Con toda la insolencia del mundo, prolongué mi permanencia en la cama sin inquietarme por la visita a cierta dama en la Rué de la Muscade. Por el contrario, pensándolo bien, iré a ver a Gilbert; él será mi aliado; además, habiéndome negado toda caricia solitaria, ardo por refugiarme en sus brazos, por revelarle sufrimientos contra los que se rebelará.
Quiso desvestirme de inmediato, pero le rogué que tuviera paciencia. Sentada en sus rodillas, con la cabeza apoyada en el hueco de sus hombros, hablé. No me interrumpió sino cuando confesé haber cedido al chantaje:
—¡Conque fuiste!
—¿Y qué querías que hiciera, llamarte por teléfono? La idea se me ocurrió, pero créeme, no hubiera cambiado nada.
—¿Lo crees así, pobre amor mío?
—Estoy convencida.
—¿Así que se atrevió?
—¡Sí!
—¿Pero sin mucha saña, supongo?
—¡Bastante!
—Pero ¿no te habrán marcado?
—Desnúdame, querido, y verás.
Cuando vio, cuando tocó:
—¿Cómo pudiste consentirlo? —dijo.
—¡Tenía tanto miedo de perderte!
Me condujo hasta el sofá. Nunca me había parecido tan fuerte y jamás me había entregado en medio de tales gritos: ¿acaso el espasmo se da en la medida del sacrificio?
Después del abrazo, se puso boca abajo y acarició mi grupa:
—Cuéntamelo todo.
Entonces, para que compartiera por entero mi desdicha, no le oculté nada. Cuando llegué al momento en que me tendía sobre las rodillas de mi torturadora, me abrió y penetró mi vulva por detrás.
—Quiero hacerte olvidar todo mientras me lo cuentas.
Y repetía los detalles y se conmovía:
—¡Cuan rojas tendrías las nalgas, cuánto arderían!
—Pero más me ardían los muslos, amor, porque afirmaba ella que el látigo era más eficaz allí que en el culo, y azotaba de preferencia mi entrepierna, hasta el propio sexo.
—¡Oh, querida!
—¡Oh, querido!
Cuando le conté que grité bajo las mordeduras del gato se agitó aún más:
—Calculaba el golpe, sabes, levantaba muy alto los brazos, las correas silbaban y cada una era como un hierro al rojo, sí, un hierro al rojo, un látigo de hierro.
Más tarde, demasiado exhausta como para recibirlo por tercera vez, reanimaba su sexo halagándolo con la mano cuando, por primera vez, me sentí tentada de tomar su sexo en mi boca; pero el pudor me había hecho tantas veces sorda y ciega a las sugerencias de mi amante que no quise complicar las cosa. Me contenté con interrumpirlo varias veces:
—Si vuelve a atormentarme, la matarás ¿no es cierto?
—La mataré pero condenarse a la cárcel para evitar ser azotado, me parece un precio demasiado alto.
—Entonces, según tú, debo someterme. Pero no cuentes con eso. ¡La mataré yo misma!
—Cierto, para evitar el escándalo, nada más admirable. No, yo te acompañaré, eso es todo.
—Confiesa que ardes en deseos de conocerla
—Te vuelves estúpida.
—Tal vez pero sobre todo dulce y también lenta, ¿no? Así, con toda la mano y hasta el fondo, y ahora me detengo.
—¡Me torturas!
—Cada uno su turno, querido. Además, si mi suplicio hubiera sido el que tú soportas, pediría más, regresaría.
—¿Y si regresaras por mí?
—¿Qué dices?
—«Tenía miedo de perderte»; esas fueron tus palabras. Entonces, si quieres conservarme…
—Te conservaré a pesar de ella; me siento muy fuerte.
—¿Feliz?
—Infinitamente.
—¿Más que de costumbre?
—Sin comparación posible.
—¿Por qué?
No contesté en seguida. En mí, todo se precipitaba, todo tendía hacia la plenitud, hacia la revelación. Miraba a Gilbert con la mano crispada sobre su virilidad.
—¿Te gustaría que volvieran a castigarme?
—Sí, me gustaría mucho.
—¿Y que yo te lo describa todo?
—Todo.
—Y que, ¿una vez terminado el mes de penitencia, te entregue a ti el látigo?
—¡Claro!
—¿Eres feliz?
—¿Acaso no lo notas?
