva Fundación Rosewater. Según la Carta Constitucional, sus deberes serían exactamente tan nimios o tan formidables como él mismo quisiera.
Y se dispuso a tomárselo en serio. Compró una magnífica casa en Nueva York, con una fuente en el vestíbulo y un Bentley y un Jaguar en el garaje. Alquiló una suite de oficinas en el Empire State Building e hizo que las pintaran de color limón-naranja vivo y blanco perla, definiéndolas como el cuartel general de todas las cosas bellas, benéficas y científicas que se proponía llevar a cabo.
Era un gran bebedor, pero nadie se preocupaba de eso. Por mucho que bebiera, nunca parecía borracho.
Desde 1947 a 1953, la Fundación Rosewater gastó catorce millones de dólares. Las obras de caridad de Eliot abarcaron todo el cuadro posible de limosnas, desde una clínica para el control de natalidad en Detroit a un Greco para Tampa, Florida. Los dólares Rosewater lucharon contra el cáncer, las enfermedades mentales, los prejuicios raciales, la brutalidad de la policía y otras incontables miserias; también se utilizaron esos dólares para animar a todos los profesores de colegio a buscar la verdad, y para comprar la belleza a cualquier precio.
Parece irónico que el propio Eliot subvencionara un estudio del alcoholismo en San Diego. Cuando le entregaron el informe, estaba demasiado borracho para leerlo. Sylvia tuvo que acudir a su oficina para escoltarle a casa. Cien personas la vieron tratando de hacerle cruzar la acera hasta un coche que les esperaba, y Eliot les recitó una coplita que había compuesto durante la mañana:
¡Muchas, muchas cosas buenas he adquirido!
¡Muchas, muchas cosas malas he vencido!
Después de esto, y como penitencia, se mantuvo sobrio durante dos días. Luego desapareció durante una semana. Entre otras cosas, irrumpió en un congreso de escritores de ciencia ficción reunido en un motel de Milford, Pennsylvania. Norman Mushari se enteró de este episodio por el informe que un detective privado sacó de los archivos de McAllister, Robjent, Reed y McGee. El viejo McAllister había alquilado los servicios del detective, que debía seguir a Eliot para descubrir si hacía algo que más tarde pudiera dañar legalmente a la Fundación.
El informe contenía, al pie de la letra, el discurso de Eliot a los escritores, ya que toda la reunión, incluida su alcohólica interrupción, se había tomado en cinta magnetofónica.
—Os quiero mucho, hijos de perra —dijo Eliot en Milford—. Sois mis escritores favoritos. Sois los únicos que habláis de los cambios realmente terribles que tienen lugar, los únicos lo bastante locos para saber que la vida es un viaje espacial, y no precisamente corto, sino uno que durará millones de años. Sois los únicos que tenéis el valor y el coraje de preocuparos realmente del futuro; los que realmente os dais cuenta de lo que nos hacen las máquinas, lo que nos hacen las ciudades, lo que nos hacen las grandes y simples ideas, lo que nos hacen las tremendas incomprensiones, equivocaciones, accidentes y catástrofes. Sois los únicos que os preocupáis del tiempo y las distancias sin límite, de los misterios inmortales, del hecho de que ahora ya tenemos una base para fijar si los viajes espaciales de los próximos veinte años serán un cielo o un infierno…
Eliot admitió después que los autores de ciencia ficción no podían escribir para los eruditos, pero declaró que eso no importaba. A pesar de ello eran poetas, pues se mostraban más sensibles a los cambios importantes que cualquier buen escritor.
—¡Al diablo con los cuentistas de talento que escriben delicadamente sobre una pequeña parte de una simple vida, cuando hay temas como galaxias, eones y billones de almas que aún no existen!
