VEINTINUEVE
Olaf el Berserker entrecerró los ojos para mirar entre los arboles del otro lado del claro cubierto de nieve que tenía delante.
Allí había siluetas, aunque su número parecía por desgracia reducido. No lograba entender por qué no habían huido ante las fuerzas del Caos que avanzaban, pero se alegraba de que no lo hubieran hecho. Había disfrutado matando a los elfos en la isla, y entonces daba la impresión de que habría más que matar.
Tras ladrar una orden, Olaf saltó al claro. Detrás de él, salieron cerca de mil guerreros kurgan, todos a pie. Al ser uno de los Tchazags originales de Hroth, uno de los únicos cien que quedaban, ostentaba un alto cargo no era más que una de las tribus que entonces le pertenecían.
Horas antes, los jinetes que limpiaban el bosque a varios kilómetros por delante del ejército en marcha habían descubierto a aquel grupo. No se habían trabado en combate con los enemigos, sino que habían dado un amplio rodeo para determinar si formaban parte de una fuerza más numerosa que aguardaba para tenderle una emboscada a la vanguardia del ejército de Hroth. Parecía que no lo eran, así que Olaf le ordenó a su tribu avanzar hacia ellos a toda velocidad, ansioso por reclamar la matanza para sí mismo.
Mientras avanzaba pesadamente por la nieve, Olaf comenzó a gruñir al sentir que el frenesí de sangre crecía en su interior.
Sabía que, en cuanto entrara en la batalla, se perdería completamente en la furia del berseker. La primera vez que había sentido la furia roja descender sobre sí mismo, sólo tenía nueve veranos de edad y había matado a dos chicos mayores que él, a los que había desgarrado la garganta con las manos desnudas.
Después de la pelea, una vez que recobró la compostura, se había sentido conmocionado y horrorizado ante sus propios, actos, ante la cantidad de sangre que le cubría las manos y los antebrazos. Con la cara surcada de lágrimas, había corrido junto a su padre. Tras escuchar al hijo, el guerrero había sonreído y lo había abrazado contra el enorme pecho.
—Se te ha otorgado un don, hijo mío —había dicho el padre—. Serás un poderoso guerrero.
Las palabras del padre se habían cumplido, ya que se había convertido en un poderoso guerrero, y eran miles los que habían caído batalla, se perdía en la matanza. No sentía ni dolor ni fatiga cuando era presa de la furia, y luchaba con la fuerza de un oso.
Le habían asestado estocadas y tajos en centenares de ocasiones, pero sumido continuaba golpeando y matando a todos los que se le oponían.
Al fin de la batalla, se desplomaba de modo inevitable, exhausto y falto de sangre, pero siempre vencedor.
Olaf servía fielmente a su jefe y señor de la guerra. Siempre había tenido fe en Hroth; siempre había creído que el hombre estaba destinado lo había juzgado acertadamente, de hecho siempre había sido un buen juez de hombres. Cuando no era presa de la furia salvaje, Olaf darse al margen y escuchar, antes que ser el centro de atención.
El gruñido se transformó en un rugido mientras corría por la nieve hacia los elfos del otro lado del claro.
Una figura frágil, que llevaba un ornamentado sombrero alto y se apoyaba pesadamente en un báculo, se encontraba de pie en el centro del pequeño grupo de elfos. La figura avanzó y alzó el báculo en el aire. Del cielo comenzaron a caer llamas sobre los guerreros kurgan que corrían. Allá donde tocaban el suelo, la nieve se derretía y se prendía fuego. Las llamas golpeaion a Olaf en la barba y la cara, y el calor lo quemó. Hizo caso omiso del dolor y corrió hacia la figura, con el par de hachas aferradas con fuerza. Las llevaba firmemente encadenadas a los antebrazos, de modo que no pudiera dejarlas caer cuando descendiera sobre él la roja niebla contrario, las arrojaría inevitablemente a un lado y se lanzaría, desarmado, contra el enemigo, para destrozarlo con las manos desnudas.
Una explosión de calor surgió en medio de los kurgan, una descomunal columna de llamas que rugió al ascender a decenas de metros hacia el cielo y matar instantáneamente a cientos de hombres. La onda de calor pasó sobre los otros guerreros, golpeó a Olaf en la espalda y lo lanzó al suelo con su fuerza.
Un aire abrasador pasó ondulando sobre él, que se puso en pie de un salto mientras la furia aumentaba en su interior.
El centro de la columna de llamas estaba al rojo blanco, y de pronto estalló hacia fuera, con un rugido, y mató a más cientos de kurgan, cuya carne cayó de los huesos, derretida.
