TREINTA Y DOS
Durante casi una semana, se sucedieron los ataques contra las murallas de Talabheim. Las fuerzas del Caos sufrían terribles bajas, la pared del cráter era casi imposible, y las hordas del Caos comandadas por Hroth el Ensangrentado, eran masacradas despiadadamente por los defensores. Los que morían en lo alto de las consigo al precipitarse al vacío, y eran recogidas por otros que trepaban por la empinada pendiente hacia las gigantesca murallas. A los defensores del Imperio les parecía que las hordas que los atacaban eran innumerables, y las noches se veían inundadas por turbaban el sueño de los soldados, y por miles de fuegos de campamento y antorchas que iluminaban la oscuridad. Por la noche no cesaban los ataques, y los soldados del Imperio estaban extenuados podían, pero eran períodos inevitablemente breves y escasos.
Las fuerzas del Caos atacaban todo el perímetro de Talabheim, acometían las murallas con rapidez y obligaban a los defensores a tener kilómetros de su circunferencia.
Stefan von Kessel y el mariscal del Reik sabían que eso era poco más que pequeñas maniobras de diversión, porque el ataque principal se produciría en la única entrada real de Talabheim, en la fortaleza que daba paso al túnel. Sin embargo, si no apostaban sobre esas murallas algunos de los escasísimos hombres de que disponían, el enemigo bien podría abrir una brecha, y entonces las defensas se desmoronarían. Así pues, con cierta frustración, Stefan envió a las murallas secundarias que rodeaban la gran ciudad a muchos de los hombres que habría preferido dedicar a la protección de la entrada principal.
—¡¿Por qué, en el nombre de los cielos, se construyeron tantos malditos kilómetros de muralla?! —Había gritado con exasperación—. ¡Si las murallas sólo rodearan la ciudad en sí, podríamos resistir durante un año contra este enemigo! —No lo había aplacado la respuesta innegablemente sensata del mariscal del Reik.
Los herreros de Talabheim trabajaban día y noche para hacer miles y miles de balas de fusil y cañón, y los flecheros se afanaban sin descanso para fabricar grandes cantidades de flechas, que eran distribuidas entre los arqueros. El templo de Shallya estaba abarrotado, así que el palacio del barón Jurgen Krieglitz se convirtió en hospital provisional. Cada día eran transportados desde las almenas al palacio carros cargados de heridos para que los atendieran las sacerdotisas de Shallya y los ciudadanos que les prestaban ayuda. Los severos sacerdotes de Morr recorrían los salones para atender a aquellos cuyas heridas eran mortales y hacer más fácil su partida de este mundo.
Von Kessel visitaba las diferentes secciones de las murallas y levantaba la moral de los hombres allá donde iba. Los soldados de Talabheim sentían hacia él un respeto reverencial, porque luchaba junto a ellos como uno más y no esperaba de los soldados nada que él mismo no estuviera dispuesto a hacer. Las fuerzas del Caos lograron atravesar y entrar en el campo abierto como una plaga de insectos. Esas incursiones no eran más que lapsus transitorios, y acababan aplastadas por la siempre vigilante Guardia de Reikland y otras compañías itinerantes designadas por Stefan.
Al parecer, el enemigo estaba decidido a tomar Talabheim con toda la rapidez posible, con independencia de las bajas que sufriera, y Stefan comprendía la necesidad que tenía de una pronta victoria. Marcha hacia la ciudad asediada, y si las fuerzas del Caos no la tomaban aliento para impedirlo, las cosas serían muy diferentes. Si el Emperador llegaba y se encontraba con que la ciudad ya había caído, mente contra él.
