4

Heme aquí de regreso en el Camino de los Almendros, lugar al que había jurado no volver. Ya no se trata de cumplir el juramento, sino de afrontar el castigo que, gracias a mis hábitos católicos, he transformado ya en mortificación piadosa, gozosa, incluso a pesar de mis aprensiones. Avanzar así, con sandalias monásticas, desnuda bajo mi falda escocesa y mi jersey granate, vestida según las instrucciones, me hace temblar.

Lucette no está sola. Una mujer en la cuarentena, pesada, corpulenta, bigotuda, dormita en un sillón de caña, con las piernas estiradas fuera de la bata blanca. Ha cruzado las manos gruesas y largas encima del bajo vientre. Me lo advierten en seguida.

—Es Madame Augusta.

Saludo cortésmente a la colaboradora de Madame Oliva. No me responde más que con una inclinación de cabeza, pero bajo las cejas se ha filtrado una mirada intensa. Yo contaba con ser presentada sin formalidades, pero se me impone la obligación de confesar el motivo de mi presencia allí. Si me siento ruborizada no es porque experimente un placer monstruoso en humillarme delante de esta matrona:

—¡Vengo a espiar mi retraso en casa de Madame Oliva! —y mis senos se endurecen.

No es hacia el interior de la casa, sino hacia afuera, al jardín, adonde me conduce Lucette, hacia el sendero de encinas, a dos metros de la puerta:

—Desnúdese por completo.

No puedo creerlo.

—¿Es necesario realmente que…?

—Sí, es necesario, y ahora. Además, no estamos a la vista, el jardín está cerrado por todas partes, no vendrá nadie de improviso. ¡Obedezca!

Obedezco; coloco uno por uno los objetos sobre la arena. Un rocío frío invade mis axilas, mi vello, mientras que el resto de la piel se eriza bajo el efecto de una «piel de gallina» de engañosa inquietud.

—¡Arrodíllese! Bien, cruce las manos a la espalda.

Una cuerda me aprisiona de inmediato los puños con un triple lazo.

—Junte las rodillas, mantenga derecho el busto, levante la cabeza y no se mueva.

Rápidamente me deshacen el peinado y enroscan mi cabello en lo alto de la cabeza formando un moño ridículo; mi nuca ofrecida termina de desnudarme. Se llevan mis vestidos, me dejan sola frente a una valla. Con la lengua, humedezco mis labios secos, controlo progresivamente mi aliento: «Santa Inés y santa Blandina fueron entregadas desnudas para ser flageladas». ¡Oh, angustioso y delicioso martirio! Las cigarras chirrían, la brisa es cálida, la grava hiere mis rodillas, el brazalete se revela incisivo; cautiva y ya no rebelde, me abandono al justo castigo. Si no fuera por la amenaza que se abre a mis espaldas de esa presencia «prevista», me sentina al abrigo en la arena de mi suplicio.

Percibí su paso desde lejos, aunque venía descalza. No he vuelto la cabeza. Batilde ha pasado casi desnuda, soberbia, perfumada, todavía húmeda, con el cabello caído en la espalda y el casco en la mano. Sólo se enfrenta a mí al llegar a la puerta:

—Hasta pronto, pero, de aquí en adelante, sumisión perfecta; si no, te amaré menos.

Y me deja sumida en el éxtasis como en la más irremediable de las trampas.

El reloj del vestíbulo me revela que ha durado apenas veinte minutos.

Lucette me confía la sentencia.

—La Señora la pone en manos de Madame Augusta.

Ha tenido a bien agregar que no quedaría decepcionada, porque me enfrentaba con la más excepcional de las flageladoras. «Sumisión perfecta», había dicho Batilde, de modo que no contesté nada.

Madame Augusta me espera en una salita embaldosada, sentada en una silla. Al alcance de su mano derecha, sobre un taburete, está el látigo, cuyas correas cilíndricas, cogidas de un corto mango, superan en longitud la altura del mueble. Lucette me suelta las manos, pero debo conservarlas cruzadas a la espalda, tensas.

