Dos días después, Batilde me llevó en coche hasta las cercanías de la Rue de la Faisanderie:
—Ahora, ve —me dice—, caminarás dos kilómetros por esta vieja ciudad y verás el lugar. Me encontraré contigo esta noche a las diez.
Vestida de pies a cabeza gracias a los buenos oficios de Madame Oliva, voy a donde he decidido ir.
Avanzo con pasos mesurados, no sin provocar en semejante suburbio sorpresas y, a veces, comentarios. ¿Cómo no voy a suscitarlos si calzo botas abotonadas, con tacones altísimos, que llegaban hasta la zona carnosa de las nalgas, y de caña tan estrecha que necesariamente me ciñen las pantorrillas, enfundadas en la lana gruesa de un collant negro que me sube sin abertura alguna hasta el cuello? Encima del collant, y del mismo color, llevo ajustado un delantal de escolar que llega hasta media pierna. De ese collant, a la altura de los riñones, sale una retícula, negra también, y tan larga que arrastraría por el suelo si no la llevara colgada del brazo doblado en ángulo recto, cuya mano desaparece en un mitón negro adornado de lazos negros. Señalo que también voy coronada de una boina negra, apoyada recta encima de un moño vertical a lo largo de la nuca, que debería producirme definitivamente vergüenza y confusión de no estar ocupada en llevar a cabo con orgullo el castigo que me ha impuesto pública, pero también secretamente, Batilde, ya que, aunque el transeúnte lo ignore, yo no puedo olvidar en momento alguno que, debajo del collant de lana, mortifica mi pecho una doble copa de crin y que las botas, adquiridas en una tienda para «jovencitas», son de un número inferior al de mis pies.
Para recibirme, Madame Augusta se ha puesto la blusa blanca y ha calzado sandalias de cuero leonado. Me abraza y me conduce al seno de una confortable austeridad, cuya distinción me sorprende. Una de las habitaciones está tapizada de libros.
—Si, en otros tiempos me he dedicado a la enseñanza en Hungría, y si bien no lamento no pertenecer ya a una institución pública, he conservado el gusto por la lectura y ciertos conocimientos pedagógicos que pongo en práctica no solamente en el círculo conocido por usted, sino también en beneficio de dos muchachos de trece y quince años que me son confiados por su madre todos los jueves y cuya docilidad tal vez tendré un día la satisfacción de exhibir ante usted. Pero ahora, no perdamos tiempo, porque el programa es apretado.
La propia Madame Augusta procede a desvestirme, celebrando de paso la irritación de mis senos y las marcas que las varas han dejado en mi grupa; tras acariciarme desde el hueco de los riñones hasta la parte posterior de las rodillas, me informan que, después de semejante maceración, «el látigo helado» que se me reserva será infinitamente más doloroso. Cuando me desnudo, me duchan con agua fría, porque «he sudado», me perfuman y después me transmiten la orden que han recibido de depilarme el sexo.
Me tiendo, bien abierta, con las rodillas levantadas y los pies apoyados en el borde del sofá. Las tijeras reducen primero el vello; después, la crema depilatoria cubre toda la zona que estuvo cubierta de pelos. Mientras se seca, Madame Augusta roza con un dedo mis labios grandes:
—Sufrirá, pero será breve.
Lo es, en efecto. Los pocos pelos restantes son extirpados con pinzas.
—Nos atrasamos un poco pero ya no tendrá que esperar mucho el castigo. Sería agradable para ambas si se tendiera sobre mis rodillas, pero los golpes carecerían de fuerza y el castigo perdería eficacia.
Por lo tanto, vuelvo al sofá y me arrodillo con los pies fuera del asiento, la cabeza apoyada en el respaldo y alojada en mis antebrazos, el pecho aplastado contra el moleskin, los riñones hundidos y los muslos tan separados que todo se ofrece abierto, entregado.
La esponja, hinchada y empapada de agua helada, roza muchas veces mis carnes atormentadas por las varas y las heridas sin cicatrizar de piernas y muslos.
