9

Ese domingo, como, por otra parte, todos los precedentes, Madame Augusta me llevó al santo oficio. Esta era, además de mis paseos y la gimnasia cotidiana, la única salida autorizada de nuestro «monasterio».

En la iglesia, me puse de pie encima de la rejilla de la calefacción. El aire caliente me subía hasta el sexo. Al inclinarme, me alcanzó los senos. Fue sobre todo entonces cuando me sentí libre entre todas aquellas mujeres sometidas a sus prendas.

Evadiéndome de las habituales plegarias, me veo en la estaca, emparedada en mi celda con la punta de los pies ofrecida a los excesos de los garbanzos. La estaca es una de las pruebas cuyo rigor queda inmediatamente recompensado por el sentimiento de la perfección; de ahí la impaciencia por realizarla y la voluntad de resistirla. Es sin duda el acortamiento progresivo de la cadena, realizado día a día gracias al esmero de Madame Augusta lo que me exalta, porque eleva y proyecta mi mentón por encima y más allá de mi collar, asegurando al mismo tiempo mi estabilidad mediante la doble protuberancia de las tetas y del culo. Pero ¿qué es eso comparado con el espesor de los granos bajo mis dedos separados y al acto martirizados por los garbanzos que se insinúan entre ellos? Arqueo muy fuerte los tobillos y aprieto con violencia las nalgas, pero el aire caliente es demasiado agradable y nada ocurre.

A la salida de la iglesia, soplaba el cierzo arrancando vellones a los árboles de la alameda. Me detuve frente a la fuente congelada con el objeto de definirme mejor a medida que el frío retomaba, por la parte de abajo, posesión de mi desnudez, aislándola progresivamente del calor recibido. Caminé sin forzar el paso, orgullosa bajo mi peluca negra, feliz de que el cuero de mis escarpines protegiera tan mal mis pies desnudos, atenta a mis piernas y a mis nalgas escarchadas.

Al abandonar la alameda para tomar el sendero entre los huertos, desabotoné mi abrigo de cuero forrado en piel. Con las manos hundidas en los bolsillos, mantuve abierto mi abrigo; quedé sin respiración y me cogí el vientre con las manos para protegerlo, dejando libre el pecho. A cien metros de la casa, dejé mi sexo al desnudo, las manos colgando a cada lado y terminé mi recorrido, abierta, dura como el mármol frío, abrasada no obstante por mis deseos pese a la ingratitud del tiempo.

Sé que Gilbert ha llegado, porque el sendero está surcado de huellas de ruedas de coche. Un gran mirador acristalado, al que se accede mediante tres escalones, protege la planta baja de la villa. Pronto me encuentro en él, cómoda casi a pesar mío, abrigada del viento cortante en la luz amortiguada del hielo, que, obturando la menor fisura, lo hace todo hermético.

Frente a mí se abre la puerta del apartamento. Aparece Gilbert, vestido con un chaquetón acolchado. Me ofrezco a él con el abrigo abierto. Gilbert me sonríe, se acerca, toma mis labios. Con una mano, mantiene levantado mi mentón; con la otra, hace deslizar la piel, que cae a nuestros pies. Prolonga el beso. Yo me quito los zapatos.

A señal suya, recojo zapatos y abrigo y se los entrego. Me quedo sola y desnuda, caliente en mi carne helada. Gilbert reaparece enseguida, trayendo un látigo de nueve correas, con pequeñas púas de acero. Mi cuerpo lleva, atenuadas, las huellas de los azotes infligidos durante la última flagelación por Madame Augusta.

—Qué regularidad en los intervalos —me felicita.

—Mi habilidad rellenará esos espacios descuidados —añade Gilbert. Su mano pesa sobre mi nuca, me inclino con los brazos delante de mi sexo. Ahueco la espalda.

—¡Beacul, no te muevas! —me ordena.

Las correas silban, muerden la intersección de las nalgas con los muslos, duplicando las huellas anteriores. Con el aliento cortado, dejo escapar una especie de ladrido, me tambaleo, el corazón me falla. Me sostiene, me habla con suavidad:

—Sí, lo sé, cuanto más fría está la carne, más sufre.

