TREINTA
Ulkjar Cortacabezas estrelló las dos espadas contra el cuello de un norscan, una por cada lado. Las hojas se encontraron a medio camino y la cabeza cayó al suelo. Tras limpiar las armas en la capa del enemigo derrotado, el alto hombre las envainó y se inclinó para recoger la cabeza. La cogió por el pelo y giró sobre sí mismo para mostrársela a todos los que estaban mirando.
—¡Soy Ulkjar Moerk, de los skaelings! —rugió mientras sus ojos azul hielo destellaban amenazadores al pasar de un rostro a otro—. ¡Soy el Cortacabezas! ¡Soy vuestro jefe! ¡Esta es la suerte de todos los que se atreven a desafiarme!
El alto norscan se marchó a grandes zancadas, abriéndose camino a empujones entre el apiñamiento de bárbaros que comenzaban a dispersarse. Avanzó hasta una piedra grande sobre la que se sentó, y dejó a su lado la ensangrentada cabeza del último que lo había retado. Abrió el pequeño zurrón hecho con piel de venado que llevaba, y sacó una fina aguja de hueso de ballena y un delgado hilo de fibras de tendón de oso.
Humedeció el hilo entre los labios y enhebró la aguja, para luego comenzar a coserse una herida que tenía en un costado.
Inspiraba entre los dientes apretados cuando se atravesaba la carne con la aguja y tiraba del hilo. Repitió el movimiento una y otra vez hasta cerrar la herida. Tras cortar el hilo con los dientes, lo ató con cuidado y se limpió la sangre de la piel con un paño suave.
Desde que Hroth lo había derrotado —limpiamente, según tenía que admitir— se había visto obligado a hacer frente a los desafíos de hombres de su propia tribu. Antes de que llegaran a la playa aquel día, sus hombres habían creído que era invencible.
Él mismo se lo había creído, pero ya no. Había perdido la autoridad entre los skaelings, y lo veían como un simple hombre, como ellos, un hombre al que podía vencerse. «Soy un elegido», se recordó. ¿Cómo podían pensar ni remotamente que eran capaces de ganarle? De todos modos, lo desafiaban.
Durante las últimas semanas, Ulkjar había luchado contra nada menos que cinco skaelings que se habían atrevido a desafiar su posición de jefe. Se preguntaba a cuántos más tendría que matar y cuándo acabaría aquello. «Con mi muerte», pensó, ceñudo. Sabía que se produciría dentro de poco, en cualquier momento. No, era demasiado poderoso para cualquiera de ellos, y no se trataba de una baladronada ociosa, pero ya no era joven. En unos pocos años, tendría la edad que tenía su padre cuando él lo había matado. Ulkjar tenía dos hijos que había dejado en Norsca. Dentro de uno o dos años, el joven Bjorn estaría preparado para acompañarlo en las incursiones y se preguntó si lo mataría su propio hijo poco tiempo después.
Esperaba que sí, ya que esa era la mejor manera de morir, viendo que el propio hijo crecía fuerte y orgulloso. Maldito fuera si iba a hacerlo otro. Sin embargo, el señor de la guerra Hroth, el gigantesco príncipe demonio, había reclamado su cráneo, y Ulkjar tenía la seguridad de que acabaría por perder la vida a manos de él. Esperaba que no fuera así porque, si a él lo mataban, otro skaeling ocuparía su lugar, y su familia, en Norsca, sin duda sería asesinada por el nuevo jefe. De todos modos, esa era la costumbre de los skaelings.
Ulkjar se frotó la piel del costado. Asintió con la cabeza y se puso a retirar el hilo con que se había cosido. Con los dientes apretados, sacó los puntos de la piel. Le quedó una cicatriz recta y regular, pero no había ningún otro rastro de la herida. Por supuesto, no necesitaba realmente coserse el tajo, pero se había encontrado con que las heridas que no se cosían cicatrizaban de modo irregular, y Ulkjar no tenía problemas en admitir que era vanidoso. Tras devolver la aguja y el hilo al pequeño zurrón, se puso de pie y se estiró. Sintió una pequeña punzada porque tenía la piel tirante, pero se le pasaría con el tiempo. Sabía que su hijo Bjorn había heredado ese rasgo regenerativo. Había visto resbalar al muchacho sobre las ennegrecidas rocas de la costa, donde buscaba mejillones, y hacerse un profundo corte en una mano con una roca afilada. El muchacho no había llorado, cosa que lo hizo sentir orgulloso, y al cabo de una hora la herida había cicatrizado completamente y había dejado sólo una cicatriz irregular en la palma. Ulkjar le había dado al chico una palmada en un hombro.
