Una cantidad de dinero es el personaje principal de este relato sobre la gente, del mismo modo que una cantidad de miel[1] podría ser perfectamente el protagonista de un relato sobre las abejas.
Esta suma de dinero era de 87.472.003 dólares con 61 centavos el día 1º de junio de 1964, por indicar un día cualquiera, día en que captó el interés de un joven picapleitos llamado Norman Mushari. La renta producida por esta interesante suma ascendía a 3.500.000 dólares al año, casi 10.000 al día… incluidos los domingos.
En 1947, cuando Norman Mushari sólo tenía seis años, dicha suma se utilizó para crear una fundación benéfica y cultural. Hasta ese momento ocupó el decimocuarto lugar entre las grandes fortunas familiares de América: la fortuna Rosewater. Pero, al ser convertida en una Fundación, ni los recaudadores de impuestos ni otras aves de presa podían poner las manos en ella. Porque la barroca obra maestra de problemas legales que era la Carta Constitucional de la Fundación Rosewater declaraba que la presidencia de la Fundación se heredaría del mismo modo que la corona británica: durante toda la eternidad pasaría al más íntimo y más viejo heredero del creador de la Fundación, el senador Lister Ames Rosewater, de Indiana.
Los parientes del presidente serían nombrados funcionarios de la Fundación al llegar a la mayoría de edad. Todos los cargos serían vitalicios, a menos que se probara legalmente la locura de algún funcionario. Podían marcarse un sueldo por sus servicios, un sueldo tan alto como quisieran; pero sólo sobre las rentas de la Fundación.
De acuerdo con la ley, la Carta Constitucional prohibía que los herederos del senador tuvieran nada que ver con la administración del capital de la Fundación. Este cuidado corría a cargo de una corporación nacida simultáneamente con la Fundación, llamada, con patente claridad, la Corporación Rosewater. Como casi todas las corporaciones, se dedicaba a la prudencia, a los beneficios y a las hojas de balance. Sus empleados estaban muy bien pagados; por eso eran felices y trabajaban con toda su inteligencia y energía. Su trabajo principal era el estudio de las acciones y bonos de otras corporaciones; pero entre sus actividades se incluía también la administración de una fábrica de sierras, una bolera, un motel, un Banco, una cervecería, varias granjas en Rosewater County, Indiana, y algunas minas de carbón en el norte de Kentucky.
La Corporación Rosewater ocupaba dos pisos en el número 50 de la Quinta Avenida de Nueva York, y tenía pequeñas sucursales en Londres, Tokio, Buenos Aires y Rosewater County. Ningún miembro de la Fundación Rosewater podía decir a la Corporación lo que había de hacer con el capital. Y viceversa: la Corporación no tenía autoridad alguna para indicar a la Fundación lo que había de hacer con los copiosos beneficios conseguidos por aquélla.
El joven Norman Mushari se enteró de todo esto cuando, después de graduarse en la Escuela de Leyes de Cornell con el número uno de su promoción, entró a trabajar con la firma de abogados que habían proyectado la Corporación y la Fundación, la firma McAllister, Robjent, Reed y McGee. Mushari era de origen libanés, hijo de un comerciante de alfombras de Brooklyn. Medía un metro sesenta. Tenía un trasero enorme, que parecía luminoso cuando estaba desnudo. Era el más joven, el más bajo y, desde luego, el menos anglosajón de los empleados de la firma. Empezó a trabajar bajo las órdenes del socio más senil, Thurmond McAllister, un suave viejecito de setenta y seis años. Jamás hubiera sido aceptado en la firma si los otros socios no hubieran pensado que las operaciones de McAllister aún podían ser un poco más viciosas.
Nadie salía a almorzar con Mushari. Comía solo en cafeterías baratas y estudiaba el enorme crecimiento de la Fundación Rosewater. No conocía a ningún Rosewater; lo que le emocionaba era el hecho de que esta fortuna fuera el mayor paquete de dinero representado por McAllister, Robjent, Reed y McGee. Recordaba lo que le dijo una vez su profesor favorito, Leonard Leech, sobre el modo de progresar en la carrera: así como un buen piloto de avión siempre debe estar buscando un lugar para aterrizar, un abogado siempre debe estar buscando situaciones en las que grandes cantidades de dinero estén a punto de cambiar de dueño.
—En toda transacción —había dicho Leech— hay un momento mágico durante el cual un hombre ha entregado ya su tesoro y el que ha de recibirlo aún no lo tiene. Un abogado listo hará que ése sea su momento, apoderándose del tesoro durante un mágico microsegundo, cogiendo un poco para sí y entregándolo después. Si el hombre que ha de recibirlo no está acostumbrado a la riqueza, tendrá un complejo de inferioridad y cierto vago sentimiento de culpabilidad, y el abogado puede quedarse a veces con la mitad del paquete y recibir, sin embargo, las balbuceantes gracias del receptor.
