8

Por la mañana, me ha despertado Madame Augusta. Me ha quitado la manta y desatado los correajes. No me ha hablado. Me miraba con ojos tristes y apretaba los labios. Me he puesto de espaldas, ella me ha levantado la ropa y propinado una vigorosa flagelación manual. Nada ha cambiado en su atuendo, salvo la manga derecha de su blusón, arremangada hasta el hombro, poniendo al descubierto un brazo robusto y muy blanco. Me he quitado la camisa; después, desnuda y con el sexo húmedo, he seguido a mi gobernanta hasta el baño. Me lavan como a un bebé, me enjuagan con agua fría. Los instantes siguientes se hacen penosos. Mi excitación ha desaparecido. Me he sentado en el escabel de madera blanca… El aire es vivo y siento el frío. Todavía un poco dormida, me pregunto si no estoy lanzándome a una empresa que me traerá más decepciones que momentos de felicidad. Mi gobernanta se ha alejado un momento; me trae café muy cargado y tres bizcochos. La bebida caliente me reanima y comprendo que he superado el momento crítico. Los tratamientos que vienen a continuación no hacen más que acelerar el regreso de mis deseos, y mi sexo vuelve a conmoverse. La verdad es que hace mucho tiempo que no se le concede el gozo.

El espejo me revela la extravagancia de mi peinado. Por orden de Gilbert, había dejado crecer mis cabellos; me llegan a los hombros. Mi gobernanta los divide en varios mechones que trenza fuertemente. Quedo así coronada de espigas que, reunidas en lo alto de la cabeza, son anudadas por un lazo de goma que asegura su tracción y su cohesión.

Me afeitan las cejas y las axilas, me maquillan sin exceso, me perfuman. Un collar aprisiona mi cuello. Es de cuero grueso y siete centímetros de ancho; me obliga a levantar la cabeza. Está provisto de dos anillas. Las manos quedan sujetas a la espalda por un brazalete del mismo tamaño. Ciñe cada uno de mis tobillos un anillo de plata; una cadenita de treinta centímetros, removible, ata ambos anillos. No me permitirá más que pasos extremadamente cortos, efectuados necesariamente sobre la punta de los pies. Han fijado una correa a la anilla que cuelga de mi nuca. Mi excitación es enorme, mis ojos lanzan llamas, me considero perfectamente preparada. Se abre la puerta. Trenzada como una potranca, atada, trabada, camino lentamente, sostenida por mi guardiana. Desciendo la escalera. Paralela a los escalones, la cadena, tirante, no permite un descenso normal. La escalera conduce al cuarto de estar, pero no tomamos el camino más corto. Me hacen atravesar la cocina y salimos al patio. El tiempo está desapacible. Bajo una lluvia fina y dulce, no experimento sensación de frío alguna. Al contrario. En el centro del patio, por el suelo, han dispuesto una vasija de porcelana blanca, un cubo de esmalte azul, una cubeta que contiene agua y una esponja. Sólo entonces comprendo por qué me ha sido negada la satisfacción de mis necesidades. La invitación se formula en términos humillantes:

—Cuando quieras, Beatriz, hacer tu pipí y tu caca…

La respuesta llega conforme al protocolo impuesto:

—Sí, por favor, haré pipí y caca.

Deslizan la vasija entre mis piernas separadas; después, sostenida por mi gobernanta, me acuclillo sobre el cubo. Antes de erguirme, interviene la esponja. El cerrojo de la puerta de la celda se ha abierto desde el interior. Entro al lugar de mi castigo como se entra a un monasterio. Dan las ocho. Es el momento de mi confesión. Soy feliz.

Gilbert ocupa el sillón. Heme aquí arrodillada ante él. No lleva más que un slip blanco y zapatillas negras. Está bronceado, peludo. Lo encuentro soberbio. Me mira durante un rato; después, adelantando la mano derecha, acaricia mis cabellos.

