TREINTA Y CUATRO

TREINTA Y CUATRO

Las legiones de demonios salieron de la fortaleza interior, cuyas pesadas puertas se habían convertido en un millón de astillas de madera. Corrieron hacia los campos de Talabheim, concentrados en la matanza y el derramamiento de sangre.

Stefan gritó, y los fusileros y ballesteros dispararon y derribaron a muchos demonios, pero un número aún mayor continuó corriendo hacia las poco densas líneas del Imperio. La gran bestia que montaba Stefan les gruñó peligrosamente a los demonios, y él le palmeó un musculoso costado para tranquilizarla.

Se trataba de una criatura magnífica. Con cabeza de águila y cuerpo de gigantesca leona, era una montura pasmosamente poderosa, que podía hacer pedazos con facilidad a un caballero completamente acorazado, con las garras delanteras y las leoninas patas posteriores. Podía matar instantáneamente a un hombre con sólo cerrar el afilado pico lleno de dientes, y sus grandes ojos clavaban una mirada colérica en los demonios que corrían hacia las líneas del Imperio. Impertérrito y orgulloso, el grifo hembra era una criatura noble, y Stefan se sentía honrado por el hecho de que lo hubiera aceptado como jinete.

Al borde del agotamiento, los alabarderos y espadachines se prepararon para el último ataque con el corazón cargado de temor. Los únicos defensores que parecían indiferentes ante el enemigo eran los doce últimos maestros de la espada elfos, que formaban en torno a la maga Aurelion para protegerla. Stefan percibía el terror y tensión de sus soldados —de hecho, él sentía lo mismo—•, y gritó para tranquilizarlos con la invocación del dios guerrero Sigmar.

Al oír la voz del capitán, el enorme príncipe demonio alado volvió hacia él la pesada cabeza y habló con voz cargada de odio y desprecio.

—Tu dios no es nada, pequeño mortal.

La criatura hablaba en el enloquecedor idioma de los demonios, pero Stefan y hasta el último de los soldados comprendían las palabras como si se las dijeran directamente dentro de la mente.

—Tu dios era un mero mortal, nada más. Los verdaderos Dioses del Caos devoran su alma, del mismo modo que yo devoraré la tuya.

El capitán Stefan von Kessel sintió que las palabras minaban su cordura, y el estómago se le contrajo de horror. Un hombre que tenía a la izquierda soltó el arma, cayó al suelo y se aferró la cabeza con las manos. Otros maldijeron o hicieron signos protectores para alejar al mal. La resolución de los soldados se desvaneció, y todos los hombres del campo de batalla supieron que sólo les quedaban momentos de vida. Stefan sintió que flaqueaba su fe en Sigmar, y lo inundaron las dudas.

¿Y si el demonio decía la verdad? La desesperación lo acometió, y apenas logró resistir el impulso de huir.

Una sola figura avanzó para encararse con el desafiante demonio.

Con el pesado martillo de guerra aferrado con fuerza, la figura del sacerdote guerrero, Gunthar, se plantó con aire desafiante y ojos relumbrantes de legítima cólera. El príncipe demonio redujo la velocidad de la carga para concederles a los desangradores el honor de matarlo, y ellos rugieron al acercarse a la solitaria figura mientras agitaban las espadas infernales.

—¡En el nombre de Sigmar, marchaos, inmundicias demoníacas! —rugió Gunthar al mismo tiempo que alzaba el martillo de guerra por encima de la cabeza. Lo rodeó un halo de luz brillante y pura, y los demonios se acobardaron ante el ardiente resplandor.

Con un grito, Gunthar estrelló el martillo contra el suelo, y la luz que lo rodeaba estalló hacia fuera y envolvió a los desangradores, que bramaron de dolor y cólera cuando su forma física fue desgarrada y la esencia del Caos que les confería cuerpo se fundía La luz se apagó. Todos los demonios habían desaparecido, excepto el gigantesco Hroth, que avanzaba con intención asesina hacia el sacerdote guerrero. El ejército mortal del demonio salió de la fortaleza interior y comenzó a reunirse en torno a él, en el campo. El odio manaba del príncipe demonio como una nube oscura, y saltó hacia Gunthar a la vez que rugía de furia.