Stefan pasaba la mayor parte del tiempo luchando en la defensa de la vital fortaleza que protegía la entrada del Paso del Hechicero. El fuego graneado de cañones, morteros y fusiles mataba a miles de guerreros del Caos. Los soldados de Stefan, firmes e impertérritos en la resistencia contra el enemigo, recibían a aquellos que llegaban hasta las murallas. Mataban a cientos, y de una patada mandaban al vacío los cadáveres que iban a amontonarse en la base de la muralla. El hedor era horrendo, y a von Kessel le preocupaba la posibilidad de una epidemia. Las moscas descendían en zumbantes nubes sobre los cuerpos y le traían viles recuerdos de la derrota del traidor elector Gruber, acaecida unas semanas antes.
Tras rechazar cada ataque, los guerreros del Imperio se dejaban caer habían mostrado jubilosos tras haber contenido la primera acometida, los días se volvieron más callados y reacios a entablar conversación. Tenían gacha. Sin embargo, se erguían en cuanto les llegaba la orden y se ponían de pie para hacer frente al siguiente ataque.
—¡Ya vuelven! —gritó una voz, y se trabó una vez más la frenética batalla.
Stefan von Kessel clavó la espada a través de la visera de un guerrero de armadura negra, el cual cayó de espaldas desde lo alto de la escalerilla. El capitán oyó un alarido a la izquierda y vio que el hombre que tenía a su lado se tambaleaba y le manaba un chorro de sangre de una herida abierta en la garganta. Un él, con casco astado adornado con odiosos símbolos de los Dioses del Caos. El guerrero rugió y acometió con un par de armas; mató a un hombre de un golpe en la cabeza y estrelló una maza de púas contra el pecho de otro. Cuando avanzó y mató a un nuevo soldado para despejar las almenas, más guerreros aparecieron detrás de él.
Con un grito, Stefan se lanzó hacia adelante y dirigió un golpe hacia la cabeza del guerrero. El enorme bárbaro paró el ataque con la hoja de la espada, y lanzó contra el pecho de Stefan la maza de púas, que impactó en su escudo y lo echó hacia atrás contra otro hombre. El guerrero avanzó hacia él, pero se detuvo en seco cuando una fina hoja le asomó por el pecho. Cayó pesadamente, y von Kessel vio que un par de maestros de la espada elfos entraban en la brecha; blandían las espadas a una velocidad increíble. Se movían como bailarines, se inclinaban grácilmente para esquivar los ataques y herían con una rapidez mortífera. Varios de los espadones de Stefan avanzaron para unirse a ellos, y se situaron ante su señor para protegerlo.
Sus movimientos parecían torpes y lentos comparados con los de los elfos, pero no eran menos eficaces, y las pesadas espadas herían a los guerreros del Caos con una fuerza brutal.
Stefan se puso de pie y volvió a la refriega. Estrelló el escudo contra la cara de un bárbaro que trepaba sobre las almenas, y luego golpeó con el puño de la espada la cara de otro que llegaba al final de la alta escalerilla, y que cayó al vacío. El capitán empujó hacia atrás la escalerilla, que se apartó de la muralla con lentitud y arrastró a la muerte a docenas de hombres que ascendían por ella.
Un guerrero de torso desnudo saltó sobre las almenas y clavó la espada en la espalda de uno de los delgados elfos de blanco ropón. El otro elfo se volvió hacia el camarada, con los almendrados ojos cargados de tristeza, y su espada silbó en al aire antes de decapitar al hombre. Una pesada hacha se estrelló sobre el alto casco del elfo, hendió el metal plateado y le hundió el cráneo. El maestro de la espada cayó en silencio.
Más escalerillas chocaron contra las murallas de la fortaleza; eran demasiadas para empujarlas todas. Los fusileros de las torres de ambos lados de la muralla continuaban disparando contra la horda, y ascendía humo entre las almenas y saeteras.
Los cañones seguían atronando, y los morteros disparaban con toda la frecuencia con que podían ser cargados y mataban a docenas con cada disparo, pero parecía haber una inacabable marea de guerreros que cubrían cualquier brecha que dejaban las explosiones.