—Beatriz —dice—, aquí estás, convertida en perra. Llevas correa como un perro de lanas y collar de cuero. Estás encadenada, te llevan atada. ¿Aceptas tu suerte?

—Sí, acepto mi suerte.

—Eres un animal noble, pero doméstico o, más bien, por domesticar. Te debo el estar satisfecho porque te veo sumisa y que has elegido esta sumisión. Pero es preciso que yo ejerza esta sumisión, que la exija de tu boca, de tus manos, de tus pies y sobre todo de tu grupa, porque eres y debes ser ante todo un culo, perpetuamente ofrecido al látigo. A veces, conocerás el reposo, pero, mientras te esté domando, te llamarás º. No serás tan sólo azotada. Se me ocurrirá a veces flagelarte desde la nuca hasta los talones y provocar el sufrimiento en todo tu cuerpo, pero jamás deberás olvidar que, de hecho, sólo existes en esa parte de tu cuerpo que va de los riñones a las pantorrillas. ¿Lo recordarás?

—Sí —digo—, recordaré que no soy más que un culo y que no debo pensar, ni ver, ni hablar ni sentir más que por él.

Gilbert me concede sus labios.

—Te amo, Beatriz, y te doy las gracias. Ahora, Madame Augusta, ¿querrá ocuparse de Beacul?

El potro de castigo comporta tres partes traseras, provistas de apoya–pies, dos patas laterales muy separadas y una pata central, esta con dos soportes en lugar de uno solo. Cuando se aplica el látigo en los tobillos, al ser inmóviles los apoya–pies, estos quedan inmovilizados a uno y otro lado de la pata central. Al estar fijos los apoya–pies, su uso ofrece también otra ventaja. Permite alzar la grupa al máximo, separarla del cojín, ofrecerla en su amplitud y hacerla mucho más móvil.

Antes de cabalgar, debo conocer el instrumento de la mortificación. Se trata de una mano de goma, gruesa y cerrada, enganchada en el extremo de una vara de bambú de setenta centímetros. Debo sufrir cincuenta aplicaciones, con las nalgas abiertas y la grupa levantada. Madame Augusta actúa con rigor ante la mirada de mi amo. La resistencia adquirida y la extrema excitación en la que me encuentro me permiten soportar sin aullar los cincuenta golpes de la terrible raqueta. Lloro cuando su mordedura afecta el interior de los muslos, pero no grito. Mi amo se declara satisfecho.

—Jamás he visto una grupa más perfectamente amoratada —declara.

Ha llegado el momento de completar mi aspecto de perro de lanas mediante un artificio apropiado. Se trata de una malla de tejido elástico, enteramente forrada —salvo en las rodillas y las mangas— de un cepillo de crin sobre el cual, en el exterior, se ha pegado una piel rizada parecida a la del animal en cuestión. Me desatan para introducirme en mi segunda piel. Como entre el cuello y los riñones el cierre de la malla consiste en una cremallera, la parte superior del traje cae sobre la inferior. Les cuesta mucho enfilarme la malla por abajo, porque la estrechez de las piernas hace difícil el paso de los pies. Sin embargo, salen uno tras otro de la piel que se detiene en los tobillos, a la altura del brazalete. Conservo los pies desnudos. La adherencia es perfecta, pero no estoy enteramente encerrada, porque una abertura ribeteada de cuero deja libre el sexo, y una segunda hendidura, reducida a lo estrictamente necesario, da por detrás acceso a mi ano. Levantan la parte superior del traje. Calzo las mangas y después recibo la orden de separar los brazos con el objeto de que mi gobernanta pueda encerrarme en mi cilicio. El cuello permanece libre. La corta cola peluda, fijada en el vértice de las nalgas, se yergue atrevida por efecto de la tensión. Mi toma de hábito es efectiva.