Cuanto más revisaba Mushari los ficheros confidenciales relativos a la Fundación Rosewater, más excitado se sentía, especialmente cuando estudiaba la parte de la carta que exigía la expulsión inmediata de cualquier funcionario cuya locura pudiera demostrarse. Se rumoreaba en todas las oficinas que el mismísimo presidente de la Fundación, Eliot Rosewater, hijo del senador, era un lunático. Claro está que lo decían en broma, pero, como Mushari sabía bien, las bromas son difíciles de explicar en un tribunal. Sus compañeros de trabajo se referían a Eliot con diversos motes: «el chiflado», «el santo», «Juan el Bautista», etcétera.
Desde luego —se decía Mushari—, hay que conseguir que la ley lo coja por su cuenta.
Según todos los informes, la persona que ocupaba el siguiente lugar en la línea de sucesión para la presidencia de la Fundación, un primo que vivía en Rhode Island, era inferior en todos los aspectos. Cuando llegara el momento, Mushari le representaría.
Como no tenía oído para la música, ignoraba que también él tenía un apodo en la oficina, contenido en una tonadilla que todo el mundo silbaba, generalmente, al cruzarse con él. La tonadilla era Ahí va la comadreja.
Eliot Rosewater fue nombrado presidente de la Fundación en 1947. Cuando Mushari empezó a investigarle, diecisiete años más tarde, Eliot tenía cuarenta y seis años. Mushari, que se creía tan valiente como el pequeño David a punto de degollar a Goliat, tenía exactamente la mitad de sus años. Y era casi como si el mismo Dios quisiera que ganase el pequeño David, pues todos los documentos confidenciales que caían en sus manos demostraban que Eliot estaba más loco que una cabra.
Por ejemplo, en un archivo secreto, en la caja fuerte de la firma, había un sobre con tres sellos que había de entregarse a la muerte de Eliot a quienquiera le sustituyera en la dirección de la Fundación. Dentro había una carta suya, que decía así:
«Querido primo, o quienquiera que seas: Felicidades por tu buena suerte. Diviértete. Tal vez aumenten tus perspectivas al conocer la clase de manipuladores y custodios que ha tenido hasta ahora tu increíble fortuna.
»Como muchas grandes fortunas americanas, la Rosewater fue acumulada en primer lugar por un granjero cristiano, estreñido y sin sentido del humor, que se dedicó a la especulación y el cohecho durante y después de la guerra civil. El granjero era Noah Rosewater, mi bisabuelo, que nació en Rosewater County, Indiana. Noah y su hermano George heredaron de su padre, un pionero, seiscientos acres de tierra de labor, tierra obscura y rica como un pastel de chocolate, y una pequeña fábrica de sierras que estaba casi en la bancarrota.
»Llegó la guerra. George reclutó una compañía de fusileros y se puso a su frente. Noah pagó a un idiota del pueblo para que luchara en su lugar, transformó su factoría para dedicarla a la fabricación de espadas y bayonetas, y montó un criadero de cerdos en la granja. Abraham Lincoln declaró que no había precio que fuera exagerado si contribuía a la restauración de la Unión, así que Noah valoró su mercancía a escala con la tragedia nacional. E hizo este descubrimiento: las objeciones que pudiera poner el Gobierno al precio o calidad de sus mercancías se eliminaban fácilmente con pequeñísimos y ridículos sobornos.
»Se casó con Cleota Herrick, la mujer más fea de Indiana, porque tenía cuatrocientos mil dólares. Con ese dinero extendió su fábrica y compró más granjas, todas en Rosewater County. Llegó a ser el mayor comerciante de cerdos en todo el Norte. Para no ser víctima de los conserveros de carne, compró intereses que le dieron el control de unos mataderos en Indianapolis. Para no ser víctima de los proveedores de acero, compró intereses que le dieron el control de una compañía de acero de Pittsburgh. Para no ser víctima de los proveedores de carbón, compró intereses que le dieron el control de varias minas. Para no ser víctima de los prestamistas, fundó una banca.
»Y esta repugnancia paranoica a ser víctima le obligó a ocuparse más y más de valiosos papeles —acciones y bonos— y menos de las espadas y cerdos. Sus experimentos, pequeños al principio, con papeles de poco valor, le convencieron de que podía venderlos sin esfuerzo. Y mientras continuaba sobornando a los miembros del Gobierno para expandir sus negocios, su interés principal se centró en el mercado de valores.
»Cuando los Estados Unidos de América, que pretendían ser una utopía general, apenas contaban un siglo, Noah Rosewater y unos pocos hombres como él demostraron que los Padres Fundadores habían sido un poco descuidados en un aspecto, ya que esos recientes antepasados no establecieron que debía ponerse un límite a la riqueza individual, despiste engendrado por la simpatía bonachona para con aquellos que aprecian las cosas caras, y la convicción de que el continente era tan grande y valioso, y la población tan pequeña y emprendedora, que ningún ladrón, por muy aprisa que robara, podía causar graves inconvenientes.
»Noah y unos pocos como él comprendieron que, en realidad, el continente no era infinito y que los funcionarios venales, en especial los legisladores, se dejaban persuadir con facilidad de disponer de grandes cantidades a su antojo y colocarlas de modo que cayeran donde Noah y los suyos estaban esperándolas.
