TREINTA Y UNO
El barón Jurgen Krieglitz, conde elector de Talabheim, se dio la vuelta en la cama empapada de sudor al sacarlo del inquieto sueño el golpe que sonó por segunda vez en la puerta del dormitorio. Se sobre la almohada cuando, con voz débil, respondió.
Era un hombre joven, pero ya tenía prematuras hebras de plata en el sucio pelo, y la cara demacrada. Su padre había luchado en joven, callado e inseguro, era fácilmente manipulado por los, políticos, sacerdotes y consejeros de su padre. Dado que no era estúpido en modo alguno, se daba perfecta cuenta de lo que sucedía, pero no tenía ni idea de cómo cambiar la situación.
Su padre había sido como un toro, un guerrero nato adorado por todos en Talabecland. Nadie se había afligido más que Jurgen cuando el ejército regular de Talabecland había perecido con él.
Las puertas del dormitorio se abrieron y entró un sirviente seguido por un anciano estadista.
—Mi muy honorado señor, ¿os encontráis mejor, hoy? —preguntó el estadista, ceñudo.
Era un auténtico político y hablaba con palabras zalameras, pero Jurgen sabía que se trataba de una víbora manipuladora.
También sabía que él no tenía el temple necesario para competir con las interminables maquinaciones del hombre. Sin aguardar respuesta, continuó.
—Mi señor, las fuerzas del Caos se acercan a Talabheim, pero alabado sea Taal, porque se vislumbra la esperanza; ha llegado una gran fuerza armada de Ostermark para ayudarnos en la defensa. Se ha convocado un consejo de guerra que ahora se halla reunido en la sala de guerra. ¿Os encontráis lo bastante bien para asistir, mi señor, o debemos conducir los asuntos lo mejor que podamos en vuestra ausencia?
—No estoy bien —replicó Jurgen, que tosió para demostrarlo.
Se arropó apretadamente con la ropa de cama y se volvió de costado, de espaldas al hombre.
—Atended esos asuntos sin mí.
—Como deseéis, mi señor; reposad. Todos los asuntos de estado están atendidos —dijo el estadista, al mismo tiempo que hacía una profunda reverencia.
Jurgen oyó cómo los hombres volvían a salir de la habitación y la puerta se cerraba silenciosamente tras ellos.
El joven conde se moría. No viviría más de un año, según le había informado la sacerdotisa de Shallya con lágrimas en los ojos. Al principio, había creído que la enfermedad era provocada por las presiones del cargo. Detestaba las intrigas de la corte, el politiqueo y las puñaladas por la espalda. Sabía que era débil. Tenía el estómago constantemente revuelto, y los ácidos estomacales lo quemaban por dentro. A medida que pasaban los meses, los dolores de cabeza empeoraron y comenzó a quedarse en cama, apartado de sus deberes. «Tenéis un cáncer en el cerebro», le había dicho la sacerdotisa. Un día, no muy lejano, se lo llevaría.
Cerró con fuerza los ojos porque el dolor de cabeza se había convertido en un latido espantoso, y deseó que se lo llevara pronto. Luego, cayó en un sueño inquieto.
* * *
Pero el bendito olvido le fue negado cuando oyó fuertes voces fuera del dormitorio. Cerró los ojos con fuerza al sentir que se le hacía un nudo en el estómago y deseó que las voces se marcharan y lo dejaran morir en paz.
Las voces se hicieron más fuertes, y las puertas del dormitorio se abrieron con brusquedad.
—¡No podéis entrar ahí, señor! ¡El barón está enfermo!
—¡Talabheim y el Imperio lo necesitan! —replicó una enojada voz autoritaria—. ¡Hablaré con el elector!
Jurgen cerró los ojos y fingió dormir. Unos pesados pasos se acercaron al lecho y se detuvieron junto a él.
—Mi señor Krieglitz, debéis despertar y atender vuestros deberes. Vuestra ciudad y vuestro pueblo os necesitan —dijo una voz—. ¿Krieglitz?
Una mano le sacudió un hombro, y Jurgen abrió los ojos.
Un hombre con el rostro recorrido por terribles cicatrices se encontraba de pie ante él.
—Tengo necesidad de hablar con vos, señor.
Cansado, Jurgen se incorporó en el lecho. El aturdido sirviente acudió a ponerle almohadas detrás de la espalda.
—Lo siento, mi señor. Irrumpió en la habitación. No pude hacer nada para impedírselo —dijo el hombre, obviamente angustiado.
Jurgen agitó débilmente una mano para indicarle que no hacía falta que se disculpara.
—No tiene importancia —dijo el joven barón con resignación. Volvió los cansados ojos hacia el intruso, y lo miró de arriba abajo—. Ostermark. Hace mucho que existe antipatía entre Talabecland y Ostermark. ¿Quién sois para irrumpir aquí? —preguntó, intentando hablar con firmeza, y detestó la debilidad que percibió en su propia voz.