Me colocan en el ángulo frente a la puerta de entrada, otra vez con las manos fuertemente atadas. Me arrodillo allí. Una cadena corta, fijada a la anilla debajo de mi mentón, alcanza un gancho grande que han clavado en la intersección de los muros, a la altura deseada. Juntan los brazaletes de mis tobillos. Me advierten que no flexione las rodillas. Me quedo sola. De la habitación vecina me llega el eco de las nueve campanadas de las nueve.

¿Cómo describir el estado en el cual voy penetrando poco a poco, a medida que se escurre el tiempo que temo despilfarrar? ¿He gozado acaso del lujo de la conciencia? No, todo ha sido rápido, un choque, una conmoción, es cierto, pero ajeno a toda reflexión. «Orden contemplativa». Ahora aprehendo la significación de esa elección, la voluptuosidad de la oración sobre mí misma, sobre esta condición de perra en celo. La única urgencia es la de pertenecer a esa orden sin equívocos, a esa larga sentencia que se lleva a cabo en la privación, la perturbación, el sufrimiento.

No soy objeto, porque el objeto no elige, y yo he elegido. Instrumento, sí, instrumento por resonancia, grupa, nalgas de resonancia, tambor sonoro, pero el tambor no siente que es golpeado. Castigo, sí, único concepto posible, porque esta es la necesidad de ese sexo exigente, imperioso, abierto, tendido, húmedo hasta el punto de mojar el pavimento con un hilo continuo de miel cuyo charco se extiende entre el muro y mis rodillas. «Beacul», sí, y con alegría, pero sobre todo sexo, sexo inteligente expresado en esa lógica despeada del látigo, de las ataduras del castigo, de la crin. ¿Cómo existir entre dos orgasmos, si no es en esta prosternación? ¿Cómo tener paciencia sin la tortura del azote, cómo contener ese deseo sin la complicidad del cilicio, de ese maravilloso guardián, cuya vigilancia se ejerce en todas partes a la vez, hasta la raja de la grupa, sorprendiéndote con todas sus púas al menor movimiento y de modo más imperativo e incisivo a medida que transcurre el tiempo? Cepillo nunca pérfido, desprovisto de la elasticidad de la crin vegetal; cepillo acerado, penetrante, que llevo hace apenas una hora, pero que llevaré todo el día, según acaban de avisarme. Castigo lento, progresivo, fuego de la epidermis, congestión del sexo, condición de ese espasmo siempre prometido y siempre aplazado.

Ha venido mi amo. Ha abierto mi cilicio, liberando un instante parte de mi espalda. Después, ha vuelto a cerrarlo. Con una mano, ha girado mi cabeza en la medida en que lo permite mi cadena.

—Es de jabalí rapado —precisa—. Parece ser de lo más eficaz.

Ha rozado mis labios con los suyos y se ha ido. Este contacto me ha enloquecido. Saber que mi cilicio es el mejor del mundo alimenta mi orgullo y despierta mi sexo soñoliento. Prosigo mi ensoñación y el gozo siempre cercano atenúa la espera.

Hasta las once mi gobernanta no me propuso la vasija y el cubo. Pedí la vasija y, después, autorizada a sentarme en el escabel, fui alimentada con tres bizcochos y una taza de café muy azucarado. Para completar la comida, un postre abundante y sabroso, servido con cucharilla; son avellanas que debo masticar lentamente. No siento repulsión alguna, sino un fluir de la vulva mientras las degusto. Permanecí sentada hasta el mediodía. Los movimientos que tuve que realizar me habían revelado hasta qué punto mi cilicio trabajaba las carnes, especialmente en los riñones y las entrepiernas. El escozor se atenuó lentamente.