Con el martillo en alto, el sacerdote guerrero también saltó hacia el gigantesco demonio, que gritaba y avanzaba hacia él. La Asesina de Reyes descendió y, chocando contra el martillo, provocó una explosión de chispas. El demonio barrió con el hacha, que dio contra el pecho del sacerdote y lo lanzó por el aire con la coraza y las costillas destrozadas.

Hroth el Ensangrentado alzó las dos armas y emitió un rugido de triunfo hacia los cielos. Las hordas situadas detrás de él levantaron las armas, sus bramidos y gritos se mezclaron con el rugido, y arremetieron contra las líneas del Imperio con tajos y estocadas.

Se había acabado el tiempo para la estrategia y la planificación.

El día se ganaría o perdería según la valentía de los guerreros del Imperio. Los actos del sacerdote guerrero que había desafiado a los demonios habían avivado la resolución de los soldados, que entonces luchaban con decidida furia. A una orden de Stefan, el grifo saltó hacia adelante al mismo tiempo que batía las poderosas alas. Se lanzó contra los guerreros del Caos, y chilló de júbilo al arrancar con el pico la cabeza del primero, y cerrar las garras delanteras sobre otro al que mató de un apretón. Con el colmillo rúnico, Stefan les asestaba estocadas y tajos a los guerreros del Caos que amenazaban con vencer a los defensores del Imperio. Sintió que se apoderaba de él un repentino abandono temerario, un alivio respecto a la presión del asedio de las últimas semanas. La batalla casi había acabado; tanto si la ganaban como si la perdían, no duraría más allá de ese día, y eso le hacía sentir una extraña euforia. Paró la estocada de una espada, y con la mortífera respuesta, clavó la hoja en la cuenca ocular del guerrero enemigo. El grifo atravesó con al pico la cabeza de otro hombre y le destrozó completamente el casco cerrado.

La línea del Imperio cedía un poco en el punto contra el que cargaba el demonio, cuya hacha y espada subían y bajaban sin dejar de matar con uno solo de los golpes. Las armas rebotaban sonoramente contra su piel dura como el hierro, y su poder y fuerza aumentaban junto con su furia. Stefan taconeó al grifo para que alzara el vuelo, y las alas batieron con fuerza.

La bestia ascendió a regañadientes sobre la batalla, y dejó caer sobre la masa de combatientes la última presa que había matado.

Desde ese punto de observación aventajado, Stefan vio que el mariscal del Reik cargaba a la cabeza de los caballeros de la Guardia de Reikland. Atravesaban las filas de enemigos, que mataban en masa con las armas y aplastaban bajo los cascos de los caballos. Los guerreros del Caos, completamente acorazados, eran ensartados en las lanzas largas de los ejemplares caballeros, y otros eran derribados al suelo por sus pesadas espadas.

Stefan apartó los ojos de la batalla y los volvió hacia el frenético príncipe demonio. La montura de guerra, que no necesitaba que la alentaran mucho, plegó las alas contra el lomo y se lanzó en picado hacia la criatura de piel roja.

Hroth clavó el hacha en la cabeza de un hombre, y la fuerza del golpe la hizo penetrar en el torso. Al descender, la Asesina de Reyes hendió el cuerpo de un soldado y partió el de otro.

Hroth pateó a un tercero y le destrozó el pecho, antes de barrer el aire con el hacha y hacer volar la cabeza de un cuarto hacia la refriega. El príncipe demonio era un torbellino de destrucción, que mataba y destrozaba con cada movimiento que hacía.

El grifo golpeó la espalda del demonio y derribó a la criatura cuan larga era. Le hundió las garras profundamente en los hombros, y el pico descendió con presteza y arrancó grandes trozos de carne demoníaca del cuello de Hroth. Stefan le clavó una estocada con el colmillo rúnico, y la mágica arma penetró profundamente en la espalda del demonio, que rugió de dolor y furia. Hroth se debatía y, al rodar sobre sí mismo, apartó al grifo de un golpe para ponerse de pie con los ojos en llamas.