Stefan estaba increíblemente extenuado. Hacía casi una semana que las murallas que rodeaban Talabheim sufrían ataques contra diferentes secciones y torres, pero el asalto contra la fortaleza que protegía el acceso al Paseo del Hechicero había sido constante. Al pie de las murallas había grandes pilas de muertos, particularmente altas en los terrenos baldíos donde las murallas formaban un ángulo. Los disparos de ballesta y fusil habían matado despiadadamente a centenares y más centenares de guerreros de los Dioses Oscuros cuando intentaban colocar escaleras era casi insoportable.
Un asedio prolongado habría resultado más eficaz de no haber existido la amenaza de la llegada de los refuerzos del Imperio, pero el general del Caos no era un comandante sutil, según decidió Stefan. Agotaría a los defensores por el sistema de lanzar contra la fortaleza una oleada de guerreros tras otra, y atacaría de modo implacable hasta lograr la victoria o quedarse sin hombres. Las tropas del Imperio ya habían matado a miles de enemigos, pero Stefan sabía que con eso no bastaba y que esa primera fortaleza no tardaría en caer.
Talagraad, en la base del cráter de Talabheim, no era más que ruinas humeantes, arrasada por el enemigo, y el puerto estaba lleno de carro o empalados, entre alaridos, en largas lanzas. Esos horrendos tótems, desmoralizaban a los defensores, que veían que muchas de esas personas aún estaban vivas mientras las aves carroñeras las picoteaban.
Unas bestias enormes avanzaron entre las fuerzas del Caos.
Eran ogros brutales, criaturas gigantescas ataviadas con pesadas armaduras rudimentarias que rugían al cargar contra las puertas de la fortaleza con improvisados arietes bajo los descomunales del lomo atravesadas por púas óseas, caminaban pesadamente con paso torpe. Eran irritantes bestias malignas, algunas de ellas con múltiples brazos o con dos cabezas. Stefan había luchado antes contra los trolls, pero eran trolls de piel pétrea, de las montañas, no esas criaturas deformes que habían mutado a causa de su constante exposición al Caos. No obstante, si se parecían en algo a los trolls de piel pétrea, serían casi imposibles de matar. Eso quedó demostrado cuando una de las criaturas recibió en el torso un impacto de bala de cañón. Cayó al suelo con el pecho completamente destrozado, pero se puso de pie y rugió de cólera. Se arrancó la bala de cañón del pecho hundido y la lanzó de vuelta contra la fortaleza, mientras los huesos de su cuerpo destrozado ya comenzaban a reconstruirse.
Stefan mató a otro hombre de una estocada en el pecho y se limpió la sangre de la frente. Sintió una profunda reverberación que hacía estremecer el suelo y la propia fortaleza, y miró al otro lado del mar de enemigos para averiguar qué nuevo horror era el responsable. Sus ojos se abrieron al ver al gigante que avanzaba con un tronco de árbol en una de las carnosas manos.
La criatura medía quince metros de altura y tenía curvos cuernos en la enorme frente. Por la boca le asomaban colmillos, y sus tres ojos parpadeaban pesadamente. En torno al cuello llevaba un collar de extremidades humanas, y Albrecht quedó horrorizado al ver que una cavernosa boca ribeteada de colmillos se abría en el vientre del monstruo. El gigante avanzó entre las filas de bárbaros y guerreros del Caos, y comenzó a correr pesadamente al aproximarse a la fortaleza.
Las flechas se clavaban en la cara y el pecho del gigante con tan poco efecto como las picadas de los insectos en un hombre.
Bramó mientras corría y la tierra se estremecía bajo cada uno de sus pasos. No aminoró la marcha en lo más mínimo al lanzarse contra la muralla de la fortaleza, y los hombres retrocedieron sobre las almenas al verlo acercarse. El gigante bajó un hombro y embistió la muralla. Los hombres fueron derribados por el impacto, la muralla se rajó y la sacudida hizo que se desprendieran piedras.
