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En cuanto a severidad, las consignas de Gilbert aumentaron sobre todo en rigor. Naturalmente, los ejercicios ulteriores se incrementan día a día. Entretanto, los tiempos muertos de mi jornada van siendo siempre más organizados según una ordenación siempre más estricta, que a veces exige de mí un papel activo de mortificación. Una vez terminadas las primeras obligaciones matinales, tras mi confesión y antes de meditar sobre los garbanzos, Madame Augusta le da cuerda al pequeño reloj del escritorio.

Es embriagadora la sensación que me produce ese castigo nudoso, que me impongo a mí misma siguiendo la cadencia del metrónomo, cronometrado para cinco golpes por minuto. Me resulta fácil seguir el ritmo; lo es bastante menos vigilar la emoción que me invade, tanto más cuanto que la zona reservada a la flagelación va desde la nuca hasta las pantorrillas, con excepción de los riñones. Me han prohibido tocar la parte delantera, así como tratar de obtener sangre insistiendo en un único lugar. Pero qué maravilloso ejercicio aquel que permite, determinado por el tiempo, controlara la perfección, localizándolas, las sensaciones más secretas.

En varias ocasiones, la solapada voluptuosidad tendía su red perturbadora, y sólo la espera de tormentos ulteriores, que deseaba fueran deliciosos, hacía retroceder el tentador espejismo.

A medida que aumentan, esos tormentos me parecen siempre más insuficientes y placenteros. Insuficiente es la media hora de suspensión por las manos, apoyándome en la punta de los pies, que me conceden los jueves y los viernes por la tarde.

Gozosa es la flagelación mediante varas de abedul, que me otorgan el domingo, atrapada yo en la guillotina a buena altura, con las nalgas cerradas, golpeada de la nuca a las pantorrillas hasta que la sangre llega a los talones. Apacible es el reposo que sigue a cada jornada, con las manos y los pies sólidamente atados, de rodillas, con los pies suspendidos y la cadena del cuello estirada de modo que mi rostro no se aleje demasiado del ángulo sombrío de la pared que ya me es familiar.

Fraccionando la jornada, las comidas austeras, admiten, al mediodía, un plato de sopa de tapioca, enriquecida con una patata cruda rayada. Madame me hace beber un vaso de oporto.

A la noche, el menú es algo más elaborado. Sorbo sucesivamente dos tazones de té, la papilla de tapioca sazonada con aceite de hígado de bacalao y lejía, y espesada con tres cucharadas de harina. Al oporto le añaden la yema batida de un huevo.

La severidad de esos platos hace que los deguste con tanto más esmero cuanto que comprendo perfectamente que su composición está pensada para conservarme en un permanente estado de disponibilidad. El recreo que sigue a las comidas me permite utilizar la vasija y caminar por mi celda. Los puntos sensibles, plenos de contusiones provocadas por los objetos de tormento, se localizan en tantos lugares diversos como lo son las voluptuosidades que engendran.

Arrodillada en el escabel de donde han retirado de antemano la crin, recibo, con las manos atadas y los brazos estirados, la férula en la planta de los pies, a razón de cuatro aplicaciones por minuto. Es esta una excelente manera de despertar el cuerpo que, poco después, se arquea por detrás, con las rodillas apoyadas en el escabel, otra vez cubierto de crin. La cabeza echada hacia atrás entre los omóplatos, los senos hinchados se consagran mediante la flagelación con vara de abedul. El tratamiento cesa cuando la sangre alcanza la altura del sexo. Después, situada en la ventana en guillotina colocada a poca altura, Madame aplica la toesa, a razón de diez golpes por minuto, sobre mis nalgas muy abiertas. Uno de cada diez golpes se da en el sentido de la longitud de la vulva. Es en esta décima aplicación en la que concentro toda mi emoción. Después de esta prueba, y mientras descanso sea cual sea el estado de mis nalgas en la crin del escabel, a veces sucede, como hoy, que Batilde viene a visitarnos. Al verme en el estado ya descrito, manifiesta el deseo de que la acaricie, y no puedo negarle nada. Todo ocurre en el recinto de la celda y no utilizo más que mi boca, mis senos y mis pies. El empeño que pongo en la alegría del abrazo y de la despedida refleja siempre la gratitud que siento por mi primera iniciadora. Antes de comunicarnos las últimas órdenes educativas de Gilbert, Batilde le pregunta a Madame Augusta por el estado de mi evolución, que tan bien revelan las cartas destinadas a mi amante que Batilde me solicita que se las lea, lo cual me apresuro a hacer con la última:

Gilbert:

La vida en la celda es simple y bella.