Con un siseo de odio puro, Hroth se lanzó hacia el grifo, que saltó adelante para hacerle frente. El hacha de Hroth voló en un arco letal. El grifo se contorsionó para no recibir de lleno el descomunal golpe, y la hoja sólo le hizo un tajo superficial en un costado. Cerró las garras sobre el demonio y lo arañó con las patas posteriores, que le abrieron profundos surcos en el cuerpo.

Stefan dirigió una estocada hacia el cuello del demonio, pero la poderosa arma fue apartada a un lado por la espada de Hroth.

El capitán se agachó por debajo del mortal barrido de una de las armas del demonio y clavó la espada en un bíceps de Hroth, donde penetró profundamente. Hroth dejó caer la espada demonio, que chilló de cólera. Cerró la mano, y con el enorme puño golpeó al grifo en un costado de la cabeza una, dos veces.

La criatura dio un traspié y cayó con la cabeza oscilando como la de un borracho. Al rodar fuera de la silla de montar, Stefan se vino abajo pesadamente, y el golpe le vació de aire los pulmones.

El demonio sonrió como un demente, avanzó y le dio otro puñetazo al grifo, que se desplomó, inerte.

Stefan sacó una de las ornamentadas pistolas y la descargó en la cara del demonio. El disparo le destrozó el pómulo derecho, pero a Hroth no le importó. Respiraba trabajosamente y sentía energía y poder corriendo por su cuerpo. El derramamiento de sangre había sido grandioso ese día. Sentía que Khorne estaba complacido. Aún lo poseía el frenesí, y al percibir un movimiento a su lado, lanzó a ciegas un tajo con el hacha. El soldado del Imperio fue cortado en dos por el golpe.

No apartó los ojos de Stefan y avanzó hacia él, dispuesto a matar al imprudente mortal.

—¡Mi señor Jurgen!

El barón había estado intentando hacer caso omiso de la irritante voz y fingir que dormía, pero era cada vez más alta e insistente, al igual que los golpes en la puerta. Tosiendo dolorosamente, se volvió.

—¿Qué sucede? —preguntó con voz débil.

Abrió la puerta un sirviente que parecía asustado. Detrás de él había un hombre que empujó al servidor y entró con expresión irritada. Jurgen vio que era el capitán de la guardia de la casa. No sabía su nombre.

—¿Qué? —preguntó Jurgen—. ¿Qué es tan importante para que me despertéis en mi lecho de muerte?

—Os pido disculpas por la interrupción, mi señor —dijo el hombre—. En la ciudad se están produciendo… extraños acontecimientos, y he creído oportuno someterlos a vuestra atención. La batalla ha llegado a las calles.

—¿Qué? ¿Cómo es posible tan pronto? —preguntó Jurgen con el ceño fruncido. ¿Por qué no lo dejaban morir en paz?—. ¿Cuáles son esos extraños acontecimientos?

—Ha aparecido un enemigo dentro de la propia ciudad, señor.

—Entonces, es que las murallas han caído. Esto es el final.

—No, señor, las murallas están intactas. Han tomado el Paseo del Hechicero, pero von Kessel está defendiendo esa brecha mientras hablamos.

—Entonces, ¿cómo es que los enemigos están aquí? —preguntó Jurgen, con voz cansada, una voz que manifestaba que en realidad le traía sin cuidado la respuesta. Ya estaba decidido a morir, y lo que sucediera hasta ese momento le importaba muy poco.

—Salen de debajo de nosotros, señor —replicó el hombre con expresión estoica.

—¿De debajo? ¿De qué estáis hablando?

—Han surgido de las cloacas, mi señor, y la plaza de Taal se ha hundido. Salen en muchedumbre del agujero. Deben de haber estado excavando túneles por debajo de nosotros durante años. Han salido casi dos mil, según mi cálculo más aproximado.

Y, señor, no son hombres —dijo el capitán de la guardia de la casa—. Son… una especie de hombres bestia. Parecen…, bueno, parecen ratas.

—Ya… veo —dijo Jurgen con lentitud. Por un breve instante, se preguntó si eso era producto de la enfermedad, si comenzaba a tener alucinaciones—. Estoy…, estoy seguro de que vos podéis haceros cargo de esto, capitán. Gracias por informarme sobre las ratas. Ahora volveré a la cama.

