TREINTA Y TRES

TREINTA Y TRES

Más de un millar de guerreros kurgan y norses yacían muertos o agonizantes dentro del túnel. El hedor a sangre y muerte era muy fuerte en el cerrado espacio, y los cuerpos se amontonaban sobre unos rastrillos que separaban la fortaleza exterior del Paseo del Hechicero, de ochocientos metros de largo, donde sus gritos resonaron con fuerza. Esa horda, a la que se le había concedido el gran honor de ser la por disparos de cañón y fusil. No era más que una de las muchas hordas que estaban decididas a ser las primeras que penetraran las adentro hacia los cañones enemigos.

Soltaron a centenares de monstruosos mastines del Caos, que corrían por el empedrado empapado en sangre, entre ladridos y rugidos de furia. Les disparaban sin piedad, y su sangre se encharcaba y mezclaba con el resto de la carnicería y se coagulaba. Bárbaros lluvia de ardiente plomo.

Grandes charcos de sangre se coagulaban bajo los cadáveres apilados dentro del túnel. Los cansados fusileros eran reemplazados por otros, y los comandantes del Imperio caminaban entre ellos para levantarles la moral con exaltadas arengas.

Creían que habían derrotado a lo mejor de las fuerzas del Caos, cuyo general tendría que retirarse y atacar Talabheim desde un ángulo que no estuviera tan bien protegido. El túnel era estrecho y sólo un número limitado de guerreros podía recorrerlo cada vez, y hasta el momento todos los ataques habían sido rechazados sin que un solo hombre se acercara a treinta metros.

Hroth comenzaba a impacientarse, pero no le importaba cuántos de sus guerreros morían, y enviaba más hordas a morir dentro del túnel. Mantenía a sus guerreros de mayor confianza, los khazags, a su lado, en espera del momento adecuado para hacerlos avanzar. Sabía que el final estaba cerca, y ansiaba que esa batalla concluyera.

Hroth sentía el placer de Khorne porque la carnicería era pasmosa de observar. Al final del túnel, el rastrillo y las puertas estaban abiertos. En la entrada había filas y más filas de fusileros, cuyas armas vomitaban muerte contra las interminables hordas del Caos que se lanzaban hacia ellos. Después de disparar, cada soldado se arrodillaba para dejarle una línea de tiro despejada al que tenía a la espalda, y pasaba el arma hacia atrás cuando le tendían otra recién cargada. Un centenar de disparos habían detonado al cabo de un minuto de que la primera oleada corriera hacia los soldados del Imperio, y había dejado decenas de hombres caídos que gritaban de dolor y eran pisoteados por los que venían detrás. Justo dentro de las puertas, había cuatro cañones de salvas helblasters junto a los soldados del Imperio, y rugían con furia siempre que los guerreros del Caos se acercaban demasiado. Pasada la primera hora, esas armas habían disparado tres veces una descarga de nueve cañones, y habían matado a centenares de enemigos. Una de las temperamentales piezas se había encasquillado hacía rato, y la habían retirado de la entrada, y otra había explotado y había causado una catástrofe al matar a sus artilleros y a una docena de soldados de Ostermark lo bastante desafortunados como para estar demasiado cerca de ella. El humo había inundado el túnel, y los soldados del Imperio habían disparado a ciegas hacia el interior por temor a que el enemigo se les estuviera acercando a cubierto de la humosa cortina.

* * *

Hroth se inclinó para gruñirle a la cara al brujo Sudobaal, con los ojos en llamas. Frunció los labios para dejar a la vista los afilados dientes, que parecían dagas.

—Hazlo ahora, brujo —gruñó con voz desdeñosa—. Demuéstrame lo que vales.

Sudobaal, demacrado y con círculos negros de agotamiento en torno a los ojos de serpiente, alzó la mirada hacia su señor.

Tenía la espalda encorvada y bajó la vista con rapidez al mismo tiempo que asentía con la cabeza.

—Sí, mi señor —dijo con voz cansada.