¡Ojalá Kilgore Trout estuviera aquí —siguió diciendo Eliot—, para poder estrechar su mano y decirle que es el mejor escritor de la actualidad! ¡Acaban de decirme que no ha venido porque no pudo dejar su trabajo! Y ¿qué trabajo le ha dado esta sociedad a su mayor profeta? —parecía que se ahogaba, y durante algunos momentos no consiguió decidirse a nombrar el trabajo de Trout—. ¡Le han hecho empleado de un centro de remisión de sellos en Hyannis!
Era cierto. Trout, autor de ochenta y siete libros encuadernados en rústica, era un hombre muy pobre y totalmente desconocido fuera del mundo de la ciencia ficción. En el momento en que Eliot hablaba tan cálidamente de él, contaba sesenta y seis años.
—De aquí a diez mil años —predijo Eliot con alcohólica insistencia— se habrán olvidado los nombres de nuestros generales y presidentes, y el único héroe que se recordará de esta época será el autor de 2BRO2B —éste era el título de un libro de Trout, título que, bien examinado, resultaba ser la famosa pregunta que hiciera Hamlet.[2]
Mushari siguió buscando con todo ahínco una copia del libro para su dossier sobre Eliot. Ningún librero digno de tal nombre había oído hablar jamás de Trout. Mushari buscó por su cuenta en el cuchitril de un comerciante de obscenidades. Allí, entre la más feroz pornografía, encontró ejemplares muy manoseados de todos los libros que escribiera Trout. 2BRO2B, publicado al precio de veinticinco centavos, le costó cinco dólares, el mismo precio que le pidieron por El Kama Sutra de Vatsyayana.
Mushari ojeó el Kama Sutra, manual oriental del arte y técnicas del amor, prohibido desde hacía mucho tiempo, y se encontró con este párrafo:
«Si un hombre hace una especie de crema con el jugo de fruto casia fístula y eujenia jambolina, y mezcla el polvo de la planta soma, veronia antelminica, eclipta próstata, lohopa-juihirka, y aplica la mezcla al yoni de una mujer con la que está a punto de tener relación sexual, inmediatamente dejará de amarla».
No vio nada divertido en esto. Nunca veía nada divertido en nada, tan inmune estaba, gracias al espíritu severo de la ley.
Fue lo bastante obtuso como para imaginar que los libros de Trout debían de ser sucios, ya que se vendían a tales precios a gente tan extraña y en tal lugar. No comprendió que lo que Trout tenía en común con la pornografía no era el sexo, sino las fantasías de un mundo absurdamente hospitalario.
De modo que se sintió defraudado al leer aquellas obras, pues buscaba sexo y sólo encontraba automatismo. La fórmula favorita de Trout consistía en describir una sociedad perfectamente odiosa, no muy distinta de la suya, y luego, al final, sugerir el modo de mejorarla. En 2BRO2B describía una América en la que las máquinas realizaban casi todo el trabajo, y los únicos que podían trabajar en algo habían de tener tres o cuatro títulos. También existía el problema del exceso de población.
Todas las enfermedades graves habían sido vencidas. La muerte era, por tanto voluntaria, y el Gobierno, para animar a los voluntarios, construía un Salón del Suicidio Ético con tejado púrpura en todas las plazas mayores, junto a bares de un tal Howard Johnson, con tejado naranja. Había bonitas camareras en el salón, gentes que atendían a los visitantes voluntarios y una elección de catorce modos de morir sin dolor. Sus Salones del Suicidio estaban siempre llenos, porque había demasiadas personas sin interés por vivir y porque se suponía que la muerte era algo generoso y patriótico. Los suicidas recibían también una última comida gratis en el bar contiguo, etcétera. Trout tenía una maravillosa imaginación.
Uno de los personajes preguntaba a una camarera de la muerte si él iría al cielo, y ella le decía que claro que sí. Preguntaba si vería a Dios, y ella contestaba:
—Naturalmente, encanto.
—Así lo espero. Quiero preguntarle algo que nunca pude averiguar aquí.
—¿Qué es? —preguntaba ella.