Antes de retirarse, la criada me advierte que, como castigo a mi desobediencia, recibiré la pena «completa», es decir dos mil bofetadas y veinte azotes, a razón de dieciséis por detrás y cuatro por delante. Además, acariciaré a Madame Augusta de diversas maneras, según ella misma lo indique. Esta última información me arranca un «oh» de estupor, un último grito de rebelión, pero la mirada que intercambian entonces las dos mujeres provoca de inmediato un «perdón». Mejor así, concluye Lucette, retirándose.

Madame Augusta y yo nos quedamos solas. Es viuda de un pope de la Rusia zarista. Tiene cerca de cincuenta años. Podría parecer más joven si su rostro y su actitud no lucran tan austeros. Los cabellos trenzados en la nuca, formando un pesado moño, descubren la frente que, más que alta, es grande y abombada. Los pómulos salientes y la nariz respingona indicarían un origen tártaro si no fuera por la extremada delgadez de los labios y el mentón cuadrado. Los ojos son grises y tristes; ligeramente miopes, me parece.

Madame Augusta ciñe su busto abundante con un blusón de ante negro. Lleva una falda negra, medias negras, zapatos negros con tacones. Sus manos largas y nerviosas llevan guantes de cabritilla negros. En el pecho cuelga la cadena del pope, de plata maciza. No repugna; inquieta. Enfrentada a la acción, sus ojos no dejan translucir nada sino la concentración en los gestos que ejecuta con el brazo derecho, después con el brazo izquierdo, extendiéndolos y flexionándolos. La mano, gruesa, pero tan larga que hasta asume elegancia, se adelanta para tocarme, después se aleja, se eleva como una mano justiciera, el músculo se hincha. Esta gimnasia se repite una decena de veces; los dos últimos contactos son lentos, y la dama habla. Lo que más me sorprende es la voz cálida, musical, hasta cordial, pero monocorde y dogmática, sin matices. Madame Augusta no habla, recita:

—El azote —dice.

Después, con el brazo doblado:

—La fuerza del azote —repite.

En ese momento, con la mirada suavizada, ligeramente socarrona, parece descubrirme.

—¿Miedo? —pregunta.

—Sí.

—No durará. Madame Augusta nunca da miedo por mucho tiempo. Da simplemente su dirección y un día alguien llama a la puerta y le confiesa desear un buen castigo. El número 13 de la Rué de la Faisanderie. Estoy segura de que se acordará.

De inmediato señala sus rodillas con el índice.

La reputación de Madame Augusta no es exagerada; supera la que merece Batilde. Me acomoda sobre su muslo derecho, haciéndome girar, muy abierta de piernas, siempre expuesta lo mejor posible para el efecto buscado. A pesar de lo que soporto, aprecio su maestría y me entrego a ella, debo confesarlo, con complacencia, sin retrotraerme, todo lo contrario, incluso cuando la bofetada alcanza los labios de mi sexo, ese lugar más tierno de la entrepierna, o incluso cuando, pegada al flanco de mi castigadora, me ofrezco en posición casi perpendicular y el látigo golpea mi vulva. En la punta de los pies, los riñones ahuecados, mantengo esta posición que inconscientemente he buscado y encontrado con la complicidad del pivote, y que adopto definitivamente pues es la que mejor facilita el maltrato de ambos lados de mi cuerpo.

Me siento conquistada, excitada al punto de mantener el sexo conmovido pese al sufrimiento, y a causa de él. Madame Augusta ha contado lentamente hasta quinientos; después, sin tardanza, tras liberar su pecho, me instala a horcajadas en su regazo, deseosa sin duda de aprovechar el calor que ha provocado, y me invita a «mamarla». Una vez más, mi entrega es completa; actuando con manos y boca, consigo que debajo de mí se estremezca y se agite el cojín de carne que me sostiene. Un cuarto de hora así, y yo también me inundo abundantemente. Me desmontan y me gratifican con una segunda serie, con una tercera y una cuarta, sobre una grupa cada vez más ávida de la gratificación casi deportiva de lo que sería insuficiente llamar azotaina, sino más bien flagelación, es decir ejecución de la disciplina sacramental por parte de esa sacerdotisa excepcional, cuyos orificios me corresponde gratificar en los intervalos previstos para ello. Me precipito hacia caricias que algunos llamarían innobles, pero con las que me embriago como con un ejercicio místico, incluso y sobre todo cuando, por entre los muslos separados, mi lengua alcanza y penetra la flor violácea del ano, animada por los cumplidos que me conceden con sentido de justicia. Habíamos llegado al más alto grado de recíproca ternura cuando Madame Augusta me indicó las sucesivas posiciones más cómodas para la aplicación del látigo, las distintas maneras de apoyarse en el suelo, con la punta de los pies y la palma de las manos primero, y después con los talones y la misma palma de las manos, de tal manera que, por delante y por detrás, ofreciéndome en arco de círculo, sea azotada con la perfección de los azotes exquisitos, en lo más espeso del culo y de los muslos, sin que las puntas agudas del cuero alcancen los lugares sin espesor de mis flancos.