Son quinientos los golpes de fuego, quinientos los contactos que se adhieren sin piedad, concedidos con todo el vigor del brazo, en la recíproca alegría de salvajes esponsales; después, quinientos más, tras cambiar de lado y de mano, por todas partes, pero más a menudo en el eje, sobre ese sexo que se humedecería si el incendio provocado por los golpes no lo secara.
Inducida como la primera vez a acariciar yo a mi castigadora, instalada en mi lugar, me entrego a la tarea con entusiasmo y, aunque me corro como una fuente, la sesión se prolonga: mamo, sorbo, chupo, mordisqueo, me multiplico con manos, boca, pies incluso, obsesionada desde el principio por esta abertura anal en la que toda inmersión alcanza el absoluto, la sumisión y la posesión.
He contado hasta seis veces quinientos, lo que eleva la cuenta a tres mil latigazos tan restallantes que mis heridas, reavivadas, se embadurnan de sanguinolenta supuración. La tercera orgía de caricias se transforma en delirio. No me contengo más, expreso mis deseos, exijo suplementos al reposo que me ofrece esta divinidad corpulenta, que al fin me tutea.
Como estaba previsto, exactamente a las diez, Batilde se reúne con nosotras.
—¿No adivinas de dónde vengo? —dice.
—¿Estabas en casa de Gilbert?
—Sí, y está satisfecho de tu comportamiento en estas sesiones de prueba. Es lo que hace mucho tiempo deseaba para ti…
—Pero entonces, toda esta puesta en escena, ese chantaje mediante las fotografías, las cartas…
—Todo arreglado. ¿Te sientes segura ahora?
—¡Sí! …
—¿Libre, feliz y sin presiones?
—¡Sí, y sobre todo deseosa de continuar!
—Es precisamente lo que habíamos soñado Gilbert y yo. Si lo deseas intensamente, Madame Augusta te alojará aquí, en reclusión total, con objeto de llevar tu iniciación a su cumplimiento. ¿Lo deseas realmente?
—Le imploro que me deje en manos de Madame Augusta.
—Gilbert me ha confiado órdenes muy precisas; tendrás que acatarlas escrupulosamente.
—Las acataré con humildad.
—Mañana por la mañana, cuando despiertes, solicitarás un castigo, después del cual Madame Augusta te comunicará el reglamento, que irá perfeccionándose según tu evolución diaria. ¿Te parece bien?
—La iré informando a medida que progrese.
—Por esta noche nos contentaremos con instalarte.
Me conducen a una celda con las paredes encaladas y el suelo de baldosas negras en el que hay unos cirios que irradian una luz difusa. La ausencia de aberturas al exterior acentúa la austeridad del lugar. Anillas sujetas a las paredes, extraños e impresionantes accesorios: todo tiene por objeto señalarlo como lugar de castigo, celda cíe corrección.
Me han aprisionado en una larga camisa de tela rugosa que se anuda bajo los pies. Cada gesto se realiza sin una palabra, con ritual serenidad.
Apenas me sorprendía ya la facilidad con la que olvidaba a mi melancólico marido y a Filomena, que mañana por la mañana se percatará de mi ausencia. Una sonrisa curva mis labios cuando recuerdo a tío Porfirio. Se ha hecho la oscuridad y, advertida por ese primer ejercicio, he iniciado el retiro. Empiezo a existir más.
En cuanto me despierto, me arrodillo junto a mi camastro y solicito con insistencia que me abofeteen. Entonces, Madame Augusta me inflige seis pares de enérgicas bofetadas, pero no brutales; las recibo con los ojos cerrados y las mejillas hinchadas.
Después, Madame me hace beber una taza de café sin azúcar y comer unos bizcochos que saboreo con delicadeza, migaja por migaja.
Tras satisfacer mis necesidades, me lavan en una cuba colocada bajo el grifo de agua Iría. Me peino con dos coletas sujetas con lazos de color.