—¿Para qué demonios existe el hombre?
En Milford, Eliot dijo a los escritores que ojalá aprendieran más sobre el sexo, la economía y el estilo; pero que suponía que, trabajando sobre unos temas tan importantes, no tenían tiempo para tales cosas. Y se le ocurrió entonces que nunca se había escrito un libro verdaderamente bueno de ciencia ficción sobre el dinero.
—¡Pensad de cuántos y cuan salvajes modos circula el dinero por la Tierra! —dijo—. No es preciso ir al planeta Tralfamadore, en la galaxia Anti-Materia 508 G, para encontrar criaturas con increíble poder. ¡Pensad en el poder de un millonario terrestre! ¡Miradme a mí! Yo nací desnudo, lo mismo que vosotros, pero… ¡Dios mío!, amigos y vecinos, ¡yo puedo gastar miles de dólares al día!
Se detuvo para hacer una demostración impresionante de sus poderes mágicos, escribiendo un lindo cheque de doscientos dólares para cada miembro del auditorio.
—Esto os parecerá una fantasía —continuó—. Pero si mañana vais al Banco, será una realidad. Es una locura que yo pueda hacerlo, siendo el dinero tan importante… —perdió el equilibrio por un momento, lo recuperó y casi se quedó dormido de pie. Abrió los ojos con gran esfuerzo—. Esto es lo que espero de vosotros, amigos y vecinos, y especialmente del inmortal Kilgore Trout: pensad en el modo estúpido en que circula el dinero, y tratad de descubrir un modo mejor.
Eliot salió de Milford y, haciendo auto-stop, se fue a Swarthmore, Pennsylvania, donde entró en un pequeño bar y anunció que todo el que pudiera enseñarle su insignia de bombero voluntario bebería a sus expensas. Gradualmente acabó por coger una borrachera llorona, durante la cual declaró que le emocionaba profundamente la idea de un planeta habitado cuya atmósfera pudiera combinarse violentamente con todo lo más querido a sus habitantes. Hablaba de la Tierra y del elemento oxígeno.
—Si lo pensamos bien, chicos —dijo, hablando entrecortadamente—, eso es lo que nos mantiene juntos, más que cualquier otra cosa…, excepto, quizá, la gravedad. Nosotros, unos pocos, nosotros los hombres felices, nosotros, hermanos, estamos unidos en el grave negocio de impedir que la comida, las casas, las ropas y los seres amados se combinen con el oxígeno. Os digo, chicos, que yo formé parte de un departamento de bomberos voluntarios y que me gustaría pertenecer a uno. Si hubiera algo tan humano, tan humano, en la ciudad de Nueva York…
Era mentira que Eliot hubiera sido bombero. Todo lo más, y durante sus visitas anuales a Rosewater County, con su familia, durante la infancia, los ciudadanos sicofantes le habían adulado nombrándole la mascota del Departamento de Bomberos Voluntarios de Rosewater. Jamás había apagado un incendio.
—Os digo, chicos —continuó—, que si esos platillos volantes rusos aterrizaran aquí algún día (y no veo el modo de impedirlo), todos los asquerosos bastardos que consiguen los buenos empleos en este país a fuerza de lamer culos, estarían preparados para recibir a los conquistadores con vodka y caviar, ofreciéndose para llevar a cabo cualquier clase de trabajo que se les ocurriera a los rusos. ¿Y sabéis quiénes se retirarían a los bosques, con cuchillos de caza y rifles Springfield, quiénes seguirían luchando durante cien años? Los bomberos voluntarios, ¡sí señor!
Le metieron en la cárcel de Swarthmore por borrachera y escándalo público. Cuando se despertó a la mañana siguiente, la policía llamó a su esposa. Eliot les ofreció sus disculpas y se fue tristemente a casa.