—Mi señor, los hombres rata marchan hacia el Paseo del Hechicero. Si atacan a von Kessel por la retaguardia, la batalla prácticamente habrá acabado. La ciudad estará perdida.

—La ciudad estará perdida —murmuró Jurgen, como si sopesara mentalmente las palabras.

Rememoró lo que había dicho von Kessel respecto a que uno es recordado según el modo en que muere, o algo parecido.

—¿Von Kessel perecerá si se produce ese ataque?

—Con total seguridad, barón. Ya le cuesta bastante contener a los enemigos, tal y como están las cosas. Un ataque por retaguardia aplastaría por completo al ejército del Imperio.

El enfermo barón frunció el entrecejo, pensativo. El capitán permaneció de pie, con aire torpe, incómodo en presencia de su señor. Finalmente, tosió y el barón alzó la mirada hacia él.

—¿Sí? —preguntó Jurgen.

—¿Puedo… retirarme, barón? ¿Debo conducir a la guardia de la casa contra estos enemigos? Seremos masacrados, sin duda, pero podríamos ganar algo de tiempo para von Kessel.

—¿Deseáis hacerlo, capitán?

—No es cuestión de desearlo o no, barón. Es mi deber —replicó el hombre.

—Vuestro deber —repitió el barón, con expresión ausente—. Deber —dijo otra vez. Se volvió hacia el capitán, con la mirada limpia—. Preparad mi armadura y mi caballo, capitán.

Yo comandaré a la guardia de la casa.

El capitán se quedó boquiabierto.

—¿Mi señor? —dijo con tono interrogativo.

—Mi armadura. Haced que la traigan aquí y preparad mi corcel.

Conmocionado, el hombre asintió con desconcierto y retrocedió fuera de la habitación.

«Sí —pensó Jurgen—, el deber». Estaba muriéndose. Tal vez antes de que le llegara el fin podría hacer alguna cosa que quizá habría hecho sentir orgulloso a su padre. El pensamiento lo aterrorizaba y, al mismo tiempo, lo colmaba de desesperado orgullo.

Sudobaal sonrió malignamente al apuntar a otro soldado del Imperio con el báculo. Azules llamas se encendieron sobre la retorcida vara y salieron disparadas hacia el hombre, al que envolvieron en un calor abrasador. Se le incendiaron la ropa y la piel, y murió entre horribles alaridos.

—¡Ulkjar! —gritó el brujo—. ¡Quédate cerca de mí!

El alto norscan rubio le lanzó una mirada colérica, pero asintió con la cabeza. El corpulento hombre le cortó las piernas a un soldado del Imperio y, mientras caía, le descargó un golpe en el pecho con la otra espada. El norscan estaba bañado en sangre, tanto de los enemigos como propia, ya que estaba cubierto de cortes, pero no parecía importarle. En efecto, los tajos se le curaban con mayor rapidez que los sufría.

Durante las últimas semanas, Sudobaal había sido perseguido por visiones de su propia muerte. Sabía que Ulkjar era el catalizador. En las visiones, lo mataba una flecha negra. Esto lo había visto en sus visiones oníricas, pero en otras premoniciones había visto que el norscan se interponía en el camino de la flecha y lo salvaba. Si Ulkjar caía, el brujo estaría perdido, de eso estaba seguro. Por suerte, Ulkjar parecía imposible de matar, así que había pocas posibilidades de que él cayera.

El momento llegó antes de lo que había previsto Sudobaal.

La flecha voló a través de la muchedumbre trabada en batalla.

Un guerrero del Caos se agachó para matar a un enemigo caído, y la flecha siguió por encima de él. Pasó a escasos centímetros de la cabeza de otro, infaliblemente dirigida hacia Sudobaal.

Sabía que no era lo bastante rápido como para apartarse. Sucedía exactamente como en la visión. ¿Cuántas veces había visto que la negra flecha se le clavaba en el cráneo? ¿Una docena? ¿Cien?