Stefan, con el costado incómodamente vendado debajo de la armadura, calmó a los soldados cuando el maléfico sonido de una salmodia resonó en el túnel. Las palabras le erizaron la piel y sintió que se le hacía un nudo en la boca del estómago.

Eran palabras sobrenaturales y horrendas, pronunciadas por una voz surgida de las pesadillas y la locura. A pesar de todo, con actitud estoica, continuó paseando por detrás de las filas de fusileros, que volvían a cargar frenéticamente las armas con manos temblorosas, para hacerles saber que el capitán estaba con ellos.

—No temáis a las viles palabras de los malignos —dijo—. Nuestro emperador Magnus los derrotó en los campos de Kislev, y también nosotros los derrotaremos aquí, en Talabheim.

Con Sigmar para guiarnos, los eliminaremos de la faz del mundo.

La demoníaca salmodia continuaba, en voz cada vez más alta, y el sonido reverberaba de modo horripilante en las curvas paredes. Stefan se volvió hacia la fría doncella elfa que estaba a su lado. La cara de ella, como siempre, carecía de emoción y era gélida.

—Señora —dijo Stefan en voz baja—, ¿qué es ese sonido infernal?

La maga elfa, Aurelion, guardó silencio durante un minuto, con los labios fruncidos.

—Es una súplica a los Dioses Oscuros —dijo al fin con voz musical y hermosa—. Las palabras me hieren; son antinaturales y viles. Haced callar a vuestros soldados, capitán.

Stefan ordenó silencio, y lo único que se oyó fue la infernal salmodia gutural que resonaba en el túnel. Los soldados miraban hacia el fondo en busca del dueño de la voz, pero no podían ver más que cientos de metros vacíos. El único movimiento eran las contracciones de los cuerpos tendidos en el suelo.

Aurelion cerró los ojos y comenzó a mover la boca en silencio, para hacer su propio encantamiento. Echó la cabeza atrás al mismo tiempo que formaba perfectamente con los labios las intrincadas palabras. Mientras hablaba, de su boca comenzó a surgir una fina niebla que descendió por su cuerpo para acumularse a sus pies. La niebla se extendió a su alrededor, se deslizó por el empedrado en busca del terreno más bajo y corrió por el suelo. Stefan dio un involuntario paso atrás para apartarse de la niebla, antes de detenerse. El fantasmal humo pálido se enroscó en torno a sus botas, y sintió que algo tibio le acariciaba las piernas. La sensación no era desagradable. La niebla envolvió los barriles de pólvora, y los pies y las piernas de los hombres de Ostermark, que con los fusiles ya cargados, esperaban en silencio. El primero en darse cuenta lanzó una exclamación ahogada. Otro susurró «brujería», pero Stefan posó una mano sobre un hombro del hombre y sacudió la cabeza para imponerle silencio. Los guerreros de Ostermark miraban con cierto miedo el humo que se enroscaba en torno a ellos, pero permanecieron como estaban, callados.

Los párpados de Aurelion se abrieron y dejaron a la vista los ojos, que entonces eran negros. Alzó la lírica voz, cuyo sonido era hermoso, obsesionante y atemorizador al mismo tiempo.

La diabólica salmodia vaciló por un instante, y se oyó claramente que el brujo del Caos se atragantaba. Luego, la voz volvió a comenzar, escupiendo coléricamente las palabras. Aurelion lanzó una exclamación ahogada, y Stefan la miró alarmado. Vio que de la nariz le caía un hilo de sangre, y su voz se hizo un poco más tensa. Desde el fondo del corredor, llegaban horribles palabras coléricas, y Stefan comenzó a distinguir un término que se repetía una y otra vez: Khorne.

La palabra era profundamente inquietante, maligna y contaminada.

Lo hacía sentir incómodo, y tuvo la sensación de que la sangre le ardía en las venas. De repente, sintió que la cólera aumentaba en su interior, y rechinó los dientes. Por un momento, su mente fue nublada por imágenes de derramamiento de sangre y matanza, y apretó con fuerza la empuñadura de la espada.

De la nariz de Sudobaal comenzó a manar sangre negra, y estuvo a punto de equivocarse otra vez en las palabras del encantamiento.