Ha pasado ya una semana de felicidad.

El martes, han colocado la guillotina, que acoge a la perfección mi cuello y mis hombros gracias a la gruesa borra de seda con la que han sido forrados el tragaluz y lo que lo rodea.

Cual un bebé culón, hago mis necesidades en una pequeña vasija de latón esmaltada.

El domingo por la noche he sangrado hasta los límites fijados por ti.

He gritado largamente mi gozo.

Las puntas de las varas me mortifican muy bien los senos, pero, para obtener la suficiente abundancia, Madame Augusta tuvo que emplear el cepillo de metal. «No hay que estropear nada», dice.

Sugiere emplear, de ahora en adelante, después del abedul, ramillas de escaramujo, porque el cepillo es demasiado «expeditivo».

Madame ha aprovechado todo lo que autorizas.

Somos felices, la una gracias a la otra.

Tus severidades son dulces, muy dulces, a mi corazón.

Te imploro de rodillas que escatimes menos.

Beatriz.

Esta confesión termina de convencer a Batilde del grado a que ha llegado mi evolución. Como recreo, me conduce hacia el exterior y me ordena seguir el sendero y abandonarme a mí misma visitando el inmenso parque salvaje en el cual no tengo que temer presencia inoportuna alguna. En efecto, la propiedad está protegida de toda indiscreción por un muro de tres metros de alto, erizado en lo alto por fragmentos de botellas. Me ruegan que regrese con una cesta de ortigas y me dan la cesta, provista de las herramientas necesarias.

Voy descalza a lo largo del talud, por el fango y los guijarros. Las mentas acuáticas aplastan su aroma en mis palmas verdosas, a las que lamo embriagada por su suave perfume. Hay mariquitas azules que recojo una a una y dejo deslizar por debajo de la lana, entre mis senos. Más allá, me perturba la visión de los cañizos rojizos, la cabellera de los sauces y los escaramujos armados como garras de lince. Me adelanto extasiada por el camino de las severidades, con el sexo atento a los tormentos. Me identifico con una codorniz, zancuda, entre cuyos dedos abiertos en espátula, el fango se arremolina en anillos tiernos y oleosos: ¡exceso de dulzura! Y, de pronto, heme, entregada y consentida, caminando sobre guijarros que me causan exquisitas magulladuras y me escuecen como si caminara sobre ascuas; y, por instantes, los helados barrizales se adhieren a mis entrepiernas, hasta la hendidura, estremeciéndome hasta la nuca.

A partir de ahí, la maleza se espesa con fresnos y cañas; poco a poco me voy despojando de las prendas que sobran y que pongo en el cesto. Las ortigas me esperan, retraídas en un macizo profundo, inmóviles en ausencia de viento, azuladas, grasas y peludas. Extraídos de la cesta, los guantes de ante me cubren hasta el antebrazo, única protección de mi cuerpo ofendido desde los tobillos hasta los pechos. Pero, pese al humillante escozor que me quema los flancos, nada detiene la progresión de la podadera.

Treinta ramas espesas de oscuro resplandor tapizan el mimbre; en las entrepiernas arde el sexo desecado e hinchado en un fruto que revela su perturbación y protuberancia.

Otra vez, a dos pasos de mí, silenciosas, furtivas y solapadas como nocturnos, las hojas del suplicio ceden a las tijeras.

Ha llegado la hora de volver a vestirse, de regresar con serenidad, de penetrar en la celda, de tumbarse en la reja y de fijar las anillas a las manos a un lado y a otro del cuerpo.