Armas y armaduras se convertían en metal fundido y caían al suelo, los huesos ardían y se transformaban en carbón, y cientos de guerreros kurgan morían entre alaridos. Al expandirse la anilla de fuego sobrenatural, Olaf lanzó un grito de furia y corrió por la nieve que se fundía con la intención de alcanzar al enemigo. La capa de piel de lobo que llevaba se incendió y le quemó la espalda.
Olaf lo veía todo rojo y no sintió el calor abrasador que comenzó a quemarle la carne. Al cabo de unos minutos, no quedaba nada de la vanguardia del Caos, salvo un claro de nieve fundida, con la tierra ennegrecida por llamas mágicas.
Stefan von Kessel se encontraba sentado y en silencio en el castillo de proa del gran barco, y miraba fijamente al otro lado de las aguas del río Talabec. Faltaba una hora para el amanecer, y una niebla baja flotaba sobre el río y le confería una apariencia fantasmal y etérea. La madrugada era gélida, pues el invierno se había instalado con firmeza. Los oscuros árboles que bordeaban el río estaban cargados de nieve. Inconscientemente, Stefan dio un puñetazo sobre la borda del castillo de proa, y la noche.
El Talabec era un río enorme de verdad, de unos trescientos metros todo el ancho del Imperio, miles de kilómetros. Descendía rugiendo desde las Montañas del Fin del Mundo, y era alimentado por al Alto Talabec y al Bajo Talabec en Ostermark, antes de que esos dos ríos se unieran al este de Bechafen. Al salir de Ostermark y entrar río Urslcoy, que descendía desde el norte de la gran ciudad de Kislev y pasaba al sur de los campos de batalla donde el emperador Magnus a los ejércitos del Caos, en el remoto norte. Esos dos grandes ríos se unían para formar el Talabec, el río más torrentoso y profundo de todo el Viejo Mundo. Atravesaba el corazón del Imperio, a través de grandiosos bosques, en dirección a la ciudad de Talabheim, de los Colegios de Magia fundados hacía poco. Desde allí continuaba más allá de Carroburgo y finalmente desembocaba en el mar en Marienburgo, donde alimentaba las marismas que rodeaban la ciudad portuaria.
El Talabec era una importante ruta comercial a través del Imperio, por la que se transportaban alimentos, ganado y cargamentos preciosos desde el mar hasta la propia Kislev. El río era lo bastante grande como para que lo recorrieran flotas enteras, y permitía que ejércitos en pleno atravesaran el Imperio en una fracción del tiempo que tardarían por tierra. Stefan se sentía agradecido por eso, ya que el viaje hacia Talabheim había sido rápido.
El mariscal del Reik avanzó para situarse a su lado. Se había recuperado bien, y por el aspecto exterior, uno jamás habría dicho que había estado enfermo, pero von Kessel sabía que una buena parte de eso era sólo apariencia, y que se cansaba con facilidad. No obstante, el voluntarioso hombre maduro nunca permitiría que una debilidad semejante se evidenciara ante sus soldados. Stefan se tensó cuando el mariscal, en silenció, se detuvo junto a él.
Había comenzado a superar la enfermedad, se había sentido indignado por las acciones del capitán, y había montado en cólera. La sacerdotisa de Shallya le había dirigido a Stefan una mirada funesta por trastornar a su paciente, y al capitán casi lo había desconcertado más el enojo de la sacerdotisa que la furia del mariscal del Reik. Siempre había creído que las sacerdotisas de Shallya eran de naturaleza serena y pacífica, atentas y tiernas, pero aquella mujer se había disgustado de manera formidable.
El mariscal del Reik le había echado a Stefan un encolerizado rapapolvo, y le había hablado de su deber para con el Imperio y el Emperador. Durante casi una hora, el mariscal del Reik lo reprendió por sus acciones, y durante todo ese tiempo, Stefan guardó silencio y lo aceptó todo con estoicismo.
Sabía que decía la verdad, y se juró no volver a permitir que, en el futuro, las emociones o los prejuicios nublaran su visión.
Su deber para con el Imperio era supremo, y prometió llevar a cabo, con vigor y fe, todo lo que le exigiera el Emperador.
Los dos permanecieron en silencio durante un momento más. Incómodo, el mariscal del Reik se aclaró, finalmente, la garganta.
—Es una criatura atemorizadora la que tenéis bajo cubierta.
Esta mañana estuvo a punto de arrancarle un brazo a un hombre.
