5

—Vengo a expiar.

Esta vez lo digo sin confusión y con una especie de impaciente bienestar.

Lucette me introduce directamente en una celda vacía, con la única presencia de un escabel encima del que están expuestos distintos accesorios de cuero.

—¿Ha obedecido la Señora? ¿Va desnuda bajo el vestido?

—Voy desnuda.

—Descálcese y quítese de inmediato el vestido para comprobar que no nos ha mentido.

Me quito las sandalias y el vestido.

—La Señora ha dicho la verdad. Volverá a ponerse la ropa cuando haya sufrido el castigo, pero Madame de Clermont no lo decidirá en seguida. Mientras espera, la Señora tendrá la amabilidad de arrodillarse en el taburete.

El asiento, de madera pulida, es lo bastante grande como para que apoye mis dos rodillas y parte de las piernas, siendo que quedan en el vacío el resto hasta los tobillos, y los pies.

—Hasta ahora la Señora no ha conocido más que el castigo que consiste en arrodillarse apoyándose sobre los dedos de los pies; hoy padecerá otro que consiste en arrodillarse sin apoyo de manos y pies.

Con estas palabras, Lucette me cruza las manos a la espalda y con una correa, gruesa como un dedo, me ata con fuerza los puños, apretando el lazo hasta que el hebijón llega al agujero más alejado. Hace lo mismo con los pies, pero de tal manera que no queden uno encima del otro, sino, por el contrario, paralelos. Me quedo poco tiempo sola. Se reúne Batilde conmigo, tierna desde que llega, besándome los labios y acariciándome los pechos.

—Te he prometido el látigo, pero no esta posición y esos lazos apretados; tienes derecho a protestar.

Le contesto que adoro estos rigores y que me regocijo de antemano con lo que vaya a suceder. Cuando me pregunta acerca de cómo resistieron mis riñones, contesté que todo se había llevado a cabo bien y sin demasiada molestia y que, cuando Gilbert había penetrado en lo más estrecho de mí misma por cuarta vez, la vía había quedado ya bastante practicable, porque pudo, a cada golpe de pistón, retirarse por completo para volver a hundirse hasta el mango.

—¿Sin duda habría confiado a tus manos la tarea de abrirte?

—No, me abría él mismo, porque yo le había rogado que me atara. ¿Acaso me equivoqué?

—De ningún modo puesto que te entregabas aún más. Pero, dime, el término «pistón», ¿te fue sugerido solamente por los gestos o también por los ruidos?

—Por las dos cosas, pero sobre todo por los ruidos, porque cada vez que su verga se escapaba, era como si hubiera descorchado una botella sellada.

—Pues bien, te felicito por este intento.

—Lo merezco menos de lo que piensa.

Y confesé cómo había titubeado cuando, en la soledad de mi dormitorio, había ofrecido mi agujero a la más voluminosa de las estacas y que estimaba que debía ser castigada por esa vacilación, de modo que, de obtener permiso, deseaba hacer una visita a Madame Augusta. No sólo me fue concedido de inmediato el permiso, sino que fui calurosamente estimulada a hacerlo, pero con una sola doble condición: que lo hiciera tan sólo dos días después, en lugar de ir a la casa del Camino de los Almendros, y con la única intención de que mi castigo fuera completo, que renunciara a mi próxima cita con Gilbert, lo cual, por otra parte, me permitiría descansar todo el día.

—¿Debo excusarme con Gilbert?

—No, te disculparé yo misma, personalmente.

E, inclinada sobre mi boca, mis senos en sus dos manos:

—¿No estarás celosa? Incluso si…

—No, no me sentiré celosa, incluso si… porque será usted.

—Te adoro, y el placer que me producirá castigarte será maravilloso. ¿Sabes lo que es esto?

Batilde me mostró una de esas espátulas que utilizan las amas de casa para revolver las salsas.

—¿Un cucharón?