A mediodía, me conducen a gatas a la habitación de mi amo. Ya está preparada mi «casita». Evidentemente, quien dice perro dice casita, y eso era lo que faltaba todavía a mi domesticación. Mi perrera no es mucho mayor que las de un San Bernardo o un perro pastor de los Pirineos. Está adosada a la pared. Su entrada es similar a la de todas las casitas. El techo está formado por dos paños, pero no tiene más que una delgada abertura. Me hacen observar que, en medio de ese techo, hay una abertura circular que, serrada transversalmente, puede abrirse en el techo. Hago entonces lo que esperan de mí. Aunque mis manos no me facilitan la maniobra, me introduzco en la perrera con la cabeza por delante. Me giro de forma a colocarme de frente a la entrada. Me incorporo sobre las rodillas y mi cabeza emerge por la abertura del techo que, así, queda cerrado y fijado. Mi cuello, a su vez, también queda sujeto sin que por ello me moleste. Todo ha sido perfectamente calculado para que esta especie de picota quede apresada en la base del cuello y mi cabeza se levante perfectamente por encima del caballete. Para que mis rodillas martirizadas no padezcan tanto, han colocado en el suelo de mi morada una alfombrilla.

Mi amo lleva en la mano una extraña cofia negra, a un tiempo cogulla y máscara. Me la ha colocado como si se tratara de un pasamontañas. Hecha de una goma muy flexible, ciñe mi nuca y mi rostro; abierta en la cúspide, se adhiere a mi cráneo por debajo de mis cabellos: el ajuste es perfecto. Las dos aberturas correspondientes a los ojos están ribeteadas de blanco y sombreadas por gruesas pestañas duras, parecidas a las de un mastín. Mi nariz es duplicada por una segunda nariz, aplastada y retraída como la de un dogo. Dos mechones hirsutos surgen en los pómulos. Mis orejas son prolongadas por dos cornetes rígidos y peludos. Esta es la imagen de mí misma que me ofrece el espejo que han tenido a bien presentarme. Jamás me he amado tanto.

—¡Gracias —digo—, oh, gracias!

Mi amo me habla:

—¿Feliz?

—Sí, mi amo, muy feliz.

—¿Por qué?

—Porque, al elegirme como tu perra, no creo que pudieras hacer más y mejor.

—Le debemos mucho a Madame Augusta.

En otros tiempos, dirigió un pensionado muy especial en Budapest. Tiene ideas y buen gusto.

Mi amo acaricia mi cabellera.

—Adoro esa cabeza posada sobre ese techo como la de una condenada a ser decapitada. Bastaría con hacer deslizar una lámina cortante para que rodara a mis pies. Pero no se trata de separarla de ese cuerpo al que no veo, pero que sé atado, arrodillado y devorado por los fuegos del cilicio. Aun así, ¿estás mojada, Beacul?

—Sí, en abundancia.

—Y te gustaría conocer mis manos, te gustaría que me hundiera en tu boca, en tu vulva en tu ano. Lo haré, pero deberás tener paciencia.

Mi gobernanta viene a anunciar que mi amo está servido. Avanza, transformada por un vestido negro que le llega hasta los pies calzados con sandalias de oro. Este vestido deja los brazos, la espalda y el pecho hasta la punta de los senos al desnudo; dibuja un talle que ha permanecido esbelto bajo el balcón del pecho opulento. ¡Cuan fácil es engañarse! Esta mujer tiene formas soberbias, distinción y melancolía. Mi amo se inclina, respetuoso. La sigue, y yo me quedo sola.

Pronto advierto que me mojo menos. No es que mi excitación haya desaparecido, sino que no subsiste más que en mi imaginación. Me hundo en una especie de relajante torpor. Todo en mí es calor, y tan sólo cuando muevo las rodillas el cilicio recobra su eficacia, aun así atenuada por la alta temperatura de mis carnes enfebrecidas. Ardo dulcemente. Bebería de buena gana, pero hasta las tres no aparece nadie. No obstante, sé que han dispuesto una mirilla en la puerta del cuarto de estar y que me vigilan.

A las tres me sacaron de la perrera y me liberaron del cilicio. A medida que me lo iban quitando, mis sentidos se exaltaban de tal manera que estuve a punto de gozar y desvanecerme, todo a un tiempo. Mi gobernanta me condujo al patio.