Una fuerza le estaba oponiendo resistencia, el poder de algún otro, y sintió que el miedo se posaba sobre él.

Los llameantes ojos de Hroth se entrecerraron, pero él logró mantener el flujo de palabras. El sudor corría por la arrugada cara del brujo ataviado de negro. Había llegado al punto culminante del pronunciamiento, una vocal mal emplazada en la demoníaca salmodia, significarían la condenación inmediata. Su alma se balanceaba al borde de la destrucción, porque las fuerzas que estaba invocando lo devorarían con la misma facilidad con que obedecerían sus órdenes. Percibía la amenaza del príncipe demonio que Al brujo comenzaron a temblarle las piernas y se aferró al ardiente báculo para mantenerse de pie. La salmodia comenzó a aumentar en intensidad y volumen. De la nariz le salía más sangre, y también los oídos comenzaron a sangrar. Le estallaron vasos capilares dentro de los ojos, y los cerró con fuerza a causa del dolor, mientras lágrimas rojas caían por las profundas arrugas al gritar las palabras de invocación.

Con un grito que más pareció un ladrido, la salmodia cesó bruscamente. Aurelion se tambaleó, y habría caído al suelo si uno de los maestros de la espada que la acompañaban no hubiese cogido balcones llenos de ballesteros y cañones, hacia el aire fresco del interior de las murallas de Talabheim.

Justo antes de quedar fuera del alcance auditivo del capitán, Aurelion recuperó el conocimiento.

—¡Cuidado! —le gritó—. ¡Ya llegan!

* * *

Con placer, Hroth oyó las palabras que harían salir a las criaturas del reino de Khorne, y sonrió con satisfacción. Sudobaal cayó al suelo, quebrantado y ensangrentado, pero a la cara del brujo afloró una sonrisa malvada en el momento de perder el conocimiento.

A unos ochocientos metros túnel adentro, la sangre que cubría el suelo comenzó a burbujear y hervir. De la sangre se alzó una forma que se desenroscó hasta erguirse, más alta que un hombre. La sangre cubría su musculosa carne y corría por ella en espesas ondas viscosas. La carne era del mismo color de la sangre coagulada, un rojo amoratado y oscuro. La criatura flexionó los poderosos hombros, cuyos músculos se tensaron y ondularon. Tenía la cabeza larga, y de la frente le nacían grandes cuernos que se curvaban hacia atrás. Su boca estaba llena de dientes como dagas, y de ella salió una lengua bifurcada para saborear el aire. Su cólera y emoción aumentaron al percibir el sabor de la sangre, sangre que manaba de cuerpos mortales.

Abrió los rasgados ojos en los que ardía fuego, los funestos fuegos del Caos. Era un hijo de Khorne, uno de sus leales soldados de infantería y guerreros, un desangrador. Lanzó un rugido de odio, cólera y furia puros. En una mano sujetaba una enorme espada de hoja negra y empuñadura de latón, una de las terribles espadas infernales de los vasallos de Khorne, y la alzó por encima de la cabeza. Relumbrantes runas del Dios de la Sangre recorrían la hoja de la aterradora arma. El desangrador volvió a rugir, y luego echó a correr por el túnel hacia los soldados del Imperio.

Decenas de desangradores surgieron de la sangre de los caídos.

Había sido necesario un sacrificio semejante para permitirles pasar de los Reinos del Caos a la realidad, y rugieron su cólera al unirse a la carga del primero. Al cabo de poco tiempo, había más de doscientas de esas criaturas rugiendo y corriendo hacia las líneas del Imperio.

Hroth el Ensangrentado bramó de triunfo y se lanzó al interior del túnel, al mismo tiempo que desplegaba las alas rojas.

Las puntas de las alas rozaban los lados del túnel, y la niebla roja del frenesí descendió sobre él. Mientras corría, su rugido resonó por encima del estruendo de los demonios de Khorne, y ahogó las detonaciones de los disparos imperiales.