Me golpean por segunda vez, sin que la flageladora empeñe en ello toda su fuerza, sino sólo la energía suficiente para que mis gritos, si los lanzara, estuvieran justificados. Pero no grito, porque, en el delirio que se apodera de mí, me descubro más entusiasta por sufrir que inquieta por las mordeduras que me infligen.

Una vez «terminada» la ceremonia, no me dejan descansar ni un momento. Vuelven a conducirme, desnuda y atada, junto a Batilde de la cual diré en seguida, para no volver a referirme a ello, que seguía vistiendo igual, sin cambiar sino los colores: hoy, blusa y pantaloncillos negros, sandalias doradas. Al comienzo, todo sucedió en silencio.

Obedeciendo a los gestos, giré lentamente sobre mí misma, ofrecida a examen:

—La ha tratado con miramientos —termina por decir Batilde—, pero está bien así, porque no tenía intención de sacarle sangre. Las marcas son bellas, no se mezclan, la piel ha sido bien cuidada. Gracias, Madame Augusta.

Batilde y yo nos quedamos solas.

—De rodillas, erguida, estira los muslos, levanta las nalgas. Tos senos, la cabeza.

Me esforzaba con alegría. «Las marcas son bellas». Estaba orgullosa del cumplido. Batilde se inclinó, su boca se deslizó por mis hombros, por mi garganta; una mano crispada en mi cabello me levantó la cabeza y el beso llegó como un mordisco, brutal y profundo. Mi amiga se instaló en su sillón, me rodeó los flancos con los muslos. Mi cabeza descansaba sobre su toisón.

—Hueles a látigo —me dice—; ese olor me gusta.

Como su mano izquierda descansaba en la parte más alta del muslo, besé esa mano que, al levantar mi mentón, me propinó el agradecimiento de una bofetada demasiado seca como para no ser afectuosa.

—La próxima vez seré yo quien te castigue, y hasta hacerte sangre. Ahora, confiesa. ¿Es él quién te ha enviado?

—Hubiera venido de todas maneras.

—Si, por supuesto, no era más que un último capricho. ¿Pero te ha aconsejado ceder?

—Sí.

—¿Te excita saberte azotada?

—Sí.

—¿Te pidió que se lo contaras?

—Sí.

—¿Con detalle?

—¿Y te poseyó al mismo tiempo?

—Sí.

—Y a ti, ¿te gustó contárselo?

—¿Y gozaste mucho?

—Sí.

—¿Y te atreviste a hacer lo que nunca te habías atrevido a hacer?

—Sí.

—¿Qué hiciste?

—Tomé su sexo en la boca.

—¿Hasta el orgasmo?

—Sí.

—Muy bien, mañana habrá que atreverse a más, solicitar más. Habiendo entregado tus labios, ¿supones, sin duda, que ya no queda nada por ofrecer?

—Creo comprender —respondí.

—Entonces, si comprendes, a partir de mañana deberá penetrar en lo más estrecho.

—¿Pero…?

—Sí, la vía no está abierta, pero tienes largas horas para prepararte y, con este objeto, he dispuesto una maleta que abrirás cuando estés sola en tu habitación.

Batilde me condujo hasta el coche. Me acomodé, con la falda levantada por encima del sexo descubierto, de tal manera que una mano acariciara los relieves azulados que llevo delante. A mi lado, en el asiento, estaban mis sandalias, la discreta maleta negra y el látigo con el que me habían mortificado.

—¡Te será útil cuando Gerda te lleve tu ajuar!