El castigo de ortigas parece simple, pero no lo es en este caso. Las ortigas no esperan. Hay que utilizarlas de inmediato. Madame Augusta separa cuidadosamente las hojas de los tallos. Batilde llena la copa con una de sus manos enguantadas y, con la otra, inclina mi cabeza hacia atrás, al vacío, de modo que la nuca coincida con el borde de la reja, cuyo contacto queda suavizado por un cojín atado. Un pañuelo protege el cuello de posibles contactos…Con un movimiento envolvente, sin apoyar con fuerza, empieza el castigo del primer pecho, de la periferia hacia el pezón y al revés. Se hincha, endurecido, se espesa en importantes nódulos que finalmente se confunden en un acolchado tumefacto. El pezón duplica por lo menos su tamaño. Después de unos diez minutos y la aplicación de varios ramilletes de ortigas, queda evidente que sería inútil seguir insistiendo, como se demuestra al comparar con el otro seno, todavía intacto. Esas ortigas de huerta constituyen un delicado divertimento para los senos, pronto seducidos por una fricción con guante de crin que empareja la superficie y reparte la ponzoña. La paciencia y la dulzura de los movimientos lancinantes de la mano de Batilde evitan toda brutalidad y todo rasguño. Una vez terminada la fricción, el pecho queda rojo y ardiente al tacto, como al salir del corpiño de crin.

El tratamiento de las demás partes exige que sea guillotinada en ángulo recto, con las rodillas muy separadas, los riñones atravesados por un pliegue longitudinal y la grupa erecta en arco, alta y abierta. Queda visible el ano, la vulva ofrecida se entreabre, rosada entre los labios malvas. Batilde, enfundada en una casulla de sayal estrecha y corta, con una cuerda en la cintura, y los brazos desnudos hasta los codos, manipula un voluminoso ramo de doce tallos, embutido en un guante. Ha inspirado muy fuerte para relajarse; después, ha levantado el brazo. ¿Cuál es el viento que arrastra hasta la celda una hoja? ¿Qué son esas cosas sofocadas? ¡Cuan poco ruido y cuan poca fuerza hacen falta para que tantas agujas penetren a la vez en una superficie tan grande de carnes tiernas! ¡Y pensar que ese viento no es nada! No ha soplado más de diez minutos trayendo consigo escozor y frescor. No es sino cuando se ha calmado y Batilde oficia secretamente, cuando todo se pone muy serio. El segundo ramo se utilizará menos aprisa, con la misma lentitud, perseverancia y malignidad. Las manos enguantadas lo conducen con parsimonia. Lo utilizan en un aseo esmerado, sin lagunas, atentas sobre todo a las partes sedosas, a las mucosas resecas por el juego. Agotan su veneno en las entrepiernas en el vértice del sexo, apartándose del clítoris para evitar el placer. ¿Es acaso motivo de sorpresa el que tanta solicitud provoque al fin tan altos clamores? ¿Hay acaso motivo de sorpresa en ese cuerpo olvidado sobre el instrumento del suplicio, sacudido aún durante tanto tiempo y ahora aplastado?

Primero, juntan mis piernas y, después, las ciñen en un saco de cuero herméticamente cerrado de la ingle a los tobillos; enfundan mis brazos en otro saco igual, pero pensado a su medida, y es en ese traje de sirena muy liso cómo me instalan para pasar la noche.

Mi cuerpo no habrá sido conducido al paroxismo, ni podré rascar ni suavizar los escozores. Batilde me acaricia tiernamente el toisón, roza con su cálido aliento mis labios ávidos sin concederme no obstante el beso que yo esperaba, y anuncia en un susurro, con voz afectuosa la llegada de Gilbert, una vez transcurrida la noche de espera. Y pese a esta promesa, cómo expresar el desasosiego de no poder acariciar a Batilde ahora que sé ofrecer un cuerpo lujosamente engalanado. En la sal, mis nalgas y mis pechos han ardido a fuego vivo.