»Y de este modo, un puñado de rapaces ciudadanos llegó a controlar todo cuanto valía la pena controlar en América. Así se creó el salvaje, estúpido, totalmente inapropiado e innecesario sistema de clases americano. Se llamó vampiros a los ciudadanos honrados, industriosos y pacíficos que pedían un sueldo para vivir, mientras éstos contemplaban que, a partir de ese momento, los únicos que triunfaban eran los que cobraban fabulosamente por cometer crímenes contra los cuales no se habían dictado leyes. Y así el sueño americano fue hinchándose como un globo, que ascendió lleno de gas hasta la superficie de la codicia ilimitada y subió a lo alto bajo un sol de mediodía.
»Seguramente que el lema e pluribus unum, escrito en las monedas, fue la suprema ironía en esta utopía, ya que cada americano grotescamente rico representaba propiedades, privilegios y placeres negados a la mayoría. A la luz de la historia de todos los Noah Rosewater, el lema más adecuado sería: Agarra más que demasiado, o no conseguirás nada en absoluto.
»Y Noah engendró a Samuel, que se casó con Geraldine Ames Rockefeller. Samuel todavía se interesó más en la política que su padre y sirvió incansablemente al Partido Republicano, contribuyendo, como un perfecto hacedor de reyes, a la elección de hombres que bailarían como derviches al son que él tocara, y ordenarían a la milicia que disparara a la multitud cuando cualquier pobre hombre sugiriera tan sólo que entre él y Rosewater no se había previsto ninguna distinción a los ojos de la ley.
»Y Samuel compró periódicos, y compró predicadores también. Sólo les inculcó esta lección, que ellos enseñaron incansables: Todo el que piense que los Estados Unidos de América son una utopía, es un asqueroso, un perezoso, y un maldito idiota. Samuel afirmó rotundamente que la mano de obra en una fábrica americana no valía más de ocho centavos al día, aunque a la vez se sentía agradecido por la oportunidad de pagar cien mil dólares o más por el cuadro de un italiano muerto hace tres siglos. Como remate de su insulto, regaló cuadros a los museos para la elevación espiritual de los pobres. Los museos cerraban en domingo.
»Y Samuel engendró a Lister Ames Rosewater, que se casó con Eunice Eliot Morgan. Algo puede decirse en favor de Lister y Eunice: al contrario que Noah y Cleota, y Samuel y Geraldine, tenían sentido del humor y reían sinceramente. Como curiosa posdata a la historia, Eunice llegó a ser campeona de ajedrez de Estados Unidos en 1927 y en 1933.
»Eunice escribió también una novela histórica sobre un gladiador femenino, Ramba de Macedonia (best-seller en 1936). Murió en 1937, en un accidente de navegación en Cotuit, Massachusetts. Era inteligente y divertida, y se preocupaba sinceramente por la situación de los pobres. Era mi madre.
»Su marido, Lister, jamás se dedicó a los negocios. Desde el día en que nació hasta el momento en que escribo esta carta, siempre ha confiado la administración de su capital a los abogados y banqueros, pasándose la vida en el Congreso de los Estados Unidos, dedicado a enseñar moral, primero como representante del distrito cuyo centro es Rosewater y luego como senador por Indiana. Que realmente sea, o haya sido alguna vez, una persona de Indiana, es una tenue ficción política. Y Lister engendró a Eliot.
»Lister no ha meditado jamás en los efectos e implicaciones de su heredada fortuna; ésta nunca le ha divertido, preocupado o tentado; ni siquiera le alteró el entregar el noventa y nueve por ciento de la misma a la Fundación que ahora deberás dirigir.
»Y Eliot se casó con Sylvia Du Vrais Zetterling, patrocinadora de las artes. Su padre fue un famoso violoncelista. Sus abuelos maternos fueron una Rothschild y un Du Pont.
»Y Eliot se convirtió en un borracho, un soñador de utopías, un santo de palo, un loco inútil. No engendró a nadie.
»Bon voyage, querido primo o quienquiera que seas. Sé generoso. Sé amable. Si quieres, puedes ignorar las artes y las ciencias; nunca ayudaron a nadie. Pero debes ser un amigo sincero de los pobres».
La carta estaba firmada:
«El difunto Eliot Rosewater».
Norman Mushari, cuyo corazón daba saltos de júbilo, alquiló una caja de seguridad y metió allí la carta. Aquella primera pieza de sólida evidencia no estaría sola mucho tiempo.
Regresó a su cubículo y reflexionó que Sylvia había iniciado ya el proceso de su divorcio, nombrando representante al viejo McAllister. Como se hallaba en París, Mushari le escribió allí una carta, sugiriéndole que, en los procesos de divorcio amistosos y civilizados, era costumbre que los litigantes se devolvieran mutuamente las cartas. Le pidió que le enviara todas las que hubiera guardado de Eliot.
Y recibió cincuenta y tres a vuelta de correo.