Una vez en mi habitación, me quité lo que me cubría y me situé entre espejos. ¡Cuánto orgullo hay en mí! A las marcas de anteayer se sobreponen las de hoy, ¡y cuánto más serias y numerosas son! Palpo las cuatro marcas hinchadas que me atraviesan los muslos por debajo del sexo, después las partes posteriores, esa especie de escalera cuyos escalones, en la chicha del culo, asumen el aspecto de cuerdas rigurosamente estiradas.

Durante horas no he dejado de chorrear, de pegotearme. Me duché en seguida.

De la maleta, que tan pesada le ha resultado a Filomena («Es una virgen de bronce que he encontrado en el anticuario», le digo), retiro el asiento, no de bronce sino de plomo, que recibirá en los tres huecos, preparados con ese objeto, los tres pies que lo convertirán en un taburete. De su centro alabeado surge un tubo de cuatro centímetros, sobre el cual fijaré las cánulas de ebonita, una de las cuales termina en punta y va espesándose luego, y la otra reproduce el sexo de un hombre muy bien provisto. Las dos primeras están atravesadas por un tubo medular cuya significación adivino y, a poca distancia de la base, por un canalón circular, abrupto en los dos bordes, de un centímetro de profundidad por dos de ancho. Me explicaron que el anillo del esfínter estrangularía ese canalón y que la cánula no correría riesgo alguno de escabullirse una vez que me haya desatornillado y me incorpore «enculada».

Abriéndome la raya con las dos manos, me acuclillo, busco la punta de la cánula número uno, la encuentro y me penetro. Bien untada de aceite, avanza con facilidad. El sufrimiento es real, pero no es mayor al del látigo. Todo ha sido tan bien calculado que, en el momento en que mi grupa se apoya en el asiento, percibo un ligero aflojamiento y mi ano siente su perfecta adaptación al canalón y al esfínter.

Me alzo lo necesario como para que, describiendo un movimiento giratorio similar al que describiría en el taburete de un piano, quede separada del tubo, porque el paso de rosca no tiene más que una vuelta y he tenido cuidado de no apretarlo, tal como me han recomendado. Ahora, en el espejo, en el centro de mi grupa, que mantengo abierta, descubro la pastilla negra, del diámetro de un escudo de tres libras, que sella mi sumidero.

Antes de empalarme, me hice dos lavativas sucesivas a fin de evitar la obturación de la cánula, pero la necesidad que la presencia de esta provoca es tal que, si no hubiera tomado esa precaución, padecería. Para distraerme, me dedico a arreglar las cosas y mi mirada descubre, encima de la mesa de juego, un paquetito que no había visto hasta entonces y sobre cuya presencia Filomena habrá olvidado llamar mi atención. ¿Será la llave tan esperada? Sí, es el objeto que me introducirá en «el Infierno» del tío Porfirio. Aprisa, me pongo el vestido de terciopelo negro, sandalias, el collar de nácar y guardo en mi bolso la segunda cánula. Dejo para más tarde rebuscaren el armario. Primero, el restaurante donde, en un rincón, al abrigo del mantel y la servilleta, con la falda levantada hasta el borde de ese sexo peludo en el cual tengo clavado el miembro postizo, devoro mi cena; después, a la hora del café, me masturbo con mano discreta sin permitirme, no obstante, la completa satisfacción.

No bien regreso a casa, me empeño en desentrañar el secreto de las llaves. Una vez abiertos, los cajones desbordan de textos impresos, tal vez ilustrados, de textos manuscritos, de fotografías, de cartas, de riquezas que no desperdiciaré. Para leer por la noche, no sustraigo más que una obra, traducida del inglés y provista de croquis técnicos, llamada Cómo castigar y una Memoria, escrita por mi tío, de aspecto imponente, que acompaña un sobre de fotografías. En la cubierta, un nombre: Eliana. ¿Se trataría tal vez de esa prima dos años mayor que yo, de quién me había alejado estúpidamente por su comportamiento equívoco y que se había casado con un sueco a los dieciocho años? Una rápida investigación me confirma que ella lúe la invitada de tío Porfirio. ¿Quién lo hubiera creído?