Stefan cayó de rodillas junto con los otros soldados. La descomunal cabeza del gigante, aterradoramente enorme vista de cerca, llegaba casi a lo alto de las almenas; alzó por encima de la cabeza el tronco que sujetaba en un puño, antes de descargar con él un golpe sobre la muralla y aplastar a media docena de hombres. Soltó una grosera risa que salpicó de saliva las almenas, antes de barrerlas con el tronco y precipitar a docenas de hombres al vacío. La risa del gigante se interrumpió de repente cuando gritó de dolor, dejó caer el tronco y retiró la mano, goteando sangre, con dos dedos cercenados por las almas de un maestro de la espada elfo. Una mueca infantil con trajo la cara del gigante enfadado, que cerró un puño y lo descargó sobre el elfo, al que pulverizó con los nudillos contra las piedras.
—¡Apuntad a los ojos! —gritó Stefan, y una nube de flechas y saetas de ballesta hendió el aire.
El gigante manoteó los proyectiles como si se tratara de moscas y ocultó la cabeza tras las almenas. Se inclinó para coger un gran rastrillo que habían bajado ante las grandes puertas de la fortaleza. Aferró con fuerza los barrotes de hierro con las manos enormes, y los gigantescos músculos se le contrajeron cuando empezó a tirar de ellos. Con un rugido acompañado del estruendo del metal partido, el gigante arrancó el rastrillo y provocó una lluvia de piedras. Alzó la reja de hierro por encima de la cabeza, respiró profundamente y la lanzó contra una de las altas torres que había intercaladas entre los lienzos de la muralla, y una parte de la estructura antigua se derrumbó a causa del impacto.
Una flecha se clavó en uno de los tres ojos del monstruo, que rugió de dolor y retrocedió con paso tambaleante. Pisó aun guerrero del Caos, al que aplastó contra el suelo, y tropezó. Al perder el equilibrio, el gigante cayó pesadamente de espaldas.
Pareció que tardaba una eternidad en llegar al suelo, y cuando lo hizo la tierra reverberó. Se desplomó sobre una docena de guerreros, que murieron en el acto. Las flechas y las balas de fusil llovieron sobre el gigante, que se debatía, hasta que una bala de cañón acabó con su vida al reducirle la cabeza a pulpa sanguinolenta. A pesar de eso, el gigante había cumplido con su cometido al arrancar el rastrillo, y docenas de guerreros norses cargaban ya hacia las enormes puertas de madera de la fortaleza, armados con hachas enormes. Otros guerreros corrían junto a ellos, con los escudos en alto para protegerlos de las flechas y rocas que caían desde el cuerpo de guardia. Les arrojaron aceite hirviendo, y muchos gritaron de dolor cuando les cayó encima, pero otros sobrevivieron y se pusieron a asestar golpes de hacha contra la sólida madera de las puertas.
Stefan abandonó las murallas y bajó por las escalerillas resbaladizas de sangre hasta el suelo de la fortaleza.
—¡A mí! —gritó para que lo siguiera un grupo de espadones mientras corría hacia el cuerpo de guardia.
Cuarenta hombres al mando del sargento Albrecht ya estaban allí, y apuntalaban las grandes puertas de madera con vigas y tablones. Los norses descargaban golpes de hacha con una fuerza tremenda, y era sólo cuestión de minutos que las puertas cedieran.
—¡Manteneos firmes, hombres de Ostermark! —gritó Stefan.
De repente, las puertas estallaron hacia dentro en una lluvia de tablones partidos y lanzaron al suelo a los hombres que estaban situados tras ellas.
—¡Brujería! —gruñó Albrecht, y encabezó la carga de los espadones para hacer frente a los enemigos que atravesaban la entrada.