—Eres un auténtico hijo mío —había dicho—. Algún día te convertirás en jefe de los skaelings, y todo el mundo temerá tu nombre.
Ulkjar recogió la cabeza decapitada del último oponente y, tras atravesar la masa de guerreros, ascendió por la ladera cubierta de nieve, hacia donde el príncipe demonio Hroth lo esperaba con sus khazags y los otros jefes. Al acercarse a la reunión de lo alto de la colina, vio que Hroth el Ensangrentado se encontraba de pie en medio de la elevación, donde sobre salía de modo espectacular por encima de todos los presentes.
Con la pesada cabeza, el príncipe demonio le hizo un gesto de asentimiento al skaeling, que se acercaba a los otros jefes. Había unos treinta reunidos allí. Al mirarlos a todos, Ulkjar vio que también el brujo Sudobaal, ataviado de negro, se encontraba entre ellos, así como tres diminutas figuras encapuchadas.
«Skavens», pensó con asco.
Ulkjar empujó bruscamente fuera de su camino a varios jefes.
Se volvieron hacia él al mismo tiempo que se llevaban veloz mente las manos a las armas, pero ninguno desenfundó. Él los miró desde arriba, porque era al menos una cabeza más alto que todos los demás, salvo Hroth. Junto al príncipe demonio había una pequeña pila de cráneos, y Ulkjar arrojó junto a ellos la cabeza del norscan.
—Un cráneo para ti, señor de la guerra Hroth, y para el gran Kharloth, el Dios de la Sangre —dijo.
El gigantesco demonio rio entre dientes, y la risa retumbó en las profundidades de su pecho.
—¿Otro que te ha desafiado, Ulkjar?
—Así es, señor de la guerra. Mis skaelings son guerreros poderosos, pero no son los más inteligentes de los hombres.
El brujo golpeó la roca con el báculo para imponer silencio.
Los jefes interrumpieron las conversaciones y se volvieron hacia Sudobaal, que estaba de pie junto al príncipe demonio. «Parece aún más retorcido y encorvado de lo habitual», pensó Ulkjar. Tenía el rostro chupado y cargado de odio. Era el peón del demonio, como todos ellos, pero continuaba siendo un brujo poderoso.
—Nuestra tribu exploradora de avanzadilla fue aniquilada en el día de hoy —dijo el brujo. Los jefes arrastraron los pies por la nieve—. Con hechicería. Nuestro amigo del pueblo de las ratas, el Ciego —dijo Sudobaal a la vez que señalaba a uno de los encorvados skavens, el cual inclinó la cabeza—, nos trae la noticia de que nuestro aliado del oeste ha sido asesinado.
»Murió tras haber cumplido sólo una parte de sus deberes.
»A pesar de que…
—Devoraré el alma del fracasado en los Reinos del Caos —gruñó Hroth, que interrumpió al brujo.
—A pesar de que logró propagar la plaga y la enfermedad por las tierras de esos lastimosos cobardes, con ayuda del Ciego y sus secuaces, y despejó de enemigos nuestra ruta hacia el sur, no consiguió entrar en la ciudad ni concluyó los preparativos para nuestra llegada.
—¿Qué puede esperarse de los cobardes seguidores de Nurgle? —gruñó uno de los jefes.
Otro de ellos maldijo y se volvió con enojo hacia el que había hablado.
—Basta —tronó Hroth, y los silenció.
—También sabemos, a través de los agentes del Ciego, que el asesino de nuestro aliado está fortificando el Ojo del Bosque en estos precisos momentos.
Los jefes comenzaron a murmurar entre sí. Ulkjar pronunció las palabras que todos estaban pensando.
—Nuestro aliado no logró entrar en la ciudad, y su asesino ha comenzado a fortificarla preparándose para nuestro ataque.