Un beso roza mis labios, una mano acaricia mi sexo, gruño. Me incorpora, me obliga a inclinarme hacia atrás. Cruzo las manos a la espalda, junto los muslos, los endurezco. El azote se abate, terrible, justo debajo de mi hendidura depilada, renovando allí la antigua marca.

Me oigo gritar y me desplomo en el abrazo caliente del hombre vestido que ya no puede dudar de mi alegría en el sacrificio.

—¡Rápido, no vayas a enfriarte!

Sosteniendo con las dos manos mis senos petrificados, emprendo una carrera a paso de gimnasia por todo el mirador.

—¡Levanta las piernas, más alto! ¡Qué los talones golpeen las nalgas!

El látigo de cuero, manejado con dulzura, me estimula sin violencia, pero sin pausa y sin escatimar lugar alguno entre la nuca y la planta de los pies, calentando rápidamente el conjunto del cuerpo que enrojece y se pone color carmín.

—¡Ahora, coge la cuerda y úsala aquí mismo!

Sigue la carrera «a gatas», de puntillas y sobre las palmas de las manos, con la espalda combada, los senos ofrecidos, a intervalos razonables, a la caricia de las púas siempre ávidas de las correas. Al cabo de media hora de «cultura física», volvemos a entrar y, tras permitirme arrodillarme, Gilbert se instala frente a mí.

Su mirada inquisitiva ha perdido insistencia. Le siento deseoso de relajarme. Todo en él se ablanda. Incluso su voz se hace más insinuante:

—¿Cómo has mantenido viva mi presencia en esos quince días? —me pregunta.

—Comportándome, cuando tenía que someterme a las fantasías de Madame Augusta, como si fueran tuyas —respondo.

—¿Por amor al castigo?

—De ningún modo. Sería, me parece, conducirme como una cría que disfruta quitándose las bragas y recibiendo azotes. Sin duda hay algo de eso, pero es sobre todo el sentimiento de dedicarme a un culto, a una liturgia en la cual tú eres, según siento, a la vez el Dios y el sacerdote.

—Aquí alcanzamos —observa Gilbert—, y me alegra que tu evolución me permita hablarte de ello, las bases mismas de este «Orden» erótico en el que acabas de ser sumariamente introducida y que te permite existir con mayor intensidad.

—Es verdad, existo con mayor intensidad. La profunda ternura de Batilde primero y, después, tu atención permanente en cada una de mis pruebas, me han ayudado a superar los obstáculos de la curiosidad temerosa y del dolor, al principio mal aceptado y luego, por fin, convertido en voluptuosidad. Solicitada por un rasgo de humor, por una insolencia de niña, por un capricho de mujer exigente, la sucesión de tormentos hizo que cada semana se elevara un poco más la pirámide que es ese don de sumisión tumultuosa de las relaciones carnales.

Me sorprendo de verme tan charlatana, pero Gilbert parece, por el contrario, favorecer con un gesto consentido de la mano mi confesión y, liberada, continúo:

—El largo camino de la espera, puntuado por suaves y lentas emociones de los sentidos, ocultas al principio y luego reveladas cada día más como secretos desvelados tras de cada esfuerzo, ¿sería acaso la trama de lo que llamas «orden erótico» y que desconocía hasta ahora?

—Eso es; la disciplina y la mortificación constituyen su núcleo. El medio para llegar a ellas es una lenta y metódica iniciación cuyo resultado debe ser una toma de conciencia, y cuya consecuencia será la búsqueda ulterior del mejor empleo de ese don revelado. Así es cómo, en el plano práctico, las solicitaciones místicas, como las diversas humillaciones y la meditación, unidas a ejercicios físicos de disciplina corporal de naturaleza distinta, como el látigo y el empalamiento, te han conducido de manera natural a tu bautismo de sangre, y hasta a la horca, cima vertiginosa de la Regla. Al comienzo, se te azotaba como castigo; ahora, el castigo, esa voluptuosidad en el sufrimiento, es una recompensa a tu espera.

Mientras habla, Gilbert se desnuda y, por el bulto y la humedad de su slip, calibro la excitación de su sexo. Roza mis senos con sus labios. Le interrogo con la mirada, y su respuesta no se hace esperar:

—Sí, aquí estás, con ese gusto por el pecado que te posee totalmente, ¿no es así?

Asiento.

—Sí, ¿hasta el sacrilegio?

—¡Sí, naturalmente!