—Bueno, quizá sí, pero, en todo caso, la cuchara es plana y va provista de un mango más largo que la hace más fácilmente manejable, porque lo utilizo como férula. ¿Qué es una férula, querida?

—Es un instrumento con el cual se golpean los dedos de los alumnos malos.

—¿Y con el cuál te han pegado a ti?

—No, nunca.

—Pues bien, tu ignorancia quedará compensada. Pero pegar en las manos es cosa de niñas y siervos. Las damas bien educadas lo infligen o lo reciben en la planta de los pies, de preferencia sobre los dedos. ¿De acuerdo?

Por supuesto, dije. Batilde me acariciaba el pecho con la mano izquierda.

—Decide tú misma cuántos latigazos quieres.

Respondí que no tenía idea de lo que era conveniente.

—Sea. Voy a golpearte una vez y después decidirás.

Mi pecho izquierdo siguió cautivo de la mano que lo estrechaba, y el escozor que alcanzaron mis dedos fue lo bastante cruel, supongo, como para que la excitación humedeciera mi entrepierna, excitación acentuada por el hecho de que mi seno estuviera atrapado en una garra hábil, que me impedía toda objetividad.

—Cincuenta, si esta cifra le parece bien.

—Es una cifra elevada, que prueba tu deseo de agradarme y cuyo valor apreciarás a medida que vayas pronunciando la fórmula de rigor: gracias por este primer golpe, gracias por este segundo golpe, etcétera… Comienzo por el pie izquierdo.

La férula me mordió el talón; fue muy soportable y, como soy educada, añadía a la fórmula un «Señora». Gracias, Señora, por este primer golpe. Al décimo, después de haber recibido cinco en los dedos, tenía lágrimas en los ojos. Cambiamos de lado y de seno. Batilde resultó ser tan experta con la mano izquierda como lo era con la derecha.

Antes del golpe número veintiuno, su mano libre se dirigió a mi pubis, un dedo buscó el pasaje a través de mi mata y, pese a que tenía las piernas juntas, encontró la cumbre de mi sexo. De no haber sido por el sufrimiento, habría gozado. No obstante, ese dolor iba haciéndose siempre más exquisito, pese a que entre dos golpes, Batilde sorbiera con la punta de la lengua el agua que corría por mis mejillas. Pronuncié a gritos los diez últimos agradecimientos; el dedo compasivo se retiró y me dejé caer en los brazos de mi castigadora. Los pies hinchados y ardientes retomaron contacto con el suelo. Y así permanecieron por mucho tiempo aún, porque me colocaron en un rincón del cuarto, descalza en el cemento áspero, con la nariz y los pechos rozando la pared.

Ahora, el «dromedario» ha reemplazado al taburete. Se me advierte que el castigo ha terminado y que voy a cabalgar al animal sin cabeza y sin cola, muy bajo en la parte delantera, casi hasta tocar el suelo, y más alto en la parte posterior, con esa joroba que termina bruscamente en el vacío. Me sueltan las manos, rodeo con las piernas la giba y me preparo, estimulada por palabras y gestos amables.

—Así, perfecto, con el globo bien alojado en la concavidad de tu vientre, apóyate con las dos manos en el espinazo, extiéndete, sube un poco, así, un pecho a cada lado, cómodamente ubicados, los brazos alrededor del cuello, la cabeza ladeada.

Dos correas me inmovilizan las manos, un cinturón de cáñamo rodea mi cintura, mis pies rozan el suelo por detrás, pero no permanecen por mucho tiempo en semejante abandono; pronto son estrangulados por el nudo corredizo de una cuerda, cuyo extremo pasa por una anilla clavada al suelo y se tensa violentamente después, antes de dejarme atada de tal manera que mi grupa y mis piernas forman un ángulo obtuso con mi torso y que, gracias al doble efecto de la joroba del dromedario y de los lazos que me inmovilizan, se exhiben, arqueadas y tiesas, las partes que se ofrecen al látigo.