Me han atado las manos por detrás de la espalda, con las palmas hacia afuera. Después los pies. Me han sentado sobre el felpudo que cubre un escabel; corrigen la postura de mi busto, que debe permanecer erguido; me juntan las rodillas; los pies deben sostenerse en la punta de los dedos. Mi gobernanta aprovecha esta actitud de reposo para leerme, en voz monocorde, el empleo que a partir de entonces haré de mi tiempo:
«A partir de mañana, todos los días, a la misma hora y en la misma posición en que estás ahora, organizarás tu confesión. En primer lugar, después de precisar el tema que te habrás planteado, confesarás todo lo que en el presente y en el pasado pueda merecer castigo. En segundo lugar, te congratularás públicamente por todo lo que en la práctica de las normas te aporta mayor satisfacción, limitando no obstante esa apología a un aspecto muy preciso de esta práctica. No tienes derecho a pensar en el porvenir. La confesión deberá terminar a las nueve en punto. A partir de ese momento, te quedarás sola, de pie, plantada en una capa de garbanzos; aprisionaremos tus pechos en un corpiño de crin que se completará con ese cuello claveteado que ves allí. Este cinturón de castidad obturará tu grupa. Esta mañana, Madame Oliva nos ha traído los accesorios».
¡Increíble este encierro del cual seré cautiva! Los archivos de tío Porfirio me habían revelado ya mediante texto e imagen la existencia de violencias semejantes; pero, mientras en todas las torturas anteriores era preciso retirar las bragas para satisfacer las necesidades naturales, en esta puedo orinar y defecar sin quitarme el cinturón y por lo tanto sin que me sea posible acceder manualmente a mi vulva o a mi ano. Una vez enfundada en las bragas de castidad, comprendo lo ingenioso de sus dos bolsillos de goma, a los cuales separa una brida reforzada que se adhiere al perineo. La bolsa urinaria se vacía mediante una verga postiza que cuelga de la raya, mientras una cremallera cierra la bolsa defecatoria. En los tercios inferiores de los muslos, el aparato culmina en dos cañas emballenadas de quince centímetros de altura y llega hasta por encima del ombligo. Está garantizado contra toda penetración por una armazón del mismo tipo, armada de una doble cerradura plana que se cierra con una llave por la espalda.
—Orinarás de pie, con las piernas separadas y lentamente, de modo que la bolsa, necesariamente exigua, se hinche sin desbordar. Cuando sientas necesidad de defecar, solicitarás que te abran la hendidura trasera, lo cual no se te concederá sino dos veces cada veinticuatro horas, de modo que te bastará con acuclillarte para que la expulsión de las materias se efectúe sin accidentes. En caso de que no puedas contenerte, la bolsa de goma recibirá evidentemente tus excrementos, de los cuales seré yo la encargada de librarte más o menos aprisa, según me parezca. En fin, se te quitarán las bragas todas las veces que lo exija la aplicación del látigo o la utilización de tus orificios, pero sin que, en circunstancia alguna, te aproveches de ello para tus funciones naturales.
Tras ataviarme de este modo, Madame Augusta me instaló en la zona de castigo y partió a ocuparse de sus cosas. Los garbanzos se incrustan en la planta de mis pies, los mortifican. Mis músculos se distienden y dejo subir hasta mi sexo una comezón agradable, igual a la que sentía durante las largas sesiones de pose para Gilbert. Como entonces, procuro constantemente corregir la curva de mis riñones, la rectitud simétrica de mis senos, atenta a sorprender el menor defecto, orgullosa, en suma, de mi porte. De mi sexo depilado mana el licor.
¿Hasta dónde llegará esta fiesta, cuáles son los límites de las humillaciones y sumisiones que Gilbert desea obtener de mí? Se me prohíbe pensar en el futuro; por lo tanto, procuro no especular.