—¿Y te confiesas de rodillas?

—Sí.

—¿No te cuesta mucho ese gesto?

—No, estoy mejor así.

Así colocada, contemplo mi cuerpo que se desdobla en el inmenso espejo que cubre enteramente la pared opuesta a las ventanas. Procuro reencontrar en el espejo, sin que me lo solicite y con cierto orgullo, la pose ideal que tan a menudo he adoptado bajo su mano: juntar pies y rodillas, hundir el vientre y mantener las manos a la espalda con el objeto de que los hombros se encojan y, que, «arqueada de proa y de popa», como él precisaba a menudo, me ofrezca a todo. Es verdad que tener las manos a la espalda es más engorroso, pero, así suspendidas bajo los omóplatos, dejan libres los riñones y no comprometen esa prominencia de la grupa que él calificó un día de «excepcional». Por cierto, si estuviera menos arqueada, no disminuiría mi aceptación, pero el estarlo intensamente la ratifica con una especie de necesidad. Analizar así mi conducta me brinda la manera de provocar, de renovar y hacer durar la situación hasta la perfección.

Gilbert adivina mi pensamiento.

—¿Sin duda comprendes que no puede ser de otra manera? —pregunta.

—¡Lo admito convencida!

Gilbert se levantó y se colocó detrás de mí, lejos, allende el alcance de mi mirada y el reflejo del espejo. Por un momento, permanecí en la incertidumbre, pero pronto regresó, liberado de su slip. Frente a mí, acariciándome un seno con la punta de un pie, buscó la distancia adecuada para que yo no pudiera alcanzarlo más que adelantando todo lo posible la cabeza, con los riñones arqueados de tal manera que mi grupa alcanzara su pleno desarrollo en la separación de los muslos y que el espejo reflejara mis aberturas en toda su generosidad. Fiel a la intención de situarme en la más acabada perfección, le sugerí que me atara las manos por encima de los lomos, lo cual se llevó a cabo de inmediato.

En los momentos de descanso, entre dos lentas y profundas absorciones golosas, le repito que adoro atracarme así y cuan sensible me resulta la doble atadura de la cuerda.

—Mediante este artificio —pondera Gilbert— se vuelven obligatorios la desaparición de los hombros y el acercamiento de los omóplatos, cuya protuberancia no es menos conmovedora que la separación de las nalgas.

Mi boca, sometida a una succión paciente, minuciosa, exhaustiva, alcanza una espléndida armonía con su sexo tendido hacia el gozo.

Más tarde, tras haberme nutrido, me atrevo a preguntar:

—¿Y cómo imaginas tú la continuación?

—Sin duda, bastaría con explotar tus disposiciones místicas, como en otros tiempos ocurrió con Palmira y Jacinta, para obtener, primero, obediencia y, después, total adhesión y satisfacción inequívoca. Por otra parte, convendría racionalizar tu comportamiento cotidiano, presentártelo como necesario y completar su evidencia lógica mediante un desarrollo histórico. Nuestras pasadas diligencias constituyen ya un método, ¿pero no conservan acaso un carácter empírico y, por eso, torpe? Una progresión sistemática y razonada nos aseguraría sensaciones más ricas. Recuerda que tu esposo está a punto de volver. El regreso a tu casa será para ti la ocasión de hacer la síntesis de lo vivido aquí, así como de recobrarte del todo.

—Creí que a partir de ahora me quedaría contigo. No deseo regresar a la mediocridad.

—Sin embargo, deberás regresar a tu vida habitual. El retiro, tal como lo has vivido, no es sino una fase excepcional que no adquiere valor más que en el hecho de ser excepcional. Es evidente, y puedes estar segura de ello, que, cuando el señor Darty vuelva a ausentarse en una misión, se te brindará la posibilidad de participar en una nueva fase de lo que debes considerar como un juego, un juego muy serio, claro, porque exige un compromiso psíquico y físico completo, pero un juego al fin. En ese momento, definiremos exactamente tus aspiraciones, con el objeto de que tu placer sea «a tu medida». ¡Y, a partir de ahora, Beacul, deberás cultivar la espera!

—¿Pero no podría verte, pese a la presencia de mi marido?

—No, Beacul, a partir de ahora no podría satisfacerme con tu sola presencia; las sesiones de pose serían un tormento vano e inútil.