Pero al cabo de un mes estaba de nuevo en marcha; de juerga con los bomberos de Clover Lick, West Virginia, una noche; de parranda con los de New Egypt, New Jersey, a la siguiente. En ese viaje cambió sus ropas con otro, dándole un traje de cuatrocientos dólares por un modelo azul, 1939, de chaqueta cruzada, con unas hombreras como Gibraltar, solapas como las alas del arcángel San Gabriel y unas arrugas en el pantalón que parecían cosidas a la tela.
—Debes estar loco —dijo el bombero de New Egypt.
—No quiero parecer yo mismo —replicó Eliot—. Quiero que te vean a ti en mí. Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois todo lo que hay de bueno en América, los hombres que lleváis estos trajes. Sois el alma de la Infantería de Estados Unidos.
Y Eliot siguió vagando y entregando todo su guardarropa excepto el frac, el smoking y un traje de franela gris. Su armario, un mueble que medía seis metros, se convirtió en un deprimente museo de sobretodos, monos, trajes especiales de Robert Hall, chaquetas de campo, chaquetas Eisenhower, jerseys, etcétera. Sylvia quiso quemarlo todo, pero él le dijo:
—Puedes quemar, si quieres, el frac, el smoking y el traje de franela gris.
Ya entonces estaba Eliot enfermo, pero no había nadie que recomendara un tratamiento, ni nadie estaba tan ansioso por apoderarse de los beneficios como para querer demostrar su locura. Por aquellos días el pequeño Norman Mushari sólo tenía doce años; coleccionaba modelos de aviones de plástico, se masturbaba y llenaba la habitación con fotografías del senador Joe McCarthy y Roy Cohn. Eliot Rosewater estaba muy lejos de su mente.
Sylvia, educada entre ricos excéntricos y encantadores, era demasiado europea para hacer que lo encerraran. Y el senador estaba entregado a la lucha política más importante de su vida, reuniendo las fuerzas republicanas reaccionarias destruidas por la elección de Dwight David Eisenhower. Cuando le contaron el curioso modo de vivir de su hijo, se negó a preocuparse, basándose en que el chico estaba bien educado:
—Tiene fibra, tiene agallas —dijo el senador—. Está haciendo experimentos. Recobrará el sentido en el momento en que se halle bien y dispuesto. En esta familia jamás hubo, ni habrá, un borracho crónico o un loco crónico.
Después de decir esto, entró en la Cámara del Senado, donde pronunció su famoso discurso sobre la Era Dorada de Roma, del que reproducimos una parte:
—Me gustaría hablar del emperador Octavio, de César Augusto, de cómo llegó a ser conocido. Este gran humanista, pues era un humanista en el más profundo sentido de la palabra, tomó el mando del Imperio romano en un período degenerado, muy parecido al nuestro. La prostitución, el divorcio, el alcoholismo, el liberalismo, la homosexualidad, la pornografía, el aborto, la venalidad, el crimen, el control del trabajo, la delincuencia juvenil, la cobardía, el ateísmo, la extorsión, la difamación y el robo estaban en el pináculo de la moda. Roma era el paraíso de los gangsters, los pervertidos y los haraganes, lo mismo que ahora es América. Como sucede hoy en nuestro país, las fuerzas de la ley y el orden eran abiertamente atacadas por la multitud, los niños crecían desobedientes, no tenían respeto alguno por sus padres ni su país; ninguna mujer decente caminaba segura por la calle, ¡ni siquiera a mediodía! Los extranjeros listos, avispados y dedicados al soborno florecían por todas partes. Y, muy por debajo de los grandes cambistas de la ciudad, estaban los honrados granjeros, la espina dorsal del ejército romano y el alma de Roma.
»¿Cómo resolver aquel estado de cosas? Había entonces liberales blandos, como hay liberales torpes ahora, que dijeron lo que los liberales dicen siempre después de que han llevado a una gran nación a esa condición ilegal e incomprensible: “¡Pero si estamos mejor que nunca! ¡Fijaos en la libertad! ¡Pensad en la igualdad! ¡Mirad cómo hemos arrojado de la escena la hipocresía sexual! La gente se avergonzaba antes cuando pensaba en la violación y la fornicación, ¡pero ahora pueden hacerlo alegremente cuando quieran!”