Sin embargo, se había visto salvado por Ulkjar en sólo unas pocas ocasiones. En ese momento, creyó que estaba a punto de morir, que las visiones del norscan no habían sido verdaderas imágenes oníricas, sino meras invenciones de su propia mente destinadas a proporcionarle alguna esperanza.

Ulkjar cortó el cuello de otro hombre del Imperio y giró sobre sí mismo para clavar la segunda espada en el pecho de otro. Volvió a girar como un derviche de muerte, y una cabeza salió volando por el aire. Al rotar, se situó en el camino de la flecha, que se le clavó en la cintura. Se inclinó hacia adelante pero no cayó. Tras derribar a un hombre de una patada, hizo girar diestramente en la mano una de las espadas y se la clavó a un hombre caído. Se arrodilló, soltó la espada que había quedado hendida en el hombre y aferró la flecha que tenía en la espalda. Se la arrancó y la arrojó al suelo.

Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos, y Sudobaal se sintió inundado por el regocijo. ¡Estaba vivo! ¡Las visiones habían sido verdad!

—Ulkjar, tu tarea ha concluido —murmuró.

Desde unos seis metros de distancia, Hroth oyó las palabras susurradas por el brujo. Sujetaba por el cuello al despreciable humano que lo había desafiado, y cuyos pies colgaban a más de un metro del suelo. Hroth le había hecho caer la espada con un doloroso golpe, y tenía el hacha a punto para asestarle el golpe final; pero cuando llegaron a él las palabras del brujo, se volvió al instante y lanzó el hacha, que describió un arco girando sobre los extremos a través de la masa de combatientes.

El hacha impactó contra Ulkjar cuando se ponía de pie. Se le clavó en el pecho tras hender la coraza y la caja torácica. El príncipe demonio, sin soltar al capitán del Imperio, saltó en el aire al mismo tiempo que batía las poderosas alas, y aterrizó junto al norscan, que había caído de rodillas y aferraba la enorme hacha que tenía clavada.

El demonio cogió el arma por el mango y se la arrancó. Por la herida asomaron huesos blancos, y la sangre manó a borbotones.

—Dije que me quedaría con tu cabeza —gruñó Hroth, y descargó un tajo contra el cuello de Ulkjar. La cabeza rodó por el suelo.

Una explosión de llamas rojas golpeó la espalda de Hroth y lo lanzó hacia adelante. Las llamas no le causaron daño alguno porque aún estaba protegido por el Collar de Khorne. Sin embargo, se volvió con rapidez, colérico, para ver quién lo había atacado con la brujería que tanto despreciaba. Vio la rielante silueta de una figura de elfo que se encontraba de pie en las destrozadas puertas de la fortaleza interior.

Aurelion estaba quieta. Los enemigos mortales, los guerreros del Caos, apenas podían percibirla. Ante sus ojos aparecía como poco más que una forma fantasmal que podía verse de reojo, pero ella sabía que el demonio podía verla con claridad.

No le importaba. Para que su pueblo sobreviviera, era imprescindible que el Imperio no fuera destruido. Sabía que Teclis había dicho la verdad, y estaba dispuesta a pagar el máximo precio para asegurar la continuidad de su raza.

El último de sus guardias había muerto y se encontraba sola.

Tal y como había esperado, el demonio soltó a von Kessel y se lanzó al aire, hacia ella. Había previsto esa reacción porque las criaturas de Khorne siempre habían sentido un odio especial hacia aquellos que esgrimían magia, así que los actos del príncipe demonio eran predecibles.

Se retiró al interior de la fortaleza y atrajo al demonio hacia ella. Cerró los ojos y entró con calma, mientras su espíritu se aventuraba al exterior para hallar lo que buscaba.

Jurgen oscilaba sobre la silla de montar, ya que la enfermedad lo había drenado casi completamente de fuerzas. A pesar de todo, luchó contra el agotamiento y se irguió, orgulloso y desafiante. Su dorada armadura destellaba al sol, y las largas plumas del yelmo se mecían al viento. Junto a él, el portaestandarte sujetaba en alto la insignia de la familia, que no había sido llevado al campo de batalla desde que lo obligaron a ocupar el trono.