Ya no llueve; brilla el sol. Durante un cuarto de hora, trabada y atada, doy vueltas al patio de puntillas. El aire es suave a mis carnes irritadas; vuelvo a sentirme fuerte.

Mi amo, de pie ante la puerta de mi celda, me sigue con interés.

Una vez terminado el paseo, utilizo la vasija; después, me instalan, no sobre el cubo, sino sobre un cántaro de cemento con borde ancho. Me advierten que no podré aliviarme hasta que me autoricen. Espero, perturbada al verme por completo expuesta y ridícula. Por fin, me conceden el permiso.

Por tercera vez en el día, he reencontrado el tormento de mi segunda piel, pero ya no la cogulla. Mis manos y pies están libres; controlan la depilación de mis axilas y mi sexo y me afeitan las cejas. En cuanto a mis cabellos, los han reunido en una única trenza que las tijeras han cortado de raíz. Gilbert se ha entretenido en perfeccionar esa tonsura y luego en agrandarla hasta completarla. Enjabonada y dos veces afeitada, la superficie despojada de todo vello ha sido por fin friccionada con agua de Colonia y después pulida con un paño de lana, de modo que, cuando me vi en el espejo, constaté que tenía el cráneo tan liso como el culo y mucho más cónico de lo que había pensado. En resumen, una nimiedad que iba más allá de todo lo previsto, hasta tal punto que sin duda me habría desvanecido si Gilbert no me hubiera abofeteado severamente.

Entonces me llevaron hasta la estaca. Estábamos conmovidos a la vista de esa rígida lógica, erguida sin recurso en sus quince centímetros de altura y diez de circunferencia en la base. Dos manos me abrieron en el glande, grueso como un huevo de pintada, y me sostuvieron durante mi descenso, tan abundantemente lubricado que se efectuó al mismo tiempo de manera severa y fácil. El asiento se adhirió a mi hendidura y la mantuvo abierta; mis piernas, plantadas sobre la pica de mis pies inmediatamente atados, elevaron mis rodillas a la altura del sexo. Muy profunda y perfectamente penetrada, sonreí al sentirme totalmente «empotrada».

Permanecer así dos horas en la punta del culo, con la urgencia de la defecación, habría sido una prueba muy seria de no ser por Gilbert, quien no me abandonó ni un instante, tomando a veces en su boca la lengua que yo sacaba, prolongando hasta el último instante un maravilloso estado de orgasmo larvado.

Lo que fue ese último instante no puede describirse sino gritando. Estos castigos sin tregua ni piedad constituyen la prueba de que he cambiado y de que los rechazos físicos que yo presentía hace algún tiempo no son imputables al castigo en sí, sino a la representación que de él se hacía un espíritu mal educado. No habría por lo tanto razón alguna para interrumpir este maravilloso castigo, seguido según la lógica de una lavativa de glicerina de unos dos litros. Lentamente infiltrada mediante jeringa y absorbida mientras permanezco de rodillas, con la cabeza baja sujeta a la guillotina, la bebida encauzada por una gruesa cánula dura la hora de picota que sigue a la borrachera. Después de la ingestión y una vez destornillada la cánula, el vaciado se efectúa mediante pequeños chorros rápidamente controlables.

Gilbert ha levantado mi rostro y hundido su mirada en mi espera. Ha sostenido largamente la fiebre de mis ojos húmedos e implorantes. Después, su mano dirige mi rostro hacia un pórtico, cuya viga transversal está provista, en su parte central, de una anilla de donde cuelga una corta cadena prolongada por un garrote de cáñamo del grueso de un pulgar. Mi atención recorre no sin terror ese castigo y se fija en el embaldosado en el que se ha instalado el «pupitre», cuya tapa, fijada a una tableta horizontal, baja progresivamente hasta el suelo.