»¿Y qué podían decir los terribles y serios conservadores de aquella época feliz? Bueno, no quedaban muchos, se morían de ancianidad en medio del ridículo. Sus hijos se habían vuelto contra ellos gracias a los liberales, a los proveedores del sol y la luna sintéticos, a los inútiles políticos que practicaban el strip-tease, a la gente que amaba a todo el mundo, bárbaros incluidos. ¡Aquellos imbéciles amaban tanto a los bárbaros que querían abrirles todas las puertas, que los soldados dejaran sus armas y que los bárbaros entraran en el Imperio!
»Esa era la Roma a la que volvió César Augusto después de derrotar a aquellos dos maníacos sexuales, Antonio y Cleopatra, en la gran batalla naval de Accio. No creo necesario repetir todo lo que pensó cuando visitó la Roma que debía gobernar. Guardemos unos momentos de silencio, y que cada uno piense lo que quiera de los chanchullos de hoy.
Hubo, pues, un momento de silencio, de unos treinta segundos, que a algunos les parecieron mil años.
—Y ¿qué métodos utilizó César Augusto para poner orden en todo aquello? Hizo lo que nos dicen a menudo que no debemos hacer, lo que afirman que jamás servirá de nada: convirtió la moral en ley, y reforzó aquellas leyes irrebatibles con una fuerza de policía cruel y que jamás sonreía. Y a partir de entonces fue ilegal que un romano se condujera como un cerdo. ¿Me oís? ¡Ilegal! Y los romanos que eran cogidos actuando como cerdos eran colgados de los pulgares cabeza abajo, arrojados a los pozos o a los leones, o sufrían experiencias que les inculcaran el deseo de ser más decentes y respetables de lo que eran. ¿Sirvió de algo? ¡Ya podéis apostar las botas a que sí! ¡Los cerdos desaparecieron como por arte de magia! Y ¿cómo se llama el período que siguió a esa “opresión inconcebible”? Nada más y nada menos, amigos y vecinos, que «la Edad de Oro de Roma".
—¿Piensa alguien que sugiero que debemos seguir ese sangriento ejemplo? ¡Pues sí! Apenas transcurre un día en el que no diga de un modo u otro: “Forcemos a los americanos a ser tan buenos como debieran”. ¿Piensa alguien que creo que debemos echar a los canallas a los leones? Bien, pues para dar gusto a los que se complacen en imaginarme dominado por las pasiones primitivas, dejadme decir: ¡Sí, claro que sí, esta misma tarde si es posible! Para desilusionar a mis críticos, diré que estoy hablando en broma. No me divierten los castigos crueles y extraños, no. Me fascina el hecho de que una zanahoria y un palo sea lo que hace andar a un burro, y que este descubrimiento pueda tener cierta aplicación en el mundo de los seres humanos.
Etcétera. El senador dijo que la zanahoria y el palo se habían convertido en el Sistema de Empresa Libre, tal como lo concibieron los Padres Fundadores; pero que los seres bondadosos, tan bondadosos que pensaban que la gente no debía tener que luchar por nada, habían alterado la lógica del sistema hasta hacerla irreconocible.
—En resumen —dijo—, veo dos alternativas ante nosotros: podemos convertir la moral en ley y reforzar duramente esos preceptos morales, o volver al verdadero Sistema de Empresas Libres, que incluye en él la justicia fundamental de César Augusto de “Lucha o perecerás”. Favorezco enfáticamente la última alternativa. Hemos de ser duros para convertirnos de nuevo en una nación de buenos luchadores, dejando que perezcan los débiles. Ya he hablado de otra época difícil en la historia antigua. En caso de que hayáis olvidado el nombre os refrescaré la memoria: la Edad de Oro de Roma, amigos y vecinos, la Edad de Oro de Roma.