Abandoné la lucha, incliné la cabeza, mi boca se abrió, se conformó dócilmente a su mordaza, ávida y pronto satisfecha.
A instancias de Gilbert, termino por ir, después del mediodía, a la dirección mencionada en el sobre. Es en el número 27 de la Rué de la Muscade donde Madame Oliva tiene una tienda de artículos «especiales». La patrona, que ronda ya la cincuentena, regordeta y baja, me introduce en un salón de pruebas. Le tiendo la carta de Batilde, y ella la lee.
—¿No tenía que presentarse esta mañana, preciosa mía?
—Sí, señora.
—Haremos lo imposible, pero este retraso es lamentable. No terminaremos a tiempo. Bueno, la señora de Clermont decidirá cuál será la sanción.
Me sonrojo de rabia.
—¿Tendrá usted miedo, bonita?
Permanezco muda. Súbitamente, el pánico se apodera de mí. Este misterio, esta benevolencia felina, esta organización que adivino; todo me inquieta, me aterroriza. ¿A qué servidumbre voy a abandonarme? ¿Hacia qué catástrofe me dirijo? Se me observa, se me sonríe, se me intima sentarme.
—Tranquilícese, bonita. Al principio siempre es así, y después, muy pronto, todo se olvida. Una se acostumbra y disfruta en casa de mamá Oliva. Se pone alegre como un colibrí y desearía que eso durara toda la vida.
—Gracias, señora, es usted muy buena.
—Pero por supuesto que soy buena, y madame de Clermont lo es todavía más. Ser buena es dar placer, un placer algo particular, sin duda, un placer de gran dama, que es preciso pagar, pero es precisamente el precio el que hace la felicidad, ¿no es cierto?
—Es posible, en efecto, no lo sé, me siento perdida.
—Es usted encantadora. Tenga, beba, es un sol. Muy pronto se reirá de sus temores.
¡Extraño brebaje! Respondo en seguida a la sonrisa que me interroga, sonriendo yo también, descansada y, pronto lo comprenderé, sexualmente excitada.
—Aquí sucede como en el médico, querida. Muéstrenos ese hermoso cuerpo.
Y heme desnuda, liberada de la vergüenza, una vez más revelada a mí misma, halagada por las caricias y las palabras.
—La han azotado un poco, lo suficiente como para conservar un dulce recuerdo, ¿no es verdad?
—Sí, señora.
—Gerda va a ocuparse de usted inmediatamente.
Gerda es turbadora, una robusta potranca germánica de músculos finos y carne firme. Un antifaz de ante negro oculta su rostro. Bajo la melena lacia y ahuecada, los ojos verdes son vivos y sumisos. Con los brazos y las piernas desnudos yergue, en actitud militar, el busto ceñido por una faja de goma negra que sujeta el cuello pero descubre dos senos generosos y erguidos. Una falda negra, de tosca tela, cubre el sexo y los muslos hasta arriba de las rodillas.
—Estoy a las órdenes de la Señora para tomar medidas.
La voz hace rodar las erres; su calor seduce. Me abandono al sortilegio. Lo mide todo, de la cabeza a los pies. Todo es estimado con atrevimiento, comentado en un lenguaje directo.
—Que la Señora me perdone por tocarle el sexo, pero las prendas deben estar ajustadas y además la Señora está tan caliente.
Hubiera querido que la prueba se prolongara. Sin embargo, llegó a su término y, en ese instante, Gerda, arrodillada, me ofrece una fusta cuyo uso me propone.
—Que la Señora no vacile en castigar mis torpezas; la Directora está de acuerdo en que las clientas se muestren severas. Si la Señora prefiere azotarme con varas, se hará según su deseo.
Por efecto del licor y las caricias, domino mi sorpresa, pero un resto de timidez, más fuerte que el vivo deseo de aceptar la invitación, me retiene.
—No tengo nada que reprocharle. Es usted muy hábil, sería injusto que la castigara.
—Agradezco a la Señora.
Percibo su pena y su reproche por mi falta de atrevimiento. Yo misma me la reprocho unos minutos más tarde. Madame Oliva me encuentra otra vez vestida y manifiesta su sorpresa de que todo haya ido tan rápido.
—¿Sin duda la Señora habrá dado pruebas de indulgencia?
—Sí, la Señora no me ha azotado.
—¿Y sin embargo lo merecías?
—Lo merecía.
—Pues bien, le rogarás a Madame Augusta que te dé treinta azotes. Ahora puedes retirarte, gatita.