—Soy el capitán Stefan von Kessel. He acudido a ayudar a Talabheim en un momento de necesidad. Los tiempos de hostilidades entre nuestros territorios pertenecen al pasado; estamos unidos en el servicio al Emperador, que Sigmar bendiga su nombre.
—¿Un capitán? ¿Un simple capitán que lleva el colmillo rúnico de Ostermark?
El semblante de Stefan se endureció.
—Seré elector cuando regrese a Ostermark. No es un deber que anhele pero, de todos modos, es mi deber. También vos tenéis un deber, mi señor, para con Talabheim y el Imperio.
El joven enfermo cerró los ojos y suspiró con cansancio.
—No me queda mucho tiempo en este mundo —dijo—. Morr vendrá a buscarme muy pronto. Dejadme en paz, Ostermark.
—¡Mi señor, vuestra ciudad está a apenas días de ser asediada!
¿Os quedaréis tumbado en la cama y dejaréis que caiga a vuestro alrededor?
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Me estoy muriendo. Dejadme en paz.
—Aún no estáis muerto del todo, maldita sea. En una ocasión conocí a vuestro padre. Era un hombre orgulloso, un gran comandante y un guerrero realmente heroico. Lo lloré cuando me enteré de su muerte, pero brindé por su memoria. Era mi auténtico héroe del Imperio.
—¿Adonde queréis llegar, Ostermark? ¿Por qué venís aquí a zaherirme?
—¿Os enorgullecería que vuestro padre os viera ahora, escondido en la cama como un niño, y dejando que se desmorone en torno a vos todo aquello que él protegió con tanto afán?
—¡Yo no soy mi padre! —replicó Jurgen con sequedad, a la vez que se inclinaba hacia adelante. Volvió a desplomarse contra las almohadas y suspiró, cansado— pero no es así. No seré de ninguna utilidad en los días que se avecinan.
—Poneos la armadura, señor —dijo Stefan con voz más suave—. ¡Vuestros soldados necesitan de veros caminando por las almenas les levantará el ánimo!
¡Eso vale más que otros mil soldados! ¡Mostradles que lucharéis junto a ellos!
—Yo… no puedo. Dejadme.
—¿Dejaréis la defensa de vuestra ciudad en manos de esos venenosos políticos que hay en la sala de guerra? ¿Deshonréis así el nombre de vuestra familia? ¿Para vos?
* * *
Jurgen había cerrado los ojos para defenderse de las preguntas.
—Quería profundamente a mi padre, pero no soy nada comparado con él. Él era fuerte, y yo no lo soy. No puedo hacer lo que me pedís, Ostermark. No me lo pidáis —replicó. Luego alzó la defensa. ¡Vos podríais hacerlo! Sé que podríais. Comandad a mi gente. Les daréis más esperanza de la que jamás podría darles yo.
—¡Vuestros soldados os necesitan a vos, maldición! —estalló Stefan, que perdió la paciencia con el cobarde que tenía delante—. ¡Mostrad un poco de firmeza, hombre!
Jurgen le dirigió una mirada implorante para rogarle, sin palabras, que se marchara.
—Me estoy muriendo —dijo con voz débil.
Von Kessel lo miró fijamente por un momento, con expresión dura.
—¿Queréis que os recuerden así? Un hombre puede ser definido por el modo en que muere, barón Krieglitz. Poder morir como un fracasado, pudriéndoos en vuestros aposentos podéis Comandadlas, y si caéis en batalla, seréis recordado como el conde elector que dio la vida en defensa de su capital, luchando junto a los soldados. Podríais ser recordado por todos los tiempos, en los Sobre el dormitorio cayó el silencio. Jurgen continuaba mirando al capitán con ojos suplicantes.
—Yo… no puedo hacerlo —dijo al fin.
—En ese caso, al infierno con vos, por lo que me importa. Quedaos aquí a esperar la llegada de la muerte —espetó el capitán, que portazo.
—¿Puedo…, puedo traeros algo, mi señor? —preguntó el sirviente de Jurgen.
Sin hacerle caso, el joven se dejó caer en la cama una vez mas.
Se arropó bien, con el estómago revuelto, y se volvió de cara a la pared. Esperó hasta oír que el hombre atravesaba sigilosamente la habitación y se deslizaba por la puerta, y se enroscó romo un ovillo, asqueado de sí mismo.
Los días siguientes fueron un torbellino de frenética actividad dentro de Talabheim. Se llevaron a las murallas decenas de miles de flechas, saetas de ballesta y balas de fusil, y se transportaron los cañones y morteros a soldados a lo largo de las murallas, pero había literalmente kilómetros y kilómetros de muralla por cubrir, y los hombres quedaban muy separados. De todos modos, el principal ataque del Caos se produciría en el Paseo del Hechicero, y allí se concentró la mayor parte de las defensas. La fortaleza exterior recibiría de lleno el ataque, de modo que en ese lugar se apostarían los espadones de von Kessel y la mitad de los soldados de Talabheim. Doscientos fusileros defenderían las murallas exteriores de la fortaleza, y dieciocho cañones y ocho morteros dejarían caer una lluvia de muerte sobre las fuerzas del Caos cuantío se aproximaran al cuerpo de guardia. Stefan estaba decidido a retener la fortaleza tanto tiempo como fuera posible, con el fin de causar terribles bajas entre los enemigos. Los soldados destinados allí aceptaron el puesto sabían que las posibilidades de sobrevivir eran escasas. Los exploradores y batidores, bajo el severo mando de Wilhelm, informaban sobre la proximidad del inexorablemente hacia la ciudad, y cada día salían de los bosques más hordas que se les unían, de modo que las tropas del Imperio se veían superadas en número por cuatro a uno. Semejante relación de fuerzas era aceptable, incluso favorable para las tropas del Imperio, debido a las excelentes defensas de Talabheim.