Eliot no contaba con amigos que pudieran ayudarle en aquella época de crisis. Los ricos se enojaron porque él les gritaba que todo cuanto tenían lo debían únicamente a la pura suerte. Los artistas se enfadaron porque les decía que los únicos que prestaban atención a sus obras eran los imbéciles que no tenían nada que hacer. Ofendió a sus amigos del colegio al preguntarles: «¿Quiénes tienen tiempo de leer todas las estupideces que escribís y escuchar las cosas tan aburridas que decís?». Y se ganó la antipatía de los científicos al darles las gracias de modo extravagante por los avances científicos sobre los que había leído en la prensa y asegurarles, con el rostro perfectamente serio, que la vida era mejor cada día gracias al pensamiento científico.
Después se puso en manos de un psiquiatra. Dejó de beber, volvió a preocuparse de su aspecto, expresó entusiasmo por las artes y ciencias y recuperó muchos amigos.
Sylvia se sentía más feliz que nunca. Y de pronto, un año después de comenzado el tratamiento, quedó asombrada ante una llamada del psiquiatra. Abandonaba el caso porque, según su terca opinión vienesa, Eliot era intratable.
—¡Pero si le ha curado!
—Si yo fuera un charlatán de Los Angeles, querida señora, estaría totalmente de acuerdo. Pero no soy hipócrita. Su marido posee la neurosis mejor defendida con que me he tropezado en la vida. No puedo imaginar la naturaleza de esa neurosis. En todo un año de trabajo, apenas he conseguido arañar la superficie.
—¡Pero si él siempre vuelve a casa tan alegre, después de estar con usted!
—¿Sabe de qué hablamos?
—Pensé que era mejor no preguntarlo.
—¡De la historia de América! He ahí un hombre muy enfermo que, entre otras cosas, mató a su madre, y cuyo padre es un terrorífico tirano. Y ¿de qué habla cuando le invito a dejar vagar su mente? ¡De historia americana!
La declaración de que Eliot había matado a su amada madre era, en cierto modo, crudamente cierta. Cuando tenía diecinueve años se la llevó a navegar en bote por Cotuit Harbour. Al mudar un botavante, el golpetazo tiró a su madre por la borda. Eunice Morgan Rosewater se hundió como una piedra.
—Le pregunto con quién sueña —continuó el doctor— y me responde: «Con Samuel Gompers, Mark Twain y Alexander Hamilton». Le pregunto si su padre aparece alguna vez en sus sueños y me contesta: «No, pero Thorsten Veblen sí». Señora Rosewater, me siento derrotado. Dimito.
Eliot pareció algo divertido ante la dimisión del doctor.
—No entiende la enfermedad, así que se niega a admitir que exista —dijo en tono ligero.
Esa tarde fue con Sylvia al Metropolitan para el estreno de una nueva puesta en escena de Aída. La Fundación Rosewater había pagado los trajes. Eliot se veía simplemente maravilloso: alto, de rigurosa etiqueta, con el enorme y amistoso rostro sonrosado y los brillantes ojos azules como un anuncio de higiene mental.
Todo fue bien hasta la última escena de la ópera, en la que meten a los protagonistas en una cámara cerrada para que mueran asfixiados. Mientras la pareja llenaba los pulmones disponiéndose a cantar, Eliot les gritó:
—¡Duraréis más si os quedáis callados! —se puso de pie, se inclinó hacia fuera del palco e insistió—: ¡A lo mejor no sabéis nada sobre el oxígeno, pero yo sí! Creedme, ¡no debéis cantar!
El rostro fue quedándosele blanco y vacío. Sylvia le tiró de la manga. Eliot la miró con aire ausente y dejó que se lo llevaran como si fuera un globo de juguete.