La batalla fue brutal en el cuerpo de guardia. Los norses se lanzaron hacia los espadones con renovado vigor, comandados por un gigante rubio que luchaba con un par de espadas de hoja gruesa. El hombre mataba soldados a diestro y siniestro, con una rapidez y fuerza que superaban con mucho las de un hombre normal. Albrecht acabó con varios norses, y Stefan y sus soldados entraron en la refriega para prestar su ayuda en el crucial combate.
Ulkjar Moerk Cortacabezas dejaba tras de sí una carnicería al abrirse paso entre los espadones a fuerza de tajos y estocadas de sus espadas gemelas. Bloqueó con una el ataque de uno de los hombres y le clavó profundamente la otra en el cuello, del que manó una fuente de sangre arterial.
—¡Sangre para el Dios de la Sangre! —rugió Ulkjar.
Stefan clavó el colmillo rúnico en la garganta de uno de los norscan, y de la herida manó la sangre a borbotones.
—¡Por Sigmar y por el Emperador! —gritó, y se lanzó de lleno a la refriega.
Ulkjar oyó el nombre de la odiada falsa deidad del Imperio, y volvió la mirada para clavar los ojos en Stefan. Comenzó a abrirse paso a tajos hacia él, matando a todos los que se interponían en su camino. Tenía el cuerpo cubierto de cortes y heridas profundas, cualquiera de las cuales habría sido fatal para un hombre inferior a él. Decapitó a otro hombre y se lanzó hacia adelante para matar al que había gritado el nombre del falso dios.
Stefan retrocedió un paso cuando el veloz golpe descendió en arco hacia su cabeza, y alzó el colmillo rúnico para defenderse. La potencia del golpe era inmensa y el impacto lo empujó hacia atrás. La segunda espada del enorme diablo de pelo rubio avanzó hacia su vientre, y aunque logró interponer el escudo, fue empujado otra vez hacia atrás por la fuerza del golpe, que le dejó el brazo entumecido. Tras recobrar el equilibrio, hizo una finta hacia la cabeza del corpulento norscan, antes de desviar la estocada a medio camino hacia el pecho.
Ulkjar vio venir el ataque y lo desvió a un lado con una de las espadas. Quedó conmocionado ante el poder que contenía el arma del contrincante. Percibió la peligrosa magia del arma, y supo que tenía el poder para matarlo cuando otras armas le causarían meras heridas. Atacó con furia renovada, con estocadas altas y bajas en un vertiginoso despliegue de destreza que obligó al enemigo, a retroceder aún más. Con un tajo casi perezoso, Ulkjar mató a un espadón que intentaba ayudar al capitán y clavó la otra espada en el corazón de un segundo.
Al ver una oportunidad, Stefan arremetió. Como si hubiera estado esperando el ataque, el alto norscan desvió el colmillo rúnico hacia el suelo de un golpe, y estocó con la intención de ensartar a Stefan. El capitán se volvió en el último momento para apartarse del camino del arma, y la espada le penetró en un costado, donde abrió una herida dolorosa pero no fatal. Stefan gritó y cayó sobre una rodilla.
—¡Proteged al capitán! —gritó alguien.
Ulkjar recibió un pesado golpe por detrás. Se volvió y ensartó al atacante con una de las espadas.
Mientras Stefan era arrastrado hacia atrás por los espadones, gritó al ver venir el golpe mortal.
—¡Albrecht! —bramó.
El sargento, ensartado por la espada del norscan, volvió la cabeza al oír su nombre. La sangre le llenó la boca y le goteó de los labios. Sus ojos se encontraron con los de von Kessel, que era arrastrado fuera de la batalla. Ulkjar arrancó la espada del cuerpo del sargento, que cayó al suelo, muerto.
Ulkjar bramó de frustración al ver que se le escapaba el enemigo. Un rastrillo cayó con estruendo detrás de Stefan von Kessel, que era transportado hacia el túnel de ochocientos metros de largo.
Los soldados que quedaron en la fortaleza exterior batallaron con ahínco, pero al cabo de pocos minutos la fortaleza era tomada y morían todos los hombres del Imperio que estaban dentro.