Los hombres que lo rodeaban lo contemplaban con pasmo reverencial. A despecho de la enfermedad, su rostro era notablemente similar al de su famoso padre guerrero y, ataviado con los atuendos de batalla, se parecía al padre cuando era joven.

Los guardias de la casa avanzaron al trote ligero por las calles, con el corazón henchido de orgullo. Al ver al barón cabalgando hacia la guerra, la gente lo aclamaba desde las ventanas de las casas. Sonaron trompetas, y doscientos caballeros salieron al galope de la ciudad de Talabheim, camino de la batalla.

El anónimo excaballero de la Guardia de Reikland bramaba mientras mataba. Era el último de los flagelantes, porque todos sus seguidores habían muerto, uno a uno, a manos de las hordas del Caos. Lo golpeó otra hacha que se le clavó en un hombro, y el brazo le quedó laxo. Saltó sobre el guerrero, al que derribó al suelo, y clavó la hoja del arma a través de la visera del casco del norse. Una espada lo hirió por la espalda, y el hombre anónimo gritó de júbilo. La luz de Sigmar lo inundó y sintió regocijo. Tras ponerse de pie, le asestó un tajo en la cabeza a otro hombre, antes de que un golpe le arrancara la espada de las manos. Una pesada masa de púas se le estrelló contra un costado, y supo que había llegado su hora. El golpe lo lanzó contra otro guerrero, y le clavó en los ojos los pulgares, que hundió profundamente en el cráneo. Un tajo de espada que le penetró en el cuello lo hizo tambalear, y se desplomó.

Otras espadas se le clavaron en el cuerpo mientras caía.

Quedó tendido en el suelo, muerto, con una embelesada sonrisa en los labios.

—¡Proteged al capitán! —gritó alguien.

Los alabarderos corrieron a rodear al comandante caído. Se lanzaron hacia el enemigo con renovado vigor, y varios hombres ayudaron a von Kessel a levantarse.

—Una espada —jadeó Stefan, y un hombre le puso una en la mano.

Se apartó de quienes lo mantenían de pie y se abrió camino a empujones hasta la primera línea de batalla. La matanza volvía a comenzar.

Wilhelm avanzó al acecho entre la apretada masa de combatientes, con los ojos fijos en su enemigo. Al ver la oportunidad, tensó una vez más el arco y disparó. La flecha hendió el aire y se clavó en la parte posterior de la cabeza del brujo ataviado de negro. Dejó caer el arco y desenvainó la espada y el cuchillo de caza, y corrió a través de la batalla. Saltó por encima de un hombre caído y clavó el cuchillo en la garganta de un guerrero que le daba la espalda, y que murió al instante.

Se agachó para pasar por debajo de una espada y saltó por encima de otro adorador del Caos que se desplomaba con una espada hendida en las entrañas.

El brujo había caído al suelo, y Wilhelm le saltó encima.

Asombrosamente, Sudobaal aún estaba vivo, y lanzó una exclamación ahogada al mirar al explorador con horror en los amarillos ojos felinos. Intentó decir algo, pero Wilhelm lo silenció de una puñalada en la garganta. De la herida manó sangre negra entre gorgoteos, y Wilhelm sonrió al agonizante.

—Se te ha acabado el tiempo, brujo —gruñó, y golpeó la empuñadura de la daga con la palma de la mano para clavar más profundamente la hoja en el cuello del hombre.

Con los ojos vidriosos, el brujo Sudobaal murió.

El mariscal del Reik maldijo al ver la hirviente horda de skavens que iba hacia ellos desde la ciudad. Eran criaturas parecidas a hombres bestia, monstruosamente deformes, que caminaban sobre las patas posteriores, y ya había luchado antes contra ellas. Cobardes a menos que se reunieran en gran número, eran guerreros rápidos y terribles, que luchaban como animales acorralados.

Centenares de ratas gigantes, del tamaño de mastines, corrían junto al ejército. Se trataba de criaturas repugnantes, cubiertas de llagas enconadas y heridas llenas de pus, y el mariscal del Reik sabía que eran portadoras de virulentas plagas.