* * *

Disparaban cientos de fusiles, y las balas de plomo golpearon a la primera oleada de desangradores. Pero siguieron corriendo, rugiendo y bramando con furia, y continuaron a la carga tras la segunda descarga, la tercera y la cuarta. Más desangradores pedazos y devueltos a los Reinos del Caos por las mortíferas descargas de las armas de Ostermark. Al frente de los demonios iba Hroth, disparos rebotaban sobre su armadura y la piel roja, pero varios le penetraron alas. A él no le importaba.

Uno de los cañones de salvas helblasters fue disparado hacia él, pero Hroth apenas si se dio cuenta, poseído completamente por la furia. Para horror de los artilleros, el ingenio mecánico erró, y Hroth supo que aún contaba con el favor de Khorne. Descendió hacia los soldados del Imperio, y el derramamiento de sangre comenzó de verdad.

Doce hombres fueron derribados al aterrizar Hroth y barrer a su alrededor con el hacha y la Asesina de Reyes. Los cuerpos eran lanzados contra las paredes, y la sangre lo salpicaba todo.

Tenía los labios contraídos y los dientes a la vista, y respiraba agitadamente, impelido por la emoción de la matanza. Sentía que el demonio U’Zhul, dentro de la poderosa espada, ansiaba más muerte y destrucción, y renunció a una parte del control que tenía sobre la criatura para dejar en libertad el poder del demonio que poseía el arma.

Si la furia de Hroth había sido grandiosa antes, su odio, fuerza y velocidad se redoblaron al quedar en libertad el demonio, que luchó contra él para intentar dominarlo; pero Hroth era demasiado fuerte y lo sometió a su voluntad. Asestaba tajos y mataba a tres hombres por segundo. Los soldados gritaban de horror y dolor al ser masacrados por el imparable demonio, y entonces, los acometieron los desangradores. Enormes espadas infernales atravesaban a los hombres de Ostermark, los cortaban y desgarraban, y las extremidades y las cabezas volaban por el aire. Los demonios rugían de furia, y los soldados gritaban de dolor.

—¡Atrás! —gritó Stefan—. ¡Retiraos a la ciudadela!

Clavó el colmillo rúnico en la garganta de un desangrador, que se desplomó. En cuanto tocó el suelo, se convirtió en líquido, y la sangre que lo había formado se derramó por el empedrado. Asestó tajos y estocadas a los frenéticos demonios que avanzaban asesinando soldados. A fuerza de golpes, se abrió paso fuera del túnel, hacia el interior de la ciudadela, y se llevó a varios de los hombres consigo.

—¡Salid! —gritó—. ¡Dejad caer el rastrillo!

Lo soltaron al instante, y la reja de hierro comenzó a descender para dejar fuera a los demonios. Una docena de sus hombres continuaban al otro lado, y Stefan se maldijo por estúpido, por no haberlos sacado también a ellos del túnel. El rastrillo bajaba con estruendo. Les daría a los últimos hombres el tiempo necesario para salir del matadero y prepararse, junto con los defensores supervivientes, para hacer frente a la acometida final del Caos. El rastrillo acabó de bajar, y las pesadas púas de acero atravesaron a los primeros de los desangradores y los derribaron al suelo, partidos en dos. Estallaron en sangre y sus formas sólidas se desvanecieron. El gigantesco príncipe demonio se lanzó de pleno contra la reja de hierro, que se curvó pero resistió. El demonio, con los ojos y los cuernos en llamas, volvió a rugir y lanzarse contra el rastrillo, que se curvó aún más. Los desangradores destrozaron a los infortunados que habían quedado atrapados en el mismo lado que ellos. El gigantesco demonio alado flexionó las rodillas y aferró el rastrillo con las manos descomunales. Los músculos se le tensaron mientras intentaba alzarlo, y rugió cuando el metal empezó a crujir a causa de la fuerza que lo empujaba.

—¡Fuera! —ordenó Stefan, y corrió hacia la luz del sol—. ¡Preparad los cañones! —les gritó a la docena de hombres que estaban apostados en las galerías de lo alto.