Gilbert no deja escapar el más ligero sonido. Un breve escalofrío recorre mis labios de una sonrisa. El verdugo, desnudo, con excepción de una malla ceñida de color negro que le asciende desde los tobillos hasta las entrepiernas, me señala el final de la estaca, guía mi marcha hacia la horca y me conduce, atada, con el vientre hinchado aún por el resto de la lavativa, hacia el pupitre.

Ahora estoy de pie sobre la tablilla, con los pies juntos, planos, y el garrote a la altura del rostro. El verdugo sube al taburete, aprisiona mi cabeza, ajusta la corbata no lejos de la base del cuello, prestando atención a que el nudo quede colocado entre la nuca y el lóbulo de la oreja derecha, y que la cuerda se deslice con facilidad. La cadena pasa por el gancho para asegurar la tensión, sin que los talones tengan que levantarse demasiado y no obstante aparezca la congestión.

Me piden que saque mucho la lengua.

Sonrío y obedezco.

Tras comprobar la lubricación del sexo, el verdugo se arrodilla frente al pupitre al que va haciendo retroceder poco a poco, mientras mis talones se levantan siempre más, mis pies se empinan y los dedos se crispan sobre la primera arista, fijada transversalmente y destinada a retenerlos. La congestión se acentúa, la nariz resopla, el ano se abre, un pie se desprende de la arista y gira en busca de un apoyo. El verdugo coge el otro pie por el tobillo y lo sostiene con ambas manos, apartando el pupitre con la rodilla. Ahora, está el vacío debajo de la ahorcada; en la cabeza inclinada hacia el lado izquierdo, todo se ha vuelto carmesí, después purpura, con morados en los pómulos. La boca ruidosa recobra una lengua hinchada; muy pronto, corre moco de la nariz; el vientre se vacía de la lavativa en un chorro rígido. Es entonces cuando los pies montan uno sobre otro, los muslos se anudan en un roce que acelera el orgasmo, que, tras tan larga continencia, se dispara como el de un hombre, explotando en la impotencia del grito. Después de un largo instante, un golpe de hacha corta la cuerda. En los brazos que la reciben, la ahorcada termina de vaciarse soberbiamente por todas partes, pipí incluido, y se deja caer de rodillas.

En el gran lecho de Gilbert, acaricié largamente, y de todas las maneras, dos cuerpos desnudos. Ignorante hasta entonces de todos los extremos que una mujer puede exigir de otra, me instruí seguida por el ojo atento de mi amo. Luego, me devolvieron a la perrera, donde, atada y enmascarada, seguí sus jugueteos y los contemplé en su sueño. No interrumpieron su noche más que para desnudarme y flagelarme en el potro de castigo. Hasta el amanecer, los látigos y las varas actuaron con rigor sobre mi cuerpo desconjuntado, y lo hicieron con tal severidad que a uno y a otro lado de mi montura, el embaldosado blanco se tiñó de sangre.

Cuando sentí bajo los azotes que mis nalgas se volvían cremosas y amistosas, me rebelé contra este exceso de dulzura y, como para no decepcionarme el látigo desgarró la planta de mis pies y aullé mi gozo. No era sino el principio, porque, algo más tarde, Gilbert, subido a un taburete y revestido de toda su fuerza, se hundió una y otra vez y alternativamente en los dos orificios de mi raja, abierta con las dos manos para penetrarme durante tanto tiempo, con succiones de quien lame una sopa, que me vacié de todos mis jugos. Después, Gilbert se fue. Le dije que al domingo siguiente estaría seguramente indispuesta.

—¡Entonces, prefiero ir a cazar patos! —me respondió.

Sé que se alegra de haberme comunicado que no existo para él más que en estado de servidumbre, pero estaré privada de su presencia durante quince días, lo cual me resulta insoportable. Es un milagro que haya oído que permanecería en el potro toda la mañana, que después descansaría durante dos días y que, una vez transcurrido ese tiempo. Madame Augusta atendería a las necesidades inherentes a mi condición de «perra».