—¿Por qué no cambiamos los planes, señor Hroth? Sin duda, podríamos pasar de largo del Ojo del Bosque y atacar otro objetivo. Hay montones de ciudades hacia el sur, las cuales nunca han sentido la furia de los nuestros. ¿O tal vez podríamos ir al este y tomar la ciudad del Lobo Blanco?
—La ciudad del Lobo Blanco caerá en su momento, pero no soy yo quien dirigirá el ataque —gruñó Hroth.
—El Ojo del Bosque será prácticamente imposible de tomar la ciudad de los jefes.
—La derribaremos, la aplastaremos bajo nuestros pies y mataremos hasta el último hombre, mujer y niño que haya dentro —tronó el demonio, cuyos ojos de fuego clavaron una fija mirada malevolente en el que había hablado.
—¿Qué dice el Ciego? ¿Nos ayudaréis a tomar el Ojo del Bosque? —siseó Sudobaal, al mismo tiempo que asentía con la cabeza hacia los skavens.
Una de las criaturas extendió una mano desde debajo del ropón. Tenía el pelaje gris, apolillado y agusanado. Con los pálidos dedos se echó atrás la capucha que le ocultaba el rostro y dejó a la vista una cara cubierta de viruelas. Tenía ojos de color blanco lechoso, de los que caía pus sobre el pelaje gris, y los bigotes estaban partidos y podridos. Al abrir la boca, dejó a la vista grandes dientes amarillos y desportillados, y exhalo bruscamente varias veces en lo que podría haber pasado por una risa. El skaven le hizo un gesto de asentimiento a Sudobaal, y luego otra vez a Hroth, como promesa de apoyo.
—Es una aventura necia —comenzó uno de los jefes.
Hroth, que ya había oído suficiente, avanzó hacia él, y los otros jefes se apartaron de su camino. Cogió al hombre con sus descomunales manos rojas, le arrancó la cabeza y la dejó caer al suelo, junto con el cuerpo.
—Basta de charlas. Tengo sed de batalla. Atacaremos. Jefes, llevad a vuestras tribus a toda velocidad hacia la ciudad del cráter, el Ojo del Bosque. Quiero verla destruida.
* * *
Stefan von Kessel examinó cuidadosamente las defensas, mientras conducía al ejército de Ostermark a través de los grandiosos portales de la fortaleza. Gigantescas estatuas de Ulric, ancestral dios de la batalla, el invierno y los lobos, y de su hermano Taal, dios de la naturaleza y los lugares salvajes, flanqueaban el acceso a las gigantescas puertas. La fortaleza estaba construida dentro del costado del cráter de Talabheim, y era una estructura imponente y sólida. Guardaba la única entrada de la ciudad: un túnel de ochocientos metros de largo excavado a través del cráter.
El ingeniero Markus observó la fortaleza con ojo experto y no pudo hallar defecto alguno en el diseño.
—Es una maravilla de la ingeniería de fortificación —le comentó, efusivamente, a Stefan—. ¿Veis cómo están situadas las torres? ¿Y cómo los muros se inclinan hacia dentro? Eso conforma un matadero… Cualquier atacante que entrara, sería hecho pedazos, moriría por los disparos de ballesta y fusil de las torres y de lo alto de las murallas…, le dispararían desde todos los ángulos. Si las murallas fueran tomadas por el enemigo, las torres actuarían como pequeñas fortalezas… Fijaos en que tienen líneas de disparo despejadas sobre todas las murallas.
—¡No hay modo de ocultarse de ellas, no! ¡Aquí no hay torres cuadradas, ah, no! Las torres cuadradas tienen esquinas, y las esquinas son vulnerables. Si se destruye la esquina, la torre se derrumba. Simple, realmente.
—Sí, en efecto, ingeniero —dijo Stefan mientras atravesaban las puertas.
Al alzar la mirada vio las aguzadas puntas del rastrillo, que se bajaría cuando se produjera el ataque. Había incontables aspilleras a ambos lados del rastrillo, agujeros por los que los soldados de las salas de lo alto dejarían caer aceite y también rocas sobre los posibles atacantes que intentaran abrirse paso al interior.