Los cañones cargados de metralla harían pedazos a los demonios cuando irrumpieran allí. El matadero era largo, y sabía que los demonios caerían bajo los cañones antes de que pudieran llegar hasta el terreno abierto de Talabheim. Las galerías y balcones desde las que dispararían cañones y hombres estaban a salvo de cualquier contraataque; el único acceso a esas posiciones se encontraba sobre las murallas de Talabheim, y el enemigo tendría que tomarlas antes de atacar los niveles superiores de la fortaleza.

* * *

El capitán y sus hombres salieron de la ciudadela interior, y parpadearon ante la brillante luz solar. El mariscal del Reik había reagrupado allí a los últimos defensores. Stefan rezó para que los cañones de lo alto causaran grandes bajas entre los enemigos. Iban a necesitarlo, porque les quedaba un número lamentablemente escaso de hombres para luchar.

—¡Preparad mi montura de guerra! —gritó Stefan.

—Esto es el final —dijo Markus, al ver que los últimos hombres del Imperio que se encontraban abajo, el capitán incluido, abandonaban la fortaleza interior, la última defensa de Talabheim.

El ingeniero había dispuesto que La Cólera de Sigmar, su amado cañón de salvas helblasters, fuese trasladado a esa posición, por encima del último matadero, junto con los cañones cargados con metralla. Con el postrer aliento de vida, estaba decidido a usar La Cólera de Sigmar para hacer añicos a la inmundicia del Caos. Los cañones estaban todos preparados.

En cuanto se alzara el rastrillo y el enemigo entrara en el último tramo de túnel de abajo, se desataría el infierno.

De pronto, uno de los artilleros de La Cólera de Sigmar maldijo.

—¿Qué sucede? —preguntó Markus, de inmediato.

El artillero le enseñó un dedo pulgar.

—Me lo he pillado en los engranajes, señor. Un dolor del demonio.

—Si eso es lo único que os preocupa, sois un hombre más valiente que yo, o sólo un estúpido integral —replicó Markus con voz mordaz—. Tiendo a inclinarme por lo segundo.

¿Cómo está Hans?

—Se ha desangrado casi del todo, pero está vivo, por ahora —replicó el hombre.

Hizo un gesto hacia el artillero inconsciente que se encontraba desplomado contra la muralla. La sangre, que se encharcaba debajo de él, manaba a través de las tiras de tela con que lo habían vendado apresuradamente. Una bala perdida de fusil había rebotado en la pared y lo había herido en el estómago.

Markus no creía que lograra sobrevivir. Era una lástima, porque Hans era uno de los artilleros más eficientes, aunque, de todos modos, era probable que importara poco, ya que el asedio estaba llegando rápidamente a su fin, y el ingeniero era pesimista respecto al resultado.

Markus creía que el enemigo lograría atravesar el matadero de abajo. Simplemente, eran demasiados para que pudieran detenerlos a todos, pero sabía que no les resultaría fácil y que podrían perder centenares de guerreros en el proceso, tal vez miles. Había la cantidad suficiente de pólvora y munición para disparar durante media hora. Esperaba que ese tiempo le bastara a von Kessel para organizar las defensas, y que las piezas de artillería pudieran infligirle al enemigo las bajas suficientes para que tuviera alguna posibilidad de supervivencia, una vez que lograran pasar.

El ingeniero tenía al capitán en gran estima. Sin duda, no era el hombre más inteligente que había conocido en su vida, y no era para nada un buen orador, pero había que tener en cuenta que se trataba de un soldado, y sus habilidades e instinto guerrero le inspiraban a Markus tanto respeto como sólo sentía por el propio mariscal del Reik. Sabía que el capitán era un general curtido en la batalla, y que si había alguna manera de asegurar la victoria, lucharía con ahínco para hallarla, pero el ingeniero no abrigaba esperanza alguna.

El balcón en que se encontraba Markus con La Cólera de Sigmar estaba a unos seis metros por encima del empedrado.