El abuelo del animal había sido la montura de guerra del abuelo de Stefan. El capitán sentía aprensión ante la bestia, pero lo habían transportado con bastantes dificultades desde las instalaciones de cría, y pensaba que no sería adecuado enviarlo de vuelta.
—Los grifos no son famosos precisamente por sus modales amables —replicó.
El mariscal del Reik asintió con la cabeza y guardó silencio durante unos momentos más.
—Dije la verdad cuando hablamos por última vez, von Kessel —dijo al fin—. No pensasteis en el Imperio, sino que os dominó vuestra propia cólera y venganza.
—Lo sé. Ahora lo veo, mariscal del Reik —replicó Stefan con la cabeza gacha.
El caballero volvió a asentir.
—Sé que es así. Necesitabais oír esas palabras, von Kessel, y debéis recordadas siempre, en especial si se tiene en cuenta el difícil papel que tendréis que desempeñar en el futuro.
—¿Señor? —dijo Stefan, que miró al caballero con la con fusión reflejada en el rostro.
—No seáis tan obtuso, hombre —rio entre dientes el mariscal del Reik—. lo tuviera, no habría forma de que pudiera sucederlo en la dignidad de elector. El mismísimo Emperador declarará exculpado vuestro nombre. Sois el siguiente en la línea sucesoria, Stefan. Seréis el elector.
—Yo…, yo no quiero ser elector.
—¿Y qué demonios condenados tiene que ver eso? Cualquier hombre que quisiera ser elector sería, sin duda, el hombre equivocado para desempeñar ese papel. ¿Creéis que nuestro Magnus deseaba ser emperador?
—No lo sé. Nunca lo he pensado.
—Bueno, pues no lo quería. Aceptó serlo porque vio que era necesario para el futuro del Imperio, al igual que, por el futuro de Ostermark, debéis ser vos el conde elector.
—Mariscal —dijo Stefan, que sentía una dolorosa contracción en el estómago—, yo no entiendo nada de política, ni siento ningún deseo de entenderla. Soy un soldado, nada más.
—No necesitamos más políticos en el Imperio, Stefan, necesitamos gobernantes fuertes, y vos, a pesar de vuestros defectos, seréis un gobernante fuerte. No me malinterpretéis; jamás seréis el tipo de hombre que inspirará al pueblo con discursos exaltados. Sigmar no lo permita, pues diríais algún disparate y causarías una revuelta, pero eso no importa. Sois un soldado, un hombre y reaccionáis del modo que os parece más conveniente. No siempre lo hacéis bien, sé muy bien que en el pasado no siempre habéis tomado las mejores decisiones, pero el pasado es el pasado, y lo importante es que los hombres que os siguen confían en vos y os respetan. Lo haréis bien.
Stefan inspiró profundamente mientras asimilaba la información. Se sentía mareado. No quería ese tipo de responsabilidad.
—Tomad —dijo el mariscal del Reik, y le tendió una espada envuelta en una bandera que llevaba los colores amarillo y púrpura de Ostermark—. Aún no sois el elector, pero está en mi poder daros esto para que lo llevéis a las batallas que se avecinan. Sigmar sabe que lo necesitaréis.
Tras aceptar con cierta turbación el regalo ofrecido, Stefan lo sostuvo durante un momento, reacio a abrirlo. Era pesado y percibía el poder que emanaba del envoltorio. Se trataba de un arma antigua y poderosa, y entonces supo qué era y se quedó boquiabierto.
Con reverencia, desenvolvió la preciosa arma. Era una espada metida dentro de la vaina, con empuñadura pesada y funcional, decorativa y lujosa, en un estilo que estaba lejos de ser ostentoso, aunque resultaba obvio que no tenía precio. La vaina era de sencillo cuero negro con ribetes de plata, y Stefan cerró la mano en torno a la empuñadura, como para probarla.
Tras aferrar la vaina, sacó el colmillo rúnico, y se maravilló ante el perfecto equilibrio.
Stefan sujetaba el arma con pasmo reverencial. El colmillo rúnico había sido un distintivo de los condes de Ostermark desde que los enanos lo forjaron en los tiempos de Sigmar, uno de los doce forjados como símbolo de alianza entre las dos razas.
Había sido blandido en incontables batallas por generaciones de condes electores de Ostermark, y el abuelo del propio Stefan lo había usado para matar a los pieles verdes y hombres bestia que infestaban los bosques de su territorio, antes de que la traición lo hiciera ejecutar. Gruber nunca había llevado la espada a la batalla, porque no era un guerrero, y el arma había languidecido en las armerías llenándose de polvo.
La hoja del colmillo rúnico era de un plateado relumbrante, y estaba recorrida por runas de enanos en toda su longitud.