Al otro lado de las puertas, el túnel que atravesaba el cráter se extendía ante ellos. No se veía el otro extremo.
—¡Gran Verena de lo alto! —exclamó Markus, invocando a la diosa de la erudición y la justicia.
Stefan estaba tan impresionado como él. El túnel, lo bastante ancho como para que dos carruajes avanzaran por él uno junto a otro, estaba iluminado por antorchas colocadas cada veinte pasos, más o menos.
—¡Deben de haber tardado toda una vida para construirlo!
—Resultaría difícil de tomar por asalto —dijo Stefan mientras contemplaba con ojo de guerrero el túnel muy bien defendido.
El ejército de Ostermark atravesó la puerta detrás de Stefan, que avanzó a largas zancadas por el túnel de ochocientos metros de largo.
—¿Por qué lo llaman Paseo del Hechicero? —le preguntó al sargento ataviado con el uniforme rojo y blanco de Talabheim—. Nadie lo sabe a ciencia cierta. Algunos piensan que este túnel fue excavado mediante magia, otros creen que su nombre se debe fueron conducidos a Talabheim para juzgarlos, pero ¿cuál es la verdad? Me atrevería a decir que nunca la sabremos. Es cierto que un hechicero ha recorrido este túnel en las últimas semanas, eso sí, o, para ser más correcto, una bruja. Una elfa, si podéis creerlo, de piel tan blanca como la muerte —dijo el hombre, con un estremecimiento dramático—. Me dio miedo esa bruja. Vino para ayudar en la defensa, según dicen.
Stefan alzó las cejas.
—Aurelion. Sus poderes nos resultarán útiles, no me cabe duda —dijo tras superar la sorpresa—. Había pensado —añadió— que el barón saldría a recibirnos personalmente.
El soldado tosió, incómodo.
—El joven barón está enfermo, postrado en el lecho. Hace meses que nadie lo ve fuera del dormitorio.
Albrecht le dirigió a von Kessel una mirada de alarma.
—Decís que está enfermo —dijo el capitán—. ¿Qué mal aqueja al barón de Talabheim?
—No lo sé, capitán. Algunos dicen que es la plaga. Debo decir, capitán, que me alegro de que hayáis llegado. Tal vez ahora tengamos alguna posibilidad.
—Resistiremos. Estoy seguro de que vuestro barón tiene gran conocimiento de las excelentes defensas de la ciudad.
El sargento rio.
—¿Ese joven necio? Su padre sí que era un guerrero y un comandante, pero ¿el joven barón? No, es un joven asustado, temeroso de cumplir con su deber. Se dice que tiene a un sacerdote de Morr consigo durante todo el tiempo. Prevé morir en cualquier momento, según dice el rumor. No, no está pensando en la defensa de Talabheim.
—¡Vaya, qué bien! —ironizó Albrecht.
Se acercaban al final del túnel, guardado por otra fortaleza.
También aquí había aspilleras cuidadosamente situadas en el techo, y otras en las curvas murallas. En lo alto se veían sobresaliendo las puntas de los cañones que apuntaban hacia el fondo del túnel. Un segundo rastrillo podía cerrar ese extremo, además de otro par de sólidas puertas.
Al atravesar las puertas abiertas, Stefan entró en lo que Markus definió como otro matadero. Detrás de ellos había balcones que permitían dejar caer una lluvia de muerte sobre cualquier enemigo que lograra abrirse paso hasta allí, y vio más cañones que apuntaban hacia abajo.
—Metralla —dijo el ingeniero—. Esos cañones estarán cargados con cientos de balas de fusil, además de toda clase de clavos y trozos de metal, todo envuelto en lona. Disparados desde esa distancia, el efecto será devastador y destrozará todo lo que haya aquí. —Hizo una mueca—. Cualquier fuerza que lograra llegar tan lejos, acabaría hecha pedazos.
Al continuar, salieron a la luz, donde Stefan parpadeó y se protegió los ojos. La propia Talabheim aún se encontraba a algunos kilómetros de distancia. Las tierras de labradía y pastura se extendían ante él, y vio hombres que araban los gélidos campos como si no se avecinara guerra alguna. Suspiró.
—Llevadme ante el barón —ordenó.