—Comprendo, tienes razón, ¿pero no podría acondicionar en mi casa una celda en la cual poder mortificarme a gusto?

—Es verdad, eso podría hacerse. Sin embargo, ¿para qué vivir de ilusión cuando la realidad es tanto más fiel a la verdadera sensación?

—Es verdad, Gilbert, no soy razonable.

Me arrojo a los pies de mi amo y toco con esmero y humildad cada uno de los dedos de los pies del ser amado.

Él se confiesa:

—Que te guste ser azotada no me sorprende demasiado, pero que sea con semejante ternura y que, a partir del instante en que superas el paroxismo del sufrimiento, goces tan furiosamente, me excita más que la vista de tus carnes ensangrentadas.

Así es cómo me advierte que voy a ser pronto flagelada de la nuca a los talones, hasta sangrar.

—¿Consientes? —pregunta tan sólo.

—¡Sí, me sorprende de no haber tenido que consentir antes!

—¿Te someterás también a los castigos susceptibles de acentuar el sabor incisivo de esta tortura?

—Me someteré.

—¿Recuerdas que deseaba que tus aberturas estuvieran selladas? Pues bien, lo estarán.

En seguida, me introducen en el sexo un escobillón de cuero liso, muy invadiente, que puede retirarse mediante una anilla escondida por mis labios; mi boca recibe un chupete con disco y anilla de hueso, cuya tetina de goma compacta alcanza la dimensión de un huevo; mi ano, por fin, es penetrado por un tapón concebido poco más o menos como el chupete, pero atravesado por una cánula del grosor de un cigarrillo, obturable a voluntad mediante una clavija.

Al sugerírseme volver a mi celda, taponados coño y culo, y el chupete en el hocico, franqueo de rodillas la puerta mística.

Él ha entrado. No vuelvo la cabeza. Me regocijo de presentarme tal como él lo desea y me lo impone la Regla. Se ha contentado con arrodillarme en mi lugar e introducir mi cabeza en la guillotina. Un profundo silencio me permite creer que me ha abandonado por un momento.

Después, sin advertencia alguna, todo me pica, todo me rasca y, luego, intensamente, todo el culo arde. Gilbert no emplea toda su fuerza para azotarme, pero actúa de manera tal que aprecio en seguida que lo haga con tanta severidad y con un pesado látigo de cuero claveteado. Juiciosamente, reparte los azotes; la anestesia local despierta en mí a la perra.

—¿Te gusta, Beacul? —me pregunta en seguida.

—Sí, me gusta.

—Entonces, ya no te debo nada más.

Sin que me lo ordenen, me dedico a contar y a agradecer espontáneamente y en voz alta cada una de las mordaces caricias. El soportarlas sin jamás olvidar decir la cifra ni gritar mi agradecimiento, no es en modo alguno prueba de que el castigo sea insignificante, ni de que haya retenido mis lágrimas y el moco que me corría por la boca. Cuando me señalaron que corría la sangre y, después, cuando la sentí deslizarse por mis muslos, una prodigiosa hinchazón se apoderó de mi sexo y de todo mi ser, me llenó hasta los ojos, hasta debajo de las uñas, y, aullando cifras, vociferando mi gratitud, estallé, jugosa como un fruto maduro.

La salazón es mucho más «salina» que antes. Es imposible exigir sangría más copiosa, y pantorrillas y pies más pringosos.

Y ahora, otra vez, el collant de crin, monacal, tumbarme en las mallas metálicas de la rejilla y el vértigo de la larga noche que va a imponerse, trivial, hasta el próximo juego, como dice Gilbert. Mis manos sólo se permiten permanecer planas a uno y a otro lado del tormento que fascina por los pensamientos que suscita gracias a la vuelta a la Norma y a la Cámara de los Suplicios.

De las paredes encaladas cuelgan aceradas ramas de escaramujo, cuyo color recuerda los cuernos de un ciervo y que son como promesas de futuros castigos.

Gilbert, en su viril ostentación, se funde en un desgarrador homenaje a la ola triunfante de las salas ensangrentadas; su boca embriagada se apodera de todos mis orificios, sus labios se eternizan y se agarran a ellos, hasta tal punto me exaltan que termino gritando:

—¡Chupa mi sangre, Barón!