Quince metros de terreno abierto, con ocho cañones cargados de metralla y un helblaster para defenderlo. Había otras defensas: habían calentado aceite que estaba a punto para ser vertido a través de las aspilleras, y había varios fusileros preparados para acabar con cualquier superviviente de la furia de los cañones.

Los hombres aguardaban en tensión mientras los rugidos de furia sobrenatural llegaban hasta ellos. Aún no habían avistado al enemigo, pero sabían que esa fuerza de vanguardia no era humana.

Los engranajes del rastrillo rechinaron cuando el enemigo intentó alzar la enorme reja de hierro. Markus pensó que no lo iban a lograr, pues esa semana había comprobado el mecanismo, compuesto por enormes engranajes y volantes; una vez que encajaban en su sitio, era casi imposible moverlos sin destruirlos por completo. Claramente, los de abajo llegaron a la misma conclusión, porque el eco de algo pesado que se estrellaba contra el hierro les llegó a través del túnel. A Markus le pareció que era un ariete.

Hroth volvió a lanzarse contra el rastrillo, y el metal comenzó a combarse bajo la fuerza de las embestidas. Dio un paso atrás y arremetió de nuevo contra la reja de hierro, que se deformó aún más.

Hans se movió en la inconsciencia cuando los golpes y el sonido de metal que se rajaba penetraron en su mente comatosa.

La sangre se encharcaba debajo de él, y gimió de dolor y horror. Al abrir pesadamente los párpados, despertó a una pesadilla. Un demonio se alzaba del charco de sangre que se había formado ante él, con cuernos en la alargada cabeza, y ojos encendidos de fuego y odio. Hans intentó gritar, pero tenía la garganta seca y dolorida, y el débil gemido fue ahogado por el estruendo de metal partido procedente de abajo. El desangrador se levantó completamente de la sangre, la sangre de Hans, y abrió la boca llena de colmillos para gruñirle. Le clavó la espada infernal en el vientre, y luego volvió la mirada hacia los otros hombres que había en el balcón y que estaban de espaldas a él. Saltó adelante con un rugido sanguinario, y clavó la espada en la espalda del hombre que tenía más cerca.

Markus se volvió cuando al infernal rugido se le unió un alarido de dolor. La sangre le bañó el rostro y la camisa de seda cuando el hombre que tenía al lado fue decapitado. El desangrador, que a otros dos hombres en un instante, antes de lanzarse hacia el ingeniero.

Markus se acobardó y, horrorizado, retrocedió con paso tambaleante. La espada infernal le cayó sobre un hombro, partió el hueso y le abrió un profundo tajo. El ingeniero lanzó un alarido y cayó al suelo. De repente, cuando avanzaba para asestarle el golpe fatal, el desangrador dio un paso tambaleante: un disparo de fusil lo alcanzó por detrás. Le volvió la espalda a Markus al mismo tiempo que gruñía de furia, en busca del enemigo. Los ardientes ojos se entrecerraron al ver al hombre que volvía a cargar frenéticamente el arma, y el demonio saltó hacia él a la vez que mataba a todos los que se interponían en su camino. Con un rugido, se precipitó sobre el hombre y le cortó la caja torácica de un solo golpe, en medio de una fuente roja.

Markus notó que la sangre manaba de su cuerpo y caía al suelo. Se sintió repentinamente cansado, y una extraña sensación de calma descendió sobre él. Lo único que quería hacer era dormir. Cerró los ojos.

Al cabo de un minuto, todos los artilleros del balcón estaban muertos. Al frenético desangrador lo mató finalmente un disparo de fusil en el momento en que le asestaba el golpe fatal al último de los defensores. Pero el demonio había cumplido con su cometido: las mortíferas piezas de artillería que protegían el matadero habían quedado silenciadas antes de disparar siquiera.

Con un rugido, Hroth se lanzó una vez más contra el rastrillo, y el hierro se curvó y cedió. Con un bramido de triunfo, encabezó la carga por el empedrado de la fortaleza interior.

Los desangradores corrían a su lado, y detrás de estos iba todo el ejército de Hroth el Ensangrentado. La batalla final era inminente, y la suerte de Talabheim pendía de un hilo.