Con esfuerzos, me quité la cánula número uno con intención de reemplazarla por la de calibre dos. Completé mi instalación con un taburete, colocado delante del trípode, que, de ser necesario, me ayudará a levantar los pies. Abundantemente lubricada, me ofrezco al instrumento que comprime mi ano hacia el abismo de mis nalgas, pero, para penetrarme bien, debo ejercer una doble tracción lateral, que ejerzo con ambas manos. Me abro todo lo que puedo. Sin duda, si colocara los pies sobre el taburete, levantando así mis rodillas y acentuando el impulso y el peso de mi grupa, me empalaría, pero tengo miedo. Se me ocurre la idea de masturbarme y atenuar, mediante la agitación de mi clítoris, ese dolor cuya aparición me retiene. Mis manos abandonan la grupa tras haberme cerciorado de la perfecta adherencia del glande de goma al anillo de carne.

Se inicia el placer. Mi pie derecho primero, y después el izquierdo, se colocan como estaba previsto, y yo me tenso bajo la presión del palo, lanzando gritos de gozo. El paso ha quedado abierto, y ya no me queda más que soportar el hundimiento turbador, que por otra parte muy pronto es frenado y finalmente detenido.

Paralelamente, la lectura de los recuerdos de tío Porfirio me restituye el estado de gracia. A medida que voy instruyéndome, perdido ya el miedo, gracias a los textos y a las imágenes, me apoyo con tal fuerza que el palo sigue penetrando en mí y que, al superar el resultado mis esperanzas, mi grupa roza el plato, se adhiere a él, y luego se amolda tan perfectamente a él que el relajamiento avisor se produce y que, destornillada, suelta, me incorporo, empalmada al más espeso de los sodomizadores, ya sin temor alguno a que se escape.

Al despertar, pienso enfebrecida en ir a casa de Gilbert. Este proyecto queda aplazado de momento por la llegada de Gerda, quien se presentó ya a las ocho, portadora de un ajuar al que llama «penitenciario» y cuyo contacto con mi piel me vuelve loca.

La probadora no tuvo que solicitar dos veces mis rigores, que creo haber ejercido sobre ella con bastante dureza, porque no imaginaba que, después de haber sido severamente tratada, fuera tan apasionante castigar a mi vez. ¿Acaso defraudaron a Gerda los treinta latigazos que recibió arrodillada, con el cuello aprisionado entre mis tobillos, los riñones rehundidos y los muslos separados de par en par, hasta el punto de que, lamiendo y succionando su sexo, mi boca reconociera el gusto de la sangre? No lo creo. Todo lo que me confió después de que, siguiendo sus consejos, quedé empalada en la mayor de las cánulas para que Gilbert pudiera forzarme con más facilidad, afianzó el porvenir de nuestras relaciones.

Supe que no era por necesidad por lo que Gerda estaba al servicio de Madame Oliva, sino por libre elección; que disponía de ingresos importantes y de un apartamento discreto en el cual esperaba recibirme una vez terminado mi periodo de castigo. Le prometí que así sería. Había que separarnos. Lo hicimos en la ternura de un boca a boca bastante salvaje.

Con la cánula siempre en su sitio, vestida con un humilde sayal rojo, peinada con dos trenzas sujetas con lazos rojos, me dirijo al estudio de Gilbert, alegre como una niña que está a punto de hacer novillos.

Su acogida manifiesta sorpresa ante este atavío que no conocía, acostumbrado como está a los vestidos clásicos que llevan por lo general las damas respetables.

Sin esperar, me quita el vestido por la cabeza y me descubre totalmente desnuda:

—¿No llevas sostén ni bragas?

Le contesto con una sonrisa ingenua. Su estupefacción llega al máximo cuando, dándole la espalda, mis manos separan con insolencia las nalgas y le enseño lo que reconoce inmediatamente como la base del objeto empalador.

—Pero ¿de dónde has sacado ese instrumento?

Le informo de los primeros pasos a seguir, recomendados por Batilde, a fin de que él pudiera satisfacer su deseo también por este orificio. Mi gozo es completo al sentir el lento deslizar que emprende su mano, con una ternura que comunica su emoción al centro mismo de mi sexo. El objeto sale del orificio, y el pene, hinchado con todo su vigor, lo reemplaza con la facilidad de un cuchillo hundido en una bola de mantequilla. Aprieto los labios y crispo las manos cuando él va llegando al final del camino. Poco a poco, se realiza el va y viene majestuoso ante los desbordamientos atizados de una ardiente masturbación de mi clítoris.