Al mirar por encima de la horda de peludas criaturas, vio una estructura de factura tosca que avanzaba en retaguardia, arrastrada sobre ruedas por grupos de esclavos. De la estructura pendía una gran campana de latón, junto a la que se acuclillaba un skaven de pelaje gris que se apoyaba en un báculo. En el momento de ver ese grotesco armatoste, se oyó tocar la campana, que resonó lúgubremente por el campo de batalla. El sonido vibró en su interior, y sintió que un horror sin nombre lo inundaba. El caballo de guerra, un corcel que no se plantaba ante enemigo alguno, tembló y relinchó de miedo.

«Esa es la que hay que matar —pensó el mariscal del Reik—, esa rata de pelaje gris». Era el caudillo, y por experiencia sabía que, si lo mataban, los otros no tardarían en dar media vuelta y huir.

El mariscal del Reik gritó la orden de interrumpir la lucha con el enemigo y volverse de cara a esa nueva amenaza. Quedaban menos de cien de sus caballeros, y le imploró a Sigmar que con ellos bastara para abrirse paso a través de las filas de skavens y llegar hasta la criatura de pelaje gris. En el fondo, sabía que no bastaría, pero hizo girar a los caballeros para cargar.

El Ciego, el vidente gris cargado de plagas que comandaba la horda skaven, extendió una de las retorcidas zarpas y apareció una nube de niebla verde. Onduló y se expandió a partir de la zarpa, y corrió entre sus propios soldados hacia los caballeros que cargaban. Cayeron docenas de skavens que jadeaban y tosían al apoderarse de ellos la virulenta enfermedad que les llenaba los pulmones de cánceres y hacía estallar vasos sanguíneos en el cerebro. El Ciego rio entre dientes.

Un pálido rostro inmaculadamente hermoso apareció ante Markus, y le habló con melodiosa voz cantarina. Intentó no hacerle caso, pero era insistente y lo arrastraba fuera de la oscuridad. Con un grito ahogado, abrió los ojos y notó que el dolor de la herida del hombro se propagaba por su cuerpo.

Tenía frío y se sentía débil, y el brazo le latía con un dolor casi insoportable. Gritó al ponerse de pie, y vio a la pálida elfa allá abajo, contemplándolo con los ojos almendrados.

El príncipe demonio entró a grandes zancadas en el recinto, con el hacha cubierta de sangre en alto. Plegó las alas y avanzó con pesados pasos hacia la maga, con los ojos y los cuernos en llamas.

—Es hora de morir, bruja elfa —gruñó Hroth.

Aurelion retrocedió ante la gigantesca criatura, pero en su rostro no había miedo.

Markus miró a su alrededor: el helblaster, La Cólera de Sigmar, se encontraba junto a él, y el demonio estaba llegando justo al centro del matadero de abajo. Con los dientes apretados de dolor, el ingeniero cojeó hasta la máquina de guerra y se aseguró de que estuviera preparada para disparar.

Stefan asestaba tajos y mataba. Con él en cabeza, los alabarderos luchaban cuerpo a cuerpo contra los guerreros del Caos y se negaban a ceder terreno ante los corpulentos enemigos. El ejército del Caos había visto cómo mataban al brujo, y el príncipe demonio ya no estaba en el campo de batalla, pero de todos modos continuaban luchando con brutal eficiencia. Los soldados del Imperio peleaban con desesperación, pero a pesar de eso caían dos de los suyos por cada guerrero del Caos que moría.

—¡Por Sigmar! —gritó Stefan.

Se lanzó contra un enemigo que tenía delante, un calvo guerrero corpulento, de negra armadura, que enarbolaba un estandarte cubierto de macabros trofeos. Stefan acometió al hombre una y otra vez, y finalmente atravesó sus defensas y le clavó la espada en la cara. El norse se desplomó, y el estandarte cayó al suelo.

La carga de la Guardia de Reikland vaciló cuando la mitad de los efectivos cayeron de las monturas al pasar sobre ellos la bruja niebla verde. Muchos de los caballos tropezaron y se fueron al suelo cuando las patas se les volvieron repentinamente artríticas y enfermas, y los pulmones se les llenaron de inmundicia.