El metal era más duro que cualquier acero que pudiera forjar el hombre, y se mantenía tan afilada como el día en que la forjaron; jamás había necesitado afilarse de nuevo en todos los siglos pasados desde entonces.
—Está hecha de gromril —dijo el mariscal del Reik—, un metal muy apreciado por los enanos, y que sólo ellos saben extraer y trabajar.
Stefan hizo girar el arma, que susurró con suavidad en el aire.
El equilibrio era perfecto. La empuñadura era lo bastante larga como para cogerla con ambas manos, y el peso era perfecto para que pudiera ser blandida cómodamente con una sola. Se trataba de una espada maravillosa, y sabía que había poder dentro de ella. Las viejas historias afirmaban que podía hender el metal y la piedra. Al tenerla en la mano, Stefan, que siempre había considerado esas historias exagerados cuentos de viejas, ya no se sintió tan seguro.
—Es un regalo magnífico de verdad —dijo Stefan con reverencia.
—No es ningún regalo —replicó el mariscal del Reik—; es vuestra por derecho de nacimiento.
Talabheim era una ciudad descomunal que rivalizaba con las más grandes urbes del Imperio. Conocida por muchos como el Ojo del Bosque, se hallaba situada en el corazón del Imperio. Estaba construida de diámetro. Nadie sabía realmente qué había abierto ese cráter, pero muchos creían que un ardiente cometa de dos colas había chocado contra el suelo y había originado las paredes circulares una cadena montañosa circular. Sobre las paredes de ese cráter estaban construidas fuertes y sólidas, dominaban la línea del cielo. Combinadas, las defensas naturales y las sólidas murallas formaban una fortaleza casi impenetrable La ciudad en sí estaba situada en medio del cráter, y la rodeaban kilómetros de tierras de labrantío y pastura. Así pues, las murallas exteriores de la ciudad eran de kilómetros y kilómetros de largo, y se necesitaban miles de hombres para defenderlas. Estaban contaban con los efectivos necesarios, permitían una vista de todos los posibles accesos a la ciudad.
Justo por fuera de las paredes del cráter, corría el Talabec, que formaba un profundo puerto natural. En torno a este puerto, fuera de las murallas, había crecido el pequeño asentamiento de Talagraad. Con alrededor de un millar de residentes permanentes, era comerciantes y marineros que pasaban cada día por la ciudad.
Las calles que rodeaban los muelles estaban flanqueadas por tabernas atestadas de pendencieros marineros borrachos, ladrones, contrabandistas.
Albrecht sonrió abiertamente cuando el barco se acercaba al puerto.
—Bueno, este sí que es el tipo de lugar que me gusta —dijo.
—Vamos a pasar de largo, Albrecht. No vamos a permanecer en Talagraad un momento más de lo necesario —replicó Stefan con severidad.
El sargento lanzó un largo suspiro.
—¿Ni siquiera el tiempo justo para una sola bebida y una mano de cartas, eh? Cualquiera diría que se nos echa encima una guerra. —Le hizo un guiño al capitán.
—Estáis de buen humor esta mañana, sargento.
—Sí, lo estoy, capitán —asintió Albrecht.
—Gracias por no llamarme «elector»; me pone de los nervios.
—Hoy estoy de buen humor, capitán —explicó el sargento, que hizo hincapié en la última palabra—, porque estamos a punto de bajarnos de este maldito barco. Odio estar encima del agua, siempre lo he odiado. Me mareo.
—El sargento Albrecht, duro como la roca, le tiene miedo al agua, ¿eh? Jamás lo habría adivinado.
—No, y os agradeceré que no lo repitáis. Y no le tengo miedo al agua; simplemente me hace sentir como mareado.
—Por supuesto.
—Soy un soldado, capitán. Saco mis pequeños placeres de dónde puedo. Una puesta de sol o el abrazo de una mujer hermosa, esas son las cosas por las que debe alegrarse uno.
Bajarse de un húmedo barco es para mí la misma cosa… Saco mis pequeños placeres de dónde puedo.
Stefan alzó las cejas.
—El abrazo de una mujer hermosa y bajarse de un barco son la misma cosa, ¿eh? Creo que debéis de estar haciendo mal una de las dos, viejo.
—¿Viejo? No penséis que sólo porque lleváis esa elegante espada sujeta a la cintura no os meteré a golpes un poco de sensatez en la cabeza si lo necesitáis, capitán —replicó haciendo nuevamente hincapié en la última palabra.
Stefan se echó a reír y le dio al soldado una palmada en un hombro.
—No aceptaría que fuera de ningún otro modo, viejo.