Otra vez junto a mí, Madame Augusta me recuerda el rigor de la norma, que ya no lee, pero aplica. Anuncia que me será administrado el látigo de goma en muslos y nalgas, a razón de cinco golpes por minuto. Un reloj pequeño colocado encima del escritorio nos obligará a respetar el tiempo. Para esta ejecución, lo mismo que para las siguientes, me han quitado las bragas, me han desatado y luego atrapado las manos y el cuello en una triple ventana en guillotina, colocada en el ángulo del calabozo con este objeto, que se regula cuidadosamente a la altura deseada. Recibiré el látigo de goma en las nalgas; las manos y la cabeza pasarán por las aberturas de la ventana en guillotina, colocada lo bastante baja como para que mis riñones queden huecos.
Se aseguran de que me encuentre cómoda.
Respondo que me siento bien con la grupa alta y abierta.
Me advierten que deberé enunciar la cifra antes de cada golpe recibido. Los golpes caen con regularidad, sin violencia. Nunca como hoy han estado mis carnes más receptivas. Mi piel arde.
—Tu culo pasa del blanco al rosa. ¿Sufres?
—Escuece un poco, pero sé soportarlo.
—No es suficiente soportarlo; debes también aprehender su voluptuosidad. Iré cambiando regularmente el lugar de los golpes —me susurra Madame Augusta.
Al comienzo, me sorprenden tanta bondad y atención por parte de esa matrona, pero, a medida que los golpes se desplazan, sitúo entre los riñones un lugar preciso que, bajo el golpe, emite una onda de bienestar que se propaga por todo el trasero. La multiplicación de los golpes en este lugar crea muy pronto una ola continua que anestesia totalmente mis carnes.
—Ahí, ese era el lugar que había que encontrar, justo al lado del nacimiento de la hendidura.
—Sí —respondí débilmente, añadiendo con voz más segura—: Gracias, Madame, por el golpe número cuarenta y dos.
Las cifras se suceden, y mi trasero se va entumeciendo gradualmente. Ese estado de calma en el dolor olvidado, esa serenidad envolvente que conlleva la espera de un desgarramiento, no son interrumpidos sino por una observación furtivamente deslizada a mi oído por una boca cuyo aliento cálido perfuma mi cuello.
—¿Has gozado?
—¡No!
—Entonces, ¡quiere decir que anoche, en tu lecho, te has masturbado!
—¡No, usted me lo había prohibido!
Tranquilizada sobre ese punto, Madame Augusta comienza a manejar el látigo con infinita sabiduría, y no me sorprende sentir surgir un grito, mudo primero, que me atenaza el sexo como un torno y después me crispa en una desgarradora rigidez, como una anguila.
A partir de ese instante, el castigo se vuelve recompensa.
Y mi boca agradece a Madame Augusta, besando largamente sus pies y sus manos, lamiendo las lágrimas de alegría con la que yo los inundaba.
Después de un descanso sin abandonar el lugar del castigo, y de rodillas, con la cadena estirada al máximo y mis manos y pies sujetos, mi ama me invita a hacer mi primera comida de reclusa. En el taburete en el que me arrodillo, han colocado una escudilla que contiene el equivalente a una taza de té de tapioca muy espesa, remojada en cuatro cucharadas de aceite de hígado de bacalao. Sorbo la papilla y continúo de rodillas.
Madame ha reemplazado la escudilla por una pluma, un tintero y hojas de papel de carta. Me permite, si deseo hacerlo, compartir mis impresiones con Gilbert. Me deja sola. Con las manos atadas al frente, pero aflojadas, escribo con dificultad:
Gilbert:
Todo va más allá de lo que esperaba. Madame Augusta es sorprendente con su severa exactitud.
Estoy a la espera de que continúe el castigo; nada resultará excesivo.
La tortura de garbanzos es muy conmovedora. No menos lo es la del látigo de goma.
Sabes que es la hora de permanecer de rodillas.
Te suplico de rodillas que no tengas piedad.
Soy feliz.
Te doy humildemente las gracias, si me lo permites.
Me someto, con las manos atadas.
Beatriz.