El mariscal del Reik cerró los ojos y la boca para protegerse de la pestilencia, pero cayó del caballo, que se le desplomó debajo. Rodó hasta ponerse de pie, y los guerreros skavens descendieron hacia él en una imparable horda. Alzó el hacha y rugió un grito de guerra cuando los enemigos lo rodearon por todas partes.

Jurgen encabezó la carga que atropello a los skavens que se interponían entre la guardia de su casa y la criatura de pelaje gris que viajaba sobre la parte trasera del campanario rodante.

Los hombres rata chillaban de miedo y furia al morir, y se dispersaban ante la carga. El suelo se estremecía con el pataleo de los caballos de guerra, y Jurgen se sentía más vivo que en muchos años. Estaba jubiloso, aunque cabalgaba hacia la muerte. La criatura de pelaje gris se volvió, con los ojos ciegos abiertos de pánico, al acercarse a él los caballeros.

Un rayo verde trazó un arco en el aire a partir de la mano del skaven, y mató a una docena de caballeros, pero el resto continuó adelante. Jurgen descargó sobre la cabeza de otro skaven la espada, que penetró hasta los dientes, e hizo que el caballo acelerara. El campanario se encontraba a sólo una docena de pasos de distancia, y entonces la campana volvió a sonar. A esa corta distancia, resonó profundamente en el cuerpo de Jurgen, que sintió cómo los órganos vibraban dentro de él.

El caballo de guerra se plantó ante el atroz sonido, y un skaven clavó una lanza en el pecho de la bestia. Jurgen descargó un tajo con la espada y mató a la criatura, pero el caballo había sufrido una herida mortal. Sin embargo, continuó adelante y se estrelló contra la estructura del campanario con todo su peso acorazado, antes de desplomarse en el suelo, muerto.

Jurgen cayó pesadamente. Al alzar la mirada, vio que la criatura de pelaje gris caía de la estructura y aterrizaba desmañadamente junto a él.

En un instante, Jurgen ya estaba encima del flaco skaven y sufría arcadas a causa del fétido olor que desprendía. Se le había caído la espada, así que el barón cerró las manos en torno al flaco cuello de la rata de pelaje gris y comenzó a estrangularla. Los skavens fueron presas del pánico cuando los otros caballeros arremetieron campanario se balanceó por un momento antes de caer al suelo, y la campana tañó con sonido sordo al estrellarse contra la tierra y aplastar a varios skavens.

El vidente gris se debatía frenéticamente, con los blancos ojos ciegos muy abiertos mientras la vida lo abandonaba. Dos lanzas se clavaron en el pecho de Jurgen, pero continuó estrangulando al skaven, que quedó laxo en sus manos al morir. Otra lanza se clavó en el cuerpo de Jurgen, que se desplomó sobre el cadáver del vidente gris. Sería recordado en Talabheim, por todos los tiempos, como un héroe.

Hroth sonrió con salvaje placer en el momento en que mató a Aurelion, cuyo cuerpo fue destrozado por el hacha. Los impecables de regocijo, y el rugido resonó por la fortaleza y salió al campo de batalla.

El helblaster vomitó su furia y los nueve cañones acertaron al príncipe demonio. El rugido de triunfo de Hroth fue ahogado por la detonación de La Cólera de Sigmar, y el demonio fue hecho pedazos por la potencia de la máquina. Desesperado, el príncipe demonio intentó aferrarse a la vida, pero su cuerpo quedó hecho trizas al ser atravesado por nueve balas de cañón.

Un monstruoso lamento de cólera pura resonó al apagarse el estruendo de la descarga de muerte en el momento en que la esencia del demonio de Khorne, era devuelta a los Reinos del Caos. Los guerreros del ejército del Caos vacilaron al percibir en lo más profundo de su ser el dolor de la muerte del demonio.

Stefan, que supo que había sucedido algo trascendental, condujo a sus tropas en una desesperada acometida final y mató a los desconcertados guerreros del Caos que tenía delante. Por todo el campo de batalla, los soldados del Imperio lanzaron un contraataque que hizo retroceder a las fuerzas enemigas, y mataron por decenas a los guerreros que andaban tambaleándose a ciegas por el terreno, aturdidos por la muerte de su señor de la guerra y caudillo.

La batalla de Talabheim había acabado.