Sin embargo, von Kessel estaba intranquilo porque temía que la brujería y alguna treta demoníaca darían al traste con su cuidadosa planificación. En voz baja, Wilhelm habló con Stefan y el mariscal del Reik acerca del demonio que comandaba las hordas del Caos, al cual había atisbado desde lejos.
Había miedo en sus ojos al hablar de la gigantesca criatura, y ese simple detalle preocupó a von Kessel, que creía que nada podía asustar al asesino de frío corazón.
—Todos vamos a morir —dijo Wilhelm con expresión ceñuda.
Stefan conocía al hombre lo bastante bien para saber que no le diría esas palabras a nadie más, ni eludiría su deber, pero lo asustó la certidumbre con que habló el explorador.
Talagraad, situada en la base del gran cráter de Talabheim, fue evacuada. La población avanzó con desdicha por el Paseo del Hechicero, en busca de la seguridad de las murallas. Algunos se negaron a marcharse y se atrincheraron dentro de las casas en un vano intento de protegerse del ataque inminente. Otros se aprovecharon del éxodo para saquear las casas de los que se habían marchado, y se produjeron varias muertes. Los aldeanos más ricos pagaron cifras exorbitantes para que los barcos que iban hacia Altdorf los llevaran a lugar seguro. El puerto estaba desierto de embarcaciones, y las calles de Talagraad vacías.
La maga elfa, Aurelion, y sus guardias se habían mostrado indiferentes y distantes con los humanos. Se habían unido a las defensas de la fortaleza exterior, y Stefan se alegraba de contar con su apoyo. Había visto luchar a esos altos guerreros, y poseían habilidades que parecían muy superiores a lo natural, ya que lucharían hasta el final de sus fuerzas. Aún sentía suspicacia ante Aurelion y sus poderes, pero sabía que su intervención sería inestimable para contrarrestar la magia vil del enemigo.
Gunthar se paseaba constantemente a lo largo de las murallas, y su con los soldados, que agradecían sus groseros chistes y su risa tronante.
Albrecht trabajaba incansablemente, gritaba órdenes y preparaba a los hombres para el inminente ataque. Dormía cuando podía, una hora aquí y allá, con la armadura puesta y sobre las murallas. Entrenaba implacablemente a los hombres y se aseguraba de que comenzara la batalla.
La Guardia de Reikland quedaría en reserva, una de las doce compañías itinerantes que podían ser desplegadas con rapidez para cubrir cualquier lugar que quedara indefenso, o contener un ataque que abriera una brecha en las murallas.
La ciudad de Talabheim en sí, situada a unos tres kilómetros de las tierras de labrantío desde el Paseo del Hechicero, estaba atestada de refugiados de Talagraad. La milicia que mantenía la paz allí estaba muy ocupada con las inevitables riñas que estallaban entre la gente hambrienta, sin techo, y asustada. Del barón Jurgen Krieglitz no se sabía nada.
Finalmente, Wilhelm y los últimos exploradores llegaron a la fortaleza exterior, ensangrentados y sin aliento. Se les lanzaron cuerdas desde la muralla, y ascendieron por ellas con rapidez para informar a von Kessel y el mariscal del Reik.
—Ya llegan —fue la simple declaración de Wilhelm.
Justo entonces, comenzaron a sonar los tambores.
Hroth se encontraba de pie encima del montículo y miraba por encima de su descomunal ejército hacia la ciudad del Imperio, con los ojos llameantes de cólera y voracidad. Miles de encendidas antorchas eran alzadas al aire con cada toque de los tambores que estremecían la noche. El implacable batir sería aterrador para los despreciables hombres que se ocultaban dentro de las murallas de la ciudad, pero hacía que su demoníaco corazón latiera aceleradamente en espera de la matanza que se avecinaba. ¡Cuánto había anhelado ese momento! Comenzaría el ataque. Se lamió los labios con la larga lengua bifurcada. Dentro de poco, establecería corazón mismo del Imperio, y eso anunciaría la caída inevitable de la civilización.
Hroth rugió, y el eco le devolvió el rugido repetido miles de veces desde el cráter y las murallas que rodeaban la ciudad, pasando por encima de las hordas que se preparaban allá abajo. El batir de tambores cesó al instante. El ejército inició el ataque.