Le llega a Batilde el turno de arrodillarse, con su rostro rozando el mío, su boca sobre la mía cada vez que hace un alto en su discurso:

—Desde nuestro encuentro en la plaza sabía que tú serías mi cosa, que te confiaría a Madame Oliva y a Madame Augusta antes de adoptarte como mi alegría de vivir, tal como lo hago hoy.

Y muerde mis labios. Y, como le hablo de mi angustia ante la idea de que esta adopción pudiera no prolongarse más allá del mes de mi castigo:

—Alegría de mi vida, ¿no lo has comprendido? ¿Te convencerás al fin cuando firme, muy pronto, mi juramento con la primera sangre tuya derramada por mis manos?

Contesto que espero esa firma.

Entonces exhibe ante mí las varas. Dos de abedul y dos de mimbre rojo, largas y gruesas las de abedul, más largas y aún más flexibles las de mimbre. El beso se prolonga, intenso y carnoso. Después:

—Lucette y yo vamos a prepararte durante una hora con las varas y un guante de crin. Después, me quedaré a solas contigo. ¡Ponte a la derecha, Lucette!

¡Conmovedora magia esta presentación llevada a ritmo tan rápido! Cuando se alza una de las varas, se abate la otra, ambas castigadoras, pero tan rápidamente cómplices de la conmoción de mi sexo que las desearía aún más mordientes. Cada cinco minutos, se producen simultáneamente las fricciones: una en los muslos; otra en las piernas. A fin de evitar que me corra, a intervalos prudentes los dedos me retuercen duramente el pezón. ¡Qué importa! Ninguna de las horas vividas hasta entonces me parece comparable a esta.

Lucette nos ha dejado. La voz de Batilde se eleva más calurosa que nunca:

—Ya estás al rojo vivo. La vara de mimbre mide un metro veinte. Son muy raras las cañas de ese largo y la finura de sus extremos las hace cortantes. Concederte más de sesenta golpes, haría imposible repetir la sesión hasta dentro de muchos días, lo cual es absurdo. Así pues, querida, contarás hasta sesenta, a razón de una aplicación por minuto. Cada vez que yo te diga «va», enunciarás la cifra. En los intervalos, te hablaré. ¿No tienes miedo?

—Todavía no lo sé.

—Entonces, lo sabrás pronto; dentro de quince segundos según mi reloj. Tensa tu grupa, pero respira a fondo y no reprimas los gritos; aprieta bien los muslos, perfecto, tu raya tiene la delgadez apropiada. ¡Va, amor mío!

En seguida anuncié «uno», y comprendí que sin duda gritaría, pero que no estaba asustada.

En realidad, todo se cumple entre recíprocas efusiones y, a partir del décimo golpe, en una progresión sangrienta que incita a Batilde a quitarse lo que la cubre para que las salpicaduras alcancen su cuerpo desnudo. Una vez terminada la cuenta sin que modifique mi posición, la flageladora recoge, lamiendo de arriba a abajo mi raya, la sangre más espesa y me la ofrece con una lengua copiosamente untada que succiono con avidez.

—¡Ha sido tu bautismo!, dice ella, y yo contesto que mi vida no hace sino empezar ahora.

—No, todavía no —protesta Batilde.

Delante de mí, sonriente, con el rostro y el cuerpo manchados de mi sangre, arma su triángulo con un sexo prodigioso, provisto de dos globos hinchados, que Lucette le ha traído en una bandeja de plata. Mis piernas y mis muslos se mantienen separados por una doble atadura y el miembro se hunde hasta el fondo en mi vulva, que gotea con voraz apetito. Retrocede, me abandona, vuelve a embestirme. De los globos, comprimidos, surge abundante y cálido el esperma. Mi sexo me invade, me ocupa toda; no es más que un bramido en el bosque de la magia.